Homilía pronunciada por monseñor Escrivá el 25-V-1969, fiesta de Pentecostés.
Se contiene en el volumen Es Cristo que pasa.
Los Hechos
de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de
Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego
sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran
manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre
las naciones. La victoria que Cristo –con su obediencia, con su inmolación en
la Cruz y con su Resurrección– había obtenido sobre la muerte y sobre el
pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.
Los discípulos, que
ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza
del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz
nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban
siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu
de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas [380] .
Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban
dispuestos a seguirle y a dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó
la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso
ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho
firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante
por las calles y plazas de Jerusalén.
Los hombres y las
mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la
ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de
Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de
Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido
de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar
las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas [381] .
Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la
predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos
del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.
Nos cuenta San Lucas
que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo,
muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: ¿qué es lo que
debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced
penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para
remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel
día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca
de tres mil personas [382] .
La venida solemne del
Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una
página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos
hable de El y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras
de la primitiva comunidad cristiana: El es quien inspira la predicación de San
Pedro [383] ,
quien confirma en su fe a los discípulos [384],
quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles [385] ,
quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos
a la enseñanza de Jesús [386] .
En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.
Esa realidad profunda
que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del
pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por
encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad
también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo
rogaré al Padre –anunció el Señor a sus discípulos– y os dará
otro Consolador para que esté con vosotros eternamente [387] .
Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en
unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique
y nos dé la vida.
La fuerza y el poder
de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a
la Iglesia de Cristo, para que sea –siempre y en todo– signo levantado ante las
naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios [388] .
Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con
confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra
de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia
son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa
paz que Dios nos depara.
También nosotros,
como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés,
hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de
nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu
Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos
renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que El derramó
copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que,
justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme
a la esperanza que tenemos [389] .
La experiencia de
nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el
espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que
se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas
empresas apostólicas, todo eso –el comprobar la realidad del pecado y de las
limitaciones humanas– puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe,
y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el
poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y
más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra
fidelidad.
Permitidme narrar un
suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de
buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire,
de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su
respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en
la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un
primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son
muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son
muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero esa sensación
duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque
Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No
ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La
redención, por El realizada, es suficiente y sobreabundante.
Dios no quiere
esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y
nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que –según las palabras
fuertes de San Pablo– cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que
falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia [390] .
Vale la pena jugarse
la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que
Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar
en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios
Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el
Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa,
católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo.
Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la
resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o
se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de
paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de
pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.
Fuerza de Dios y
debilidad humana
Non est abbreviata
manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios [391] :
no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor
por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de
la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay
de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de
Dios y a Dios se ordena.
La acción del
Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus
planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos.
Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es El quien nos ha
creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación
entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios [392] .
Por eso, la tradición
cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en
un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve
a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los
movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace
nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de
Dios: es –como dice el himno litúrgico– dador de las gracias, luz de los
corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin
su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es El quien
lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien
endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la
salvación y del gozo eterno [393] .
Pero esta fe nuestra
en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su
presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades
a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga
el Espíritu de verdad –anunció Jesús–, me glorificará porque recibirá
de lo mío, y os lo anunciará [394] .
El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la
santificación que El nos mereció en la tierra.
No puede haber por
eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo,
en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la
fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la
Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar
las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga
desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar
hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción
del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario,
al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
Los cristianos
llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro [395] ;
Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la
fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra
comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado.
En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo
y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y
apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado
esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a
tus pecados y a los míos.
Todo eso es cierto,
pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe
teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados
eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la
superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los
hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre
nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su
revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos llegar a
desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente
de sí mismo y a coronar sus jornadas con unmea culpa con un acto de
contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de
la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y
de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la
realidad de la venida del Espíritu Santo.
Antes de que Cristo
fuera crucificado –escribe San Juan Crisóstomo– no había ninguna
reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu
Santo... La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que
lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron:
¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando
ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos.
¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré
que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros...
Si no existiera el
Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús,pues nadie puede
invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (I Cor XII, 3). Si no
existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. al rezar, en
efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt VI, 9). Si
no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos
eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gal. IV, 6).
Cuando invoques,
pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu
alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en
la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el
Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si el Espíritu Santo
no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es
seguro que el Espíritu Santo no falta [396] .
Por encima de las
deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso: el signo y en
cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente
la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal
de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por
Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación. Si tuviéramos fe
recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a Cristo, veríamos que ante
nuestros ojos se realizan milagros como los de la época apostólica.
