18 de junio de 2015

«Laudato si'», la encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa común

 Se presenta, en primer lugar, una visión general de la encíclica «Laudato si’» y, a continuación, el objetivo de cada uno de los seis capítulos y algunos de sus párrafos clave. Los números entre paréntesis remiten a los párrafos de la encíclica.

Una visión general

«¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?» (n. 160). Esta pregunta está en el centro de Laudato si’, la esperada encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa común. Y continúa: «Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario», y nos conduce a interrogarnos sobre el sentido de la existencia y el valor de la vida social: «¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?»: «Si no nos planteamos estas preguntas de fondo —dice el Pontífice— «no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan obtener resultados importantes».

La encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «Laudato si’, mi’ Signore», que en el Cántico de las creaturas que recuerda que la tierra, nuestra casa común, «es también como una hermana con la que compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos» (1). Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está formado por elementos del planeta, su aire nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura» (2).

Pero ahora esta tierra maltratada y saqueada clama (2) y sus gemidos se unen a los de todos los abandonados del mundo. El Papa Francisco nos invita a escucharlos, llamando a todos y cada uno —individuos, familias, colectivos locales, nacionales y comunidad internacional— a una «conversión ecológica», según expresión de san Juan Pablo II, es decir, a «cambiar de ruta», asumiendo la urgencia y la hermosura del desafío que se nos presenta ante el «cuidado de la casa común». Al mismo tiempo, el Papa Francisco reconoce que «se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta» (19), permitiendo una mirada de esperanza que atraviesa toda la encíclica y envía a todos un mensaje claro y esperanzado: «La humanidad tiene aún la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común» (13); «el ser humano es todavía capaz de intervenir positivamente» (58); «no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse» (205).

El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos, retomando las palabras de san Juan Pablo II: «Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» (64), pero se propone «especialmente entrar en diálogo con todos sobre nuestra casa común» (3): el diálogo aparece en todo el texto, y en el capítulo 5 se vuelve instrumento para afrontar y resolver los problemas. Desde el principio el Papa Francisco recuerda que también «otras Iglesias y Comunidades cristianas —como también otras religiones— han desarrollado una profunda preocupación y una valiosa reflexión» sobre el tema de la ecología (7). Más aún, asume explícitamente su contribución a partir de la del «querido Patriarca Ecuménico Bartolomé» (7), ampliamente citado en los nn. 8—9. En varios momentos, además, el Pontífice agradece a los protagonistas de este esfuerzo —tanto individuos como asociaciones o instituciones—, reconociendo que «la reflexión de innumerables científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales [ha] enriquecido el pensamiento de la Iglesia sobre estas cuestiones» (7) e invita a todos a reconocer «la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para el desarrollo pleno del género humano» (62).

El recorrido de la encíclica está trazado en el n. 15 y se desarrolla en seis capítulos. A partir de la escucha de la situación a partir de los mejores conocimientos científicos disponibles hoy (cap. 1), recurre a la luz de la Biblia y la tradición judeo-cristiana (cap. 2), detectando las raíces del problema (cap. 3) en la tecnocracia y el excesivo repliegue autorreferencial del ser humano. La propuesta de la encíclica (cap. 4) es la de una «ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales» (137), inseparablemente vinculadas con la situación ambiental.

En esta perspectiva, el Papa Francisco propone (cap. 5) emprender un diálogo honesto a todos los niveles de la vida social, que facilite procesos de decisión transparentes. Y recuerda (cap. 6) que ningún proyecto puede ser eficaz si no está animado por una conciencia formada y responsable, sugiriendo principios para crecer en esta dirección a nivel educativo, espiritual, eclesial, político y teológico. El texto termina con dos oraciones, una que se ofrece para ser compartida con todos los que creen en «un Dios creador omnipotente» (246), y la otra propuesta a quienes profesan la fe en Jesucristo, rimada con el estribillo «Laudato si’», que abre y cierra la encíclica.

El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde variadas perspectivas, que le dan una fuerte coherencia interna: «La íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida» (16).

Capítulo 1 — «Lo que está pasando a nuestra casa»

El capítulo asume los descubrimientos científicos más recientes en materia ambienta como manera de escuchar el clamor de la creación, para «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (19). Se acometen así «varios aspectos de la actual crisis ecológica» (15).

