EL SACRAMENTO DEL
PERDÓN
Si en algo han
insistido los últimos sucesores de Pedro ha sido en la necesidad de recuperar el Sacramento de la penitencia y
la práctica de confesar los pecados. San Juan Pablo II convocó un sínodo
ordinario de obispos para tratar la cuestión. El resultado de aquel sínodo fue
la exhortación postsinodal Reconciliatio et poenitentia que
es una verdadera luz para este tema. Recomiendo vivamente la lectura de este
texto que nos puede ayudar para vivir este jubileo de la misericordia. En particular
es un texto imprescindible para quienes se vayan a preparar como predicadores
de la misericordia.
¿Cuál es el problema de
este sacramento? ¿Por qué las personas han dejado de ir a confesar? ¿Por qué los mismos sacerdotes han mostrado
menos disponibilidad para la confesión? La razón hay que buscarla en
- la crisis de fe,
- la decadencia del
espíritu y
- la pérdida de la conciencia de pecado que ha provocado la secularización y sus consecuencias.
- la pérdida de la conciencia de pecado que ha provocado la secularización y sus consecuencias.
Del mismo modo que san Juan Pablo II al
constatar la descristianización, convocó a una nueva evangelización, Benedicto
XVI convocó el Año de la fe y nos regaló, junto con el Papa Francisco, la
encíclica Lumen fidei. El resumen es muy claro: quien no tiene la luz de la fe no
ve, no reconoce sus pecados. Es un ciego y necesita la luz.
Encender la lámpara de
la fe es la única posibilidad de empezar a descubrir las heridas del pecado,
reconocer las enfermedades del espíritu. La
peor enfermedad del espíritu es el pecado que, aunque no seamos conscientes
de él nos destruye igualmente y puede provocar la muerte espiritual. ¿Imaginan
que mañana nos levantáramos y escucháramos en la radio o leyésemos en las
portadas de los periódicos que los médicos están alarmados porque en el día de
ayer no recibieron ninguna visita? ¿Por qué van las personas al médico? La
respuesta es clara: porque están enfermos y sienten los síntomas de la enfermedad,
porque buscan la salud.
Lo que ha ocurrido con
la secularización y sus consecuencias es muy curioso. No es que seamos más
pecadores o menos que las anteriores generaciones. No. SOMOS IGUALMENTE PECADORES.
El problema es que hemos caído en la peor de las enfermedades que es NO
RECONOCER LOS SÍNTOMAS DE LA ENFERMEDAD. Es como aquel que tiene cáncer
y se va corroyendo por dentro sin acudir al médico porque aún no se han
manifestado los síntomas de la enfermedad. Lo que ocurre en nuestra generación
es peor. No sólo –por falta de luz, por falta de fe– hemos dejado de ver las sombras
de nuestra vida o reconocer las heridas del pecado, sino que hemos sufrido la
peor de las mutaciones. Hemos aprendido a llamar bien al mal y mal
al bien. Esta es la crisis espiritual más seria: llamar a la enfermedad
salud y dejar que la enfermedad nos lleve a la muerte del espíritu.
Pongamos algunos
ejemplos para aclararnos: ¿qué es el aborto? La respuesta es evidente. El
aborto es un crimen, la muerte de un inocente indefenso. ¿Cómo lo llama nuestra
cultura dominante? El aborto es un derecho a decidir o la salud reproductiva.
¿Qué es la eutanasia? La eutanasia es matar o dejar morir a una persona enferma
y necesitada. ¿Cómo lo llama nuestra cultura dominante? Morir con dignidad.
