11 de octubre de 2012

DEMOCRACIA Y VALORES MORALES


DEMOCRACIA Y VALORES MORALES

La virtud moral, en efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer, y nos apartamos del bien a causa del dolor. Por ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón (Leyes II 653a), para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación”. (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1104b.)

La encíclica Centesimus annus, en el n° 46, realiza el siguiente juicio sobre la democracia: «la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura que los ciudadanos participan en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado.
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de un recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales y que se creen en la sociedad estructuras de participación y corresponsabilidad».
La democracia es auténtica no sólo cuando se respetan formalmente las reglas, sino que es fruto de la aceptación de los valores en que se fundamentan los procedimientos democráticos, esto es:
- la dignidad que tiene toda persona humana,
- el reconocimiento y respeto de los derechos del hombre
- el reconocimiento del bien común como fin y como criterio que regula la vida política.
La doctrina social de la Iglesia señala que el relativismo ético es uno de los mayores riesgos para las democracias actuales, según el cual se considera inexistente un criterio objetivo y universal que permita establecer el fundamento y la jerarquía de los valores. «Se tiende a afirmar que la filosofía y la actitud propia de las formas políticas democráticas son el agnosticismo y el relativismo. De este modo, “quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde un punto de vista democrático, pues no aceptan que la verdad viene determinada por la mayoría o que puede variar según los diversos planteamientos políticos. Si no se reconoce la existencia de una verdad última, que guía y orienta el actuar político, se pueden instrumentalizar fácilmente las ideas y las convicciones humanas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como lo demuestra la historia» (CA. n° 46, b).
Solamente reconociendo y aceptando la verdad se da a la libertad todo el valor que tiene. «“En un mundo sin verdad, la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos”» (CA. 46 d).
En nuestros días está cada vez más extendida la convicción de que un régimen democrático y liberal no se caracteriza principalmente por ofrecer a los ciudadanos la posibilidad de defender sus propios valores sino por no mantener ningún valor, por mantenerse neutral. Por ello se ha hecho común considerar que el relativismo moral es una actitud esencial cuando hablamos de democracia. Tal relativismo supone que no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría. Fuera de este criterio no cabe preguntarse por lo justo o lo legítimo. Cualquier discurso que hable de “valores objetivos” se presenta como totalitario y antidemocrático (Cf. BARRIO MAESTRE, J.M., Moral y democracia, en Cuadernos de Anuario Filosófico, n.49, EUNSA, Pamplona 1997, pp.39-40). En palabras del entonces Cardenal Ratzinger, hoy nuestro querido Benedicto XVI: «es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada (RATZINGER, J., Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, Madrid 1995, pp.87-89).
El relativismo, por definición, impide defender nada. Ni siquiera él mismo, pues si todo es relativo también es relativo que todo sea relativo y, a su vez, será relativo que sea relativo que todo es relativo…
Por otro lado, si no hay una conciencia social acerca de la importancia de unos valores que son previos a la democracia –como a cualquier otro sistema político- y que no son el resultado de un consenso, la misma convivencia democrática no es posible.
Junto con la democracia se habla del pluralismo y de tolerancia. Se defienden estos valores de un modo absoluto, como si las decisiones y la conducta de cada uno no afectasen a los demás. El permisivismo es precisamente un exceso de libertad social y el consiguiente defecto de responsabilidad y autoridad. Es un modo de pensar y actuar que hoy es predominante en muchos países. Se defiende el pluralismo y la tolerancia como valores irrenunciables, a partir del hecho de que todos somos distintos y hemos de respetarnos.
La ideología tolerante es fruto de la visión liberal del hombre. Según ella, la libertad consiste sobre todo en independencia, autonomía respecto de cualquier autoridad: cada uno es la única autoridad legisladora sobre sí mismo y la autoridad civil no es más que mero árbitro, que organiza los intereses de individuos que eligen libremente lo que quieren. Por otro lado, el único límite de la libertad de cada uno es la libertad de los demás: es el único criterio para decidir lo que se puede o no se puede hacer. El problema es que no hay ninguna acción particular que no tenga influencia sobre los demás, precisamente por la dimensión relacional del hombre.
El permisivismo excluye el reproche hacia conductas que son distintas a las que nosotros practicamos. De este modo el lenguaje termina por adquirir un gran poder: se habla de “interrupción del embarazo”, de “muerte dulce”, de “estrategia de plantilla” en una empresa, de “nuevos modelos de familia”, de “democratización de la institución familiar” o de “familias homosexuales”. La afirmación de la verdad es considerada como fundamentalismo y el respeto a una moral queda reducido a mera convicción subjetiva.
Una cosa es respetar el pluralismo y otra bien distinta imponer una tolerancia que suponga la pérdida de todo contenido. Así, los límites de una ideología tolerante quedan a la vista cuando se pretende excluir del juego a quien no es tolerante. Si no hay una legalidad que pertenece a todo ser humano, ante los argumentos de la fuerza sólo nos cabe unirnos a ellos o huir. Si el hombre ha de ser tolerante es porque en él hay una verdad que defender, que es la combinación entre libertad y respeto a lo que es.
El defecto contrario a la tolerancia absoluta, al permisivismo, es el autoritarismo, es decir, la existencia de una autoridad fuerte encargada de decidir por todos lo que hay que hacer, porque se considera que la libertad es menos importante que asegurar que ésta se use bien. Lleva consigo un desprecio a la persona, ya que la considera incapaz de ser responsable de sí misma.
«La libertad se fundamenta en la verdad del ser humano. Esa libertad ha de tutelar también el derecho a la profesión de la propia fe. Pero ese derecho no puede restringirse al ámbito individual. A la hora de afrontar cuestiones políticas y éticas cada vez más complejas, los ciudadanos han de encontrar en sus creencias religiosas una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un diálogo razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad más humana y más libre. La libertad no lo es todo. La defensa de la libertad es una llamada a cultivar la virtud, la autodisciplina, el sacrificio por el bien común y un sentido de responsabilidad ante los menos afortunados. Además, exige el valor de empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias religiosas y los valores más profundos a un debate público razonable» (BENEDICTO XVI, 16/abril/2008,)
El justo medio de la libertad social no puede prescindir ni de la libertad ni de la autoridad: ambas son necesarias. Para ello pone el acento en la responsabilidad social de las personas, en hacer un uso responsable de la libertad. Y para ello es necesario una educación en los valores morales, y no sólo en contenidos neutros.
El sistema democrático es un instrumento para ordenar la vida en sociedad y no es un fin. Al igual que cualquier comportamiento humano, ha de conformarse a la ley moral. Su moralidad dependerá de los fines que persiga y de los medios que emplee (PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, B.A.C., Planeta, Madrid 2005, n.407).
Quienes tienen encomendadas tareas de gobierno han de tener presente la dimensión moral de sus cargos de representación. Han de conducir al pueblo hacia el bien común y buscar soluciones a los problemas sociales que se planteen. Una autoridad responsable es la que ejerce su poder con espíritu de servicio, que se manifestará en su paciencia, modestia, moderación, caridad, generosidad, etc. Saber colocar el bien común por encima del prestigio o de otras ventajas personales (Ibíd.410).
La corrupción política, aunque puede darse en cualquier régimen político, es una de las más graves deformaciones del sistema democrático porque:
- traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social,
- compromete el funcionamiento correcto del Estado,
- influye negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados,
- genera desconfianza respecto a las instituciones públicas, lo que provoca un menosprecio cada vez mayor de los ciudadanos por la política y sus representantes.
En situaciones de corrupción los políticos favorecen a quienes poseen los medios para influenciarles e impiden que se realice el bien común de todos los ciudadanos (Ibíd. 411).
La administración pública, sea al nivel que sea, tiene por finalidad servir a los ciudadanos: gestiona y administra los bienes del pueblo en vista del bien común. Por tanto, no ha de concebirse como algo impersonal y burocrático, sino como una ayuda solícita al ciudadano, ejercitada con espíritu de servicio (Ibíd. 412).


