4 de marzo de 2015

50 SOMBRAS DE GREY: CARTA DE UNA PSIQUIATRA A LOS JÓVENES


Queridos jóvenes:
No hay nada gris en “50 Sombras de Grey” (Grey en español es gris). Todo es negro.
Permíteme explicarte. Ayudo a personas que están quebradas interiormente. A diferencia de los médicos que usan Rayos X o exámenes de sangre para determinar por qué alguien está sufriendo, las heridas que a mí me interesanestán escondidas. Hago preguntas, y escucho con cuidado las respuestas. Así es cómo descubro que la persona que tengo frente a mí está “sangrando”.
Años de escuchar atentamente me han enseñado mucho. Una de las cosas que he aprendido es que los jóvenes están totalmente confundidos sobre el amor, cómo encontrarlo y mantenerlo. Toman decisiones equivocadas y acaban sufriendo muchísimo.
No quiero que sufras como las personas que van a mi consultorio, por ello te advierto sobre una nueva película llamada “Cincuenta sombras de Grey”. Incluso si no ves la película, su mensaje está filtrándose en nuestra cultura y puede sembrar ideas peligrosas en tu cabeza. Debes prepararte.
“Cincuenta sombras de Grey” se estrena el día de San Valentín, así que vas a pensar que es un romance. No te lo creas. La película trata en realidad de una relación enfermiza y peligrosa, llena de abusos psicológicos y emocionales. Parece glamorosa porque los actores son atractivos, tienen coches y aviones caros, y canta Beyoncé. Podrías concluir que Christian y Ana son geniales, y que su relación, aun cuando es diferente, es aceptable.
¡No te dejes manipular por un estudio de Hollywood! Esa gente solo quiere tu dinero; no se preocupan en absoluto por ti o por tus sueños.
El abuso ni es glamoroso ni es “cool”. Nunca está bien, bajo ninguna circunstancia.
Esto es lo que necesitas saber de “Cincuentas sombras de Grey”: de niño, a Christian Grey lo desatendieron horriblemente. Está confundido sobre el amor porque nunca lo experimentó. En su mente, el amor esta enmarañado con sentimientos malos como el dolor y la vergüenza. Christian experimenta placer controlando y maltratando a las mujeres de manera extraña. Anastasia es una chica inmadura que cae rendida ante el atractivo físico y la riqueza de Christian, y tontamente consiente a sus deseos.
En el mundo real, esta historia habría acabado mal, con Christian en la cárcel, con Ana en un refugio o en la morgue. O quizás Christian continuaría golpeando a Ana, y ella se quedaría con él sufriendo. En cualquier caso, sus vidas en definitiva no serían un cuento de hadas. Créeme esto.
Como doctora, te insisto con urgencia: NO veas “Cincuentas sombras de Grey”. Infórmate, aprende de los hechos, y explícale a tus amigos por qué tampoco la deberían ver.
He aquí algunas de las ideas peligrosas que promueve “Cincuenta sombras de Grey”:
1.                A las chichas les gustan los tipos como Christian que les dan órdenes y se muestran rudos.
¡No! Una mujer psicológicamente saludable evita el dolor. Quiere sentirse segura, respetada y cuidada por un hombre en quien puede confiar. Sueña con trajes de novia, no con esposas.
2.                Los hombres quieren chicas como Anastasia, sumisa e insegura.
Falso. Un hombre psicológicamente saludable quiere una mujer que sepa cuidar de sí misma. Si se sale de la línea, quiere que ella le diga las cosas claras.
3.                Anastasia ejercita su libertad de elección cuando consiente que le hagan daño, de modo que nadie puede juzgar su decisión.
Una lógica defectuosa. Claro, Anastasia tenía libertad de elección. Una decisión autodestructiva es una mala decisión.
4.                Anastasia decide en relación a Christian de forma meditada y objetiva.
Eso lo dudo. Christian le proporciona constantemente alcohol a Anastasia, afectando su juicio. Además, Anastasia se vuelve sexualmente activa con Christian –su primera experiencia hasta entonces– poco después de haberlo conocido. La neurociencia  sugiere que su intimidad podría impulsar sus sentimientos de apego y confianza, antes de que ella esté segura de que él los merecería. El sexo es una experiencia intensa y poderosa, particularmente la primera vez. Finalmente, Christian manipula a Anastasia para que firme un contrato legal que le prohíbe decirla a quien sea que él es un abusador de larga data.
Alcohol, sexo, manipulación… difícilmente son ingredientes de una decisión meditada y objetiva.
5.                Los problemas emocionales de Christian son curados por el amor de Anastasia.
Sólo en una película. En el mundo real, Christian no cambiaría más que en un grado insignificante. Si Anastasia se sintiese realizada ayudando a gente emocionalmente trastornada, se habría hecho psiquiatra o trabajadora social.
6.                Es bueno experimentar con la sexualidad.
Quizá… para los adultos en una relación larga, sana, comprometida y monógama, es decir, “matrimonio”. De otra forma, estás en alto riesgo de contraer una enfermedad de transmisión sexual, quedar embarazada y ser víctima de agresión sexual. Lo sensato es tener mucho cuidado con quién dejas que se te acerque, física como emocionalmente, porque tan solo un encuentro puede desviarte de tu camino y cambiar tu vida para siempre.

