4 de mayo de 2008

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES Y LOS SEMINARISTAS

Seminario de San José, Yonkers, Nueva York, Sábado 19 de abril de 2008

Eminencia,Queridos Hermanos en el Episcopado,Queridos jóvenes amigos:

Proclamen a Cristo Señor, “siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere” (1 Pe 3,15). Con estas palabras de la Primera carta de san Pedro, saludo a cada uno de ustedes con cordial afecto. Agradezco al Señor Cardenal Egan sus amables palabras de bienvenida y también doy las gracias a los representantes que han elegido por sus manifestaciones de gozosa acogida. Dirijo un particular saludo y expreso mi gratitud al Señor Obispo Walsh, Rector del Seminario de San José, al personal y a los seminaristas.
Jóvenes amigos, me alegra tener la ocasión de hablar con ustedes. Lleven, por favor, mis cordiales saludos a los miembros de sus familias y a sus parientes, así como a sus profesores y al personal de las diversas Escuelas, Colegios y Universidades a las que pertenecen. Me consta que muchos han trabajado intensamente para garantizar la realización de este nuestro encuentro. Les quedo muy reconocido. Gracias también por haberme cantado el “Happy Birthday”. Gracias por este detalle conmovedor; a todos les doy un sobresaliente por la pronunciación del alemán. Esta tarde quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre el ser discípulo de Jesucristo; siguiendo las huellas del Señor, nuestra vida se transforma en un viaje de esperanza.
Tienen delante las imágenes de seis hombres y mujeres ordinarios que se superaron para llevar una vida extraordinaria. La Iglesia les tributa el honor de Venerables, Beatos o Santos: cada uno respondió a la llamada de Dios y a una vida de caridad, y lo sirvió aquí en las calles y callejas o en los suburbios de Nueva York. Me ha impresionado la heterogeneidad de este grupo: pobres y ricos, laicos y laicas –una era una pudiente esposa y madre–, sacerdotes y religiosas, emigrantes venidos de lejos, la hija de un guerrero Mohawk y una madre Algonquin, un esclavo haitiano y un intelectual cubano.
Santa Isabel Ana Seton, Santa Francisca Javier Cabrina, San Juan Neumann, la beata Kateri Tekakwitha, el venerable Pierre Toussaint y el Padre Félix Varela: cada uno de nosotros podría estar entre ellos, pues en este grupo no hay un estereotipo, ningún modelo uniforme. Pero mirando más de cerca se aprecian ciertos rasgos comunes. Inflamados por el amor de Jesús, sus vidas se convirtieron en extraordinarios itinerarios de esperanza. Para algunos, esto supuso dejar la Patria y embarcarse en una peregrinación de miles de kilómetros. Para todos, un acto de abandono en Dios con la confianza de que él es la meta final de todo peregrino. Y cada uno de ellos ofrecían su “mano tendida” de esperanza a cuantos encontraban en el camino, suscitando en ellos muchas veces una vida de fe. Atendieron a los pobres, a los enfermos y a los marginados en hospicios, escuelas y hospitales, y, mediante el testimonio convincente que proviene del caminar humildemente tras las huellas de Jesús, estas seis personas abrieron el camino de la fe, la esperanza y la caridad a muchas otras, incluyendo tal vez a sus propios antepasados.
Y ¿qué ocurre hoy? ¿Quién da testimonio de la Buena Noticia de Jesús en las calles de Nueva York, en los suburbios agitados en la periferia de las grandes ciudades, en las zonas donde se reúnen los jóvenes buscando a alguien en quien confiar? Dios es nuestro origen y nuestra meta, y Jesús es el camino. El recorrido de este viaje pasa, como el de nuestros santos, por los gozos y las pruebas de la vida ordinaria: en vuestras familias, en la escuela o el colegio, durante vuestras actividades recreativas y en vuestras comunidades parroquiales. Todos estos lugares están marcados por la cultura en la que estáis creciendo. Como jóvenes americanos se les ofrecen muchas posibilidades para el desarrollo personal y están siendo educados con un sentido de generosidad, servicio y rectitud. Pero no necesitan que les diga que también hay dificultades: comportamientos y modos de pensar que asfixian la esperanza, sendas que parecen conducir a la felicidad y a la satisfacción, pero que sólo acaban en confusión y angustia.
Mis años de teenager fueron arruinados por un régimen funesto que pensaba tener todas las respuestas; su influjo creció –filtrándose en las escuelas y los organismos civiles, así como en la política e incluso en la religión– antes de que pudiera percibirse claramente que era un monstruo. Declaró proscrito a Dios, y así se hizo ciego a todo lo bueno y verdadero. Muchos de los padres y abuelos de ustedes les habrán contado el horror de la destrucción que siguió después. Algunos de ellos, de hecho, vinieron a América precisamente para escapar de este terror.
Demos gracias a Dios, porque hoy muchos de su generación pueden gozar de las libertades que surgieron gracias a la expansión de la democracia y del respeto de los derechos humanos. Demos gracias a Dios por todos los que lucharon para asegurar que puedan crecer en un ambiente que cultiva lo bello, bueno y verdadero: sus padres y abuelos, sus profesores y sacerdotes, las autoridades civiles que buscan lo que es recto y justo.
Sin embargo, el poder destructivo permanece. Decir lo contrario sería engañarse a sí mismos. Pero éste jamás triunfará; ha sido derrotado. Ésta es la esencia de la esperanza que nos distingue como cristianos; la Iglesia lo recuerda de modo muy dramático en el Triduo Pascual y lo celebra con gran gozo en el Tiempo pascual. El que nos indica la vía tras la muerte es Aquel que nos muestra cómo superar la destrucción y la angustia; Jesús es, pues, el verdadero maestro de vida (cf.
