15 de febrero de 2010

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2010

« La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo » (cf. Rm 3,21-22)



Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).


¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?


Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?


Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).


¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI

MIERCOLES DE CENIZA...INICIO DE UNA INTENSA VIDA ESPIRITUAL CUARESMAL

ESPIRITU CUARESMAL:
Las Lecturas de este importante día con que la Iglesia da inicio a la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, nos llaman a la conversión, al arrepentimiento y a la humildad ... todas cosas que hay que tener en cuenta en este tiempo especial que llamamos Cuaresma, durante el cual debemos prepararnos para la conmemoración de la Pasión y Muerte del Señor y la celebración de su Resurrección triunfante el Domingo de Pascua.
Conversión, arrepentimiento y humildad van entrelazados entre sí para darnos un verdadero espíritu cuaresmal. Por eso comenzamos hoy la Cuaresma en penitencia: hoy es día obligatorio de ayuno y abstinencia para todos los Católicos. Hoy es día de Imposición de la Ceniza, ritual por el que -en humildad- reconocemos lo que somos (nada ante Dios) y lo que debemos hacer (arrepentirnos y regresar a Dios o acercarnos más a El).

¿QUÉ ES LA CENIZA?
Y ¿qué es la ceniza? ¿Qué significado tiene el ritual de imposición de la ceniza?

La Ceniza no es un rito mágico, ni de protección especial -como muchos podrían considerarlo. La ceniza simboliza a la vez el pecado y la fragilidad del hombre.

LA CENIZA EN LA SAGRADA ESCRITURA:
Veamos lo que es la ceniza y el polvo en la Sagrada Escritura. Isaías habla del idólatra como “un hombre que se alimenta de cenizas” (Is. 44, 20).
La idolatría, el gran pecado de los tiempos antiguos, pero también de ahora, porque cada civilización se crea sus propios ídolos, a los que el Libro de la Sabiduría denomina “invenciones engañosas de los hombres” (Sab. 15, 4). Hoy en día tenemos también nuestros propios inventos, nuestros propios ídolos. Así que el término de idólatra también se refiere a nosotros hombres y mujeres del Tercer Milenio. Y he aquí lo que nos dice el Señor sobre los idólatras: “Su corazón es cenizas, su esperanza es más vil que el polvo, su vida más miserable que la greda, porque desconoce al que lo formó y le infundió un alma capaz de actuar y un espíritu de vida” (Sab. 15, 10).
Dios, por boca del Profeta Ezequiel, anunciando la destrucción de la ciudad de Tiro, dice así de sus habitantes, expertos en navegación y comercio, pero pecadores porque imbuidos en su riqueza material, no tenían en cuenta a Dios: “se cubrirán la cabeza de polvo y se revolcarán en ceniza” (Ez. 27, 30). Y el Señor, a través del mismo Profeta Ezequiel,nos hace ver que el resultado del pecado no puede ser sino la ceniza, cuando se refiere al Rey de Tiro: “Te he reducido a cenizas” (Ez. 28, 18).
Así que para reconocer ante los demás y para convencerse a sí mismos que realmente eran “polvo y ceniza”, algunos personajes de la Biblia se sientan sobre ceniza o se cubren la cabeza de ceniza: Job (Job, 42, 6); el Rey de Nínive, ante la predicación de Jonás (Jonás 3, 6).
Jesús mismo menciona la costumbre al referirse a dos ciudades que no habían acogido su mensaje de salvación (Mt. 11, 21).
Al saber de los desmanes que Holofernes, jefe del ejército de Nabucodonosor, había hecho en los pueblos vecinos, los israelitas, recién regresados del exilio en Babilonia, se asustan, por lo que “todos los habitantes de Jerusalén ... se cubrieron la cabeza con cenizas” (Judit, 4, 11).
En Abraham, nuestro padre en la fe, modelo de humildad, docilidad y entrega a Dios, la ceniza tiene su verdadero sentido, cuando orando se reconoce nada ante el Creador: “Sé que a lo mejor es un atrevimiento hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza” (Gn. 19, 27).
Cubrirse de cenizas significa, entonces, el realizar en forma tangible un reconocimiento público, por el cual nos declaramos frágiles, incapaces, pecadores, en busca de la misericordia de Dios. Al que reconoce y realmente cree que es nada, al que se sabe necesitado de la misericordia divina y de la salvación que nos trajo Jesucristo, El cambia la tristeza en alegría y la ceniza en corona, cuando nos promete por boca del Profeta Isaías “una corona en vez de ceniza” (Is. 61, 3).