En conclusión: El poder de “Cincuenta Sombras de Grey” se basa en su habilidad para sembrar semillas de duda. Hay diferencias enormes entre una relación sana e insana, pero la película hace borrosas esas diferencias, de modo que empiezas a preguntarte: ¿Qué es lo saludable en una relación? ¿Qué es enfermo? Hay tantas sombras de gris… no estoy segura.
Escúchame, es tu seguridad y tu futuro de lo que estamos hablando aquí. No hay lugar a dudas: una relación íntima que incluya violencia, consentida o no, es inaceptable.
Esto es blanco y negro. No hay sombras de gris en esto. Ni siquiera una sola.
Miriam Grossman, MD. (Es doctora especializada en psiquiatría para niños, jóvenes y adultos, con entrenamiento en pediatría).


Ver también:
50 sombras de Grey: la normalización del abuso sexual y emocional, Un estudio publicado en la revista Journal of Women’s Health de Estados Unidos.


El abandono, la mejor penitencia



Si queremos recorrer esta Cuaresma como un camino de formación del corazón, tal y como nos sugiere el Papa, necesitamos un corazón abandonado
La limosna, la oración y el ayuno que la Iglesia nos anima a vivir durante este tiempo de Cuaresma eran ya prácticas habituales de la piedad judía. El Señor, como buen judío, no se opone a ellas.
Jesucristo ha venido a la tierra a darle todo su sentido a los preceptos de la Ley Antigua. Él conoce como ninguno el peligro de ostentación que pueden llevar aparejadas esas prácticas, y critica públicamente esa actitud que él mismo llama “hipócrita”.
Todo el Sermón de la Montaña [1] busca, de hecho, crear un nuevo clima, una nueva actitud interior. Es ese carácter interior y espiritual de la Ley el que el Señor ha venido a traer en plenitud. La piedad, si es auténtica, debe vivirse con rectitud de intención, en intimidad con Dios y huyendo de ser vistos.

Poner la confianza en Dios
Si algún término puede por tanto resumir lo que el Señor quiere destacar e infundir en quienes le escuchan es la palabra confianza. “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor” [2]. Pongamos la confianza en Dios como Padre que es, nos dice, mientras vivimos en medio de las realidades corrientes y diarias. Aprendamos a abandonarnos en manos de tan buen Padre.
“Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” [3]. Por seis veces en esos diez versículos Jesús repite ese término −inquietud, preocupación− como un enemigo de la verdadera piedad. Frente a ello, un cristiano debe vivir el abandono, la confianza plena.
“La más importante de las penitencias, esa que me purifica, que expande y clarifica mi ego, que ensancha estrecheces, será la que Dios me imponga, no solo en forma de enfermedades o desgracias, sino por medio de los inconvenientes de la vida diaria… Hoy debemos decidirnos, una vez más, a decir sí a Dios, en Cristo y con Cristo, para desterrar de nuestras bocas cada palabra de rebeldía o impaciencia en la vida diaria: ‘no me merezco esto’, ‘es mala suerte, gafe, destino, sinsentido’. Todo tiene sentido, aunque no podamos entenderlo. Abandonarme, esa es la mejor penitencia. Luego viene la resurrección” [4].