Spe salvi, 6). Su muerte y resurrección significa que podemos decir al Padre celestial: “Tú has renovado el mundo” (Viernes Santo, Oración después de la comunión). De este modo, hace pocas semanas, en la bellísima liturgia de la Vigilia pascual, no por desesperación o angustia, sino con una confianza colmada de esperanza, clamamos a Dios por nuestro mundo: “Disipa las tinieblas del corazón. Disipa las tinieblas del espíritu” (cf. Oración al encender el cirio pascual).
¿Qué pueden ser estas tinieblas? ¿Qué sucede cuando las personas, sobre todo las más vulnerables, encuentran el puño cerrado de la represión o de la manipulación en vez de la mano tendida de la esperanza? El primer grupo de ejemplos pertenece al corazón. Aquí, los sueños y los deseos que los jóvenes persiguen se pueden romper y destruir muy fácilmente. Pienso en los afectados por el abuso de la droga y los estupefacientes, por la falta de casa o la pobreza, por el racismo, la violencia o la degradación, en particular muchachas y mujeres. Aunque las causas de estas situaciones problemáticas son complejas, todas tienen en común una actitud mental envenenada que se manifiesta en tratar a las personas como meros objetos: una insensibilidad del corazón, que primero ignora y después se burla de la dignidad dada por Dios a toda persona humana. Tragedias similares muestran también que lo podría haber sido y lo que puede ser ahora, si otras manos, vuestras manos, hubieran estado tendidas o se tendiesen hacia ellos. Les animo a invitar a otros, sobre todo a los débiles e inocentes, a unirse a ustedes en el camino de la bondad y de la esperanza.
El segundo grupo de tinieblas –las que afectan al espíritu– a menudo no se percibe, y por eso es particularmente nocivo. La manipulación de la verdad distorsiona nuestra percepción de la realidad y enturbia nuestra imaginación y nuestras aspiraciones. Ya he mencionado las muchas libertades que afortunadamente pueden gozar ustedes. Hay que salvaguardar rigurosamente la importancia fundamental de la libertad. No sorprende, pues, que muchas personas y grupos reivindiquen en voz alta y públicamente su libertad. Pero la libertad es un valor delicado. Puede ser malentendida y usada mal, de manera que no lleva a la felicidad que todos esperamos, sino hacia un escenario oscuro de manipulación, en el que nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo se hace confusa o se ve incluso distorsionada por quienes ocultan sus propias intenciones.
¿Han notado ustedes que, con frecuencia, se reivindica la libertad sin hacer jamás referencia a la verdad de la persona humana? Hay quien afirma hoy que el respeto a la libertad del individuo hace que sea erróneo buscar la verdad, incluida la verdad sobre lo que es el bien. En algunos ambientes, hablar de la verdad se considera como una fuente de discusiones o de divisiones y, por tanto, es mejor relegar este tema al ámbito privado. En lugar de la verdad –o mejor, de su ausencia– se ha difundido la idea de que, dando un valor indiscriminado a todo, se asegura la libertad y se libera la conciencia. A esto llamamos relativismo. Pero, ¿qué objeto tiene una “libertad” que, ignorando la verdad, persigue lo que es falso o injusto? ¿A cuántos jóvenes se les ha tendido una mano que, en nombre de la libertad o de una experiencia, los ha llevado al consumo habitual de estupefacientes, a la confusión moral o intelectual, a la violencia, a la pérdida del respeto por sí mismos, a la desesperación incluso y, de este modo, trágicamente, al suicidio? Queridos amigos, la verdad no es una imposición. Tampoco es un mero conjunto de reglas. Es el descubrimiento de Alguien que jamás nos traiciona; de Alguien del que siempre podemos fiarnos. Buscando la verdad llegamos a vivir basados en la fe porque, en definitiva, la verdad es una persona: Jesucristo. Ésta es la razón por la que la auténtica libertad no es optar por “desentenderse de”. Es decidir “comprometerse con”; nada menos que salir de sí mismos y ser incorporados en el “ser para los otros” de Cristo (cf.
Spe salvi, 28).
Como creyentes, ¿cómo podemos ayudar a los otros a caminar por el camino de la libertad que lleva a la satisfacción plena y a la felicidad duradera? Volvamos una vez más a los santos. ¿De qué modo su testimonio ha liberado realmente a otros de las tinieblas del corazón y del espíritu? La respuesta se encuentra en la médula de su fe, de nuestra fe. La encarnación, el nacimiento de Jesús nos muestra que Dios, de hecho, busca un sitio entre nosotros. A pesar de que la posada está llena, él entra por el establo, y hay personas que ven su luz. Se dan cuenta de lo que es el mundo oscuro y hermético de Herodes y siguen, en cambio, el brillo de la estrella que los guía en la noche. ¿Y qué irradia? A este respecto pueden recordar la oración recitada en la noche santa de Pascua: “¡Oh Dios!, que por medio de tu Hijo, luz del mundo, nos has dado la luz de tu gloria, enciende en nosotros la llama viva de tu esperanza” (cf. Bendición del fuego). De este modo, en la procesión solemne con las velas encendidas, nos pasamos de uno a otro la luz de Cristo. Es la luz que “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Exsultet). Ésta es la luz de Cristo en acción. Éste es el camino de los santos. Ésta es la visión magnífica de la esperanza. La luz de Cristo les invita a ser estrellas-guía para los otros, marchando por el camino de Cristo, que es camino de perdón, de reconciliación, de humildad, de gozo y de paz.