SIGNIFICADO DE LA IMPOSICION DE LA CENIZA:
El Ritual de la Imposición de la Ceniza nos lleva, entonces, a recordar nuestra nada. Las palabras de una de las fórmulas de imposición de la ceniza nos recuerdan lo que somos: “Polvo eres y al polvo volverás” . Es decir, nada somos ante Dios.
Somos tan poca cosa como ese poquito de ceniza, ese polvillo, que se vuela con un soplido de brisa, o que desaparece con tan sólo tocarlo. Eso somos ante Dios: muy poca cosa ... como es ese resto proveniente de ramos o palmas benditas quemados con anterioridad, que es la ceniza.
Y los hombres y mujeres de hoy necesitamos ¡tanto! darnos cuenta de nuestra realidad. Nos creemos tan grandes ... y somos ¡tan pequeños! Nos creemos capaces de cualquier cosa ... y somos ¡tan insuficientes! Nos creemos capaces de valernos sin Dios o a espaldas de El ... y somos ¡tan dependientes de El!

FRUTOS DE LA IMPOSICION DE LA CENIZA:
El fruto más importante de un Miércoles de Ceniza bien comprendido es la conversión. Precisamente las palabras que serán pronunciadas en el momento de la Imposición de la Ceniza son las siguientes: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Es importante tomar en cuenta estas palabras.

El Ritual de la Imposición de la Ceniza tiene por fin, entonces, llevarnos a la conversión. Y ¿qué es convertirse? Nos lo explica la Primera Lectura del Profeta Joel: “Vuélvanse a Mi de todo corazón ...... Vuélvanse al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia”.
Convertirse es volverse a Dios: regresar a Dios o acercarse más a El. ¿Cuánto tiempo toma convertirse? La conversión es un programa de toda la vida. Todos -sin excepción- necesitamos convertirnos: hasta el más santo puede todavía ser más santo aún.

MEDIOS DE CONVERSION:
¿Herramientas que nos ayudan a volvernos a Dios? Retiros durante la Cuaresma, Jornadas de Reflexión, etc. Más oración y recogimiento. Durante estos días de Cuaresma, tratemos de reflexionar sobre Dios y sobre nuestra relación con El para poder comenzar a “Amar a Dios sobre todas las cosas”. A esto nos invita la Cuaresma.
Y la conversión debe ser verdadera, no aparente. Por eso nos dice Joel: “enluten su corazón, no sus vestidos”. Es decir: el cambio debe ser interior, en el corazón. En esto consiste el verdadero arrepentimiento de las faltas, pecados, vicios, etc. Cada uno, en el interior de su corazón sabe cuál es aquella falta que el Señor desea que deje. Y la Cuaresma es el tiempo propicio para ese arrepentimiento. Y el arrepentimiento es una gracia que el Señor nos concede si realmente lo deseamos.
“Pues bien”, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura, “ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación”. El Señor, que siempre está abierto a perdonar a quien desee arrepentirse, el Señor que siempre está dispuesto a ayudar a quien desee ser mejor, está especialmente pendiente en este día de penitencia en que nos humillamos reconociéndonos “polvo”, y también en este tiempo de gracia llamado Cuaresma, que hoy comenzamos.