No es pasividad, sino prudencia
No es ya sólo una cuestión de vivir con sobriedad y modestia, como comen las aves del cielo y se visten los lirios del campo. Aunque sin duda son consecuencias lógicas, su corolario adecuado. Sobre todo se trata de adquirir la medida justa de las cosas. “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!” (Juan Ramón Jiménez), para que sepa poner las cosas en su sitio y, sin quitarle su importancia, no le dé más de la que en realidad tienen.
Lo que hay en el interior de cada persona y de las cosas es más importante que lo exterior. ¿En el interior “de las cosas”?, nos podrían preguntar. Sí, porque las cosas, por muy materiales que sean también tienen algo de interioridad, aquello que le da sentido a su existencia. Pues bien, tanto de lo que está dentro como de lo que está fuera se “preocupa” Dios, que es nuestro Padre. Dejemos que sea así. Aceptemos esa dependencia, esa realidad. No sustituyamos el papel de Dios providente. No hagamos “teatro” (ese es el significado literal de la palabra “hipócrita” que usa Mateo), como si debiéramos ser objeto de lástima. La realidad es muy distinta: “tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y Él proveerá” [5].
Entendámoslo bien. Lo que Cristo nos pide no es tanto una llamada a la pasividad. De hecho, estos versículos del Evangelio no son sino una ampliación del Padrenuestro, en el que el Señor dice con claridad que hay que pedir el pan de cada día. Pero esa petición perseverante y paciente debe ir acompañada −y esa es la clave− con una vida serena cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles. Quien pide con angustia no está pidiendo bien ni a quien es el Bien. En nuestro modo de pedir, que ha de mantener siempre la serenidad y la esperanza, hemos ya de mostrar que de verdad buscamos sobre todo el Reino de Dios y su justicia: “No dijo el Señor que no haya que sembrar, sino que no hay que andar preocupados… Sí, nos mandó que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento” [6].
Al meditar estas cosas, casi se pueden oír de fondo las quejas del pueblo de Israel que añora la olla de carne y el pan de los egipcios. Y por contraste, la mano dadivosa y providente de Dios que les da el maná y las codornices a diario: “el pueblo saldrá a recoger cada día la porción cotidiana; así les pondré a prueba y veré si se comportan según mi ley o no” [7].
Dios se ocupa del alimento y de las necesidades externas. Pero sobre todo se sirve de esos escenarios, de esas situaciones, para comprobar si su pueblo confía o no en Él. Sólo pide obediencia filial y confiada, que no será nunca, en el caso de un cristiano, una carga pesada. Al contrario, quien obedece así ejerce toda la capacidad que tenemos, dada por Dios, para recibir los beneficios que Dios otorga a los que le obedecen. Igual que la falta de confianza está en la raíz del pecado original (y por tanto en la origen de todo pecado), del mismo modo cada paso que un cristiano da en dirección al amor de Dios debe pisar sobre el suelo de la confianza plena de Dios.