¿Qué es el divorcio, el adulterio, la promoción de la pornografía? Son faltas contra
la justicia, la fidelidad, la dignidad de la sexualidad, etc. ¿Cómo los llama
nuestra cultura dominante? Son conquistas de la libertad, expresiones del amor
libre y nuevos derechos. Podríamos continuar así hasta el infinito. Sin
embargo, los hechos son obstinados. El
pecado es la peor de las enfermedades porque rompe la alianza con Dios y porque
atenta contra los bienes de la persona. Quien miente se hace mentiroso,
quien roba se convierte en un ladrón y corrupto; quien se afirma en su egoísmo
quiebra su vocación al amor y se convierte en un ególatra. Ser mentiroso, ladrón, ególatra,
orgulloso, vanidoso, envidiosos, perezoso, lujurioso, etc. son enfermedades que
destruyen a la persona.
Hablemos claro. Si no
vamos a confesar los pecados es porque no nos sentimos enfermos y porque hemos
perdido el sentido del pecado, es decir, ya no reconocemos los síntomas del pecado
porque tenemos embotada la mente y pervertido el corazón (Rm 1, 24-31). Éste
es la peor consecuencia de la secularización: haber mutado la conciencia, haber
perdido la conciencia de pecado. Esta es la peor enfermedad porque nos
insensibiliza ante el mal y nos deja indefensos ante él. Es más, nos hace
desearlo como un bien en nombre de la libertad y en nombre de tantos slogans
que promueven las ideologías y el consumo. Ya nos advertía de ello el profeta
Isaías:
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que cambian
las tinieblas en luz y la luz en tinieblas; que dan lo amargo por dulce y lo
dulce por amargo! […] Como la lengua de la llama devora el rastrojo y como el
heno es consumido por el fuego, así su raíz se pudrirá y su flor será aventada
como polvo”
(Isaías 5, 20.24).
En resumen: el pecado destruye al hombre
y no reconocerlo, aceptando el mal como bien, es el camino de la perdición.
Salir de esta
enfermedad epocal, de esta crisis profunda del espíritu, requiere una operación
traumática. Se trata nada menos que de un trasplante de corazón y mente. En
griego esta operación se llama metanoia, en español la traducimos por conversión.
Es ni más ni menos que lo que anunciaba el profeta Ezequiel como profecía:
“Arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis” (Ezequiel 36,
26-27). La decadencia del espíritu y la falta de fe han producido la dureza de
corazón que nos hace insensibles al pecado.
La profecía de Ezequiel
se ha cumplido en Jesucristo. El comenzó su predicación precisamente apelando a
la conversión y a la fe: “El reino de Dios está
cerca, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). El sacramento de la
conversión es el Bautismo que nos regala un corazón nuevo en quien habita el Espíritu
Santo; el agua que nos limpia de todo pecado y nos regala la docilidad a la
voluntad de Dios que es nuestro bien. La iniciación cristiana es el proceso mediante
el cual la Iglesia nos gesta como cristianos, nos quita la dureza de corazón y
nos enseña a vivir practicando el bien y detestando el mal. Se trata de un
proceso en el que toma la iniciativa la gracia de Dios que nos cura con los
sacramentos y nos acoge en la Iglesia, la comunidad en la que vivimos de la
Palabra de Dios, de la Eucaristía y saboreamos el amor entre los hermanos.
Cuando nos falta la fe,
cuando perdemos a la Iglesia, vivimos a la intemperie donde fácilmente somos
devorados por los lobos. Por eso son tan importantes la familia cristiana, iglesia
doméstica, y la comunidad cristiana, oasis en medio del desierto de este mundo.
