Crecer: un proyecto en
familia (I)
Nadie llega al mundo por accidente; cada
uno vale mucho, lo vale todo. El valor de la propia vida se aprende, sobre
todo, en la familia, lugar para la forja de la personalidad
¡Cómo se parece a su madre! La misma
sonrisa, ese movimiento de la mano cuando habla… hasta en el modo de andar…
Muchas veces oímos o hacemos comentarios de este tipo. Porque, efectivamente,
son muchos los aspectos que tomamos de la personalidad de nuestros padres y
hermanos, sin apenas darnos cuenta. Algunos rasgos son heredados, como el color
de los ojos o el temperamento, el modo de ser; tantos otros, en cambio, se han
forjado con el trato, el roce diario, la formación: la vida.
Las notas de la madurez personal se
siembran y germinan precisamente en el contexto familiar. Por eso, ¡qué
importante es cuidar de la familia! Es, debe ser, la tierra buena en la que
inicia, se desarrolla y acaba nuestro camino: «en cada edad de la vida, en cada
situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos»[1].
La oración de muchas personas se vierte
hoy desde todos los hogares del mundo en los padres sinodales para que, unidos
al Papa y con las luces del Espíritu Santo, interpreten con profundidad los
desafíos a los que se enfrenta la familia. Pero la responsabilidad sobre la
institución familiar, querida por Dios, nos atañe a todos, ya sea como padres o
hermanos… y a la vez, siempre como hijos. Vamos a considerar nuestro papel en
el hogar en dos tiempos: primero reflexionaremos, en las líneas que siguen,
acerca de lo que hace única a la familia, y acerca del “oficio” de padres e
hijos. En una segunda parte, profundizaremos en la vida familiar y en los
detalles que la llenan de luz y de alegría.
Dar lo mejor
en el hogar es darlo todo
Cada uno tiene su historia, la huella
que han dejado en su vida tantas situaciones, alegres o dolorosas. También
nuestro pasado se enmarca en los planes de Dios, que a veces son misteriosos
para nosotros. Hay hogares en los que ha faltado un ejemplo cristiano, aunque
tarde o temprano la figura de Cristo se ha acabado dejando entrever en un
amigo, un pariente o un profesor. En muchas otras familias se mezclan el cariño
y el esfuerzo por educar en la fe, junto con los defectos y limitaciones de
padres y hermanos.
A nuestros familiares no los hemos
escogido nosotros, pero sí los ha escogido Dios: Él contaba no solo con sus
virtudes, sino también con sus defectos, para hacernos cristianos: «En la
familia −de esto todos somos testigos− los milagros se hacen con lo que hay,
con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… y muchas veces no es el ideal,
no es lo que soñamos, ni lo que “debería ser”»[2].
Todos −abuelos, padres, hijos, nietos−
estamos llamados a dar en cada momento lo mejor de nosotros mismos, con la
ayuda de Dios, para dar forma cristiana a la familia. También los padres crecen
con los hijos y, a medida que pasan los años, los papeles en la familia pueden
cambiar: el que empujaba antes, ahora es llevado, el que iba delante deja su
puesto a los que vienen detrás. El hogar, que forman entre todos, es mucho más
que el primer recurso para las necesidades elementales de nutrición, calor y
vestido; es, junto con todo eso, el lugar en el que se descubre la belleza de
los auténticos valores humanos; del dominio de sí y del respeto, tan necesario
para las relaciones interpersonales[3]; de la responsabilidad, de la lealtad,
del espíritu de servicio. Valores, todos ellos, que se forjan a fuego lento,
que requieren un sencillo pero fuerte sentido de pertenencia: la conciencia de
que no haber sido simplemente arrojados al mundo, sino acogidos desde
el principio en una pequeña porción de mundo, no hecha de tierra sino de
cariño: una familia.
Dios mismo «eligió nacer en una familia
humana, que él mismo formó. La formó en un poblado perdido de la periferia del
Imperio Romano (…). Y uno podría decir: “pero este Dios que viene a salvarnos,
¿perdió treinta años allí, en esa periferia de mala fama?” ¡Perdió treinta
años! Él quiso esto. El camino de Jesús estaba en esa familia»[4].
Saber que nos
quieren
Cientos de veces al minuto se renueva en
la tierra lo que sucedió también con nosotros, cuando vimos la luz: «la alegría
de que ha nacido un hombre en el mundo»[5]. Somos, sí, uno más entre tantos que
nacieron el mismo día que nosotros… Y sin embargo, somos irrepetibles y
queridos desde la eternidad: «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento
de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es
necesario»[6].
