La palabra
de Dios en la vida del sacerdote: oración y homilía
El tema que
me ha sido propuesto en este encuentro de «Diálogos de Teología» contiene, en
su precisa unidad, tres conceptos de notable importancia que conviene examinar
sucesivamente, sin perder, como es natural, la perspectiva de conjunto. Estos
conceptos son: «palabra de Dios», «vida sacerdotal» y «oración». Cada una de
esas nociones podría ser objeto de una amplia ponencia, pero debido al tiempo
reservado a nuestra exposición y a la unidad de perspectiva que exige nuestro
tema, hemos de examinarlas de modo esencial. Tratándose por otra parte de un
diálogo en torno a la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (=VD) ,
documento cuya extraordinaria importancia es de todos conocida, asumiremos este
texto como principal punto de referencia. Lógicamente, VD es ampliamente
deudora de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos que se celebró
en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008 teniendo por tema La Palabra de
Dios en la vida y en la misión de la Iglesia; a su vez, como es sabido, VD
asumió como especial punto de referencia la constitución dogmática Dei Verbum
sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II (=DV). A este texto también
acudiremos especialmente.
1. Palabra
de Dios
La
exhortación apostólica Verbum Domini cuenta entre sus grandes méritos haber
querido dedicar una primera amplia parte de sus reflexiones a tratar de la
«Palabra de Dios»; lo hace en modo articulado, en tres apartados, dedicados
respectivamente al «Dios que habla», a «la respuesta del hombre» a ese Dios que
habla, y al problema hermenéutico del texto bíblico, es decir, a su
interpretación en la Iglesia.
Seguirán
después las otras dos partes programáticas del documento: la «Palabra en la
vida de la Iglesia» (segundo apartado) y la «Palabra en el mundo» (tercer
apartado). En la primera parte se afirma una idea de especial relieve en la que
queremos centrar la atención: «la novedad de la revelación bíblica consiste en
que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros» (VD 6).
Dios se ha querido dar a conocer, se ha dirigido a nosotros para hablarnos de
su vida íntima y de sus designios de salvación –de su amor, en definitiva–, y
ese coloquio lo ha actuado especialmente por medio «del Verbo de Dios, por
quien “se hizo todo” (Jn 1,3) y que se “hizo carne” (Jn 1,14)». La Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, asumiendo nuestra naturaleza humana en todo a
excepción del pecado, nos ha revelado «al mismo Dios en el diálogo de amor de
las Personas divinas y nos invita a participar en él» (VD 6). Todo es fruto del
infinito amor de Dios, gracias al cual su «Palabra» se ha acercado a nosotros
para desvelarnos el enigma de la condición humana y el camino de acceso hacia
sus moradas, para decirnos qué es el hombre y cuál es su pequeñez y su
grandeza. Vienen a la mente las palabras de reconocimiento y acción de gracias
del autor del Salmo 8: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en
toda la tierra! […]. ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo
de Adán, para que te cuides de él? Y lo has hecho poco menor que los ángeles,
le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus
manos. Todo lo has puesto bajo sus pies» (Sal 8,2.5-7).
Conviene
señalar que, en el contexto en el que nos encontramos, VD ha querido subrayar
de un modo claro y articulado que la locución «Palabra de Dios» expresa una
realidad multiforme; una realidad que no se puede restringir a un fenómeno solo
de índole textual, aunque éste sea el texto de la Sagrada Escritura, que
manifiesta de modo excelso la Sabiduría divina. El hablar de Dios se ha
expresado en modo variado, con diversas tonalidades y coloridos, existiendo una
verdadera «sinfonía de la Palabra», como se expresa con una bella imagen VD 7.
