20 de noviembre de 2013

El camino educativo de la belleza


A. Bouguereau (1825-1905), Virgen y ángeles músicos

En todas las épocas la música, 
por su capacidad para suscitar belleza, 
ha sido clave en la educación

Nos acercamos al final de Año de la Fe. Y por tanto, interesa recapitular lo que nos sirva también para educar en la fe. Pues bien, la belleza es un camino decisivo, siempre lo ha sido, para la educación. Y hoy debemos redescubrirlo para la educación en la fe, que tiene su propia belleza. “Si quieres construir un barco –escribió A. De Saint-Éxupéry–, no juntes hombres para cortar leña, dividir las tareas e impartir órdenes, sino enséñales la nostalgia del mar, vasto e infinito”. En la misma línea decía el cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, que educar es “mantener la capacidad de soñar“ (Mensaje a las comunidades educativas, 2007).


En un mundo sin belleza, la verdad pierde su brillo y el bien su fuerza

En efecto, pues como afirma Dostoievsky, "la humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”.
            La educación en la fe busca hacer cristianos que se muevan por ideales sociales, culturales, apostólicos, capaces de caminar hacia horizontes grandes con pasos pequeños  y hacerse acompañar por muchas otras personas. Para esto la belleza ha de abrirse camino; pues en un mundo sin belleza la verdad pierde su brillo y el bien agota su fuerza. Y al contrario, una belleza separada de la verdad y del bien, se convertiría en una máscara superficial y meramente subjetiva si no individualista. Aunque nuestros contemporáneos no siempre están abiertos a la belleza que se armoniza con la verdad y la bondad, están deseosos y nostálgicos por esa belleza auténtica, no superficial y efímera (cf. Benedicto XVI, Mensaje a las Pontificias Academias, 25-XI-2008).
            La belleza, toda belleza auténtica, es ventana que permite el tránsito hacia lo trascendente y absoluto, lo eterno e infinito. La contemplación de la belleza del mundo creado impulsa a ir al encuentro de su Creador. La contemplación de la belleza que reflejan la fe, el culto, la caridad, es vía que conduce a la entrega a Dios y a los hombres con quiénes estamos llamados a compartirlas. La belleza ayuda a salir de uno mismo e ir hacia los demás, y descubrir así a Dios y al modo en que Él los mira y cuida.


Las fuentes de la belleza

            ¿Dónde encontrar y cómo mostrar la belleza? Se contempla, decíamos, en el mundo creado por Dios, tanto en las criaturas inanimadas como en los seres vivos, con sus múltiples variedades, gamas y coloridos. De modo particular se encuentra la bellezaen el mundo de los valores personales, como la fidelidad, la valentía, la capacidad de darse. Cuando pensamos en una persona capaz de sacrificarse por la vida plena de otros –como Madre Teresa de Calcuta o el padre Kolbe–, nadie deja de reconocer lo absoluto y bello de su valor.
            Entre las personas que han vivido vidas más “valiosas” o más bellas, se encuentran muchos que pueden ser propuestos como “modelos” de conducta, tanto a nivel universal como local. Los buenos educadores se apoyan en estos “modelos” para llamar la atención especialmente de los niños (niños y niñas captan la belleza con frecuencia a través de “motivos” un poco distintos) y de los jóvenes hacia unos ideales más altos, aunque alcanzarlos cueste más esfuerzo. Entre esos “modelos” destacan los santos, iconos vivos de la belleza; sobre todo los santos más cercanos en el tiempo, porque sabemos más detalles de su vida o conocemos mejor las circunstancias en que les tocó vivir y dar testimonio de su fe, y por ello nos es más fácil identificarnos con ellos.
           Derivadamente, la belleza se encuentra en las realizaciones humanas: textos literarios sobresalientes, obras de arte de todas las épocas, imágenes que elevan el espíritu por su calidad, fuerza o finura. Asimismo tantas historias o narraciones nos despiertan los más nobles sentimientos y actitudes humanas; como también juegos que combinan la belleza con el atractivo de la tecnología. Y en todas las épocas la música, precisamente por su capacidad de suscitar la belleza, ha sido una pieza clave para la educación; todo tipo de música, desde la clásica hasta la popular, profana o religiosa, culta o sencilla.