Sin embargo, a veces tenemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de dudar de la fuerza del esplendor de Cristo, de limitar el horizonte de la esperanza. ¡Ánimo! Miren a nuestros santos. La diversidad de su experiencia de la presencia de Dios nos sugiere descubrir nuevamente la anchura y la profundidad del cristianismo. Dejen que su fantasía se explaye libremente por el ilimitado horizonte del discipulado de Cristo. A veces nos consideran únicamente como personas que hablan sólo de prohibiciones. Nada más lejos de la verdad. Un discipulado cristiano auténtico se caracteriza por el sentido de la admiración. Estamos ante un Dios que conocemos y al que amamos como a un amigo, ante la inmensidad de su creación y la belleza de nuestra fe cristiana.
Queridos amigos, el ejemplo de los santos nos invita, también, a considerar cuatro aspectos esenciales del tesoro de nuestra fe: oración personal y silencio, oración litúrgica, práctica de la caridad y vocaciones.
Lo más importante es que ustedes desarrollen su relación personal con Dios. Esta relación se manifiesta en la plegaria. Dios, por virtud de su propia naturaleza, habla, escucha y responde. En efecto, San Pablo nos recuerda que podemos y debemos “ser constantes en orar” (cf. 1 Ts 5,17). En vez de replegarnos sobre nosotros mismos o de alejarnos de los vaivenes de la vida, en la oración nos dirigimos hacia Dios y, por medio de Él, nos volvemos unos a otros, incluyendo a los marginados y a cuantos siguen vías distintas a las de Dios (cf.
Spe salvi, 33). Como admirablemente nos enseñan los santos, la oración se transforma en esperanza en acto. Cristo era su constante compañero, con quien conversaban en cualquier momento de su camino de servicio a los demás.
Hay otro aspecto de la oración que debemos recordar: la contemplación y el silencio. San Juan, por ejemplo, nos dice que para acoger la revelación de Dios es necesario escuchar y después responder anunciando lo que hemos oído y visto (cf. 1 Jn 1,2-3;
Dei Verbum, 1). ¿Hemos perdido quizás algo del arte de escuchar? ¿Dejan ustedes algún espacio para escuchar el susurro de Dios que les llama a caminar hacia la bondad? Amigos, no tengan miedo del silencio y del sosiego, escuchen a Dios, adórenlo en la Eucaristía. Permitan que su palabra modele su camino como crecimiento de la santidad.
En la liturgia encontramos a toda la Iglesia en plegaria. La palabra “liturgia” significa la participación del pueblo de Dios en “la obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia” (
Sacrosanctum concilium, 7). ¿En qué consiste esta obra? Ante todo se refiere a la Pasión de Cristo, a su muerte y resurrección y a su ascensión, lo que denominamos “Misterio pascual”. Se refiere también a la celebración misma de la liturgia. Los dos significados, de hecho, están vinculados inseparablemente, ya que esta “obra de Jesús” es el verdadero contenido de la liturgia. Mediante la liturgia, “la obra de Jesús” entra continuamente en contacto con la historia; con nuestra vida, para modelarla. Aquí percibimos otra idea de la grandeza de nuestra fe cristiana. Cada vez que se reúnen para la Santa Misa, cuando van a confesarse, cada vez que celebran uno de los Sacramentos, Jesús está actuando. Por el Espíritu Santo los atrae hacia sí, dentro de su amor sacrificial por el Padre, que se transforma en amor hacia todos. De este modo vemos que la liturgia de la Iglesia es un ministerio de esperanza para la humanidad. Vuestra participación colmada de fe es una esperanza activa que ayuda a que el mundo -tanto santos como pecadores- esté abierto a Dios; ésta es la verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno (cf. Spe salvi, 34).
Su plegaria personal, sus tiempos de contemplación silenciosa y su participación en la liturgia de la Iglesia les acerca más a Dios y les prepara también para servir a los demás. Los santos que nos acompañan esta tarde nos muestran que la vida de fe y de esperanza es también una vida de caridad. Contemplando a Jesús en la cruz, vemos el amor en su forma más radical. Comencemos a imaginar el camino del amor por el que debemos marchar (cf.
Deus caritas est, 12). Las ocasiones para recorrer este camino son muchas. Miren a su alrededor con los ojos de Cristo, escuchen con sus oídos, intuyan y piensen con su corazón y su espíritu. ¿Están ustedes dispuestos a dar todo por la verdad y la justicia, como hizo Él? Muchos de los ejemplos de sufrimiento a los que nuestros santos respondieron con compasión, siguen produciéndose todavía en esta ciudad y en sus alrededores. Y han surgido nuevas injusticias: algunas son complejas y derivan de la explotación del corazón y de la manipulación del espíritu; también nuestro ambiente de la vida ordinaria, la tierra misma, gime bajo el peso de la avidez consumista y de la explotación irresponsable. Hemos de escuchar atentamente. Hemos de responder con una acción social renovada que nazca del amor universal que no conoce límites. De este modo estamos seguros de que nuestras obras de misericordia y justicia se transforman en esperanza viva para los demás.