El cambio climático: «El calentamiento es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad» (22). Si «el clima es un bien común, de todos y para todos» (21), el impacto más grave de su alteración recae en los más pobres, pero muchos de los que «tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos del calentamiento»(23): «La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos es un signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil» (25).

La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos». Privar a los pobres del acceso al agua significa negarles «el derecho a la vida, enraizado en su inalienable dignidad» (30).

La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre» (33). No son sólo eventuales «recursos» explotables, sino que tienen un valor en sí mismas. En esta perspectiva «son loables y a veces admirables los esfuerzos de científicos y técnicos que tratan de aportar soluciones a los problemas creados por el ser humano», pero esa intervención humana, cuando se pone al servicio de las finanzas y el consumismo, «hace que la tierra en que vivimos se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris» (34).

La deuda ecológica: en el marco de una ética de las relaciones internacionales, la encíclica indica que existe «una auténtica deuda ecológica» (51), sobre todo del Norte en relación con el Sur del mundo. Frente al cambio climático hay «distintas responsabilidades» (52), y son mayores las de los países desarrollados.

Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas problemáticas, el Papa Francisco se muestra profundamente impresionado por la «debilidad de las reacciones» frente a los dramas de tantas personas y poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos (58), señala «un cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (59). Faltan una cultura adecuada (53) y la disposición a cambiar de estilo de vida, producción y consumo (59), a la vez que urge «crear un sistema normativo que [...] asegure la protección de los ecosistemas» (53).

Capítulo segundo — El Evangelio de la creación

Para afrontar la problemática ilustrada en el capítulo anterior, el Papa Francisco relee los relatos de la Biblia, ofrece una visión general que proviene de la tradición judeo—cristiana y articula la «tremenda responsabilidad» (90) del ser humano respecto a la creación, el lazo íntimo que existe entre todas las creaturas, y el hecho de que «el ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos» (95). En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que ha creado el universo», y «en él se conjugan amor y poder» (73). El relato de la creación es central para reflexionar sobre la relación entre el ser humano y las demás creaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la creación en su conjunto. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado» (66).

Por ello, aunque «si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas». Al ser humano le corresponde «cultivar y custodiar» el jardín del mundo (cfr Gn 2,15) (67), sabiendo que «el fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios» (83). Que el ser humano no sea patrón del universo «no significa equiparar a todos los seres vivos y quitarle aquel valor peculiar que lo caracteriza; y «Tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad» (90). En esta perspectiva «todo ensañamiento con cualquier criatura «es contrario a la dignidad humana» (92), pero «no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos» (91). Es necesaria la conciencia de una comunión universal: «creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, [...] que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde» (89). Concluye el capítulo con el corazón del a revelación cristiana: el «Jesús terreno» con su «relación tan concreta y amable con las cosas» está «resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal» (100).

Capítulo tercero — La raíz humana de la crisis ecológica

Este capítulo presenta un análisis del a situación actual «para comprender no sólo los síntomas sino también las causas más profundas» (15), en un diálogo con la filosofía y las ciencias humanas.

Un primer fundamento del capítulo son las reflexiones sobre la tecnología: se le reconoce con gratitud su contribución al mejoramiento de las condiciones de vida (103—103), aunque también «dan a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero» (104). Son justamente las lógicas de dominio tecnocrático las que llevan a destruir la naturaleza y a explotar a las personas y las poblaciones más débiles. «El paradigma tecnológico también tiende a ejercer su dominio sobre la economía y la política» (109), impidiendo reconocer que «el mercado por sí mismo no garantiza el desarrollo humano integral y la inclusión social» (109).

En la raíz de todo ello puede diagnosticarse en la época moderna un exceso de antropocentrismo (116): el ser humano ya no reconoce su posición justa respecto al mundo, y asume una postura autorreferencial, centrada exclusivamente en sí mismo y su poder. De ello deriva una lógica «usa y tira» que justifica todo tipo de descarte, sea éste humano o ambiental, que trata al otro y a la naturaleza como un simple objeto y conduce a una infinidad de formas de dominio. Es la lógica que conduce a la explotación infantil, el abandono de los ancianos, a reducir a otros a la esclavitud, a sobrevalorar las capacidades del mercado para autorregularse, a practicar la trata de seres humanos, el comercio de pieles de animales en vías de extinción, y de «diamantes ensangrentados». Es la misma lógica de muchas mafias, de los traficantes de órganos, del narcotráfico y del descarte de los niños que no se adaptan a los proyectos de los padres (123).

