29 de diciembre de 2007

FOTOS VARIAS

EN LA SACRISTÍA DE LA PARROQUIA CON MONS. AZCONA, PEDRO, MIGUEL Y YO















MOSN. FRANCISCO AZCONA















EN MI HABITACIÓN



















SACRISTÍA



















TAPIZ DEL MISTERIO DE BELÉN

SAGRADA FAMILIA, DIECIEMBRE 2007

Es Navidad, el Nacimiento del Hijo de Dios por amor al hombre. Dentro del tiempo de la Navidad celebramos hoy la Fiesta de la Sagrada Familia. Y, junto con esta Fiesta, celebramos en toda España la Jornada de la familia y de la vida. Porque fue en el seno de una familia, la Sagrada Familia de Nazaret, donde fue acogido con gozo, nació y creció Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre.
Este Niño, nacido en Belén, es el Verbo, la Palabra de Dios. Él nos muestra el rostro amoroso de Dios y, a la vez, el verdadero rostro del hombre, nuestro verdadero origen y destino, según el proyecto de Dios. En Jesús queda renovada la creación entera; el hombre y la mujer, todas las dimensiones de la vida humana han sido iluminadas, sanadas y elevadas por el Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre. Él muestra también el verdadero sentido del matrimonio y de la familia, y el valor de toda vida humana, don de Dios, llamada a participar sin fin de su amor.

Nuestra mirada se dirige esta tarde a la Sagrada Familia de Nazaret, formada por José, María y Jesús. Un padre carpintero que cuida de Jesús y le inicia en las artes de su oficio; una madre generosa, que guarda en su corazón los tesoros silenciosos de su vida, basada en Dios; y un hijo que crece en sabiduría, amor y gracia ante Dios y ante los hombres.
La Familia Sagrada es un hogar en que cada uno de sus integrantes vive su propia vocación, el designio amoroso de Dios para con cada uno de ellos, atentos en todo momento la voluntad del Padre-Dios: José, su vocación de esposo-padre; María, la de esposa-madre y Jesús, la de Hijo, enviado para salvar a los hombres. El de Nazaret es un hogar donde Jesús pudo formarse y prepararse para la misión recibida de Dios: un hogar en el que Jesús se desarrolló humana y espiritualmente, donde creció en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y los hombres. La Sagrada Familia es una escuela de amor recíproco, de acogida y de respeto, de diálogo y de comprensión mutua y una escuela de oración. Un modelo donde todos los cristianos y las familias cristianas podemos encontrar el ejemplo para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, acogiendo y siguiendo la propia vocación recibida de Él.

En la carta a los Colosenses (3,12-21), Pablo nos muestra la unidad y comunión en el amor que ha de darse en la familia cristiana; un amor que es siempre recíproco y fiel, entregado y respetuoso; un amor, que para ser verdadero, incluye necesariamente el perdón: ‘Sobrellevaos mutuamente y perdonaos’. Este es el verdadero amor, que es, a su vez, el único vínculo capaz de mantener unidos a los esposos y a la familia más allá cualquier dificultad o problema. Este amor es el verdadero alimento de la familia, que ayuda a crecer a los esposos y a los hijos y preserva a la familia de la desintegración. Este amor no es mera simpatía, no es un sentimiento volátil o una pasión pasajera, no es búsqueda de sí; porque el verdadero amor es donación y entrega mutua y desinteresada, de modo que ‘todo lo que de palabra y de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús y en acción de gracias a Dios Padre’.
El Apóstol recomienda a los esposos un amor auténtico. El esposo ha de amar a la esposa y cuidarla como Cristo ama a la Iglesia y da la vida por ella. A las mujeres les pide la docilidad correspondiente, pero ‘como conviene en el Señor‘; es decir, no como esclavas, sino como la Iglesia está sometida a Cristo, es decir en el amor entregado y fiel. El amor mutuo entre padres e hijos se fundamenta en la obediencia de los hijos a los padres, porque así ‘le gusta al Señor’, que ha dado ejemplo de esta obediencia (Lc 2,51). A los padres les pide el Apóstol: ‘No exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos’. La autoridad paterna incontestada es la que se basa en el amor, que busca en todo momento el bien de los hijos según el plan de Dios, para que así cada uno siga su propia vocación. La Palabra de Dios habla de sometimiento recíproco en el amor. Y en la relación de los padres con los hijos nos habla de educación de los hijos, una educación que es servicio para que afloren sus valores y sus capacidades y una ayuda a seguir la propia vocación con libertad y responsabilidad personal.