Queridos jóvenes, quisiera añadir por último una palabra sobre las vocaciones. Pienso, ante todo, en sus padres, abuelos y padrinos. Ellos han sido sus primeros educadores en la fe. Al presentarlos para el bautismo, les dieron la posibilidad de recibir el don más grande de su vida. Aquel día ustedes entraron en la santidad de Dios mismo. Llegaron a ser hijos e hijas adoptivos del Padre. Fueron incorporados a Cristo. Se convirtieron en morada de su Espíritu. Recemos por las madres y los padres en todo el mundo, en particular por los que de alguna manera están lejos, social, material, espiritualmente. Honremos las vocaciones al matrimonio y a la dignidad de la vida familiar. Deseamos que se reconozca siempre que las familias son el lugar donde nacen las vocaciones.
Saludo a los seminaristas congregados en el Seminario de San José y animo también a todos los seminaristas de América. Me alegra saber que están aumentando. El Pueblo de Dios espera de ustedes que sean sacerdotes santos, caminando cotidianamente hacia la conversión, inculcando en los demás el deseo de entrar más profundamente en la vida eclesial de creyentes. Les exhorto a profundizar su amistad con Jesús, el Buen Pastor. Hablen con Él de corazón a corazón. Rechacen toda tentación de ostentación, hacer carrera o de vanidad. Tiendan hacia un estilo de vida caracterizado auténticamente por la caridad, la castidad y la humildad, imitando a Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, del que deben llegar a ser imágenes vivas (cf.
Pastores dabo vobis, 33). Queridos seminaristas, rezo por ustedes cada día. Recuerden que lo que cuenta ante el Señor es permanecer en su amor e irradiar su amor por los demás.
Las Religiosas, los Religiosos y los Sacerdotes de las Congregaciones contribuyen generosamente a la misión de la Iglesia. Su testimonio profético se caracteriza por una convicción profunda de la primacía del Evangelio para plasmar la vida cristiana y transformar la sociedad. Quisiera hoy llamar su atención sobre la renovación espiritual positiva que las Congregaciones están llevando a cabo en relación con su carisma. La palabra “carisma” significa don ofrecido libre y gratuitamente. Los carismas los concede el Espíritu Santo que inspira a los fundadores y fundadoras y forma las Congregaciones con el consiguiente patrimonio espiritual. El maravilloso conjunto de carismas propios de cada Instituto religioso es un tesoro espiritual extraordinario. En efecto, la historia de la Iglesia se muestra tal vez del modo más bello a través de la historia de sus escuelas de espiritualidad, la mayor parte de las cuales se remontan a la vida de los santos fundadores y fundadoras. Estoy seguro que, descubriendo los carismas que producen esta riqueza de sabiduría espiritual, algunos de ustedes, jóvenes, se sentirán atraídos por una vida de servicio apostólico o contemplativo. No sean tímidos para hablar con hermanas, hermanos o sacerdotes religiosos sobre su carisma y la espiritualidad de su Congregación. No existe ninguna comunidad perfecta, pero es el discernimiento de la fidelidad al carisma fundador, no a una persona en particular, lo que el Señor les está pidiendo. Ánimo. También ustedes pueden hacer de su vida una autodonación por amor al Señor Jesús y, en Él, a todos los miembros de la familia humana (cf.
Vita consecrata, 3).
Amigos, de nuevo les pregunto, ¿qué decir de la hora presente? ¿Qué están buscando? ¿Qué les está sugiriendo Dios? Cristo es la esperanza que jamás defrauda. Los santos nos muestran el amor desinteresado por su camino. Como discípulos de Cristo, sus caminos extraordinarios se desplegaron en aquella comunidad de esperanza que es la Iglesia. Y también ustedes encontrarán dentro de la Iglesia el aliento y el apoyo para marchar por el camino del Señor. Alimentados por la plegaria personal, preparados en el silencio, modelados por la liturgia de la Iglesia, descubrirán la vocación particular a la que el Señor les llama. Acójanla con gozo. Hoy son ustedes los discípulos de Cristo. Irradien su luz en esta gran ciudad y en otras. Den razón de su esperanza al mundo. Hablen con los demás de la verdad que les hace libres. Con estos sentimientos de gran esperanza en ustedes, les saludo con un “hasta pronto”, hasta encontrarme de nuevo con ustedes en julio, para la Jornada Mundial de la Juventud en Sidney. Y, como signo de mi afecto por ustedes y sus familias, les imparto con alegría la Bendición Apostólica.
Palabras del Santo Padre a los jóvenes y seminaristas de lengua española
Queridos Seminaristas, queridos jóvenes:
Es para mí una gran alegría poder encontrarme con todos ustedes en el transcurso de esta visita, durante la cual he festejado también mi cumpleaños. Gracias por su acogida y por el cariño que me han demostrado.
Les animo a abrirle al Señor su corazón para que Él lo llene por completo y con el fuego de su amor lleven su Evangelio a todos los barrios de Nueva York.
La luz de la fe les impulsará a responder al mal con el bien y la santidad de vida, como lo hicieron los grandes testigos del Evangelio a lo largo de los siglos. Ustedes están llamados a continuar esa cadena de amigos de Jesús, que encontraron en su amor el gran tesoro de sus vidas. Cultiven esta amistad a través de la oración, tanto personal como litúrgica, y por medio de las obras de caridad y del compromiso por ayudar a los más necesitados. Si no lo han hecho, plantéense seriamente si el Señor les pide seguirlo de un modo radical en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. No basta una relación esporádica con Cristo. Una amistad así no es tal. Cristo les quiere amigos suyos íntimos, fieles y perseverantes.
A la vez que les renuevo mi invitación a participar en la
Jornada Mundial de la Juventud en Sidney, les aseguro mi recuerdo en la oración, en la que suplico a Dios que los haga auténticos discípulos de Cristo Resucitado. Muchas gracias.