El trabajo que nos
espera, pues, en este Jubileo de la misericordia es apasionante. No se trata de
promover algunas actividades. El Papa nos llama a entrar en el corazón del Evangelio
para llenar los corazones del Amor de Dios. La misma palabra misericordia apela
al corazón de Dios que viene a sacarnos de nuestra miseria. Lo que se nos pide
es continuar en la evangelización, transmitir y sostener la fe, avivar el
espíritu con la gracia de Dios y proponer de nuevo el sacramento del perdón, la
confesión de los pecados. Se trata de presentar al Señor nuestras llagas para
que El las cure. El lo puede todo y como dice el salmo: “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, Tú no lo desprecias” (Sal 51, 17).
a) La
conversión
El
proceso de la conversión aparece de manera pedagógica en la parábola del hijo
pródigo (Lc 15, 17-21), en la oración del publicano (Lc 18, 13) y
en los encuentros de Jesús con los pecadores (Lc 7, 47). El acto mismo
de la conversión comprende diversos aspectos:
1) “La toma
de conciencia y un sincero reconocimiento del pecado cometido: el hijo pródigo
“entrando dentro de sí mismo” parte y vuelve a su padre y le dice: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco ser
llamado tu hijo” (Lc 15, 17-21).
2) Humilde
apelación, llena de fe y confianza, a la misericordia divina: el publicano, a
distancia y no atreviéndose a levantar los ojos al cielo, golpeándose el pecho,
decía: “Dios mío, ten compasión de este pecador” (Lc 18, 13).
3) El amor
que lamente lo pasado: a la pecadora, “bañada en lágrimas”, cuyos gestos denotan
un gran amor, le son perdonados los pecados “porque
ha amado mucho”
(Lc 7, 47).
4) Una
voluntad radical de cambio moral, que deja el corazón del hombre sencillo y
puro como el corazón de un niño: “si no se vuelven
como niños no entrara en el reino de los cielos” (Mt 18, 3).
5) El
esfuerzo continuo y la preocupación exclusiva de “buscar ante todo el reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33),
es decir, regular la propia vida según la nueva ley del evangelio y “hacer la voluntad del Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
La
conversión exige, pues, el compromiso total del hombre, pero es ante todo una
gracia, que debemos a la libre iniciativa de Dios, quien previene al hombre: el
pastor va tras la oveja descarriada, la mujer busca cuidadosamente la dracma
perdida, hasta que la haya encontrado (Lc 15, 4.8). Y el
perdón es totalmente gratuito: el deudor perdona la deuda a los
deudores que no tiene para devolverle (Lc 7, 41-42); el padre del
pródigo devuelve a su hijo el puesto que no merecía (Lc 15, 20-24). El evangelio
del reino contiene, en efecto, esta revelación desconcertante: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de la
penitencia”
(Lc 15, 7).
b) El
perdón de los pecados
Sólo Dios
puede perdonar los pecados. Este poder lo ha pasado el Padre a Jesucristo,
quien lo puso de manifiesto en la curación del paralítico: “¡Ánimo hijo, tus pecados te son perdonados[…] y para que veáis
que el hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo
al paralítico: levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa. El se levantó
y se fue a su casa” (Mt 9, 2.6).
La Iglesia
perdona los pecados por medio del sacramento del bautismo que supone una
regeneración como indicara Jesús en su conversación con Nicodemo: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede
entrar en el Reino de los cielos” (Jn 3, 5). Para los que hemos pecado
después del Bautismo, la Iglesia nos perdona los pecados mediante el Sacramento
de la penitencia, al que los Santos Padres llamaron la segunda tabla de
salvación. San Pablo insiste a los cristianos de Corinto que se dejen
reconciliar con Dios para que se aplique la gracia alcanzada por Cristo: “Todo viene de Dios, que nos reconcilió con El por medio de
Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación […] En nombre de Cristo
les rogamos: reconcíliense con Dios” (2 Cor 5, 18.20).
En este
Jubileo de la misericordia, con las mismas palabras de san Pablo, les ruego: ¡reconcíliense
con Dios! Acudamos al Sacramento de la penitencia donde se nos curan todas las
heridas del pecado. A mis hermanos sacerdotes les invito a que expliquen con
detalle a los fieles la riqueza de la reconciliación, las cinco condiciones
para una buena confesión. Preparen esquemas sencillos para un buen examen de
conciencia y muéstrense disponibles para todos los fieles con horarios fijos
para la confesión y con plena disponibilidad para confesar en cualquier
momento. Este Jubileo lo hemos de aprovechar con todas nuestras fuerzas para
anunciar el kerygma: que Dios nos ama tal como somos; que por nosotros ha
muerto y ha resucitado; que nos espera para conocer nuestras llagas y para
curarnos, ya que El es el médico que cura todas nuestras enfermedades.