Pbro. Williams Campos

APERTURA DEL AÑO DE LA FE


HOMILÍA PRONUNCIADA POR SS. BENEDICTO XVI CON MOTIVO DE LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE

Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas
Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrarse nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792).
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén.






7 de octubre de 2012

PARA REZAR EL SANTO ROSARIO


MODO DE REZARLO [Ir al principio de esta página]

1. Hacer el signo de la cruz y rezar el símbolo de los apóstoles o el acto de contrición
2. Rezar el Padrenuestro
3. Rezar 3 Avemarías y Gloria.
4. Anunciar el primer misterio. Rezar el Padrenuestro.
5. Rezar 10 AvemaríasGloria y Jaculatoria.
6. Anunciar el segundo misterio. Rezar el Padrenuestro.
7. Rezar 10 AvemaríasGloria y Jaculatoria.
8. Anunciar el tercer misterio. Rezar el Padrenuestro.
9. Rezar 10 AvemaríasGloria y Jaculatoria.
10. Anunciar el cuarto misterio. Rezar el Padrenuestro.
11. Rezar 10 AvemaríasGloria y Jaculatoria.
12. Anunciar el quinto misterio. Rezar el Padrenuestro.
13. Rezar 10 AvemaríasGloria y Jaculatoria.
14. Rezar la Salve