A esta luz, la encíclica afronta dos problemas cruciales para el mundo de hoy. Primero que nada el trabajo: «En cualquier planteamiento sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo» (124), pues «Dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad» (128). La segunda se refiere a los límites del progreso científico, con clara referencia a los OGM (132—136), que son «una cuestión ambiental de carácter complejo» (135). Si bien «en algunas regiones su utilización ha provocado un crecimiento económico que ayudó a resolver problemas, hay dificultades importantes que no deben ser relativizadas» (134), por ejemplo «una concentración de tierras productivas en manos de pocos» (134). El Papa Francisco piensa en particular en los pequeños productores y en los trabajadores del campo, en la biodiversidad, en la red de ecosistemas.

Es por ello es necesaria «una discusión científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a las cosas por su nombre», a partir de «líneas de investigación libre e interdisciplinaria» (135).

Capítulo cuarto — Una ecología integral

El núcleo de la propuesta de la encíclica es una ecología integral como nuevo paradigma de justicia, una ecología que «incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea» (15). De hecho no podemos «entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida» (139). Esto vale para todo lo que vivimos en distintos campos: en la economía y en la política, en las distintas culturas, en especial las más amenazadas, e incluso en todo momento de nuestra vida cotidiana.

La perspectiva integral incorpora también una ecología de las instituciones. «Si todo está relacionado, también la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la calidad de vida humana: “Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales”» (142).

Con muchos ejemplos concretos el Papa Francisco ilustra su pensamiento: que hay un vínculo entre los asuntos ambientales y cuestiones sociales humanas, y que ese vínculo no puede romperse. Así pues, el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma (141), porque «no hay dos crisis separadas, una ambiental y la otra social, sino una única y compleja crisis socioambiental» (139).

Esta ecología ambiental «es inseparable de la noción del bien común» (156), que debe comprenderse de manera concreta: en el contexto de hoy en el que «donde hay tantas inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos», esforzarse por el bien común significa hacer opciones solidarias sobre la base de una «opción preferencial por los más pobres» (158). Este es el mejor modo de dejar un mundo sostenible a las próximas generaciones, no con las palabras, sino por medio de un compromiso de atención hacia los pobres de hoy como había subrayado Benedicto XVI: «además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional» (162).

La ecología integral implica también la vida cotidiana, a la cual la encíclica dedica una especial atención, en particular en el ambiente urbano. El ser humano tiene una enorme capacidad de adaptación y «es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces de revertir los límites del ambiente, [...] aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la precariedad» (148). Sin embargo, un desarrollo auténtico presupone un mejoramiento integral en la calidad de la vida humana: espacios públicos, vivienda, transportes, etc. (150-154).

También «nuestro cuerpo nos pone en relación directa con el ambiente y con los demás seres humanos. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como don del Padre y casa común; en cambio una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio» (155).

Capítulo quinto — Algunas líneas orientativas y de acción

Este capítulo afronta la pregunta sobre qué podemos y debemos hacer. Los análisis no bastan: se requieren propuestas «de diálogo y de acción que involucren a cada uno de nosotros y a la política internacional» (15, y «que nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la que nos estamos sumergiendo» (163). Para el Papa Francisco es imprescindible que la construcción de caminos concretos no se afronte de manera ideológica, superficial o reduccionista. Para ello es indispensable el diálogo, término presente en el título de cada sección de este capítulo: «Hay discusiones sobre cuestiones relacionadas con el ambiente, donde es difícil alcanzar consensos. [...] la Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto y transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías no afecten al bien común» (188). Sobre esta base el Papa Francisco no teme formular un juicio severo sobre las dinámicas internacionales recientes: «Las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente significativos y eficaces» (166). Y se pregunta «¿por qué se quiere mantener hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?» (57). Son necesarias, como los Pontífices han repetido muchas veces a partir de la Pacem in terris, formas e instrumentos eficaces de gobernanza global (175): «Necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de gobernanza global para toda la gama de los llamados “bienes comunes globales”» (174), dado que «la protección ambiental no puede asegurarse sólo en base al cálculo financiero de costos y beneficios. El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente» (190, que toma las palabras del Compendio de la doctrina social de la Iglesia).