Nadie llega al mundo por accidente; cada
uno vale mucho, lo vale todo. Incluso quien quizá no ha conocido a sus padres,
o fue acogido en adopción por una familia. «Cada alma es un tesoro maravilloso;
cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo»[7]. A nuestros padres, sean quienes sean,
con sus defectos y sus dificultades, ¡les debemos tanto! Saben todo lo que Dios
espera de ellos, y se esfuerzan por responder a esa llamada suave pero
exigente: «fui niño todavía no nacido y me acogisteis, permitiéndome nacer; fui
niño abandonado y fuisteis para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis
adoptado y educado como a un hijo vuestro»[8].
A las pocas semanas de vida de sus
hijos, las madres saben ya distinguir elementos del temperamento: cualidades
del llanto, del sueño, del hambre… Viene luego la primera sonrisa, que es como
el nacimiento de la personalidad, y a la vez uno de los primeros signos
perceptibles de esa mímesis tan pronunciada en los niños, a quienes se les pega
todo lo que ven. Los padres son para los hijos una fuente de seguridad: es
elocuente ese gesto tan común del pequeño que se abraza a las piernas de su
padre o de su madre ante la llegada de un extraño. Desde esa seguridad, el niño
aprende a moverse y a salir de sí mismo, explora el mundo y se abre a los
demás.
Aunque no estamos determinados
totalmente por las circunstancias de nuestro nacimiento y educación, es
decisivo para el crecimiento armónico de la personalidad que los hijos se sepan
queridos desde el primer momento en la familia, para querer después a otros. El
afecto y los cuidados −que incluyen la exigencia y fortaleza para ir limando el
egoísmo al que tendemos todos− les ayudan a percibir su propio valor y el de
los demás: ese amor tierno y recio de los padres les da la autoestima que les
permitirá amar, salir de sí mismos.
Los lazos de amor que nacen en una
familia cristiana no se rompen ni con el fin de la vida. Si alguien pierde a
sus padres en los primeros años, la fe hace ver al mismo Jesús, a santa María o
a san José, haciendo sus veces ya en la tierra, en tantas ocasiones a través de
otras personas de corazón grande. Siguiendo la huella de esta Sagrada Familia,
intentamos ser muy humanos y muy sobrenaturales[9] y mantenemos la
esperanza de que un día sucederá lo que escribió santa Teresa: «Parecíame estar
metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi fue a mi padre y madre»[10].
La genuina
autorrealización
«Mamá, ¿te gustaba hacer la comida?
¿Lavar la ropa? ¿Limpiar la casa? ¿Llevarnos al colegio?... » Este
interrogatorio de una hija a su madre, ya anciana, recuerda a la buena mujer
esos momentos en que las cosas no salían bien, en el cansancio ante las faenas
del hogar, en los apuros económicos y las preocupaciones por esas fiebres altas
de invierno que aquejaban a sus pequeños…; en algún que otro plato que había
estampado contra la pared en un momento de impaciencia… Y responde, lacónica:
«gustarme…, no mucho, pero sí os quería, y vibraba al veros crecer». ¡Cuántas
madres y padres se comportan así! A muchos habría que darles un premio, comenta
el Papa, pues han aprendido «a resolver una ecuación que ni siquiera los
grandes matemáticos saben resolver: hacer que veinticuatro horas rindan el
doble. (…) De 24 horas hacen 48: ¡no sé cómo hacen, pero se mueven y lo hacen!»[11].
Una familia, no perfecta, pero armónica,
distingue bien la identidad de cada uno de sus miembros. La autoridad la poseen
los padres, pero sin imponerla. No tienen como meta amaestrar a los niños, sino
guiarlos para que desarrollen sus potencialidades, con la luz y el ejemplo de
su cariño. Son responsables del ambiente de la familia tanto el padre como la
madre, y para cada uno la entrega al otro y a los hijos se convierte en un
camino de crecimiento personal.
La convivencia familiar ayuda también a
descubrir algunos talentos en los que quizá no se había reparado, pero que los
demás valoran: capacidad de ternura, fortaleza de ánimo, buen humor, etc. El
amor a la propia familia hace que, incluso en medio de las dificultades, cada
uno saque lo mejor de sí, el lado positivo del propio carácter. Y cuando, por
el cansancio o la tensión, salga más bien lo peor de uno mismo, será el momento
de pedir perdón y recomenzar. «Reconocer el hecho de haber faltado, y mostrar
el deseo de restituir lo que se ha quitado −respeto, sinceridad, amor− hace
dignos del perdón. Y así se detiene la infección (…) Muchas heridas de los
afectos, muchas laceraciones en la familias comienzan con la pérdida de esta
preciosa palabra: “Perdóname”»[12]
La mujer podrá descubrir que sus
cualidades como madre son insustituibles. El empeño por ser fiel a Dios en esta
misión la llevará a crear un ambiente acogedor y apto para el crecimiento
personal, para el cariño y el respeto, para el sacrificio y el don de uno
mismo. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la
Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su
delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su
agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla,
su tenacidad...»[13].