Frente a la actitud calculadora, el abandono
Contrastando con esa actitud confiada que Dios nos pide, siempre habrá quienes demuestran, de un modo tan patente como ordinario, que no se fían de Dios. También lo recoge la experiencia de Israel: “algunos dejaron parte para la mañana siguiente, pero crió gusanos y se pudrió; y Moisés se irritó con ellos” [8]. Es el orgullo de la criatura que no se fía de Dios y busca darse la vida a sí mismo. ¡Qué bien se ve en nuestros días esto reflejado −casi literalmente− en los inmensos excedentes de comida que sobran, se pudren o se tiran! O en la misma destrucción de la Tierra a la que queremos dominar para que nos asegure el día de mañana. “Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina por destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la verdad, es decir, que los seres humanos estamos llamados a superarnos y que sólo abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser nosotros mismos. Podemos y debemos pedir. Ya lo sabemos: si los padres terrenales dan cosas buenas a los hijos cuando se los piden, Dios no nos va a negar los bienes que sólo Él puede dar (vid. Lc 11,9-13)” [9].
La comida se convierte de este modo en el primer y más cotidiano campo de pruebas del alma cristiana. Es lo más cercano que tenemos para que demostremos que nos importa más la vida que el alimento. Dios nos alimenta cada día siempre y cuando nos conformemos con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente [10]. Dios “conocerá” así (en realidad seremos nosotros los que quizá por fin nos daremos cuenta) nuestra indigencia real y no nos abandonará, como Padre bueno y providente que es.
¡No dejemos la confianza en Dios para grandes situaciones que muy de vez en cuando se dan en la vida! Vivámosla en nuestra comida y vestido de cada día. Además, ¿no es cierto que en esas situaciones tan excepcionales el abandono es ya no una opción libre de la persona sino el único camino posible para salir de la desesperación? ¿Qué tiene eso de libertad? ¿No responde más al verdadero amor la confianza cotidiana de que Dios no nos deja de su mano, ni tan siquiera en las situaciones más corrientes? A Dios le interesa y sigue de cerca hasta nuestras pequeñeces.
“Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros −¡con fe recia!− de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos” [11]. En nuestros días, cuando tanta gente vive sin vivir pendiente sólo de si le llegará para comer mañana o pasado, ¿no es necesario recordar, con Cristo, que le basta a cada día su propio afán? “No os preocupéis por el mañana… Buscad primero el Reino de Dios y su justicia”, y todas esas cosas se os añadirán.

“El que se abandona es el único que no se abandona”
Son palabras de Charles Péguy quien, con la belleza y concisión propia de un gran poeta, supo fijar en este verso una consecuencia esencial de lo que hemos dicho hasta ahora.
Un cristiano no es un inconsciente que se ría de los problemas o que no tenga conciencia de ellos. Ni está eximido de padecerlos en su propia persona. Al contrario, ha de desear comprender, como el que más, los sufrimientos de todos los hombres y compadecerse de todos ellos. Ahora bien, como seguidor de Cristo, además de sentir el abandono como nadie −“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”?− sabrá abandonarse hasta el extremo. −“Padre, en tus manos abandono mi espíritu”−.
El abandono en Dios es una de las cosas más difíciles de conseguir para un cristiano. Pero también es una de las más necesarias y sin duda la más inevitable. Tanto crece un alma en madurez interior, cuanto más va descubriendo que debe arriesgar más con Dios.
Podemos recordar cómo nos enseñaron a nadar cuando éramos pequeños. Primero agarrados al borde de la piscina, luego la pequeña-gran aventura del flotador, al flotador le sustituyeron los brazos de nuestro padre que nos fue llevando a la parte honda de la piscina, y nos fuimos soltando… Tragamos agua y lloramos, y pataleamos; pero aprendimos. La vida cristiana también es un proceso donde el alma debe aprender a fiarse de Dios, a abandonarse en sus manos. Dios mismo nos ayuda permitiendo situaciones que son una continua llamada al abandono: contradicciones que hay que llevar bien, decisiones que parecen superar nuestra capacidad, dificultades del ambiente, humillaciones… Si en esas circunstancias sabemos abandonarnos iremos comprobando que quien se abandona en Dios es el único que no se abandona, porque Dios es el borde de la piscina, y el flotador, y el agua y… el Padre.
Y el que no se abandona −sigue diciendo Charles Péguy− es el único que se abandona. Quien no acaba de fiarse de Dios será un eterno pusilánime, a quien le dominarán los temores de todo tipo precisamente porque no supo temer a Dios, que es amarle. Quien no arriesga su vida por Dios y con Dios no evita el peligro sino que se sumerge en él mucho más porque arriesgará por otro o por él mismo; y, ¿quién como Dios en poder, en bondad, en amor, en sabiduría…?