Aún en este capítulo, el Papa Francisco insiste sobre el desarrollo de procesos decisionales honestos y transparentes, para poder «discernir» las políticas e iniciativas empresariales que conducen a un «auténtico desarrollo integral» (185). En particular, el estudio del impacto ambiental de un nuevo proyecto «requiere procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente» (182)

La llamada a los que detentan encargos políticos es particularmente incisiva, para que eviten «la lógica eficientista e inmediatista» (181) que hoy predomina. Pero «si se atreve a hacerlo, volverá a reconocer la dignidad que Dios le ha dado como humano y dejará tras su paso por esta historia un testimonio de generosa responsabilidad» (181)

Capítulo sexto — Educación y espiritualidad ecológica

El capítulo final va al núcleo de la conversión ecológica a la que nos invita la encíclica. La raíz de la crisis cultural es profunda y no es fácil rediseñar hábitos y comportamientos. La educación y la formación siguen siendo desafíos básicos: «Todo cambio requiere motivación y un camino educativo» (15). Deben involucrarse los ambientes educativos, el primero «la escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis» (213).

El punto de partida es «apostar por otro estilo de vida» (203-208), que abra la posibilidad de «ejercer una sana presión sobre quienes detentan el poder político, económico y social» (206). Es lo que sucede cuando las opciones de los consumidores logran «modificar el comportamiento de las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y los modelos de producción» (206).

No se puede minusvalorar la importancia de cursos de educación ambiental capaces de cambiar los gestos y hábitos cotidianos, desde la reducción en el consumo de agua a la separación de residuos o el «apagar las luces innecesarias» (211). «Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo» (230). Todo ello será más sencillo si parte de una mirada contemplativa que viene de la fe. «Para el creyente, el mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo» (220).

Vuelve la línea propuesta en la Evangelii Gaudium: «La sobriedad, que se vive con libertad y conciencia, es liberadora» (223), así como «la felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida» (223). De este modo se hace posible «sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (229).

Los santos nos acompañan en este camino. San Francisco, mencionado muchas veces, es el «ejemplo por excelencia del cuidado por lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría» (10). Pero la encíclica recuerda también a san Benito, santa Teresa de Lisieux y al beato Charles de Foucauld.

Después de la Laudato si’, el examen de conciencia —instrumento que la Iglesia ha aconsejado para orientar la propia vida a la luz de la relación con el Señor— deberá incluir una nueva dimensión, considerando no sólo cómo se vive la comunión con Dios, con los otros y con uno mismo, sino también con todas las creaturas y la naturaleza.

http://opusdei.org/es-es/article/laudato-si-la-enciclica-del-papa-francisco-sobre-el-cuidado-de-la-casa-comun/

17 de junio de 2015

Nosotros sacerdotes, célibes como Cristo...


Clarificadora carta de un historiador de la Iglesia de gran prestigio

El cardenal Walter Brandmüller, Presidente emérito del Comité Pontificio de Ciencias Históricas, sale al paso de las afirmaciones −desmentidas por el vocero de la Santa Sede− que le habría hecho el Papa Francisco sobre el tema del celibato en la Iglesia Latina, al editor del diario italiano La Repubblica, Eugenio Scalfari
Sus afirmaciones son coincidentes con las de otro historiador eclesiástico, el cardenal Alfonso Stickler, que escribió un completo artículo sobre este tema: El celibato eclesiástico. Su historia y sus fundamentos teológicos.