MISA DEL SANTO PADRE CON SACERDOTES EN EEUU

MISA VOTIVA POR LA IGLESIA UNIVERSAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Catedral de San Patricio, Nueva YorkSábado 19 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Saludo con gran afecto en el Señor a todos vosotros que representáis a los Obispos, sacerdotes y diáconos, a los hombres y mujeres de vida consagrada, y a los seminaristas de los Estados Unidos. Agradezco al Cardenal Egan la cordial bienvenida y felicitación que ha expresado en nombre vuestro, al inicio del cuarto año de mi Pontificado. Me alegra celebrar esta Misa con vosotros que habéis sido elegidos por el Señor, que habéis respondido a su llamado y que dedicáis vuestra vida a la búsqueda de la santidad, a la difusión del Evangelio y a la edificación de la Iglesia en la fe, en la esperanza y en el amor.
Reunidos en esta histórica catedral, ¿cómo no recordar a los innumerables hombres y mujeres que os han precedido, que han trabajado por el crecimiento de la Iglesia en los Estados Unidos, dejándonos un patrimonio duradero de fe y de obras buenas? En la primera lectura de hoy hemos visto cómo los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo, salieron de la sala del piso superior para anunciar las grandes obras de Dios a personas de toda nación y lengua. En este país la misión de la Iglesia ha conllevado siempre atraer a la gente “de todas las naciones de la tierra” (Hch 2,5) hacia una unidad espiritual enriqueciendo el Cuerpo de Cristo con la multiplicidad de sus dones. Al mismo tiempo que damos gracias por estas preciosas bendiciones del pasado y consideramos los desafíos del futuro, queremos implorar de Dios la gracia de un nuevo Pentecostés para la Iglesia en América. ¡Que desciendan sobre todos los presentes lenguas como de fuego, fundiendo el amor ardiente a Dios y al prójimo con el celo por la propagación del Reino de Dios!
En la segunda lectura de esta mañana san Pablo nos recuerda que la unidad espiritual – aquella unidad que reconcilia y enriquece la diversidad – tiene su origen y su modelo supremo en la vida del Dios uno y trino. La Trinidad, como comunión de amor y libertad infinita, hace nacer incesantemente la vida nueva en la obra de la creación y redención. La Iglesia, como “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (
Lumen gentium, 4), está llamada a proclamar el don de la vida, a proteger la vida y a promover una cultura de la vida. Aquí, en esta catedral, nuestro recuerdo se dirige naturalmente al testimonio heroico por el Evangelio de la vida, dado por los difuntos Cardenales Cooke y O’Connor. La proclamación de la vida, de la vida abundante, debe ser el centro de la nueva evangelización. Pues la verdadera vida – nuestra salvación – se encuentra sólo en la reconciliación, en la libertad y en el amor que son dones gratuitos de Dios.
Éste es el mensaje de esperanza que estamos llamados a anunciar y encarnar en un mundo en el que egocentrismo, avidez, violencia y cinismo parecen sofocar muy a menudo el crecimiento frágil de la gracia en el corazón de la gente. San Ireneo comprendió con gran profundidad que la exhortación de Moisés al pueblo de Israel: “Elige la vida” (Dt 30,19) era la razón más profunda para nuestra obediencia a todos los mandamientos de Dios (cf. Adv. Haer. IV, 16, 2-5). Quizás hemos perdido de vista que en una sociedad en la que la Iglesia parece a muchos que es legalista e “institucional”, nuestro desafío más urgente es comunicar la alegría que nace de la fe y de la experiencia del amor de Dios.
Soy particularmente feliz que nos hayamos reunido en la catedral de San Patricio. Este lugar, quizás más que cualquier otro templo de Estados Unidos, es conocido y amado como “una casa de oración para todos los pueblos” (cf. Is 56,7; Mc 11,17). Cada día miles de hombres, mujeres y niños entran por sus puertas y encuentran la paz dentro de sus muros. El Arzobispo John Hughes –como nos ha recordado el Cardenal Egan– fue el promotor de la construcción de este venerable edificio; quiso erigirlo en puro estilo gótico. Quería que esta catedral recordase a la joven Iglesia en América la gran tradición espiritual de la que era heredera, y que la inspirase a llevar lo mejor de este patrimonio en la edificación del Cuerpo de Cristo en este país. Quisiera llamar vuestra atención sobre algunos aspectos de esta bellísima estructura, que me parece que puede servir como punto de partida para una reflexión sobre nuestras vocaciones particulares dentro de la unidad del Cuerpo místico.
El primer aspecto se refiere a los ventanales con vidrieras historiadas que inundan el ambiente interior con una luz mística. Vistos desde fuera, estos ventanales parecen oscuros, recargados y hasta lúgubres. Pero cuando se entra en el templo, de improviso toman vida; al reflejar la luz que las atraviesa revelan todo su esplendor. Muchos escritores –aquí en América podemos recordar a Nathaniel Hawthorne– han usado la imagen de estas vidrieras historiada para ilustrar el misterio de la Iglesia misma. Solamente desde dentro, desde la experiencia de fe y de vida eclesial, es como vemos a la Iglesia tal como es verdaderamente: llena de gracia, esplendorosa por su belleza, adornada por múltiples dones del Espíritu. Una consecuencia de esto es que nosotros, que vivimos la vida de gracia en la comunión de la Iglesia, estamos llamados a atraer dentro de este misterio de luz a toda la gente.
