EL AÑO DE LA FE TOCA A SU FIN
Hoy más que nunca evangelizar en nuestro mundo significa dar testimonio de
una vida nueva, trasformada por Dios
Dentro de pocos días clausuraremos el Año de la Fe que
Benedicto XVI inauguraba el 11 de octubre del pasado año. Nuestra Iglesia lo ha
vivido de manera muy intensa. Ha sido sin duda un Año de Gracia en el que hemos
tenido la oportunidad de volver nuestra mirada a Dios, de renovar nuestra fe y
nuestra vida cristiana, de experimentar una sincera y auténtica conversión a
Dios y a Jesucristo, de descubrir que sólo Cristo es capaz de colmar el vacío
que produce vivir alejados de Dios.
La increencia
e indiferencia religiosa, el relativismo, el agnosticismo y el nihilismo han
provocado en nuestro tiempo un tremendo VACÍO EXISTENCIAL. Pero, como dijo Benedicto
XVI, “a partir de la experiencia de este desierto,
de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto
se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir”.
Durante este Año de la
Fe hemos podido palpar una vez más en nuestras parroquias y comunidades
eclesiales y en nuestros movimientos signos de la sed de Dios y del sentido último de
la vida que, aunque a veces sea de una forma velada o implícita, se esconde en
el corazón de todo hombre, especialmente de los jóvenes: sed de verdad, sed de
belleza, sed de amor, sed de felicidad.
La respuesta del Señor no es otra sino una FE TOTAL EN ÉL y su seguimiento. Antes
de nada es necesario abrirse a Dios, a su gracia y a su amor, que nos
transforma y renueva, que nos llama a la conversión y a una vida nueva y
renovada. Para seguir a Cristo Jesús es necesario creer en
Él, fiarse de Él y confiar plenamente en Él.
La fe es esa puerta (cf.
Hch 14, 27), que nos introduce en la vida eterna, en la felicidad, en la vida
de comunión con Dios; a la vez que nos permite la entrada en su Iglesia. Y esta
puerta está siempre abierta.
Hemos de dejarnos amar y abrazar por el Señor que sale diariamente a
nuestro encuentro en su Palabra y en sus Sacramentos, en cada persona y
acontecimiento.
En esto consiste precisamente la fe cristiana: en el
encuentro personal con Jesucristo, el Hijo de Dios vivo y presente en medio de
nosotros, en el seno de la comunidad de los creyentes.
Cristo es el centro de nuestra fe, que es, ante todo, la
adhesión plena de mente y de corazón a Cristo y a su Evangelio; una adhesión
gozosa y total que cambia y orienta la vida, que mueve al seguimiento radical
de Cristo, dejando falsas seguridades.
Así lo decía el Papa Francisco:
“Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a
Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia
vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que
todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio”.
De esta forma los cristianos nos convertiremos en la “sal de
la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16) que, en medio del vacío y del desierto,
indicarán el camino hacia la Tierra prometida y mantendrán viva la esperanza. Hoy
más que nunca evangelizar en nuestro mundo significa dar testimonio de una vida
nueva, trasformada por Dios, y
así indicar el camino.
Pidamos a nuestra Madre, la Virgen María, que nos enseñe a
abrir nuestra mente y nuestro corazón al Señor, que nos quiere enseñar
nuevamente el ‘arte de vivir’, que surge de una intensa relación con Él, para
redescubrir todos los días de nuestra vida la alegría de creer y volver así a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.
Excmo. y Rvdmo. Sr. D.
Casimiro López Llorente,
Obispo de Segorbe-Castellón -España