Porque ahora también
se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al
cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y
tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones
no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se
logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían
confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había
destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es
viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos [397] y,
lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza
del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus
criaturas.
Dar a conocer a
Cristo
Veo todas las
incidencias de la vida –las de cada existencia individual y, de alguna manera,
las de las grandes encrucijadas de las historia– como otras tantas llamadas que
Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones,
que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con
nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos [398] .
Cada generación de
cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita
comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de
darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a
la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del
Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos
días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo
del Evangelio.
No es verdad que toda
la gente de hoy –así, en general y en bloque– esté cerrada, o permanezca
indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del
hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las
cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan
ideologías –y personas que las sustentan– que están cerradas, hay en nuestra
época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y
desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y
otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se
refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer
inmersas en el error.
A todos esos hombres
y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en
sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante
de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la
piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de El no
se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser
salvos [399] .
Entre los dones del
Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los
cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de
Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las
situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe,
al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del
mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos
sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas
muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como
ovejas sin pastor[400] .
No es que el
cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las
limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el
contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y
lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las
profundidades del espíritu humano.
La fe cristiana no
achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los
agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados
a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la
intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu
Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos
los hombres.
Esa es la gran osadía
de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y
afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido
creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente
increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no
hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible
por la acción constante del Espíritu Santo.
Hemos de vivir de fe,
de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada
cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la
Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparente
nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian
brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se
vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia.
Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la
inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la
distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los
ángeles. De El, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la
semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios [401] .
La conciencia de la
magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos
por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano
una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la
vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca,
porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en
presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual
ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.
¿Me atreveré a decir:
soy santo? –se preguntaba San Agustín–. Si dijese santo en cuanto
santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio y
mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se
lee en el Levítico: sed santos, porque yo, Dios, soy santo; entonces también el
cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la tierra
y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo [402] .
Amad a la Tercera
Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las
mociones divinas –esos alientos, esos reproches–, caminad por la tierra dentro
de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos colmará de
toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros siempre más y
más, por la virtud del Espíritu Santo [403] .
Tratar al Espíritu
Santo
Vivir según el
Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome
posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su
medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa,
porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos
de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad
cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban
todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción
del pan y en la oración [404] .
Fue así como vivieron
aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina
de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el
diálogo personal –la oración sin anonimato– cara a cara con Dios, han de
constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá
tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas.
Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración
con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.
Es doctrina que se
aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la
santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica
sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo
y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas,
uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una
misma la esperanza, una la caridad [405] .
Podemos, por tanto,
tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no
sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros? [406] ,
y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por
desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un
nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno –una de las tres Personas del
único Dios–, con quien se habla y de quien se vive.
Hace falta –en
cambio– que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a
hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro
Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que
supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de
ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me
refería.
Porque el
Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia,
como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la
semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime
en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma,
por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la
belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios [407] .
Para concretar,
aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a
tratar al Espíritu Santo –y, con El, al Padre y al Hijo– y a tener familiaridad
con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad
–repito–, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad, en primer
lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono
sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a
adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da
luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar
todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de
Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada
día más a Dios Padre.Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios [408] .
Si nos dejamos guiar
por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo,
nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de
nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se
arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los
niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor [409] .
Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni
falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las
maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente
nuestra voluntad con la de Dios.
Vida de oración, en
segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano
nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con
Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién
sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está
dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de
Dios [410] .
Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros
espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no
dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro [411] .
Acostumbrémos a
frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en
El, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando
nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por El, a todas
las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del
Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia –y cada
cristiano– que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con
nosotros para siempre [412] .
Unión con la Cruz,
finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección
y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada
cristiano: somos –nos dice San Pablo– coherederos con
Jesucristo, con tal que padezcamos con El, a fin de que seamos con El
glorificados [413] .
El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar
exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.
Sólo cuando el
hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la
Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del
egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente
de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la
gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.
Es entonces también
cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado [414] ,
que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del
Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad [415] : y
donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad [416] .
En medio de las
limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado
habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad
nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente
libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace
constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
Es en esa hora,
además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y
maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar
con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón
humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo,
desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana
flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de
Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando,
en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu
Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación
a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las
encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos
casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen
graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la
paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal es, en un resumen
breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de
la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo,
por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene
en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco
de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador,
visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones
que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer
también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que
procedes de uno del otro [417] .
NOTAS:
[396] S. Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. N.
Iesu Christi, hom. 1, De Sancta Pentecostes, n. 3-4 (PG
50,457).