No es un cometido fácil en un mundo que es propenso a mirar “desde fuera” a la Iglesia, igual que a aquellos ventanales: un mundo que siente profundamente una necesidad espiritual, pero que encuentra difícil “entrar en el” misterio de la Iglesia. También para algunos de nosotros, desde dentro, la luz de la fe puede amortiguarse por la rutina y el esplendor de la Iglesia puede ofuscarse por los pecados y las debilidades de sus miembros. La ofuscación puede originarse por los obstáculos encontrados en una sociedad que, a veces, parece haber olvidado a Dios e irritarse ante las exigencias más elementales de la moral cristiana. Vosotros, que habéis consagrado vuestra vida para dar testimonio del amor de Cristo y para la edificación de su Cuerpo, sabéis por vuestro contacto diario con el mundo que nos rodea, cuantas veces se siente la tentación de ceder a la frustración, a la desilusión e incluso al pesimismo sobre el futuro. En una palabra: no siempre es fácil ver la luz del Espíritu a nuestro alrededor, el esplendor del Señor resucitado que ilumina nuestra vida e infunde nueva esperanza en su victoria sobre el mundo (cf. Jn 16,33).
Sin embargo, la palabra de Dios nos recuerda que, en la fe, vemos los cielos abiertos y la gracia del Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y que lleva una esperanza segura a nuestro mundo. “Señor, Dios mío”, canta el salmista, “envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Sal 104,30). Estas palabras evocan la primera creación, cuando “el Aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gn 1,2). Y ellas impulsan nuestra mirada hacia la nueva creación, hacia Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles e instauró la Iglesia como primicia de la humanidad redimida (cf. Jn 20,22-23). Estas palabras nos invitan a una fe cada vez más profunda en la potencia infinita de Dios, que transforma toda situación humana, crea vida desde la muerte e ilumina también la noche más oscura. Y nos hacen pensar en otra bellísima frase de san Ireneo: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia” (Adv. Haer. III, 24,1).
Esto me lleva a otra reflexión sobre la arquitectura de este templo. Como todas las catedrales góticas, tiene una estructura muy compleja, cuyas proporciones precisas y armoniosas simbolizan la unidad de la creación de Dios. Los artistas medievales a menudo representaban a Cristo, la Palabra creadora de Dios, como un “aparejador” celestial con el compás en mano, que ordena el cosmos con infinita sabiduría y determinación. Esta imagen, ¿no nos hace pensar quizás en la necesidad de ver todas las cosas con los ojos de la fe para, de este modo, poder comprenderlas en su perspectiva más auténtica, en la unidad del plan eterno de Dios? Esto requiere, como sabemos, una continua conversión y el esfuerzo de “renovarnos en el espíritu de nuestra mente” (cf. Ef 4,23) para conseguir una mentalidad nueva y espiritual. Exige también el desarrollo de aquellas virtudes que hacen a cada uno de nosotros capaz de crecer en santidad y dar frutos espirituales en el propio estado de vida. Esta constante conversión “intelectual”, ¿acaso no es tan necesaria como la conversión “moral” para nuestro crecimiento en la fe, para nuestro discernimiento de los signos de los tiempos y para nuestra aportación personal a la vida y misión de la Iglesia?
Una de las grandes desilusiones que siguieron al Concilio Vaticano II, con su exhortación a un mayor compromiso en la misión de la Iglesia para el mundo, pienso que haya sido para todos nosotros la experiencia de división entre diferentes grupos, distintas generaciones y diversos miembros de la misma familia religiosa. ¡Podemos avanzar sólo si fijamos juntos nuestra mirada en Cristo! Con la luz de la fe descubriremos entonces la sabiduría y la fuerza necesarias para abrirnos hacia puntos de vista que no siempre coinciden del todo con nuestras ideas o nuestras suposiciones. Así podemos valorar los puntos de vista de otros, ya sean más jóvenes o más ancianos que nosotros, y escuchar por fin “lo que el Espíritu nos dice” a nosotros y a la Iglesia (cf. Ap 2, 7). De este modo caminaremos juntos hacia la verdadera renovación espiritual que quería el Concilio, la única renovación que puede reforzar la Iglesia en la santidad y en la unidad indispensable para la proclamación eficaz del Evangelio en el mundo de hoy.
¿No ha sido quizás esta unidad de visión y de intentos –basada en la fe y en el espíritu de continua conversión y sacrificio personal– el secreto del crecimiento sorprendente de la Iglesia en este país? Basta pensar en la obra extraordinaria de aquel sacerdote americano ejemplar, el venerable Michael McGivney, cuya visión y celo le llevaron a la fundación de los Caballeros de Colón, o en la herencia espiritual de generaciones de religiosas, religiosos y sacerdotes que, silenciosamente, han dedicado su vida al servicio del pueblo de Dios en innumerables escuelas, hospitales y parroquias.
Aquí, en el contexto de nuestra necesidad de una perspectiva fundamentada en la fe, y de unidad y colaboración en el trabajo de edificación de la Iglesia, querría decir unas palabras sobre los abusos sexuales que han causado tantos sufrimientos. Ya he tenido ocasión de hablar de esto y del consiguiente daño para la comunidad de los fieles. Ahora deseo expresaros sencillamente, queridos sacerdotes y religiosos, mi cercanía espiritual, al mismo tiempo que tratáis de responder con esperanza cristiana a los continuos desafíos surgidos por esta situación. Me siento unido a vosotros rezando para que éste sea un tiempo de purificación para cada uno y para cada Iglesia y comunidad religiosa, y también un tiempo de sanación. Os animo también a colaborar con vuestros Obispos, que siguen trabajando eficazmente para resolver este problema. Que nuestro Señor Jesucristo conceda a la Iglesia en América un renovado sentido de unidad y decisión, mientras todos –Obispos, clero, religiosos, religiosas y laicos– caminan en la esperanza y en el amor recíproco y para la verdad.