El cine y la poesía

Hoy tenemos mucho de esto en el buen cine, que combina el lenguaje simbólico del icono y la narración. Escribe Bruno Forte que el cine junta “el icono con su fuerza evocativa y la narración con su potencialidad de historia abierta y contagiosa” (cf. En el umbral de la belleza, Valencia, 2004). La narración transmite e inserta en la experiencia de lo narrado, y suscita el interés con la ayuda de la argumentación.
El cine vive de iconos en sucesión continua. Por eso es apto para abrir a la trascendencia –mantiene este autor–, a condición de que respete un doble no: no a manifestar la vida como algo cerrado en sí mismo que reduzca la dignidad humana a las necesidades y apetitos; y a la vez no a reducir uno de los dos polos, lo humano o lo divino (tan malo es un mensaje espiritualista que anule lo humano como la reducción de lo divino a una ideología humana). En suma, el cine que busca presentar los valores humanos abiertos a la trascendencia debe evitar tanto decir demasiado como decir demasiado poco (cf. Ibid.). Todo esto es posible hacerlo en una película no explícitamente religiosa. Más aún, a veces lo unívocamente religioso empalaga y estropea lo humano, y cierra “por exceso” el camino hacia el Misterio.
Por lo que se refiere a la poesía, su belleza ayuda a comprender que la verdad no es tanto aquello que se posee como una visión de lo anteriormente oculto (sentido griego de la verdad); sino más bien un Alguien que te va poseyendo mientras interpela tu libertad, de modo que en el camino de la escucha enciende en ti las verdaderas preguntas (sentido hebreo de la verdad, que tiene que ver con la fidelidad y el amor) (cf. Ibid.).


El camino de la belleza

Pero por encima de todo, quizá la belleza se descubre en los valores personales de quienes tratamos más o menos directamente (e incluso podemos descubrirla en algunos valores que nosotros mismos podemos encarnar). Hemos hablado de tantos hombres y mujeres, que en diversos campos (científicos, humanísticos, deportivos, etc.) pueden proponerse como “modelos” por los valores que desarrollaron en sus vidas, al servicio de los demás; sobre todo si nos son cercanos en el tiempo o en el espacio.
            Así dice la encíclica Lumen fidei que, en la medida en que las personas se abren al amor con corazón sincero y traducen en hechos esa apertura, viven ya en el camino hacia la fe. Aunque no se den cuenta, “intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios” (n. 35).
            El camino de la belleza es “uno de los posibles itinerarios, quizás el más atrayente y fascinante, para comprender y alcanzar a Dios” (Benedicto XVI, Mensaje a las Pontificias Academias, 25-XI-2008). Es bueno tener en cuenta esto hoy, también ante las nuevas tecnologías

Convicciones y responsabilidad


¿El fin justifica los medios? No se trata de que para conseguir un fin haya que emplear medios, sino de qué medios (¿vale todo?) se pueden emplear; pues solo si se discute esto se podrá hablar de “justificar”. ¿Pero qué es la justicia?

Dice Spaemann que la justicia implica “reconocer que todo hombre merece respeto por sí mismo”. Actuar justamente requiere además querer lo bueno para el otro. Según Max Weber esto exigiría una ética de responsabilidad y no de convicciones. Ojo, advierte Spaemann, pues hay que tener cuidado con el utilitarismo. Entonces ¿en qué consiste nuestra responsabilidad?


1. Justicia y benevolencia

            Para actuar con justicia no basta la justicia en el sentido que normalmente la entendemos, es decir, la que administra un tribunal. Si un gobierno prohibiera a todos oler las rosas, eso no sería injusto, pero sería estúpido. Spaemann pone otro ejemplo: la historia del juicio de Salomón, donde una mujer renuncia a la “justicia” de un tribunal por el bien de su hijo. Por eso es inmoral preferir aniquilar los bienes cuya participación es imposible antes de darlos a uno cualquiera (una madre que tira el helado ante dos niños que discuten, un profesor que suspende a toda la clase por no saber quién ha copiado). Esto lo que demuestra es que “hacer justicia al hombre y a la realidad va más allá de la justicia”.