No celebraremos bien la Navidad, hermanos, si no acogemos al Niño-Dios y la buena nueva que este Niño-Dios, la Palabra definitiva de Dios a los hombres, nos ofrece sobre el matrimonio, sobre la familia y sobre la vida.
La Iglesia nos invita en esta Jornada a reconocer en toda vida humana un don de Dios, a acogerla con gozo y a trabajar por el respeto y la defensa de toda vida humana en cualquier momento de su existencia. En su Mensaje para la Jornada Mundial por la Paz, el día 1 de enero, centrado en ‘la persona humana, corazón de la paz’, el Papa Benedicto XVI, nos indica que “es preciso denunciar el estrago que se hace de (la vida) en nuestra sociedad: además de las víctimas de los conflictos armados, del terrorismo y de diversas formas de violencia, hay muertes silenciosas provocadas por el hambre, el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia. ¿Cómo no ver en todo esto un atentado a la paz? El aborto y la experimentación sobre los embriones son una negación directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer relaciones de paz duraderas”. Nos urge suscitar en las conciencias, en las familias y en la sociedad civil el reconocimiento del sentido y del valor de toda vida humana en todos los momentos y condiciones de su existencia y, especialmente, al inicio y al final de la vida denunciando sin complejos la gravedad del aborto, de la manipulación y muerte de los embriones -no importa con qué fin- y de la eutanasia.
El Niño Dios nacido en Belén es el motivo de nuestra alegría navideña, como lo debería ser también la concepción y el nacimiento de todo niño. Con harta frecuencia, sin embargo, ocurre todo lo contrario. Desciende la estima y la acogida de la nueva vida humana entre nosotros, a la vez que crece la indiferencia social y la permisividad legal y judicial ante el crimen abominable del aborto, un verdadero infanticidio. Ello denota la debilidad o falta de la fe en Dios, creador de toda vida humana, cuando no es signo explicito del rechazo del Dios creador. El matrimonio no es vivido ya por muchos como llamada de Dios a ser signo de su amor también en la transmisión de la vida.
La Fiesta de la Sagrada Familia nos urge también a acoger, vivir y proclamar la verdad y la belleza del matrimonio y de la familia, según el plan de Dios. Y hemos de hacerlo sin miedos ni complejos en un contexto social, político y legislativo contrario al verdadero matrimonio y poco propicio, cuando no contrario, para la familia. La familia, célula básica de la sociedad, no recibe el apoyo económico, social, político y mediático que en justicia se merece. A la familia no se le trata como es debido en las políticas de vivienda, de conciliación entre vida laboral y familiar o de educación. No podemos guardar silencio ante el ataque frontal a la familia como se ha hecho en la reforma del Código Civil, que ha eliminado las referencias al padre y a la madre, al esposo y la esposa para equiparar las uniones de personas del mismo sexo con el matrimonio, o mediante el llamado ‘divorcio expres’, que ha acabado con la estabilidad del matrimonio y de la familia.

En el mes de julio en el V Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Valencia, el Santo Padre anunciaba en su mensaje de acoger, vivir y proponer a todos el Evangelio del matrimonio, de la familia y de la vida así como por su invitación especial a transmitir la fe en la familia. La transmisión de la fe a las nuevas generaciones en la familia es especialmente urgente en nuestra Iglesia en un contexto social cada vez más secularizado y laicista, que prescinde de los valores religiosos y los quiere excluir de nuestra vida y de nuestra sociedad. Sé que no es fácil transmitir la fe a las nuevas generaciones y a los propios hijos. Pero hemos de ofrecerles nuestra ayuda, nuestra experiencia como creyentes y como miembros de la Iglesia, para que ellos, por sí mismos y desde su propia libertad, accedan a la fe movidos por la gracia de Dios. En eso consiste la transmisión de la fe en preparar o ayudar a otros a creer, a encontrarse personalmente con Dios mediante el encuentro con Jesucristo.
El Niño Dios nos ayuda a descubrir el corazón del hombre, su deseo de amor y felicidad, que sólo en Dios tienen su cumplimiento definitivo. Quien vive la Navidad, anuncia a Jesucristo, desde su nacimiento en Belén a su misterio pascual. Es un anuncio que no se agota en la propuesta de unas verdades y unas normas morales: es la invitación a una amistad personal con Jesucristo. Acoger a Cristo como nuestro Salvador, como la luz que ilumina la oscuridad de nuestros corazones, nos lleva a reconocer a Cristo como Salvador, que salva y libera, que ilumina nuestra vida.
Los padres sois los primeros educadores y evangelizadores de los hijos. En virtud del sacramento del matrimonio, los padres cristianos estáis llamados a ser los primeros responsables de la transmisión de la fe a vuestros hijos mediante el testimonio de vida, mediante la escucha de la Palabra de Dios y la oración en familia, mediante vuestra inserción en la vida de la Iglesia en la propia parroquia y vuestro compromiso en la iniciación cristiana de sus hijos en el proceso de la catequesis, mediante vuestra implicación para que en la escuela reciban la enseñanza acorde a la fe y moral cristianas. La Eucaristía, centro de la vida de la Iglesia, lo es también de la familia cristiana. Os invito a todas las familias cristianas a celebrar con gozo el Domingo y, en particular, a participar en la Eucaristía dominical, a ser posible en familia. Hablad a vuestros hijos de Dios y Jesucristo. Ningún otro anuncio es tan importante para su vida. Introducid a vuestros hijos en su misterio a través de la celebración litúrgica y la oración familiar.
Encomendemos hoy a la Sagrada Familia de Nazaret a todos nuestros matrimonios y familias para que se mantengan unidos en el amor, acojan las nuevas vidas que Dios les dé y produzcan abundantes frutos de santidad. Pidamos por nuestras familias para que, dejándose evangelizar, sean evangelizadoras y trasmitan la fe a sus hijos. A María y a José, que vieron amenazada la vida del hijo, apenas nacido, les encomendamos la causa de la acogida, respeto, cuidado y defensa de la vida, especialmente de los más débiles e indefensos como son los no nacidos. ¡Que nosotros sepamos responder a la tarea urgente de anunciar la Buena Nueva del matrimonio, la familia y la vida!. Amén.