Queridos amigos, estas consideraciones me llevan a una última observación sobre esta gran catedral en la que nos encontramos. La unidad de una catedral gótica, es sabido, no es la unidad estática de un templo clásico, sino una unidad nacida de la tensión dinámica de diferentes fuerzas que empujan la arquitectura hacia arriba, orientándola hacia el cielo. Aquí podemos ver también un símbolo de la unidad de la Iglesia que es –como nos ha dicho san Pablo– unidad de un cuerpo vivo compuesto por muchos elementos diferentes, cada uno con su propia función y su propia determinación. Aquí vemos también la necesidad de reconocer y respetar los dones de cada miembro del cuerpo como “manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12,7). Ciertamente, en la estructura de la Iglesia querida por Dios se ha de distinguir entre los dones jerárquicos y los carismáticos (cf.
Lumen gentium, 4). Pero precisamente la variedad y riqueza de las gracias concedidas por el Espíritu nos invitan constantemente a discernir cómo estos dones tienen que ser insertados correctamente en el servicio de la misión de la Iglesia. Vosotros, queridos sacerdotes, por medio de la ordenación sacramental, habéis sido conformados con Cristo, Cabeza del Cuerpo. Vosotros, queridos diáconos, habéis sido ordenados para el servicio de este Cuerpo. Vosotros, queridos religiosos y religiosas, tanto los contemplativos como los dedicados al apostolado, habéis consagrado vuestra vida a seguir al divino Maestro en el amor generoso y en plena fidelidad a su Evangelio. Todos vosotros que hoy llenáis esta catedral, así como vuestros hermanos y hermanas ancianos, enfermos o jubilados que ofrecen sus oraciones y sus sacrificios para vuestro trabajo, estáis llamados a ser fuerzas de unidad dentro del Cuerpo de Cristo. A través de vuestro testimonio personal y de vuestra fidelidad al ministerio o al apostolado que se os ha confiado preparáis el camino al Espíritu. Ya que el Espíritu nunca deja de derramar sus abundantes dones, suscitar nuevas vocaciones y nuevas misiones, y de dirigir a la Iglesia –como el Señor ha prometido en el fragmento evangélico de esta mañana– hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13).
¡Dirijamos, pues, nuestra mirada hacia arriba! Y con gran humildad y confianza pidamos al Espíritu que cada día nos haga capaces de crecer en la santidad que nos hará piedras vivas del templo que Él está levantando justamente ahora en el mundo. Si tenemos que ser auténticas fuerzas de unidad, ¡esforcémonos entonces en ser los primeros en buscar una reconciliación interior a través de la penitencia! ¡Perdonemos las ofensas padecidas y dominemos todo sentimiento de rabia y de enfrentamiento! ¡Esforcémonos en ser los primeros en demostrar la humildad y la pureza de corazón necesarias para acercarnos al esplendor de la verdad de Dios! En fidelidad al depósito de la fe confiado a los Apóstoles (cf. 1 Tm 6,20), ¡esforcémonos en ser testigos alegres de la fuerza transformadora del Evangelio!
¡Queridos hermanos y hermanas, de acuerdo con las tradiciones más nobles de la Iglesia en este país, sed también los primeros amigos del pobre, del prófugo, del extranjero, del enfermo y de todos los que sufren! ¡Actuad como faros de esperanza, irradiando la luz de Cristo en el mundo y animando a los jóvenes a descubrir la belleza de una vida entregada enteramente al Señor y a su Iglesia! Dirijo este llamado de modo especial a los numerosos seminaristas y jóvenes religiosas y religiosos aquí presentes. Cada uno de vosotros tiene un lugar particular en mi corazón. No olvidéis nunca que estáis llamados a llevar adelante, con todo el entusiasmo y la alegría que os da el Espíritu, una obra que otros han empezado, un patrimonio que un día vosotros tendréis que pasar también a una nueva generación. ¡Trabajad con generosidad y alegría, porque Aquél a quien servís es el Señor!
Las agujas de las torres de la catedral de san Patricio han sido muy superadas por los rascacielos del tipo de Manhattan; sin embargo, en el corazón de esta metrópoli ajetreada ellas son un signo vivo que recuerda la constante nostalgia del espíritu humano de elevarse hacia Dios. En esta Celebración eucarística queremos dar gracias al Señor porque nos permite reconocerlo en la comunión de la Iglesia y colaborar con Él, edificando su Cuerpo místico y llevando su palabra salvadora como buena nueva a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y después, cuando salgamos de este gran templo, caminemos como mensajeros de la esperanza en medio de esta ciudad y en todos aquellos lugares donde nos ha puesto la gracia de Dios. De este modo la Iglesia en América conocerá una nueva primavera en el Espíritu e indicará el camino hacia aquella otra ciudad más grande, la nueva Jerusalén, cuya luz es el Cordero (cf. Ap 21,23). Por esto Dios está preparando también ahora un banquete de alegría y de vida infinitas para todos los pueblos. Amén