Ilustrísimo Señor Scalfari,
Aunque no tengo el placer de conocerle personalmente, quisiera volver sobre sus afirmaciones acerca del celibato contenida en su informe sobre su coloquio con el Papa Francisco, publicadas el 13 de julio de 2014 e inmediatamente desmentidas en su autenticidad por el director de la sala de prensa vaticana. Como “antiguo profesor” que ha enseñado Historia de la Iglesia en la universidad durante treinta años, deseo informarle sobre el estado actual de la investigación en este campo.
En especial, es obligatorio recalcar especialmente que el celibato no se remonta en absoluto a una ley inventada 900 años después de la muerte de Cristo. Más bien son los Evangelios según Mateo, Marcos y Lucas los que refieren las palabras de Jesús al respecto.
Mateo escribe (19, 29): “Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”.
Muy similar es lo que escribe Marcos (10, 29): “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí quedará sin recibir el ciento por uno”.
Más concreto es Lucas (18, 29ss): “Él les dijo: «Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y, en el mundo venidero, vida eterna”.
Jesús no dirige estas palabras a las grandes masas, sino más bien a quienes envía para que difundan su Evangelio y anuncien la llegada del Reino de Dios.
Para cumplir esta misión es necesario liberarse de cualquier vínculo terreno y humano. Y visto que esta separación significa la pérdida de lo que se da por descontado, Jesús promete una “recompensa” más que apropiada.
A este punto se hace notar, a menudo, que el “dejar todo” se refería sólo a la duración del viaje de anuncio de su Evangelio y que una vez terminada la tarea los discípulos habrían vuelto con sus familias. Pero no hay rastro de esto. El texto de los Evangelios, aludiendo a la vida eterna, habla además de algo definitivo.
Ahora bien, visto que los Evangelios fueron escritos entre el 40 y el 70 d.C., sus redactores habrían quedado mal si hubieran atribuido a Jesús palabras a las cuales después no correspondía su conducta de vida. Jesús, de hecho, pretende que todos los que se han hecho partícipes de su misión adopten también su estilo de vida.
Pero entonces, ¿qué quiere decir Pablo cuando en la primera carta a los Corintios (9, 5) escribe: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas? ¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del derecho de no trabajar?”? Estas preguntas y afirmaciones, ¿no dan por descontado que los apóstoles estuvieron acompañados por las respectivas esposas?
Aquí hay que proceder con cautela. Las preguntas retóricas del apóstol se refieren al derecho que tiene quien anuncia el Evangelio de vivir a expensas de la comunidad, y esto vale también para quien lo acompaña.
Y aquí se plantea, obviamente, la pregunta sobre quién es este acompañante. La expresión griega “adelphén gynaìka” necesita una explicación. “Adelphe” significa hermana. Y aquí, por hermana en la fe se entiende una cristiana, mientras “gyne” indica −más genéricamente− una mujer, virgen o esposa. En resumen, un ser femenino. Esto sin embargo hace imposible demostrar que los apóstoles estuvieran acompañados por las esposas. Porque si en cambio fuera así, no se entendería por qué se habla distintamente de una "adelphe" como hermana, por tanto cristiana. En lo que concierne a la esposa, es necesario saber que el apóstol la dejó en el momento en el que entró a formar parte del círculo de los discípulos.
El capítulo 8 del Evangelio de Lucas ayuda a aclarar las cosas. En él se lee: “Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes”. Por esta descripción parece lógico deducir que los apóstoles siguieron el ejemplo de Jesús.
Además, hay que volver a llamar la atención sobre el llamamiento empático al celibato y a la abstinencia conyugal hecha por el apóstol Pablo (1 Corintios 7, 29ss): “Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen”. Y sigue: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido”. Está claro que Pablo con estas palabras se dirige, en primer lugar, a los obispos y los sacerdotes. Él mismo se atuvo a este ideal.
Para demostrar que Pablo o la iglesia de los tiempos apostólicos no conoció el celibato se mencionan, a veces, las cartas a Timoteo y Tito, las denominadas cartas pastorales. Y en efecto, en la primera carta de Timoteo (3, 2) se habla de un obispo casado. Y repetidamente se traduce el texto original griego de la manera siguiente: “El obispo sea el marido de una mujer”, lo que se entiende como un precepto. Pero bastaría un conocimiento rudimentario del griego para traducir correctamente: “Por esto el obispo sea irreprensible, se case una sola vez (¡y debe ser marido de una mujer!), sea sobrio y sensato”. Y también en la carta a Tito se lee: “Un anciano (es decir, un sacerdote, obispo) debe ser integérrimo y estar casado una sola vez”.
Son indicaciones que tienden a excluir la posibilidad de que sea ordenado sacerdote-obispo quien, después de la muerte de su esposa, se haya vuelto a casar (bigamia sucesiva). Porque, aparte del hecho de que en esos tiempos no se veía de buen ojo un viudo que se volvía a casar, para la Iglesia se añadía además la consideración de que un hombre así no podía dar ninguna garantía de respetar la abstinencia, a la cual un obispo o sacerdote deben votarse.