Fiat, Ecce ancilla, Magnificat
El mayor ejemplo de abandono lo encontramos, cómo no, en nuestra Madre. Tres expresiones suyas recogen perfectamente lo que llenaba su corazón desde que tomó conciencia de su papel en la Historia de la Salvación: Fiat, Ecce ancilla y Magnificat. Tres término correlativos, que se enlazan formando una sola oración, que es un modelo de oración de auténtico abandono cristiano.
San Josemaría repetía con frecuencia dos jaculatorias que le ayudaban a saborear esa actitud humilde y filial. En una de ellas se enlazan esas tres expresiones marianas formando una impresionante unidad [12]. Es la siguiente: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima voluntad de Dios, sobre todas las cosas. −Amén. −Amén”. El propio autor explicaba con frecuencia el gozo y la paz que aportaba a su alma la recitación de estas palabras. No es tan sólo el contenido; es también −y sobre todo− el orden lógico de afrontar todos los acontecimientos de la vida: Fiat, Ecce ancilla, Magnificat… Hágase, cúmplase, sea alabada…
También podríamos encontrar este mismo orden en aquella otra jaculatoria que el sucesor de San Josemaría, el beato Álvaro del Portillo, usaba como un ritornello constante y lema de su vida: “Gracias, perdón, ayúdame más”. Tomando prestadas las palabras con las que el Papa Francisco glosaba esa jaculatoria en la ceremonia de su beatificación podemos decir que Álvaro del Portillo decía…
─ “Gracias”: porque “era consciente de los muchos dones que Dios le había concedido, y daba gracias a Dios por esa manifestación de amor paterno. Pero no se quedó ahí; el reconocimiento del amor del Señor despertó en su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega y generosidad” (esto es, “Fiat”)
─ “Perdón”: pues “confesaba que se veía delante de Dios con las manos vacías, incapaz de responder a tanta generosidad. Pero la confesión de la pobreza humana no es fruto de la desesperanza, sino de un confiado abandono en Dios que es Padre. Es abrirse a su misericordia, a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor que no humilla, ni hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos levanta de nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y alegría” (esto es, “Ecce ancilla”)
─ “Ayúdame más”: ya que sabía que “el Señor no nos abandona nunca, siempre está a nuestro lado, camina con nosotros y cada día espera de nosotros un nuevo amor. Su gracia no nos faltará, y con su ayuda podemos llevar su nombre a todo el mundo. En el corazón del nuevo beato latía el afán de llevar la Buena Nueva a todos los corazones” (esto es, “Magnificat”)
En definitiva, si queremos recorrer esta Cuaresma como un camino de formación del corazón, tal y como nos sugiere el Santo Padre [13], necesitamos “un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas”. Necesitamos un corazón abandonado.



[1] Vid. Capítulo 5 del Evangelio de San Mateo.
[2] Salmo 1.
[3] Mateo 6, 25-34.
[4] Juan Bautista Torelló, Él nos amó primero, pp.122-3.
[5] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios n. 116.
[6] San Juan Crisóstomo, In Matthaeum 21,3.
[7] Éxodo, 16,4.
[8] Éxodo 16,20.
[9] Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I p. 186.
[10] San Josemaría Escrivá, Camino n. 631.
[11] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios n. 116.
[12] La otra jaculatoria es la siguiente: “Señor Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Es un texto que San Josemaría empleaba en muchas ocasiones. Puede consultarse la voz “Abandono” en el Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer.

El camino de la belleza en la catequesis


Con motivo del Encuentro nacional de delegados de catequistas (23-25 de febrero) se ha puesto de relieve la importancia de la Iniciación cristiana y sus principales elementos. También nos preguntamos qué lugar ocupa la belleza en el itinerario educativo de la fe.