            ¿Cómo concretar esto? ¿Qué más se exige? Nuestro autor responde: dos cosas: conocimiento y amor, saber qué es el hombre y qué le hace bien (quien alimenta a su hijo a base de bombones o de televisión, puede que le ame, pero hace lo mismo que quien le quisiera hacer daño). No basta querer un bien para otro, hay que conocer. Tampoco pasta conocer, hay que querer el bien para el otro.

            Por amor no se entiende aquí simplemente la simpatía sino todo lo que entraña la la benevolencia, principalmente querer para el otro lo que es bueno para él. Y esto se debe también a los animales y al resto de la naturaleza.

            Ahora bien, se plantea la pregunta ¿Qué exige la benevolencia en la práctica, de modo que nuestros actos sean buenos? ¿Cómo concretar ese “conocer y amar” y en qué medida se requieren?


2. Ética de convicción y ética de responsabilidad

            a) Max Weber respondió a esas preguntas planteando una contraposición entre lo que llamó ética de convicción y ética de responsabilidad. Considera que son dos posiciones irreconciliables con argumentos.

                        (1) Alguien tiene una ética de responsabilidad si tiene en cuenta el conjunto de las previsibles consecuencias , y actúa buscando las consecuencias que le parecen mejores; y esto, aunque tenga que realizar algo que, aisladamente, se consideraría malo. Por ejemplo, actúa bien el médico que no dice la verdad a un paciente previendo que no la soportará, o el político que se ofrece a dirigir la guerra porque tiene como finalidad reducir las posibilidades de guerra.

                        (2) Alguien, en cambio, actúa según la ética de convicción cuando sigue sus ideas o convicciones, al margen de las consecuencias. Por ejemplo, el pacifista que no está dispuesto a matar en absoluto, aunque su posición puede aumentar el peligro de guerra, argumentando que si todos fueran pacifistas no habría guerra, y que si la actitud pacifista no se extiende, no es culpa suya.

            b) Dando un paso más, Weber dice que la “ética de responsabilidad” es la propia de los políticos y la “ética de convicción” es la propia de los santos(desconociendo, como bien dice Spaemann, que aunque raramente, ha habido políticos que fueron a la vez santos, y con éxitos políticos). Posteriormente estas dos posiciones se han adjudicado respectivamente a una “moral deontológica” (la que valora las acciones según las convicciones y no tiene en cuenta las consecuencias) y a una “moral teleológica” (de telos= finalidad, que valora las aciones según las consecuencias que se preven en el conjunto) también llamada utilitarista (o consecuencialista).
          A todo esto conviene decir que la deontología que se estudia en muchas universidades, como coplemento de otras asignaturas de "ciencias" o "letras", no entra necesariamente en la categoría de una ética de convicción en el sentido de Max Weber (es decir, en una ética que no tiene en cuenta las consecuencias); más bien procura tenerlas en cuenta en la medida adecuada.

            Spaemann mostrará que la alternativa entre ética de convicción y ética de responsabilidad, lo mismo que la alternativa entre deontología y utilitarismo, como tal alternativa, contribuye más bien a oscurecer las cosas, y se queda en principios abstractos.

          La observación y la experiencia nos dicen que valorar los actos humanos despreciando las consecuencias o solamente por sus consecuencias (y “todas” ellas), conduce a meras abstracciones y no ayuda a distinguir lo bueno de lo malo. En realidad, no hay ética (tampoco una ética que se fundamente en convicciones) que pueda prescindir totalmente de las consecuencias o los efectos de los actos.Así el que tiene la convicción de que mentir es malo, no es que desprecie las consecuencias sino que considera una de ellas, la primera y fundamental: el engañar a otro. Sin esta primera consecuencia, no habría mentira (por eso no es lo mismo un cuento que una mentira).