La práctica de la Iglesia post-apostólica
La forma originaria del celibato preveía, por consiguiente, que el sacerdote o el obispo continuaran la vida familiar, pero no la conyugal. También por esto se prefería ordenar a hombres de edad más avanzada.
El hecho que todo esto esté relacionado con antiguas y consagradas tradiciones apostólicas, lo testimonian las obras de escritores eclesiásticos como Clemente de Alejandría y el norteafricano Tertuliano, que vivieron en el siglo II-III después de Cristo. Además, una serie de edificantes novelas sobre los apóstoles son testigos de la alta consideración de la que gozaba la abstinencia entre los cristianos: hablamos de los denominados Hechos de los Apóstoles apócrifos, redactados en el siglo II y muy difundidos.
En el sucesivo siglo III se multiplicaron y fueron cada vez más explícitos −sobre todo en Oriente− los documentos literarios sobre la abstinencia de los clérigos. He aquí, por ejemplo, un pasaje extraído de la denominada Didascalia siríaca: “El obispo, antes de ser ordenado, debe ser puesto a prueba para establecer si es casto y si ha educado a sus hijos en el temor de Dios”. También el gran teólogo Orígenes de Alejandría (siglo III) conoce un celibato de abstinencia vinculante, un celibato que explica y profundiza teológicamente en diversas obras. Y hay, desde luego, otros documentos que podríamos citar como apoyo, cosa que, obviamente, aquí no es posible presentar.

La primera ley sobre el celibato
Fue el Concilio de Elvira de 305-306 quien dio a esta práctica de origen apostólico una forma de ley. Con el canon 33, el Concilio prohíbe a los obispos, sacerdotes, diáconos y a todos los otros clérigos relaciones conyugales con la esposa y les prohíbe, también, tener hijos. Por lo tanto, en esos tiempos se pensaba que abstinencia y vida familiar eran conciliables. Así también el Santo Papa León I, llamado León Magno, alrededor del año 450 escribió que los consagrados no tenían que repudiar a sus mujeres. Tenían que permanecer junto a las mismas, pero como “si nos las tuvieran”, escribe Pablo en la primera carta a los Corintios (7, 29).
Con el pasar del tiempo, se tenderá cada vez más a acordar el sacramento sólo a hombres célibes. La codificación llegará en la Edad Media, época en la que se daba por descontado que el sacerdote y el obispo eran célibes. Otra cosa es el hecho de que la disciplina canónica no siempre fuera vivida al pie de la letra, pero esto no debe asombrar. Como encontramos en la naturaleza de las cosas, también la observancia del celibato ha tenido, en los siglos, sus altos y bajos.
Es famosa, por ejemplo, la encendida disputa que tuvo lugar en el siglo XI, en tiempos de la denominada reforma gregoriana. En esa situación delicada se asistió a una rotura tan neta −sobre todo en las iglesias alemana y francesa− que llevó a los prelados alemanes contrarios al celibato a expulsar con la fuerza de su diócesis al obispo Altmann de Passau. En Francia, los emisarios del Papa encargados de insistir sobre la disciplina del celibato fueron amenazados de muerte y el santo abad Walter de Pontoise fue golpeado durante un Sínodo que tuvo lugar en París por los obispos contrarios al celibato y encarcelado. A pesar de todo ello, la reforma consiguió imponerse y se asistió a una renovada primavera religiosa.
Es interesante observar que la contestación al precepto del celibato surge siempre en concomitancia con señales de decadencia en la iglesia, mientras en tiempos de renovada fe y de florecer cultural se nota una observancia reforzada del celibato.
Y, desde luego, no es difícil extraer de estas observaciones históricas un paralelismo con la crisis actual.

Los problemas de la Iglesia de oriente
Quedan abiertas aún dos preguntas que se planten frecuentemente. Una es la que se refiere a la práctica del celibato en la Iglesia católica del reino bizantino y de rito oriental, que no admite el matrimonio para obispos y monjes, pero lo concede a los sacerdotes, a condición de que se hayan casado antes de tomar los sacramentos. Y tomando precisamente esta práctica como ejemplo, hay quien se pregunta si no podría ser adoptada también por el Occidente latino.
A este propósito hay que recalcar, sobre todo, que precisamente en Oriente la práctica del celibato abstinente se ha considerado vinculante. Y fue sólo en el Concilio del año 691, el denominado "Quinisextum" o "Trullanum", cuando resultó evidente la decadencia religiosa y cultural del reino bizantino, llegando a la ruptura con la herencia apostólica. Este Concilio, influenciado en máxima parte por el emperador, que con una nueva legislación quería volver a poner orden en las relaciones, no fue sin embargo nunca reconocido por los Papas. La práctica adoptada por la Iglesia de Oriente se remonta precisamente a este momento. Después, cuando a partir de los siglos XVI y XVII, y sucesivamente, distingas Iglesias ortodoxas volvieron a la Iglesia de Occidente, en Roma se planteó el problema acerca de cómo comportarse con el clero casado de esas Iglesias. Los distintos Papas que se sucedieron decidieron, por el bien y la unidad de la Iglesia, no pretender ninguna modificación, por parte de los sacerdotes que habían vuelto a la Iglesia madre, de su modo de vivir.