La educación de la fe sirve a la persona y a la sociedad
1. Hay quienes piensan que la catequesis es un “adoctrinamiento” a los niños en el sentido despectivo con que hoy se entiende frecuentemente este último término: inculcar creencias aprovechándose de la escasa capacidad de razón y de crítica que caracteriza la edad infantil. Los que piensan así son los mismos que suelen oponerse a la enseñanza religiosa escolar. En el fondo, por una visión materialista de la vida que les dificulta reconocer en el hecho religioso la dimensión más profunda de las personas, su apertura a la trascendencia. 
En realidad, el término catequesis viene de una palabra griega que significa hacerse eco de un mensaje, y desde los primeros siglos lo usaron los cristianos para designar el transmitirse unos a otros el mensaje del Evangelio. La catequesis cabe a todas las edades. Y es necesaria tanto para asentar el primer anuncio de la fe y lo que llamamos Iniciación cristiana, como para la formación permanente de los adultos. 
Junto con la predicación y la enseñanza religiosa escolar –que en nuestra época se distingue de la catequesis en cuanto a su objetivo y método–, la catequesis es una de las actividades más importantes en la vida cristiana. 
La escuela, y otras instituciones superiores abiertas a una educación integral, enseña la religión –a los que lo desean– en el contexto de los demás conocimientos que perfeccionan a la persona y a través de ella sirven a la sociedad. 
La catequesis –más propia de la parroquia y de la familia– transmite la fe cristiana en orden a la maduración y a la realización personal en todas las etapas de la vida. Y los catecismos son instrumentos al servicio de esta tarea; como lo es, y de modo excelente, el nuevo catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Testigos del Señor (2014), preparado para la educación en la fe de los adolescentes. 

Redescubrir el camino de la belleza para la educación de la fe
2. Pues bien, en nuestros días asistimos a un redescubrimiento del camino de la belleza en la educación de la fe. Después de bastantes siglos en que la belleza no fue objeto de mayor interés –excepto discretamente al principio del siglo pasado–, desde hace unas décadas vuelve a ocupar un lugar importante en el pensamiento y en la educación. 
Dicen los filósofos más sólidos que la belleza es como la tarjeta de presentación del ser. Ya Platón señalaba que la belleza es el resplandor de la verdad y la fuerza del bien, sobre todo cuando ambos se combinan. La belleza la encontramos en la naturaleza, en las personas y en los valores personales, en tantas realizaciones humanas y obras de arte incluyendo hoy las que se muestran en el cine y en las nuevas tecnologías (sin desconocer sus riesgos).
Para el cristianismo el paradigma de la belleza –su modelo máximo y su raíz siempre viva– es Cristo, el Hijo de Dios hecho carne, muerto y resucitado por nosotros. En este contexto dijo Dostoievski que “la belleza salvará el mundo”. En la vida cristiana la belleza se manifiesta especialmente en el testimonio de los cristianos, que es el conjunto del buen ejemplo, de la disposición para tomar la cruz (testimonio en griego es martyria) y de los argumentos que los cristianos hemos de dar de nuestra fe, siempre que sea posible. En la presentación de Testigos del Señor, dicen los obispos españoles: “No olvidéis que a veces nos toca vivir a contracorriente la belleza de la fe” (p. 7). 
Especialmente los últimos Papas han sido muy sensibles a este camino de la belleza. Juan Pablo II señala, en su Carta a los artistas (4-IV-1999) que todas las personas están llamadas a hacer de su vida una obra de arte. Benedicto XVI indica que lo bello nos ayuda para afrontar la vida cotidiana de modo luminoso. Y aconseja no separar nunca la verdad del amor, el amor de la verdad; pues la belleza, señala con palabras de Simone Weil, es un signo de la Encarnación de Dios en el mundo. 
Es constante la apelación del papa Francisco a la responsabilidad de los cristianos, para que brille así el amor de Dios ante los hombres. Baste un pasaje de su exhortación Evangelii gaudium: “La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (n. 195).