            Lo que es decisivo es de qué consecuencias se trata y hasta qué consecuencias se extiende la responsabilidad. El médico amputa una pierna o extirpa un riñón para lograr la consecuencia de salvar esa vida. Su finalidad justifica los medios que se decide a emplear, y esto es responsabilidad. Pero si el paciente es un criminal y es previsible que en el futuro siga matando gente, ¿debe el médico recetarle un veneno en nombre de una ética de la responsabilidad? En este caso ¿el fin justifica los medios? (de modo similar han actuado algunos psiquiatras al servicio de poderes políticos o militares, para deshacerse de los disidentes).

            Así, la responsabilidad médica no consiste en actuar previendo “todas” las consecuencias, sino buscar lo mejor para la salud del paciente. Por eso tampoco actuaría bien un médico que, en un experimento con fines científicos, privase a algunos pacientes de medicamentos que sabe que los salvarían. El motivo es que las posibles mejoras científicas no constituyen un bien superior a la vida del paciente. Un caso distinto sería el de escasez de medios (pediría los criterios de la justicia distributiva).

      En definitiva, no es cierto que lo ético o lo bueno sea simplemente “lo más útil”. El fin no siempre justifica los medios (no se puede tirar una bomba atómica sobre una ciudad para detener la guerra, argumentando que así se evitarán muchos millones de víctimas).


3. Crítica del utilitarismo

            Spaemann emplea tres argumentos para criticar el utilitarismo:

            a) El carácter imprevisible de las consecuencias a largo plazo. Si tuviéramos que prever todas las consecuencias de nuestros actos, nunca actuaríamos porque no terminaríamos de calcular las consecuencias, en caso de que ello fuera posible. (Muchas veces un bien tiene consecuencias malas, y no es posible esperar a actuar hasta demostrar que no se van a producir; o al revés, a veces un bien surge como consecuencia de un mal, como por ejemplo, según el cristianismo, la salvación de la humanidad fue posible por la traición de Judas; pero si se invoca este principio, bastaría que cualquier criminal invocara una consecuencia buena para quedar justificado). Es imposible (excepto que uno sea Dios) prever todas las consecuencias de nuestros actos.
            Por aquí descubre Spaemann que “una ética radical de responsabilidad en el sentido de Max Weber no es en realidad otra cosa que la ética radical de la convicción”; pues según ésta, para absolver a un criminal habría que comprender sus intenciones y el modo en que él ve la marcha de las cosas y de la historia (con lo que nos encontramos ante una ética radical de responsabilidad).
            En realidad, lo que sucede es que no podemos prever todas las consecuencias de nuestros actos, y que, por tanto, la moralidad de los actos no puede depender de ese juicio.

            b) El utilitarismo entrega el juicio moral del hombre corriente en manos de la inteligencia técnica de los expertos (pues se supone que solo los expertos pueden juzgar acerca de hasta qué punto una acción es útil para la humanidad).
            Spaemann pone dos ejemplos: en el primero, evoca cuando a los jóvenes nazis se les hizo creer que la existencia de los judíos era dañina para la humanidad, y así se les convenció para que mataran a los niños judíos. Lo que se tapó fue la sencilla verdad de que no se pueden matar niños inocentes. Esto puede suceder cuando se pone la conciencia (que es propia de cada persona) bajo tutela de ideólogos y tecnócratas.
            En el segundo ejemplo relata un experimento en la radio bávara. En nombre de la ciencia, unos voluntarios debían enviar descargas eléctricas a una persona que estaba encerrada en una habitación (cosa que en realidad no sucedía); supuestamente, la intensidad de las descargas era creciente; cuando se acercó a límites peligrosos o letales, en medio de los gritos de aquella persona, algunos voluntarios siguieron adelante torturándola, convencidos de que actuaban por el bien de la ciencia. No es buena una ética que propone como principio dejar la propia conciencia en manos de los expertos. Cada uno debe juzgar según su conciencia y en la medida de su responsabilidad que no es absoluta sino determinada o concreta (yo no tengo responsabilidad sobre todas las cosas que pueden pasar hasta el fin del mundo, pero sí la tengo respecto a lo que depende de mí).
            De aquí se deduce que orientar nuestros actos según “el conjunto” de sus consecuencias (por ejemplo en nombre de las “buenas consecuencias para la ciencia”), los entrega a cualquier experiencia y manipulación. El utilitarismo es contradictorio, porque persigue el mundo mejor posible, pero lo que sucede realmente es que con frecuencia se estropea el mundo o se daña a las personas.