La excepción de nuestro tiempo
Basándose en una motivación similar se funda también la dispensa papal del celibato concedida −a partir de Pío XII− a los pastores protestantes que se convierten a la Iglesia católica y que desean ser ordenados sacerdotes. Esta regla ha sido recientemente aplicada también por Benedicto XVI a los numerosos prelados anglicanos que desearon unirse, en conformidad con la constitución apostólica "Anglicanorum coetibus", a la Iglesia madre católica. Con esta extraordinaria concesión, la Iglesia reconoce a estos hombres de fe su largo y a veces doloroso camino religioso, que con la conversión ha llegado a la meta. Una meta que, en nombre de la verdad, lleva directamente a los interesados a renunciar también al sustentamiento económico percibido hasta ese momento. Es la unidad de la iglesia, bien de inmenso valor, la que justifica estas excepciones.

¿Herencia vinculante?
Pero aparte de estas excepciones, se plantea la otra pregunta fundamental, es decir: la Iglesia, ¿está autorizada a renunciar a una evidente herencia apostólica?
Es una opción que se toma en consideración continuamente. Algunos piensan que esta decisión no puede ser tomada sólo por una parte de la Iglesia, sino por un Concilio general. De este modo se piensa que, aunque sin implicar a todos los ámbitos eclesiásticos, al menos para algunos se podría aflojar la obligación del celibato, incluso abolirlo. Y lo que hoy parece aún inoportuno, podría ser realidad mañana. Pero si se quisiera hacer esto, se debería reproponer en primer plano el elemento vinculante de las tradiciones apostólicas. Y aún nos podríamos preguntar si, con una decisión tomada en sede de Concilio, sería posible abolir la fiesta del domingo que, si queremos ser escrupulosos, tiene menos fundamentos bíblicos que el celibato.
Por último, para concluir, permítaseme avanzar una consideración proyectada en el futuro: si sigue siendo válida la constatación de que cada reforma eclesiástica que merece esta definición debe surgir de un profundo conocimiento de la fe eclesiástica, entonces también la disputa actual sobre el celibato será superada por un conocimiento más profundo de lo que significa ser sacerdote. Y si se entiende y enseña que el sacerdocio no es una función de servicio, ejercida en nombre de la comunidad, sino que el sacerdote −en virtud de los sacramentos recibidos− enseña, guía y santifica "in persona Christi", tanto más se entenderá que precisamente por esto él asume también la forma de vida de Cristo. Y un sacerdocio así entendido y vivido volverá de nuevo a ejercer una fuerza de atracción sobre la élite de los jóvenes.
Respecto al resto, es necesario aceptar que el celibato, así como la virginidad en nombre del Reino de los Cielos, seguirán siendo siempre, para quien tiene una concepción secularizada de la vida, algo irritante. Pero ya Jesús decía a este propósito: “Quien pueda entender, que entienda”.