La auténtica belleza
3. Hoy la belleza con frecuencia se oscurece e incluso se manipula. La belleza auténtica es la que está unida a la verdad y al bien, pues, como ya hemos señalado, es el resplandor que surge del encuentro de lo verdadero y de lo bueno, especialmente en la acción de las personas. De ahí procede el atractivo de la vida cristiana, que la hace eficazmente cooperadora con la salvación obrada por Dios. La belleza auténtica nos saca de nosotros mismos y nos pone al servicio de Dios y de los demás. Si esto es –puede ser así para todos–, para los cristianos la belleza encuentra sus principales cauces en la fe, en los sacramentos y en la caridad.
El catecismo Testigos del Señor recorre el camino de la belleza en torno a la Vigilia pascual, la madre de todas las vigilias y la fiesta de todas las fiestas cristianas: la noche en que celebramos la Pascua, la resurrección del Señor. Así lo dice la Guía pedagógica de este catecismo: “La Vigilia pascual, cargada de simbolismo y de belleza, nos hace gustar, agradecer y renovar el misterio central de nuestra salvación: la Pascua de Cristo que nos llena de vida y nos hace sus testigos en medio del mundo” (p. 27).

El arte cristiano y la catequesis
4. Al servicio del camino educativo de la belleza ha estado siempre el arte cristiano, comenzando por los iconos. Los cristianos estamos llamados a ser iconos vivos de Cristo en el mundo, como han sido los santos. Por eso las imágenes van siendo incorporadas a los catecismos –como el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica y este catecismo Testigos del Señor– y deben ser contempladas en la catequesis e integradas en la metodología de la educación de la fe.
Pero el camino de la belleza en la catequesis no se recorre en primer lugar gracias a esas bellas imágenes de un catecismo, sean importantes obras de arte o sean símbolos más sencillos; sino que se recorre sobre todo gracias a los catequistas, a su esfuerzo y compromiso por ser para los demás memoria y despertador de Dios (cf. Francisco, Homilía en la Jornada de los catequistas, 29-IX-2013). Ellos pueden ayudarnos a hacer de nuestra vida una obra de arte.
No olvidemos que en la educación de la fe es donde máximamente se cumple lo que suele decirse de la comunicación: el cómo es parte importante del qué y el mensajero forma parte del mensaje. La belleza nos toca o nos hiere abriéndonos a Dios no solamente desde la contemplación de la naturaleza o de una obra de arte, sino también desde la vida misma de las madres y padres de familia, de los educadores y de los amigos; desde su lealtad y cercanía, su espíritu de servicio y su entrega. 

La belleza en la tarea del catequista
La belleza ha de brillar, en suma, en el conjunto de la tarea del catequista: en su persona, sus actitudes y sus métodos, en el clima de fe vivida y en el respeto al ritmo de los que dependen de él. Todo esto pide tiempo y esfuerzo, estudio, oración y diálogo, fidelidad y creatividad. Así el catequista logrará, para aquellos que le han sido encomendados, la gracia de ser Testigos del Señor en el mundo.