            c) El utilitarista puede ser engañado fácilmente no solo por los expertos sino también por los criminales.
            Es cierto que se deben sopesar las consecuencias, en unas actividades más que en otras; el político debe tener en cuenta, más que el médico, las consecuencias a largo plazo, pero esto tiene sus límites éticos. Así, si el terrorista exige la muerte del presidente del país con la amenanza de poner una bomba poderosa en medio de la ciudad, el vicepresidente utilitarista tenderá a ceder pensando erróneamente que el fin justifica los medios. Si el chantajista sabe que no se va a ceder, no intentará el chantaje; mientras que si supone que se va a ceder, lo hará una y otra vez, produciéndose a largo plazo la muerte de más personas, que era lo que el vicepresidente utilitarista quería evitar; así se ve que el utilitarismo es contraproducente. Conclusión: la responsabilidad personal nos lleva a no permitir la manipulación o el chantaje.


4. Conclusiones

            a) Nuestra responsabilidad moral es concreta y determinada, no debemos responder de “todas” las consecuencias de un acto u omisión. Si pensamos de otra manera o aceptamos lo contrario, podemos ser manipulados o engañados. No cabe defender una ética radical de la responsabilidad o un utilitarismo radical.
            b) La omisión culpable es la omisión de algo que yo tenía que haber hecho(soy responsable de haber impedido un robo si soy el policía que tenía que haber estado allí y no estuve). Pero, atención, no soy responsable de todo, de todas las cosas que no he hecho.
            c) El campo de nuestros deberes es acotado (distinto para un médico, que debe cuidar de la salud de su paciente, que para un político, que tiene que cuidar del bien de su país). Es cierto que a veces una persona puede acumular distintas responsabilidades incluso hacia otra (por ejemplo un profesor que sea a la vez padre de un niño). 
            d) Ante la pregunta ¿existe una responsabilidad propia de todo hombre?, Kant responde: sí, y consiste en que nunca podemos usar a los demás como puros medios. (Juan Pablo II perfeccionando este criterio añadió: el modo más justo de tratar a una persona es el amor). Kant quería decir: puedo pedir los servicios de otros, como también ellos de mí; pero esto tiene sus límites como por ejemplo sucede con la esclavitud, la tortura, la muerte de un inocente o el abuso sexual.; pues estos actos violan la dignidad de las personas. Con otras palabras, toda persona es un fin en sí misma, y no se puede “usar” para conseguir otros fines.
            e) Hay una asimetría entre los comportamientos buenos y malos. La experiencia humana y de la historia muestra la verdad del principio ético de que no hay actos que sean siempre buenos (pues esto depende de las circunstancias), excepto la omisión de un acto malo. En cambio, hay actos que son siempre y en todas partes malos (porque niegan a la persona en sí misma), como los ya nombrados; en ellos no hay responsabilidad acerca de las consecuencias (quien se niega a fusilar a un judío, no tiene responsabilidad en que su jefe a continuación fusile a otras personas o a uno mismo; uno puede morir, y morirá finalmente, pero no puede matar a un inocente)
            La omisión de estos actos (ilícitos o inmorales por sí mismos) comporta una responsabilidad equivalente a aquello que no podemos realizar físicamente, como ya decía la ley romana: lo que va contra los dioses o contra el respeto al hombre, es decir contra las buenas costumbres, debe ser considerado como imposible.
          La omisión de un acto malo es siempre un acto bueno, como se ha dicho. Ahora bien, además de omitir ese mal (cosa que en sí ya es un bien), no significa que no puedan o deban hacerse más actos buenos, a continuación, para evitar ese mal. (Si veo que a una persona la están maltratando, en primer lugar debo abstenerme de hacer lo mismo, y abstenerme es ya un acto bueno; pero además quizá pueda o deba hacer otras cosas, para detener o disminuir las consecuencias de esa acción de otros).