Dios nos ha hablado y nos habla, en efecto, digamos en primer lugar, por medio
de la creación, que el Documento llama “liber naturae”, como bien lo comprendía
el autor del salmo 19 cuando afirma: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y
el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día le anuncia el mensaje al
otro día y una noche le da la noticia a la otra noche. Sin discurso, sin
palabras, sin que se oiga su voz, se esparce su rumor por toda la tierra» (Sal
19,2-5). Sucesivamente, Dios se ha manifestado –nos ha hablado– a través de los
eventos y las narraciones de la historia de la salvación, por boca de los
profetas y de los Apóstoles, por medio de la Tradición viva de la Iglesia,
especialmente a través del lenguaje de la liturgia y de la predicación.
Pero por
encima de todo esto, Dios nos ha hablado –y nos habla– por medio del Verbo
eterno encarnado, Jesucristo, la Palabra de Dios hecha realmente consustancial
a nosotros en el seno de María Virgen, como nos recuerda el inicio de la carta
a los Hebreos: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado
a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha
hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y
por quien hizo también el universo» (Hb 1,1-2). Es por esto que la expresión
«Palabra de Dios» hay que referirla principalmente a la persona de Jesucristo,
Hijo eterno del Padre, hecho hombre por nosotros. De ahí que convenga señalar
–lo hacemos con palabras de VD 7–, que es «necesario educar a los fieles para
que capten mejor los diversos significados [de la Palabra de Dios] y comprendan
su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico,
se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta
expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto
central que ocupa en él la persona de Cristo».
Ciertamente,
no se nos oculta que la Sagrada Escritura –unida inseparablemente a la
Tradición viva de la Iglesia formando una sola realidad salvífica–, es una
manifestación privilegiada de la «Palabra de Dios», porque escrita «bajo la
inspiración del Espíritu Santo, tiene a Dios como autor» (DV 11): todo en la
Escritura ha caído bajo la mirada providencial extraordinaria de Dios, pues en
su composición Dios «eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias
facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron,
como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería» (ibidem). Los libros
sagrados no solo contienen por eso la Palabra de Dios, sino que, por ser
inspirados, «son en verdad palabra de Dios» (DV 24). Pero en todo esto no hay
que olvidar que el mismo Espíritu que inspiró a los autores de las Sagradas
Escrituras para que enseñaran «firmemente, con fidelidad y sin error la
verdad», y que la quiso consignar «para nuestra de salvación» (DV 11), es Aquel
que actuó en la encarnación del Verbo, que guió a Jesús a lo largo de su misión
y que sostiene e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de
Dios a los hombres.
2. La
Palabra de Dios en la vida del sacerdote
Al Dios que
habla, el hombre está llamado a dar una respuesta de fe, prestando el homenaje
de su entendimiento y de su voluntad con todas las fuerzas del corazón y de la
mente. En ese diálogo, «nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos
respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón» (VD
23).
Conocemos
bien el coloquio que tuvo Jesús con aquel doctor de la ley sobre el principal
mandamiento. «Maestro –le dice–, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le
respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40). Las palabras de
Jesús hacían eco a dos conocidos textos bíblicos, Dt 6,5 y Lv 19, 18, parte de
la célebre oración shema Israel («escucha Israel») que todo
buen Israelita recitaba con devoción, como también ahora, al menos dos veces al
día. La Palabra de Dios, en efecto, hay que acogerla con plena apertura de
corazón, con todas las fuerzas del ánimo, pues lejos de acallar los deseos más
auténticos del hombre los ilumina, purifica y perfecciona. Llamados a una
identificación con Cristo –«Palabra de Dios entre nosotros» (VD 77)– hemos de
crecer constantemente en nuestra relación personal con Él, siendo como es
«camino, verdad y vida» (Jn 14,6). En esta perspectiva se puede situar la
llamada que hace VD a todos los cristianos para que profundicen su relación con
la Palabra de Dios, a cada uno según su situación en la Iglesia y en el mundo.