P. Ramiro Pellitero

CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO, 04-03-2015


Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
La catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, tíos abuelos. Hoy reflexionamos sobre la problemática condición actual de los ancianos y la próxima vez, es decir el próximo miércoles, más en positivo, sobre la vocación contenida en esta edad de la vida.
Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha prolongado: ¡pero la sociedad no se ha “prolongado” a la vida! El número de los ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado suficientemente para hacerles lugar a ellos, con justo respeto y concreta consideración por su fragilidad y su dignidad. Mientras somos jóvenes, tenemos la tendencia a ignorar la vejez, como si fuera una enfermedad, una enfermedad que hay que tener lejos; luego cuando nos volvemos ancianos, especialmente si somos pobres, estamos enfermos, estamos solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada sobre la eficacia, que en consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto XVI, visitando una casa para ancianos, usó palabras claras y proféticas, decía así: “La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común” (12 de noviembre 2012). Es verdad, la atención a los ancianos hace la diferencia de una civilización. ¿En una civilización hay atención al anciano? ¿Hay lugar para el anciano? Esta civilización seguirá adelante porque sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos. Una civilización en donde no hay lugar para los ancianos, en la que son descartados porque crean problemas... es una sociedad que lleva consigo el virus de la muerte.
En occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del envejecimiento: los hijos disminuyen, los viejos aumentan. Este desequilibrio nos interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Sin embargo una cierta cultura del provecho insiste en hacer ver a los viejos como un peso, un “lastre”. No sólo no producen sino que son una carga. En fin, ¿cuál es el resultado de pensar así? Hay que descartarlos. ¡Es feo ver a los ancianos descartados, es una cosa fea, es pecado! ¡No nos atrevemos a decirlo abiertamente, pero se hace! Hay algo vil en este acostumbrarse a la cultura del descarte. Pero nosotros estamos acostumbrados a descartar a la gente. Queremos remover nuestro acrecentado miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero de este modo aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y abandonados.
Ya en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar, ni ser referentes según el modelo consumista de “sólo la juventud es aprovechable y puede gozar”.
Esos ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de nuestro pueblo. ¡Los ancianos son la reserva sapiencial de nuestro pueblo! ¡Con qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia!» (Sólo el amor nos puede salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede. Recuerdo cuando visitaba las casas de ancianos, hablaba con cada uno de ellos y muchas veces escuché esto: “Ah, ¿cómo está usted? ¿Y sus hijos? −Bien, bien. −¿Cuántos tiene? −Muchos. −¿Y vienen a visitarla? −Sí, sí, siempre. Vienen, vienen. −¿Y cuándo fue la última vez que vinieron?” Y así la anciana, recuerdo especialmente una que dijo: “Para Navidad”. ¡Y estábamos en agosto! Ocho meses sin ser visitada por sus hijos, ¡ocho meses abandonada! Esto se llama pecado mortal, ¿se entiende?
Una vez, siendo niño, la abuela nos contó una historia de un abuelo anciano que cuando comía se ensuciaba porque no podía llevarse bien la cuchara a la boca, con la sopa. Y el hijo, es decir, el papá de la familia, tomó la decisión de pasarlo de la mesa común a una pequeña mesita de la cocina, donde no se veía, para que comiera solo. Pocos días después, llegó a casa y encontró a su hijo más pequeño que jugaba con la madera, el martillo y clavos, y hacía algo ahí. Entonces le pregunta: "Pero, ¿qué cosa haces? −Hago una mesa, papá. −¿Una mesa para qué? −Para cuando tú te vuelvas anciano, así puedes comer ahí”. ¡Los niños tienen más conciencia que nosotros!
En la tradición de la Iglesia hay un bagaje de sabiduría que siempre ha sostenido una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Tal tradición está arraigada en la Sagrada Escritura, como lo demuestran, por ejemplo, estas expresiones del libro del Eclesiástico: «No te apartes de la conversación de los ancianos, porque ellos mismos aprendieron de sus padres: de ellos aprenderás a ser inteligente y a dar una respuesta en el momento justo» (Ecl 8,9).
La Iglesia no puede y no quiere adecuarse a una mentalidad de intolerancia, y menos aún de indiferencia y desprecio a los mayores. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de acogida, que haga sentir al anciano parte viva de su comunidad.
Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que nos han precedido en nuestras mismas calles, en nuestra misma casa, en nuestra batalla cotidiana por una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes hemos recibido mucho. El anciano no es un extraterrestre. El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, aunque no lo pensemos. Y si nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros.

Frágiles, somos un poco todos los viejos. Algunos, sin embargo, son particularmente débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de cuidados indispensables y de la atención de los demás. ¿Haremos por ello un paso atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, en donde la gratuidad y el afecto sin compensación −incluso entre extraños− van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la cual la proximidad y gratuidad dejaran de ser consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay honor para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.