Cardenal Walter Brandmüller

CÓMO AFRONTAR EL FALLECIMIENTO DE UN FAMILIAR



En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración del episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre −en este caso una viuda que ha perdido a su único hijo− y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.
La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin excepción alguna. Forma parte de la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la misma familia. La pérdida de un hijo o de una hija es como si se parase el tiempo: se abre una vorágine que se traga el pasado e incluso el futuro. La muerte que se lleva a un hijo pequeño o joven es una bofetada a las promesas, dones y sacrificios de amor gozosamente entregados a la vida que hemos hecho nacer.
Muchas veces vienen a Misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo o una hija, y me dicen: Se ha ido, se ha ido. Y su mirada es tan dolorosa. La muerte toca, y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia se queda como paralizada, muda. Y algo parecido padece también el niño que se queda solo por la pérdida de un padre o de ambos. Esa pregunta: ¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?” −“¡Están en el cielo!” −“¿Y por qué no los veo? Esta pregunta encubre una angustia en el corazón del niño que se queda solo. El vacío de abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso porque ni siquiera tiene la experiencia suficiente para “dar un nombre” a lo que ha pasado. ¿Cuándo vuelve papá? ¿Cuándo vuelve mamá? ¿Qué responder cuando el niño sufre? Así es la muerte en la familia.
En esos casos, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a echar la culpa a Dios. Cuánta gente −yo los comprendo− se enfada con Dios, y blasfema: ¿Por qué me ha quitado a mi hijo, a mi hija? ¡Dios no está, Dios no existe! ¿Por qué me ha hecho esto? Tantas veces hemos oído esto. Y esa rabia es solo un poco del gran dolor que sale del corazón; la pérdida de un hijo o una hija, del padre o la madre, es un gran dolor. Esto pasa continuamente en las familias.
En estos casos −he dicho−, la muerte es como un agujero. Pero la muerte física tiene cómplices que son incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e inermes de esas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda normalidad con la que, en ciertos momentos y lugares, los casos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!
En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión dada en Jesús, tantas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia de luto −incluso terrible− encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a los que amamos, impide ya ahora, que la muerte se lo lleve todo. La oscuridad de la muerte ha de afrentarse con un trabajo de amor más intenso. ¡Dios mío, dispersa mis tinieblas!, es la invocación de la liturgia de la noche. A la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le confió, podemos quitar a la muerte su aguijón, como decía el apóstol Pablo (1Cor 15,55); podemos impedirle que nos envenene la vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos consolarnos uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso, el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos protegerá hasta el día en que toda lágrima será enjugada, cuando ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán (Ap 21,4).
Si nos dejamos sostener por la fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los lazos familiares, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, eso nos da la fe. Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hemos oído (cfr. Lc 7,11-15). Después de que Jesús devuelve la vida a este joven, hijo de la madre viuda, dice el Evangelio: Jesús lo devolvió a su madre. ¡Y esa es nuestra esperanza! Todos los seres queridos que se han ido, el Señor nos los devolverá y nos encontraremos junto a ellos. ¡Esta esperanza no defrauda! Recordemos bien este gesto de Jesús: Y Jesús lo devolvió a su madre. ¡Así hará el Señor con todos los seres queridos de nuestra familia!
Esa fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, así como de los falsos consuelos del mundo, de modo que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de distinto género, cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna (Benedicto XVI, Ángelus, 2-XI-2008). Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la experiencia familiar del luto.
No se debe negar el derecho al llanto −debemos llorar en el luto−: también Jesús se echó a llorar y quedó profundamente turbado por el grave luto de una familia a la que quería (Jn 11,33-37). Podemos más bien aprender del testimonio sencillo y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos.
El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. ¡De ese amor, precisamente de ese amor, debemos  hacernos  cómplices  trabajadores con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: Jesús lo devolvió a su madre, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte sea definitivamente derrotada en nosotros. Fue derrotada por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos devolverá en familia a todos!
Llamamientos
Mañana, como sabéis, será publicada la Encíclica sobre el cuidado de la casa común que es la creación. Esta casa nuestra se está arruinando y eso afecta a todos, especialmente a los más pobres. La mía es una llamada a la responsabilidad, basada en la tarea que Dios dio al ser humano en la creación: cultivar y proteger el jardín donde lo puso (cfr. Gen 2,15). Invito a todos a acoger con ánimo abierto este Documento, que se sitúa en la línea de la Doctrina social de la Iglesia.
El sábado que viene se celebra la Jornada Mundial del Refugiado, promovida por las Naciones Unidas. Pidamos por tantos hermanos y hermanas que buscan refugio lejos de su tierra, que buscan una casa donde poder vivir sin temor, porque sean siempre respetados en su dignidad. Animo la labor de cuantos les llevan una ayuda y espero que la comunidad internacional actúe de manera acorde y eficaz para prevenir las causas de las migraciones forzadas. Y os invito a todos a pedir perdón por las personas e instituciones que cierran la puerta a esta gente que busca una familia, que quiere ser protegida.