Los
sacerdotes en la confesión actúan en la persona de Jesucristo, lo hacen
presente prolongando su Encarnación y Resurrección. En su nombre perdonan los
pecados e indican con la satisfacción el proceso necesario para la curación
completa después de haber pecado y recibir la absolución. El perdón de los pecados,
que recibimos en el Sacramento de la penitencia, cuando acudimos con un corazón
dispuesto, es uno de los mayores tesoros que tiene la Iglesia. Para ello es
conveniente que nos detengamos en algunos aspectos de este sacramento.
En primer
lugar, antes de acudir a confesar los pecados, conviene realizar un buen examen de conciencia. Para ello
hemos de invocar al Espíritu Santo para que nos ilumine. Repasar nuestra vida
desde la última confesión, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, los
mandamientos, las virtudes, las Bienaventuranzas, etc. Es bueno averiguar las
raíces de nuestros pecados, y para ello hay que repasar los pecados capitales y
las actitudes profundas del alma. Luego hay que revisar nuestra relación con
Dios y con nuestros hermanos. Ver como llevamos nuestras exigencias del propio
estado (casado, célibe, soltero, viudo, etc.) hasta ocuparnos de nuestros
pensamientos más íntimos y el cuidado y formación de nuestra vida cristiana,
sin descuidar la vida de apostolado que deriva de nuestro bautismo y de las
obligaciones con la Iglesia. Nos puede ayudar un esquema sencillo de examen de
conciencia y, sobre todo, el confesar habitualmente con el mismo sacerdote.
Tras un
diligente examen de conciencia, hemos de suplicar al Señor que nos regale el dolor
de los pecados. Este dolor no reside en la parte afectiva de nuestra
persona, aunque puede resonar en ella suscitando sentimientos de dolor. El
dolor de los pecados se distingue del sentimiento de culpabilidad, porque
descansa en la voluntad. Se trata de detestar el pecado por ser ofensa a Dios y
proponer no volverlo a realizar. La conciencia de pecado es una conciencia
abierta que tiene a Jesucristo, icono de la misericordia, y al Padre como
interlocutores: “Padre, he pecado contra el
Cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 21).
El sentimiento de culpabilidad se repliega sobre sí mismo y si no se abre ante
el verdadero interlocutor (Dios) puede ser enfermizo. De ahí la importancia de
un buen director espiritual que nos ayude a distinguir e iluminar nuestra vida
interior.
Al
sacramento de la penitencia hemos de acudir con un corazón contrito, el que
manifiesta el dolor de haber ofendido a Dios. Así lo decimos en el acto de contrición:
“Me duele haberlo ofendido por ser quien eres, bondad infinita, y
porque te amo sobre todas las cosas”. Si acudimos con el simple dolor de atrición
–el que expresamos cuando decimos “también me
duele porque puedes castigarme con las penas del infierno”– hemos de suplicar la
contrición haciendo actos de fe y amor a Dios y dejándonos ayudar por la gracia
del sacramento.
Con el
ánimo bien dispuesto, decimos al confesor todos los pecados tal como
están en nuestro corazón tras un diligente examen. La confesión debe ser
sencilla y expresar con claridad todo aquello que nos separa de Dios,
que nos separa de los hermanos o que nos conduce a nosotros por el mal
camino, sin olvidar los pecados de omisión. No decir todos los pecados al confesor
es actuar como aquel que va al médico y le oculta los síntomas de su enfermedad. Hay que conocer todos los
síntomas para hacer un buen diagnóstico y ofrecer la medicina adecuada.