Por cuanto
se refiere a los sacerdotes, que por su ministerio son –como afirma la
exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis de Juan Pablo II citada
en VD 80 – «[ungidos por Dios y enviados] para anunciar a todos el Evangelio
del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los
creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de
Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo». Por esto, el sacerdote «debe
ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de
Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para
que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro
de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1Co 2,16)». Por esto,
concluye VD 80, las palabras, decisiones y actitudes del sacerdote «han de ser
cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio;
“solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo
del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre” ». Es necesario por
tanto que la Palabra de Dios se encarne en la vida del sacerdote. Solo siendo
verdaderamente de Cristo, estando continuamente a su escucha, tratándole con
familiaridad especialmente en la Eucaristía, podrá también trasmitir Cristo a
los demás hombres.
A los 34
años, fui consagrado Arzobispo de Conakry. Teniendo en cuenta esta nueva
responsabilidad y viviendo, además, en un contexto socio-político especialmente
difícil, quise desarrollar, ante el mucho trabajo y la actividad pastoral, la
oración diaria y la profundización de mi relación con Jesús. Después de la
experiencia de un año, en el que vivía un día de retiro al mes, decidí dedicar
cada dos meses tres días al ayuno, a la oración y a la reflexión, en los que
tenía como únicos acompañantes al Santísimo Sacramento y la Sagrada Escritura.
Como tenemos todos bien experimentado, en los días dedicados más
específicamente a la oración, aumenta nuestra humildad y nuestro afán de
santidad, se fortalece nuestra amistad con el Señor y el deseo de servir más a
la Iglesia. Biblia y Eucaristía son el alimento indispensable para el
sacerdote, y la fuente de su inspiración para su enseñanza y sus homilías.
Es
ilustrativo notar que, en un parágrafo precedente, VD se dirige análogamente a
los Obispos –esta vez en referencia a la exhortación apostólica
postsinodal Pastores Gregis de Juan Pablo II – exhortándoles a
que, como los más autorizados anunciadores de la Palabra, pusieran siempre «en
primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios» (VD 79). Y precisa
el documento: «Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado “a
Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y
daros la herencia con todos los santificados” (Hch 20,32). Por tanto, antes de
ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los
fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha
de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en
un regazo materno» (VD 79).
Quisiera
añadir a estas enseñanzas magisteriales unas elevadas consideraciones que el
Beato Juan Pablo II formuló en una numerosa ordenación en Brasil sobre la
actuación de Cristo en el sacerdote, en sus palabras y gestos, destacando la
íntima e inseparable unión que entonces se realiza entre el sacerdocio de
Cristo y el sacerdocio ministerial: «Jesús –decía el Beato Pontífice– nos
identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió,
que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es
Él quien actúa por medio de nosotros. “Por el sacramento del orden —dijo
alguien acertadamente (el Papa cita a san Josemaría)—, el sacerdote se capacita
efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es
Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia
la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre” . Y podemos
añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia
la palabra autorizada y paterna: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2; Lc
5,20; 7,48; cf. Jn 20,23). Y es Él quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo
su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de
Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, los niños y los
pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros
sagrados» .
Una síntesis
admirable de toda esta enseñanza de la que venimos hablando me parece
encontrarla en la exhortación que hace la constitución dogmática Dei
Verbum a todos los clérigos a que vivan de la Palabra, concretamente,
«se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para
que ninguno resulte “predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no
la escucha en su interior”, puesto que deben comunicar a los fieles que se le
han confiado, sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la
palabra divina» (DV 25). Ciertamente, tal lectura y estudio diligente de la
Palabra de Dios incumbe, según sus posibilidades, a todos los cristianos, como
refiere a continuación DV 25 con expresión en cierto modo lapidaria: «El Santo
Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos,
a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3,8), con la
lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las
Escrituras es desconocimiento de Cristo” . Lléguense, pues, gustosamente, al
mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya
por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros
medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se
difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe
acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable
diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos, y a Él
oímos cuando leemos las palabras divinas”» . Me parece especialmente digno de
mención el énfasis que hace el documento respecto a la unión entre la lectura
de la palabra de Dios y la oración, pues la una sin la otra conduciría, o bien
a una fraseología sin alma, o bien a un espiritualismo sin contenido.
3. La
meditación de la Sagrada Escritura
El clérigo,
y todo cristiano, debe centrar su vida en la Palabra de Dios, poniendo a Cristo
en el centro de su existencia, y para esto, una vía necesaria que se ha de
recorrer es la lectura asidua de la Sagrada Escritura, parte esencial, como
hemos señalado, de ese conjunto de realidades a las que corresponde ser
llamadas «Palabra de Dios» y que se relacionan con el Verbo eterno del Padre
como reflejos de la imagen perfecta del Padre. El Catecismo de la Iglesia
Católica (=CEC) expresa esa relación de la Escritura con la Palabra de Dios
afirmando que «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios
dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud
(cf. Hb 1,1-3)» (CEC 102); afirmación a la que sigue como autorizado
complemento el encomiable comentario de san Agustín: «Recordad que es una misma
Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo
Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al
comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al
tiempo» .
Es esta
relación intrínseca con el Verbo del Padre, y por tanto con el Verbo Encarnado,
lo que da a las Sagradas Escrituras su más alta definición teológica y las
convierte en objeto de máxima veneración (cf. DV 21). No es extraño por eso,
como indica VD 72, que los santos en la Iglesia hayan hablado siempre de la
importancia de conocer la Escritura para crecer en el amor a Cristo; de modo
ejemplar el documento menciona a san Jerónimo, llamado el «gran enamorado de la
Palabra de Dios», que se preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de
las Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es
la vida de los creyentes?» . San Jerónimo era plenamente consciente de que la
Biblia es el gran instrumento «con el que Dios habla cada día a los creyentes»
. Por eso daba el siguiente consejo a la matrona romana Leta para la educación
de su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura
[...]. Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración [...]. Que,
en lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los
Libros
divinos» . Y al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas
Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos.
Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar» . Por eso, se puede afirmar con las
palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que «en la Sagrada Escritura, la
Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24) porque, en
ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la
Palabra de Dios (cf. 1Ts
2,13). “En
los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al
encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21)» (CEC 104). Pienso que
unas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, de
profundo contenido pastoral, pueden ser muy provechosas en este contexto: «Al
abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo–
no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se
ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias
concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que
le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero,
además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, con
el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...”. –¡La Voluntad
de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario
y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos» . «No solo has de
saberlo, sino que has de vivirlo»: es el mensaje que quiero yo también
dirigiros.
Con la misma
fuerza, Johannes Albrecht Bengel, un teólogo protestante (1687-1752) exhorta a
los cristianos con estas palabras: «Te totum applica ad textum, rem totam
applica ad te»; lo que podríamos traducir así: Aplícate enteramente al
texto, con todo tu ser; todo lo que el texto dice, aplícatelo a ti mismo.
La lectura
bíblica tiene que estar finalizada a modelar la vida del que lee, a transformar
sus sentimientos e inteligencia, a identificar al hombre con Cristo, hasta que
pueda pronunciar con sinceridad de corazón, como san Pablo, «y no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la
vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga
2,20).
Para nutrir
la vida de los jóvenes cristianos de Guinea, mi país, y para ayudarles a
conocer, amar y tratar a Jesús como a un amigo, he tenido la alegría de
organizar, durante más de veinte años, unas clases de formación humana y
cristiana. Cada año, durante dos semanas, participaban en estas sesiones entre
quinientos y seiscientos chicos y chicas. Estas dos semanas eran momentos de
gracia para mí y para los jóvenes, que querían empaparse de la Palabra de Dios
y vivir una experiencia personal con Jesús; no sólo a través del estudio de la
Sagrada Escritura, sino también a través de la adoración del Santísimo
Sacramento y la Misa diaria. El estudio de la Palabra de Dios y la
contemplación de Jesús-Eucaristía van siempre unidos.
4. Oración,
liturgia y homilía
La Palabra
de Dios debe ser, en consecuencia, el continuo afán del alma del cristiano, del
sacerdote en particular; alimento constante de su oración, que ha de ser
ininterrumpida, como afirma el Apóstol: «Orad sin cesar. Dad gracias por todo,
porque eso es lo que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús. No extingáis el
Espíritu» (1 Ts 5,17-19; cf. Ef 6,18-20). Una oración constante, pues, y llena
de deseos de avanzar en el camino hacia Dios, ha de ser la vida del cristiano.
Admirables
son las palabras de VD 24 que, en relación a los Salmos –parte esencial de la
Liturgia de las Horas, joya selecta y magnífica de la vida de la Iglesia–,
afirma: «La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el
Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos
espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras
con que podemos dirigirnos a Dios, presentarle nuestra vida en coloquio ante él
y transformar así la vida misma en un movimiento hacia Él . En los Salmos, en
efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos que el hombre
experimenta en su propia existencia y que son presentados con sabiduría ante
Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y esperanza,
temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también muchos otros textos de la
Sagrada Escritura que hablan del hombre que se dirige a Dios mediante la
oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo por la victoria
(cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento de la propia misión (cf. Jr
20,7-18). Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también Palabra
de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la revelación cristiana y
toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo con Dios que habla y
escucha, que llama y mueve nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que
toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina ». Solo en la medida
en que por la fe y la devoción la Palabra de Dios penetra en el alma del hombre
–del sacerdote–, haciendo que éste se oriente a Dios como algo exclusivo de su
vida, con todo su entendimiento y voluntad (cf. DV 5), se es capaz de comunicar
esa Palabra a los demás hombres come ella realmente es, con todo el atractivo
que encierra. No es posible de otro modo, porque la Palabra de Dios no se deja
manipular: ella «es viva y eficaz y más cortante que espada de doble filo; y
penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y
discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada
que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están
desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuentas» (Hb
4,12).
Por este
motivo la Iglesia ha insistido constantemente en la lectura orante de la
Sagrada Escritura, en el acercamiento meditado al texto sagrado, en cualquiera
de las formas que han llegado a ser tradicionales en la Iglesia, como elemento
fundamental de la vida espiritual de todo creyente. Con especial fuerza lo
declaran las siguientes palabras de VD 86: «Los Padres sinodales han seguido la
línea de lo que afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: “Todos los fieles
[…] acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje
de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros
medios, que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o
por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la
Sagrada Escritura debe acompañar la oración” (DV 25). La reflexión conciliar
pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre
acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: “Tu
oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras,
hablas tú a Dios” . Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la
Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el
estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de
que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una
auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él» (VD 86).
Esta lectura
orante adquiere un especial relieve en la liturgia, la «acción» del «Cristo
total» (Christus totus), que llevando al hombre más allá de los signos le hace
participar de la liturgia del cielo, «donde la celebración es enteramente
Comunión y Fiesta» (CEC 1136). Y esto porque, si bien es verdad que la Palabra
de Dios se dirige personalmente a cada hombre, no es menos cierto que se trata
de una Palabra que ha sido dada a la Iglesia para construir la comunidad de los
fieles. «En la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es
la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la
Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma.
En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir
siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración
eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística , así también
la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que
la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico»
(VD 86). Esta relación entre lectura orante y liturgia permite entender los
criterios que la Iglesia ha dado para orientar precisamente la lectura orante
en el contexto de la pastoral y de la vida espiritual del Pueblo de Dios.
En este
contexto, tiene especial importancia la homilía, que haciéndose eco de los
textos litúrgicos, explicita a los fieles el mensaje evangélico. Recurro
particularmente en este caso a un número de VD, el 59, texto que considero que
vale la pena leer con especial detenimiento; un número cuyas fuentes explícitas
se encuentran en el Misal Romano, y a la vez que se hace eco de la constitución
dogmática Sacrosanctum Concilium. Leamos el pasaje en cuestión: «La
homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve
a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el
hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se
celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a
la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por
ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en
serio esta tarea». Actualización del texto bíblico, descubrimiento de la
eficacia actual de la Palabra de Dios, mayor comprensión del misterio
eucarístico, profundización de la fe e invitación a difundir el mensaje
evangélico, son pues las coordenadas constitutivas y la esencia de la homilía.
Por eso «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la
sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el
riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del
mensaje evangélico».
En
consecuencia, «debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador
es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía» (VD 59). El
sacerdote buscará con sus palabras que los fieles puedan descubrir el rostro
amable de Jesucristo que se encuentra en los cuatro Evangelios, que oigan y
metan en práctica las inspiraciones que el Espíritu Santo suscita en sus
corazones por la proclamación de la Palabra de Dios. La centralidad de Cristo
en la homilía se refleja no solo en las palabras, sino en todas las actitudes
del predicador: «Los fieles perciben el amor del celebrante a Cristo en el
tono, en las expresiones, en la alegría, la sencillez, el entusiasmo. De ahí
deriva el tipo peculiar de preparación requerida por la homilía: un estudio
meditativo, íntimamente unido a la oración personal».
El texto de
VD citado concluye diciendo: «Por eso se requiere que los predicadores tengan
familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado […]. El predicador tiene que
“ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia” ,
porque, como dice san Agustín: “Pierde tiempo predicando exteriormente la
Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior” . Cuídese con
especial atención la homilía dominical y la de las solemnidades; pero no se
deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la
situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a
acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada» (VD 59).
Unas últimas
palabras
Para
concluir, quiero volver a insistir en algo que es esencial para nuestra fe: que
la «Palabra de Dios», siendo por excelencia el Verbo eterno del Padre, la
Persona del Hijo Eterno, que el Padre pronunció antes de todos los siglos, que
se hizo carne, entró en el tiempo y en la historia de los hombres para llevar a
cabo nuestra salvación, esa Palabra debe llenar toda la vida del cristiano y
especialmente del sacerdote. «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada
entre nosotros» (Jn 1,14).
La Palabra
de Dios es por tanto una Persona, que vino a este mundo para hacernos descubrir
el significado de nuestra existencia y mostrarnos los caminos que conducen
hacia la plena felicidad, hacia Dios. Por eso, como enseña CEC 108, no hemos de
perder de vista que «la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El
cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y
mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. Para que las Escrituras no queden en
letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el
Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc
24,45)». No está centrada nuestra fe, por tanto, en un texto, aunque en el caso
de la religión cristiana se trate del más excelente de los textos y ocupe ese
lugar excelso de hacernos asequible el conocimiento de Aquel que es «camino,
verdad y vida». En esto el cristianismo mantiene, respecto a los escritos en
los cuales se inspira, una relación única, que ninguna otra tradición religiosa
puede tener. Pero no hemos de perder de vista que es hacia Cristo a donde
vamos; hacia una Persona, que debe ser el punto referencial de nuestra
existencia y al que aclaman también las realidades creadas, la vida de los
santos y toda la realidad de la Esposa de Cristo. Y ese Cristo «vive para
siempre», poseyendo «un sacerdocio perpetuo», por eso «puede salvar
perfectamente a los que se acercan a Dios a través de él, ya que vive siempre
para interceder por nos otros» (Hb 7,24-25). Ese Cristo es el que el sacerdote
ha de hacer vida de su vida hasta identificarse con El, a través de una oración
continua que sabe encontrarle en todas las realidades creadas, humanas y
divinas.
Pero el
cristiano está llamado a proclamar la verdad. Lo que es vida suya lo ha de
trasmitir a otros; a todos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda
criatura» (Mc 16,15), nos ha dicho el Señor. El sacerdote, en particular, sabe
que por el Sacramento del Orden, está configurado a Cristo Sacerdote, Maestro,
Santificador y Pastor de su Pueblo. Esta es la identidad de los sacerdotes que siendo
«representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con
autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la
salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía;
ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que
congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu».
De ahí que junto a su oración personal, que debe ser a la vez litúrgica, el
sacerdote se sienta llamado a proclamar la verdad sobre Cristo desde esa misma
liturgia. La homilía adquiere así un significado del todo especial. Es la
expresión de una verdad que ha llenado la vida del que habla.