[Santo Rosario]


ORACIONES DEL ROSARIO [Ir al principio de esta página]

SEÑAL DE LA CRUZ+Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. +En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
[Volver]

SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLESCreo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.[Volver]
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén.
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PADRENUESTRO
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
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AVEMARÍA
Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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GLORIA
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
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JACULATORIASPuede usarse una de estas dos:
  • María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y ampáranos ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
  • Oh Jesús, perdónanos nuestros pecados, sálvanos del fuego del infierno y guía todas las almas al Cielo, especialmente aquellas que necesitan más de tu misericordia. (Oración de Fátima).[Volver]
SALVE
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.
Oración. Omnipotente y sempiterno Dios, que con la cooperación del Espíritu Santo, preparaste el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen y Madre María para que fuese merecedora de ser digna morada de tu Hijo; concédenos que, pues celebramos con alegría su conmemoración, por su piadosa intercesión seamos liberados de los males presentes y de la muerte eterna. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.[Volver]

 MISTERIOS DEL ROSARIO [Ir al principio de esta página]

MISTERIOS GOZOSOS (lunes y sábado)
1. La Encarnación del Hijo de Dios.
2. La Visitación de Nuestra Señora a Santa Isabel.
3. El Nacimiento del Hijo de Dios.
4. La Purificación de la Virgen Santísima.
5. La Pérdida del Niño Jesús y su hallazgo en el templo.
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MISTERIOS DOLOROSOS (martes y viernes)
1. La Oración de Nuestro Señor en el Huerto.
2. La Flagelación del Señor.
3. La Coronación de espinas.
4. El Camino del Monte Calvario.
5. La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor.
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MISTERIOS GLORIOSOS (miércoles y domingo)
1. La Resurrección del Señor.
2. La Ascensión del Señor.
3. La Venida del Espíritu Santo.
4. La Asunción de Nuestra Señora a los Cielos.
5. La Coronación de la Santísima Virgen.
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MISTERIOS LUMINOSOS (jueves) [1]
1. El Bautismo de Jesús en el Jordán.
2. La Autorrevelación de Jesús en las bodas de Caná.
3. El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión.
4. La Transfiguración.
5. La institución de la Eucaristía.
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Letanías Lauretana

Señor, ten piedad de nosotros
Cristo, ten piedad de nosotros
Señor, ten piedad de nosotros
Cristo óyenos, Cristo óyenos 
Cristo escúchanos, Cristo escúchanos

Dios Padre celestial, ten piedad de nosotros 

Dios Hijo redentor del mundo,
Dios Espíritu Santo,
Santísima Trinidad, que eres un solo Dios

Santa María, Ruega por nosotros

Santa Madre de Dios,
Santa Virgen de las vírgenes,

Madre de Cristo,

Madre de la Iglesia,
Madre de la divina gracia,
Madre purísima,
Madre castísima,
Madre virginal,
Madre inmaculada,
Madre amable,
Madre admirable,
Madre del buen consejo,
Madre del Creador,
Madre del Salvador,

Virgen prudentísima,

Virgen digna de veneración,
Virgen digna de alabanza,
Virgen poderosa,
Virgen clemente,
Virgen fiel,

Espejo de justicia,

Trono de la sabiduría,
Causa de nuestra alegría,
Vaso espiritual,
Vaso digno de honor,
Vaso insigne de devoción,
Rosa mística,
Torre de David,
Torre de marfil,
Casa de oro,
Arca de la alianza,
Puerta del cielo,
Estrella de la mañana,
Salud de los enfermos,
Refugio de los pecadores,
Consuelo de los afligidos,
Auxilio de los cristianos,

Reina de los ángeles,

Reina de los patriarcas,
Reina de los profetas,
Reina de los apóstoles,
Reina de los mártires,
Reina de los confesores,
Reina de las vírgenes,
Reina de todos los santos,
Reina concebida sin pecado original,
Reina elevada al cielo,
Reina del santísimo rosario,
Reina de las familias,
Reina de la paz,

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo,

perdónanos, Señor. 

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo,

escúchanos, Señor. 

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo,

ten piedad de nosotros. 

Oremos:

Te rogamos, Señor, que nos concedas a nosotros tus sievos, gozar de perpetua salud de alma y cuerpo y, por la gloriosa intercesión de la bienaventurada Virgen María, seamos librados de la tristeza presente y disfrutemos de la eterna alegría. Por Cristo nuestro Señor.

Amén.