Lo mismo ocurre con la confesión en la que el sacerdote, en nombre de
Cristo, actúa como médico que debe aconsejar, absolver, si se dan las
condiciones, y aplicar la satisfacción oportuna.
La absolución de los pecados es el gran tesoro de la confesión. Para
poder apreciarla y procurar la confesión frecuente, conviene que explicitemos
bien lo que significa el perdón de los pecados. Para ello nos sirve acudir a
las expresiones del salmo 51 (50) que es el salmo penitencial que más utiliza
la tradición cristiana. En este salmo, que se atribuye a David, el pecador
implora la misericordia de dios reconociendo su pecado y su condición pecadora:
“Misericordia Dios mío, por tu bondad
[…] Contra Ti sólo pequé […] pecador me concibió mi madre”. Después de reconocer su pecado y apelar a la misericordia y ternura
de Dios, suplica el perdón utilizando varios verbos: “lava mi
delito, limpia mi pecado, borra en mí toda culpa, aparta tu
rostro de mi pecado, etc.”.
Si nos quedáramos con lo que expresan estos verbos, no alcanzaríamos lo
específico del perdón cristiano, ya que aunque limpiemos, borremos, lavemos o
apartemos el rostro de lo hecho, siempre volvemos sobre algo manchado. Sin
embargo lo propio de la absolución y del perdón está expresado con otro verbo
que supone una revolución: “crea en mí un corazón puro, renuévame
con espíritu generoso”. Lo que el salmista pide es una
nueva creación. El verbo que utiliza el hebreo es el mismo con el que el libro
del Génesis habla de la creación. La absolución en el sacramento de la
penitencia, por los méritos de Cristo, responde a la súplica del salmista. La
absolución, cuando se dan las condiciones adecuadas en el penitente, crea un
corazón puro. Se trata, aunque parezca increíble, de un nuevo Génesis, de
una nueva creación. Después de confesar y ser absuelto, el penitente es una
nueva criatura, no es el pecador de antes: “El que está en Cristo es una
criatura nueva, lo viejo ya pasó, y ha aparecido lo nuevo” (2 Cor 5,
17).
Es más, con la absolución se cumple también la segunda súplica del
salmista: “Afiánzame con
espíritu generoso” (Sal 51, 12). De nuevo el
Espíritu Santo habita en el creyente operando la nueva creación. Por propia
experiencia les puedo decir que, personas destrozadas, incluso abocadas al
suicidio, al escuchar esta explicación del perdón han sido totalmente
restablecidas y en sus rostros ha aparecido de nuevo la alegría. También así se
cumplen las palabras del salmo: “Hazme sentir el gozo y la alegría, que se alegren mis huesos
quebrantados” (Sal 51, 10).
Confesar los pecados y recibir la absolución es dejar de nuevo que
habite en nuestro corazón el Espíritu Santo, que es la fuente de la alegría.
Desconocer esto es haber perdido el gran tesoro del perdón cristiano. Como nos
indica la misma palabra, con la absolución quedamos “sueltos”, liberados
de la esclavitud del pecado y recibimos de nuevo el don (perdón) de
Dios, la condición filial que nos posibilita sentarnos como hijos y participar
en la mesa que Dios dispone: la Eucaristía, el Cielo en la tierra.
Con la absolución se nos perdona la culpa y se vuelve a restablecer la
alianza con Dios. Sin embargo todavía hay que curar las heridas del pecado,
restablecer las fuerzas para la virtud y purificar el corazón de las reliquias
del pecado. Para eso el sacerdote, como buen médico, debe indicar y poner al
penitente una satisfacción adecuada que le ayude a excitar la caridad y
a ejercer las virtudes opuestas a los pecados o vicios confesados. Restablecer
todo lo que rompe el pecado y todas las consecuencias de una vida desordenada
también es proceso y necesita tiempo y virtud.