Palabras improvisadas del Santo Padre al final de la celebración de la Santa Misa
En este momento no me queda más que agradecerles su amor a la Iglesia y a Nuestro Señor; agradecerles que también ofrezcan su amor al pobre Sucesor de San Pedro. Intentaré hacer todo lo posible para ser un digno sucesor de este gran Apóstol, el cual era también un hombre con sus defectos y sus pecados, pero que al final sigue siendo la roca de la Iglesia. Con toda mi pobreza espiritual, también yo puedo ser ahora, por gracia del Señor, el Sucesor de Pedro. Ciertamente las plegarias y el amor de ustedes son lo que me da la certeza de que el Señor me ayudará en mi ministerio. Les agradezco profundamente, pues, su amor, sus oraciones. En este momento, mi respuesta a todo lo que me han dado durante mi visita es la bendición que ahora les imparto al final de esta hermosa Celebración.

1 de mayo de 2008

Para la Jornada de Oración por la Santificación de los Sacerdotes

Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:
En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.
Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).
La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo. «Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).
Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Salmo 41).
Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia. Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra humanidad redimida.
Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI, Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.
En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.
La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.
Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.
Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).
Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.
El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.
Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean. En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).
Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.
«Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la «obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.
Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).
Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).
El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al «alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.
Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia» (Carta de la Congregación para el clero, 8 de diciembre de 2007).
Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo.
Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.
Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94).
Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.
Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).
El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.

Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m.
Prefecto


Mons. Mauro Piacenza
Arzobispo tit. de Vittoriana
Secretario

Oración del sacerdote
Señor, Tu me has llamado al ministerio sacerdotal
en un momento concreto de la historia en el que,
como en los primeros tiempos apostólicos,
quieres que todos los cristianos,
y en modo especial los sacerdotes,
seamos testigos de las maravillas de Dios
y de la fuerza de tu Espíritu.
Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,
de la grandeza del amor
y del poder del ministerio recibido:
Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti
por amor, sólo por amor y por un amor más grande.
Haz que mi vida celibataria
sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,
que nace de la entrega a Ti
y de la dedicación total a los demás
al servicio de tu Iglesia.
Dame fuerza en mis flaquezas
y también agradecer mis victorias.
Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso
de todos los tiempos,
que yo sepa convertir mi vida de cada día
en fuente de generosidad y entrega,
y junto a Ti,
a los pies de las grandes cruces del mundo,
me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo
para gozar con El del triunfo de la resurrección
para la vida eterna. Amen

Oración que los sacerdotes pueden rezar cada día
Dios omnipotente, que Tu gracia nos ayude para que nosotros, que hemos recibido el ministerio sacerdotal, podamos servirte de modo digno y devoto, con toda pureza y buena conciencia. Y si no logramos vivir la vida con mucha inocencia, concédenos en todo caso de llorar dignamente el mal que hemos cometido, y de servirte fervorosamente en todo con espíritu de humildad y con el propósito de buena voluntad. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

Invocación
¡Oh buen Jesús!, haz que yo sea sacerdote según Tu corazón.
Oración a Jesucristo
Jesús justísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal, concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo mi ministerio. Te suplico, Señor Jesús de hacer revivir en mí, hoy y siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del obispo. Oh médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no caiga nuevamente en los vicios y escape de cada pecado y pueda complacerte hasta mi muerte. Amén.

Oración para suplicar la gracia de custodiar la castidad
Señor Jesucristo, esposo de mi alma, delicia de mi corazón, más bien corazón mío y alma mía, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y suplicándote con todo mi fervor de concederme preservar la fe que me has dado de manera solemne. Por ello, Jesús dulcísimo, que yo rechace cada impiedad, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las concupiscencias terrenas, que combaten contra el alma y que, con tu ayuda, conserve íntegra la castidad.
¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.
San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada pecado.
Todas ustedes Vírgenes santas, que siguen por doquier al Cordero divino, sean siempre premurosas con respecto a mí pecador para que no peque en pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del castísimo corazón de Jesús. Amén

Oración por los sacerdotes
Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,
que quisiste perpetuarte entre nosotros
por medio de tus Sacerdotes,
haz que sus palabras sean sólo las tuyas,
que sus gestos sean los tuyos,
que su vida sea fiel reflejo de la tuya.
Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres
y hablen a los hombres de Dios.
Que non tengan miedo al servicio,
sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.
Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,
caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso
y haciendo el bien a todos.
Que sean fieles a sus compromisos,
celosos de su vocación y de su entrega,
claros espejos de la propia identidad
y que vivan con la alegría del don recibido.
Te lo pido por tu Madre Santa María:
Ella que estuvo presente en tu vida
estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen