Nuevanente la PORQUERIA, DESGRACIADOS, PARASITOS, ANORMALES y DELINCUENTES, de Moron volvieron a ROBAR y DAÑAR nuestra IGLESIA CRISTO REY. Es producto de la falta de autoridad, seguridad que impera en este municipio descuidado y olvidado. No vale la pena poner ninguna denuncia, ya que ni Policía Municipal ni el CICPC, atiende a la denuncia. Porque ladron agarrado ladrón soltado.
En esta ocasion se robaron:
- 16 bombillos.
- cables (unos 100 mts)
- sillas plasticas (5).
- destruyeron una puerta.
- partieron cristales de la ventana.
Que el Senor tenga misericordia de ellos.
Mucho acto de reparación y desagravio que hacer.
6 de diciembre de 2017
Una personalidad que se identifique con Cristo
¿Por qué reacciono de ese modo? ¿Por qué soy así?
¿Podré cambiar? Son algunas de las preguntas que alguna vez pueden asaltarnos.
A veces, nos las planteamos respecto a los demás: ¿por qué tiene ese modo de
ser?... Vamos a profundizar sobre estas cuestiones, mirando a nuestra meta:
parecernos cada vez más a Jesucristo, dejándolo obrar en nuestra existencia.
Este proceso abarca todas las dimensiones de la
persona, que al divinizarse conserva los rasgos de lo auténticamente humano,
elevándolos según la vocación cristiana. Y es que Jesucristo es verdadero Dios
y verdadero hombre: perfectus Deus, perfectus homo. En Él
contemplamos la figura realizada del ser humano,pues «Cristo Redentor
(...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es ‒si
se puede hablar así‒ la dimensión humana del misterio de la Redención.
En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el
valor propios de su humanidad»[1].
La nueva vida que hemos recibido en el Bautismo
está llamada a crecer hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la
plenitud de Cristo[2].
Si bien lo divino, lo sobrenatural, es el elemento
decisivo en la santidad personal, lo que une y armoniza todas las facetas del
hombre, no podemos olvidar que esto incluye, como algo intrínseco y necesario,
lo humano: Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios
nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas
pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de
ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen,
aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de
Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el
empeño diario de imitarle a Él, que es "perfectus Deus, perfectus
homo"[3].
La tarea de formar el carácter
La acción de la gracia en las almas va de la mano
con un crecimiento en la madurez humana, en la perfección del carácter. Por
eso, al mismo tiempo que cultiva las virtudes sobrenaturales, un cristiano que
busca la santidad procurará alcanzar los hábitos, modos de hacer y de pensar
que caracterizan a alguien como maduro y equilibrado. Se moverá no por un
simple afán de perfección, sino para reflejar la vida de Cristo; por eso, san
Josemaría anima a examinarse: —Hijo: ¿dónde está el Cristo que las
almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los
otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en
esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? —¡¡No!! La respuesta nos da una
clave para emprender esta tarea: —De acuerdo: debes tener
personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo[4]
En la propia personalidad influye tanto lo que se
hereda y se manifiesta desde el nacimiento, que suele llamarse temperamento,
como aquellos aspectos que se han adquirido por la educación, las decisiones
personales, el trato con los demás y con Dios, y otros muchos factores, que
incluso pueden ser inconscientes.
De este modo, existen distintos tipos de
personalidades o caracteres ‒extrovertidos o
tímidos, fogosos o reservados, despreocupados o aprensivos, etc.‒, que se expresan
en el modo de trabajar, de relacionarse con los demás, de considerar los
acontecimientos diarios.
Estos elementos influyen en la vida moral, al
facilitar el desarrollo de ciertas virtudes o, si falta el empeño por
moldearlos, la aparición de defectos: por ejemplo, una personalidad
emprendedora puede ayudar a cultivar la laboriosidad, con tal de que al mismo
tiempo se viva una disciplina que evitará el defecto de la inconstancia y del
activismo.
Dios cuenta con nuestra personalidad para llevarnos
por caminos de santidad. El modo de ser de cada uno es como una tierra fértil
que se ha de cultivar: basta quitar con paciencia y alegría las piedras y malas
hierbas que impiden la acción de la gracia, y comenzará a dar fruto,
una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta[5]
Cada quien puede hacer rendir los talentos que ha
recibido de las manos de Dios, si se deja transformar por la acción del
Espíritu Santo, forjando una personalidad que refleje el rostro de Cristo, sin
que esto quite para nada los propios acentos, pues variados son los
santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas[6].
Si bien hemos de robustecer y pulir la propia
personalidad para que se ajuste a un estilo cristiano, no podemos pensar que el
ideal sería convertirse en una especie de "superhombre" En realidad,
el modelo es siempre Jesucristo, que posee una naturaleza humana igual que la
nuestra, pero perfecta en su normalidad y elevada por la gracia.
Desde luego, encontramos un ejemplo excelso también
en la Santísima Virgen María: en Ella se da la plenitud de lo humano… y de la
normalidad. La proverbial humildad y sencillez de María, quizá sus cualidades
más valoradas en toda la tradición cristiana, junto a su cercanía, cariño y
ternura por todos sus hijos ‒que son virtudes de
una buena madre de familia‒, son la mejor confirmación de ese hecho: la
perfección de una criatura ‒ ¡Más
que tú sólo Dios![7]‒, tan plenamente humana, tan encantadoramente
mujer: ¡la Señora por excelencia!
Madurez humana y sobrenatural
La palabra "madurez" significa primero
estar en sazón, a punto, y por extensión hace referencia a la plenitud del ser.
Implica también el cumplimiento de la propia tarea. Por eso, su mejor paradigma
lo podemos encontrar en la vida del Señor. Contemplarla en los Evangelios y ver
cómo Cristo trata a las personas, su fortaleza ante el sufrimiento, la decisión
con que acometió la misión recibida del Padre, todo esto nos da el criterio de
la madurez.
Al mismo tiempo, nuestra fe incorpora todos los
valores nobles que se encuentran en las distintas culturas, y por eso también
es útil retomar, purificándolos, los criterios clásicos de madurez humana. Es
algo que se ha hecho a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana,
en mayor o menor medida, de forma más o menos explícita.
El mundo clásico greco-romano, por ejemplo, que tan
sabiamente cristianizaron los Padres de la Iglesia, colocó al centro del ideal
de madurez humana especialmente la "sabiduría" y la
"prudencia", entendidas con diversos matices. Los filósofos y
teólogos cristianos de aquella época enriquecieron esta concepción, señalando
la preeminencia de las virtudes teologales, de modo especial la caridad
como vínculo de la perfección[8], en palabras de san Pablo, y que da
forma a todas las virtudes.
Actualmente, el estudio sobre la madurez humana se
ha complementado con las distintas perspectivas que ofrecen las ciencias
modernas. Sus conclusiones son útiles en la medida en que parten de una visión
del hombre abierta al mensaje cristiano.
Así, algunos suelen distinguir tres campos
fundamentales en la madurez: intelectual, emotiva y social. Rasgos
significativos de madurez intelectual pueden ser: un adecuado concepto de sí
mismo (cercanía entre lo que uno piensa que es y lo que realmente es, en la que
influye decisivamente la sinceridad con uno mismo); una filosofía correcta de
la vida; establecer personalmente metas y fines claros, pero con horizontes
abiertos e ilimitados (en amplitud, profundidad e intensidad); un conjunto
armónico de valores; una clara certidumbre ético-moral; un sano realismo ante
el mundo propio y ajeno; la capacidad de reflexión y análisis sereno de los
problemas; la creatividad y la iniciativa; etc.
Entre los rasgos de madurez emotiva, sin ninguna
pretensión de exhaustividad, cabría señalar: el saber reaccionar
proporcionalmente ante los sucesos de la vida, sin dejarse abatir por el
fracaso ni perder el realismo en el éxito; la capacidad de control flexible y
constructivo de sí mismo; el saber amar, ser generosos y donarse a los demás;
la seguridad y firmeza en las decisiones y compromisos; la serenidad y
capacidad de superación ante los retos y las dificultades; el optimismo, la
alegría, la simpatía y el buen humor.
Finalmente, como parte de la madurez social
encontramos: el afecto sincero por los demás, el respeto a sus derechos y el
deseo de descubrir y aliviar sus necesidades; la comprensión de la diversidad
de opiniones, valores o rasgos culturales, sin prejuicios; la capacidad de
crítica e independencia frente a la cultura dominante, el entorno y el
ambiente, los grupos de presión o las modas; una naturalidad en el
comportamiento que lleva a actuar sin convencionalismos; ser capaces de
escuchar y comprender; la facilidad para colaborar con otros.
Un camino hacia la madurez
Cabría resumir estos rasgos diciendo que la persona
madura es capaz de desarrollar un proyecto elevado, claro y armónico de su
vida, y que posee las disposiciones positivas necesarias para realizarlo con
facilidad.
En cualquier caso, la madurez viene como un proceso
que requiere tiempo, que pasa por distintos momentos y etapas. Suele crecer de
una manera gradual, aunque en la historia personal pueda haber sucesos que
impulsan a dar grandes saltos: por ejemplo, la venida al mundo del primer hijo
para algunos marca un hito, al caer en la cuenta de lo que implica esta nueva
responsabilidad; o, después de atravesar serios apuros económicos, una persona
puede aprender a reconsiderar cuáles son las cosas verdaderamente importantes
en la vida; etc.
En este camino hacia la madurez, la fuerza
transformadora de la gracia se hace presente. Basta una mirada de conjunto a
las santas y santos más conocidos para detectar en seguida en ellos los ideales
elevados, la certidumbre de sus convicciones, la humildad ‒que es el más adecuado concepto de sí mismo‒, su desbordante
creatividad e iniciativa, su capacidad de entrega y amor hecha realidad, su
contagioso optimismo, su apertura ‒su afán apostólico, en definitiva‒ eficaz y universal.
Un ejemplo claro lo encontramos en la vida de san
Josemaría, que ya desde la juventud notaba que la gracia había obrado en él
consolidando una personalidad madura. Apreciaba en sí, en medio de las
dificultades, una estabilidad de ánimo fuera de lo usual: Creo que
el Señor ha puesto en mi alma otra característica: la paz: tener la paz y dar
la paz, según veo en personas que trato o dirijo[9]. Se le podían aplicar, con toda
justicia, aquellas palabras del salmo: Super senes intellexi quia
mandata tua quaesivi[10]: tengo más discernimiento que
los ancianos, porque guardo tus mandatos. Lo que no quita que, no pocas
veces, la madurez se adquiere con el tiempo, los fracasos y los éxitos, que
entran en el horizonte de la Divina Providencia.
Contar con la gracia y el tiempo
Aunque es posible señalar que en cierto momento una
persona ha llegado a una etapa de madurez en su vida, la tarea de trabajar
sobre el modo de ser de cada uno se proyecta a lo largo de todo nuestro andar
terreno.
El autoconocimiento y la aceptación del propio
carácter darán paz para no desanimarse en este empeño. Esto no implica ceder al
conformismo. Quiere decir, más bien, reconocer que el heroísmo de la santidad
no exige poseer ya una personalidad perfecta ni aspirar a un modo de ser
idealizado, y que la santidad requiere la lucha paciente de cada día, sabiendo
reconocer los errores y pedir perdón.
Las verdaderas biografías de los héroes cristianos
son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y
entonces, contritos, volvían a la lucha[11]. El Señor cuenta con el esfuerzo prolongado en el
tiempo para pulir el propio modo de ser. Es significativo, por ejemplo, aquello
que una persona comentaba a la sierva de Dios Dora del Hoyo hacia el final de
su vida: «–Dora: quién te ha visto y quién te ve. ¡Mira que eres otra!
Se rió: sabía muy bien de qué hablaba»[12]. Le había hecho ver cómo, con los
años, su carácter había alcanzado una ecuanimidad que conseguía moderar las
reacciones de genio.
Y es que en esta empresa contamos siempre con la
ayuda del Señor y con los cuidados maternos de santa María: «La Virgen
hace precisamente esto con nosotros, nos ayuda a crecer humanamente y en la fe,
a ser fuertes y a no ceder a la tentación de ser hombres y cristianos de una
manera superficial, sino a vivir con responsabilidad, a tender cada vez más
hacia lo alto»[13].
En próximos editoriales abordaremos diversos
elementos que están implicados en la formación del carácter. Señalaremos
ciertos rasgos claves de la madurez cristiana. Contemplaremos el edificio que
el Espíritu Santo, con la colaboración activa de cada uno, busca levantar en el
interior del alma, y consideraremos las características de los fundamentos, qué
hacer para asegurar que la estructura sea firme, cómo remediar la aparición de
alguna fisura.
¡Qué desafío tan entusiasmante es forjar una
personalidad que refleje claramente la imagen de Jesucristo!
J.Sesé
[9] Apuntes íntimos, n. 1095, citado en
Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp,
Madrid 1997, p. 560.
[12] Recuerdos de Rosalía López Martínez, Roma
29-IX-2006 (AGP, DHA, T-1058), citado en Javier Medina, Una luz
encendida. Dora del Hoyo, Palabra, Madrid 2012, pp. 115.
opusdei.es
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5 de diciembre de 2017
MENSAJE PAPA FRANCISCO: ENCUENTRO DE POLÍTICOS CATÓLICOS Y OBISPOS REUNIDOS EN BOGOTÁ DEL 1 AL 3 DE DICIEMBRE.
¡Buenos días!
Deseo saludar y agradecer, ante todo, a
los dirigentes políticos que han aceptado la invitación a participar en un
evento que yo mismo he alentado desde su génesis: «el Encuentro de laicos
católicos que asumen responsabilidades políticas al servicio de los pueblos de
América Latina». Saludo también a los Señores Cardenales y Obispos que los
acompañan, con quienes tendrán seguramente un diálogo de mucho provecho para
todos.
Desde el Papa Pío XII hasta ahora, los
sucesivos pontífices siempre se han referido a la política como «alta forma de
la caridad». Podría traducirse también como servicio inestimable de entrega
para la consecución del bien común de la sociedad. La política es ante todo
servicio; no es sierva de ambiciones individuales, de prepotencia de facciones
o de centros de intereses. Como servicio, no es tampoco patrona, que pretende
regir todas las dimensiones de la vida de las personas, incluso recayendo en
formas de autocracia y totalitarismo. Y cuando hablo de autocracia y
totalitarismo no estoy hablando del siglo pasado, estoy hablando de hoy, en el
mundo de hoy, y quizás también de algún país de América Latina. Se podría
afirmar que el servicio de Jesús —que vino a servir y no a ser servido— y el
servicio que el Señor exige de sus apóstoles y discípulos es analógicamente el
tipo de servicio que se pide a los políticos. Es un servicio de sacrificio y
entrega, al punto tal que a veces se puede considerar a los políticos como
“mártires” de causas para el bien común de sus naciones.
La referencia fundamental de este
servicio, que requiere constancia, empeño e inteligencia, es el bien común, sin
el cual los derechos y las más nobles aspiraciones de las personas, de las
familias y de los grupos intermedios en general no podrían realizarse
cabalmente, porque faltaría el espacio ordenado y civil en los cuales vivir y
operar. Es un poco el bien común concebido como atmósfera de crecimiento de la
persona, de la familia, de los grupos intermedios. El bien común. El Concilio
Vaticano II definió el bien común, de acuerdo con el patrimonio de la Doctrina
Social de la Iglesia, como «el conjunto de aquellas condiciones de vida social
con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con
mayor plenitud y facilidad su propia perfección» (Gaudium et spes, n. 74). Es
claro que no hay que oponer servicio a poder —¡nadie quiere un poder
impotente!—, pero el poder tiene que estar ordenado al servicio para no
degenerarse. O sea, todo poder que no esté ordenado al servicio se degenera.
Por supuesto que me estoy refiriendo a la «buena política», en su más noble
acepción de significado, y no a las degeneraciones de lo que llamamos
«politiquería». «La mejor manera de llegar a una política auténticamente humana
— enseña una vez más el Concilio— es fomentar el sentido interior de la
justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las
convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la
comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos»
(ibíd., n. 73). Tengan todos ustedes la seguridad de que la Iglesia católica
«alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al
bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio» (ibíd., n. 75).
Al mismo tiempo, también estoy seguro
que todos sentimos la necesidad de rehabilitar la dignidad de la política. Si
me refiero a América Latina, ¡cómo no observar el descrédito popular que están
sufriendo todas las instancias políticas, la crisis de los partidos políticos,
la ausencia de debates políticos de altura que apunten a proyectos y
estrategias nacionales y latinoamericanas que vayan más allá de las políticas
de cabotaje! Además, con frecuencia el diálogo abierto y respetuoso que busca
las convergencias posibles con frecuencia se sustituye por esas ráfagas de
acusaciones recíprocas y recaídas demagógicas. Falta también la formación y el
recambio de nuevas generaciones políticas. Por eso los pueblos miran de lejos y
critican a los políticos y los ven como corporación de profesionales que tienen
sus propios intereses o los denuncian airados, a veces sin las necesarias
distinciones, como teñidos de corrupción. Esto nada tiene que ver con la
necesaria y positiva participación de los pueblos, apasionados por su propia
vida y destino, que tendría que animar la escena política de las naciones. Lo
que es claro es que se necesitan dirigentes políticos que vivan con pasión su
servicio a los pueblos, que vibren con las fibras íntimas de su ethos y
cultura, solidarios con sus sufrimientos y esperanzas; políticos que antepongan
el bien común a sus intereses privados, que no se dejen amedrentar por los
grandes poderes financieros y mediáticos, que sean competentes y pacientes ante
problemas complejos, que estén abiertos a escuchar y aprender en el diálogo
democrático, que combinen la búsqueda de la justicia con la misericordia y la
reconciliación. No nos contentemos con la poquedad de la política: necesitamos
dirigentes políticos capaces de movilizar vastos sectores populares en pos de
grandes objetivos nacionales y latinoamericanos. Conozco personalmente a
dirigentes políticos latinoamericanos con distinta orientación política, que se
acercan a esta figura ideal.
¡Cuánta necesidad estamos teniendo de
una «buena y noble política» y de sus protagonistas hoy en América Latina!
¿Acaso no hay que enfrentar problemas y desafíos de gran magnitud? Ante todo,
la custodia del don de la vida en todas sus etapas y manifestaciones. América
Latina tiene también necesidad de un crecimiento industrial, tecnológico,
auto-sostenido y sustentable, junto con políticas que enfrenten el drama de la
pobreza y que apunten a la equidad y a la inclusión, porque no es verdadero
desarrollo el que deja a multitudes desamparadas y sigue alimentando una
escandalosa desigualdad social. No se puede descuidar una educación integral,
que comienza en la familia y se desarrolla en una escolarización para todos y
de calidad. Hay que fortalecer el tejido familiar y social. Una cultura del
encuentro —y no de los permanentes antagonismos— tiene que fortalecer los
vínculos fundamentales de humanidad y sociabilidad y poner cimientos fuertes a
una amistad social, que deje atrás las tenazas del individualismo y la
masificación, la polarización y la manipulación. Tenemos que encaminarnos hacia
democracias maduras, participativas, sin las lacras de la corrupción, o de las
colonizaciones ideológicas, o las pretensiones autocráticas y las demagogias
baratas. Cuidemos nuestra casa común y sus habitantes más vulnerables evitando
todo tipo de indiferencias suicidas y de explotaciones salvajes. Levantemos
nuevamente muy en alto y muy concretamente la exigencia de una integración
económica, social, cultural y política de pueblos hermanos para ir construyendo
nuestro continente, que será todavía más grande cuando incorpore «todas las
sangres», completando su mestizaje, y sea paradigma de respeto de los derechos
humanos, de paz, de justicia. No podemos resignarnos a la situación deteriorada
en que con frecuencia hoy nos debatimos.
Quisiera dar un paso más en esta
reflexión. El papa Benedicto XVI señaló con preocupación en su discurso de
inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en
Aparecida «la notable ausencia en el ámbito político [...] de voces e
iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada
que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas». Y los Obispos de
todo el continente quisieron incorporar esta observación en las conclusiones de
Aparecida, hablando de los «discípulos y misioneros en la vida pública» (n.
502).
En verdad, en un continente con un gran
número de bautizados en la Iglesia católica, de sustrato cultural católico, en
el que la tradición católica está todavía muy vigente en los pueblos y en el
que abundan las grandes manifestaciones de la piedad popular, ¿cómo es posible
que los católicos aparezcan más bien irrelevantes en la escena política,
incluso asimilados a una lógica mundana? Es cierto que hay testimonios de
católicos ejemplares en la escena pública, pero se nota la ausencia de
corrientes fuertes que estén abriendo camino al Evangelio en la vida política
de las naciones. Y esto no quiere decir hacer proselitismo a través de la
política, nada que ver. Hay muchos que se confiesan católicos —y no nos está
permitido juzgar sus conciencias, pero sí sus actos—, que muchas veces ponen de
manifiesto una escasa coherencia con las convicciones éticas y religiosas
propias del magisterio católico. No sabemos lo que pasa en su conciencia, no
podemos juzgarla, pero vemos sus actos. Hay otros que viven de modo tan
absorbente sus compromisos políticos que su fe va quedando relegada a un
segundo plano, empobreciéndose, sin la capacidad de ser criterio rector y de
dar su impronta a todas las dimensiones de vida de la persona, incluso a su
praxis política. Y no faltan quienes no se sienten reconocidos, alentados,
acompañados y sostenidos en la custodia y crecimiento de su fe, por parte de
los Pastores y de las comunidades cristianas. Al final, la contribución
cristiana en el acontecer político aparece sólo a través de declaraciones de
los Episcopados, sin que se advierta la misión peculiar de los laicos católicos
de ordenar, gestionar y transformar la sociedad según los criterios evangélicos
y el patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia.
Por todo ello, quise escoger como tema
de la anterior Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina
el tema: «El indispensable compromiso de los laicos católicos en la escena
pública de los países latinoamericanos» (1-4 marzo 2017). Y el 13 de marzo
envié una carta al Presidente de esa Comisión, el Cardenal Marc Ouellet, con la
que advertía una vez más sobre el riesgo del clericalismo y planteaba la
pregunta: «¿Qué significa para nosotros pastores que los laicos estén trabajando
en la vida pública?». «Significa buscar la manera de poder alentar, acompañar y
estimular los intentos, esfuerzos que ya hoy se hacen por mantener viva la
esperanza y la fe en un mundo de contradicciones especialmente para los más
pobres. Significa como pastores comprometernos en medio de nuestro pueblo y con
nuestro pueblo sostener la fe y su esperanza.
Abriendo puertas, trabajando con ellos,
soñando con ellos, reflexionando y especialmente rezando con ellos. Necesitamos
reconocer la ciudad —y por lo tanto todos los espacios donde se desarrolla la
vida de nuestra gente— desde una mirada contemplativa, una mirada de fe que
descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas». Y al
contrario, «muchas veces hemos caído en la tentación de pensar que el así
llamado “laico comprometido” es aquel que trabaja en las obras de la Iglesia
y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos reflexionado
cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; y cómo se
compromete como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado
una élite laical creyendo que son “laicos comprometidos” sólo aquellos que
trabajan en cosas “de los curas” y hemos olvidado, descuidado, al creyente que
muchas veces quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir su fe. Estas
son las situaciones que el clericalismo no puede ver, ya que está muy
preocupado por dominar espacios más que por generar procesos. Por eso, debemos
reconocer que el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por
estar inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en
medio de nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias
de nuevas formas de organización y de celebración de la fe».
Es necesario que los laicos católicos no
queden indiferentes a la cosa pública, ni replegados dentro de los templos, ni
que esperen las directivas y consignas eclesiásticas para luchar por la
justicia, por formas de vida más humana para todos. «No es nunca el pastor el
que le dice al laico lo que tiene que hacer o decir, ellos lo saben mejor que
nosotros... No es el pastor el que tiene que determinar lo que tienen que decir
en los distintos ámbitos los fieles. Como pastores, unidos a nuestro pueblo,
nos hace bien preguntarnos cómo estamos estimulando y promoviendo la caridad y
la fraternidad, el deseo del bien, y de la verdad y la justicia. Cómo hacemos
para que la corrupción no anide en nuestros corazones». Incluso en nuestros
corazones de pastores. Y, a la vez, nos hace bien escuchar con mucha atención
la experiencia, reflexiones e inquietudes que pueden compartir con nosotros los
laicos que viven su fe en los diversos ámbitos de la vida social y
política.
Vuestro diálogo sincero en este
Encuentro es muy importante. Hablen con libertad. Un diálogo que sea entre
católicos, prelados y políticos, en el que la comunión entre personas de la
misma fe resulte más determinante que las legítimas oposiciones de opciones
políticas. Por algo y para algo participamos en la Eucaristía, fuente y culmen
de toda comunión. De vuestro diálogo se podrán ir sacando factores iluminantes,
factores orientadores para la misión de la Iglesia en la actualidad.
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