PRACTICAS CUARESMALES: ORACION, LIMOSNA, AYUNO
Por eso decíamos al comienzo que el verdadero espíritu de la Cuaresma está en estas palabras: conversión, arrepentimiento y humildad. ¿Cómo llegar a este espíritu cuaresmal? Jesucristo nos indica en el Evangelio los medios especiales para ser humildes, para arrepentirnos y para convertirnos. Son la oración, la penitencia o el ayuno, y la limosna
Los ejercicios del ayuno, la limosna y la oración nos ayudan a disciplinar la sensualidad, la avaricia y la falta de humildad, especialmente en forma de autosuficiencia o independencia de Dios.
Estos ejercicios del ayuno como respuesta a la sensualidad, de la limosna para atajar la avaricia, y de la oración para ayudarnos a crecer en humildad y dejar la autosuficiencia, quieren ayudarnos a desprendernos de esas inclinaciones y malos hábitos que impiden la acción de Dios en nosotros y que son obstáculos para nuestro camino hacia El.
Durante estos cuarenta días que nos preparan para la Semana Santa, intensifiquemos nuestra oración. ¿No rezas nada? Comienza por rezar un Padre Nuestro, una Ave María y un Gloria. ¿Ya haces esto? Trata de rezar una decena del Rosario, ven a hacer una visita a Jesús, que está presente en el Sagrario. ¿No vas a Misa los Domingos? Ven, a partir de hoy, todos los Domingos a Misa. ¿Ya haces esto? ¿Por qué no venir algún día o varios días durante la Semana, a Misa y a comulgar? ¿Necesitas confesarte para aliviar esa culpabilidad que pesa y que molesta y que, además, ofende al Señor? ¿Qué mejor tiempo que éste, que es tiempo de arrepentimiento y conversión?
El ayuno, que puede ser más estricto o menos estricto, según se pueda, es un ingrediente importante dentro del espíritu cuaresmal y es un sacrificio agradable a Dios. Negarse algo que a uno le gusta es un buen ejercicio espiritual.
Puede ayunarse no sólo de alimentos y de bebidas. Puede ayunarse de cigarrillo. Puede ayunarse de televisión, por ejemplo. ¡Qué bien nos haría personalmente y qué bien haríamos dedicando parte del tiempo que pasamos ante el televisor, en orar en familia, en leer o estudiar la Biblia o en hacer alguna obra buena en favor de alguien necesitado de una enseñanza, de un consejo o de una ayuda cualquiera!
La limosna a los necesitados se refiere a todas las obras de misericordia, tanto materiales como espirituales: dar de comer al hambriento de pan ... o al hambriento de conocimiento de Dios. La práctica de las obras de misericordia, cuando se realiza con recta intención, es decir, con el sincero deseo de agradar a Dios y de ayudar, es fuente de muchas gracias.
La práctica del ayuno, la limosna y la oración fortalecen en la fe. Son medios para evitar la sensualidad, avaricia y autosuficiencia tan común en los seres humanos de siempre, pero muy especialmente de nuestro tiempo.
Los ejercicios del ayuno como respuesta a la sensualidad, de la limosna para atajar la avaricia, y de la oración contra la autosuficiencia, quieren ayudarnos a desprendernos de lo que impide la acción de Dios en nosotros. Estos ejercicios nos abrirán mejor a la acción de Dios en nosotros.

COMO PRACTICAR LA ORACION, PENITENCIA Y LIMOSNA:
Pero la oración, penitencia y obras de caridad, deben ser realizadas siempre en humildad, como muy expresamente nos pide el Señor en el Evangelio. Quien haga estas cosas para ser reconocido o alabado, no sólo se pierde de sus frutos y de practicar un verdadero espíritu cuaresmal, sino que comete ese pecado escondido de falta de rectitud de intención, de impureza de corazón.
La oración, la penitencia y las obras de caridad son los medios para regresar a Dios y para acercarnos más a El. De eso se trata la Imposición de la Ceniza, de eso se trata la Cuaresma que hoy iniciamo.




Palabras de Juan Pablo II sobre el miércoles de ceniza (pronunciadas el 16-2-1983)

El miércoles de ceniza se abre una estación espiritual particularmente relevante para todo cristiano que quiera prepararse dignamente para la preparación del misterio pascual, o sea, el recuerdo de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Este tiempo vigoroso del Año Litúrgico se caracteriza por el mensaje bíblico que puede ser resumido en una sola palabra: "matanoeiete", es decir "Convertíos".

Este imperativo es propuesto a la mente de los fieles mediante el rito austero de la imposición de ceniza, el cual, con las palabras "Convertíos y creed en el Evangelio" y con la expresión "Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás", invita a todos a reflexionar acerca del deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte. La sugestiva ceremonia de la Ceniza eleva nuestras mentes a la realidad eterna que no pasa jamás, a Dios; principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia.

La conversión no es, en efecto, sino un volver a Dios, valorando las realidades terrenales bajo la luz indefectible de su verdad. Una valoración que implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia. Sinónimo de "conversión" es así mismo la palabra "penitencia"... Penitencia como cambio de mentalidad. Penitencia como expresión de libre y positivo esfuerzo en el seguimiento de Cristo.