El padre también se descubre como guía
ante sus hijos: les ayuda a crecer, juega con ellos y deja que se desarrolle el
modo de ser de cada uno. Un padre cristiano sabe que su familia será siempre su
principal negocio, en el que se realiza en todas sus dimensiones. Por eso es
preciso que esté en guardia ante los ritmos de vida demasiado intensos y
estresantes, que nublan la vista de los objetivos más valiosos, y pueden llevar
precisamente por eso a desequilibrios psíquicos y a un resentimiento de las
relaciones familiares.
¡Qué importante es, por eso, que los
padres sean cercanos −su ausencia causa múltiples problemas−, y que fomenten
siempre el orgullo de transmitir a los hijos la sabiduría del corazón![14] En un hogar «luminoso y alegre»[15], el padre vive y dona su paternidad, la
madre vive y dona su maternidad: cualidades complementarias e irreemplazables,
capaces de llenar el corazón. Y esto, con independencia de cuántos hijos envíe
Dios al matrimonio; y, si los hijos no llegan, pueden ejercer una paternidad y
una maternidad espiritual con otros miembros de la familia y amigos
La espera y
el compromiso
«Tal vez no siempre somos conscientes de
ello, pero es precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el
mundo»[16]. La estructura básica de los pueblos, la
paz de las naciones, se apoya en el ofrecimiento libre, por amor, del hombre y
la mujer; en su fidelidad a un sí que marca para siempre sus vidas.
Hoy abunda el hambre de aventuras. La
oferta es múltiple: propuestas de lo más variadas, intensas, breves,
apasionantes, como una inmersión en el océano, una incursión al techo del mundo
o un salto en el vacío. El compromiso definitivo tiene colores menos
llamativos, pero despierta siempre admiración, porque estamos hechos para amar
para siempre, y en el fondo todo lo demás nos sabe a poco. Un amor que no fuera
para siempre, un sí con letra pequeña, no sería amor.
En la vida familiar es preciso soportar
tempestades y crisis, pero la fidelidad al sí que fundó el hogar puede ser
siempre más fuerte que todos ellos: «fuerte como la muerte es el amor»[17]. Grandes motivos hacen soportar grandes
dificultades; y aquí los motivos no son solo una idea o una institución: son,
sobre todo, personas. El sí del amor llega tan adentro de nuestro ser que no
podemos negarlo sin resquebrajarnos.
Por supuesto, todo gran proyecto entraña
un gran riesgo, y muchos jóvenes hoy no se atreven al sí para siempre, por
miedo a equivocarse. Pero de hecho es un error aun mayor quedarse a las puertas
del amor al que está llamado nuestro corazón. Por eso, se trata de asegurar el
corazón, de hacerlo crecer: ese es el sentido cristiano del noviazgo, «un
itinerario de vida que debe madurar como la fruta, (…) un camino de maduración
en el amor, hasta el momento en que se convierte en matrimonio»[18]. El mejor entrenamiento para ese sí, y
el mejor test de su solidez, es la capacidad de esperar, que
la Iglesia no se cansa de pedir a los novios, aunque a veces no se acierte a
entender sus motivos: «Quien pretende querer todo y enseguida, luego cede
también en todo −y enseguida− ante la primera dificultad (…) El noviazgo
fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o
vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta»[19].
De unos padres que custodian juntos ese
amor, aprenden los hijos. Estos son los hogares que dan los mejores ciudadanos,
dispuestos a sacrificarse por el bien común: trabajadores honrados en lo propio
y en lo ajeno, profesores entusiastas, políticos coherentes, abogados justos,
médicos abnegados, cocineros que hacen del plato una obra de arte… A esta
sombra crecen nuevas madres y padres fieles, y muchos que se entregan a Dios
por completo para servir a la común familia humana, en una vocación en la que
brillan también la maternidad y la paternidad.
Con el transcurso del tiempo la aventura
prosigue: las paredes quedan pequeñas, surgen nuevos hogares, nuevos amores.
Renace el entusiasmo, la alegría de vivir. Existe por eso «un vínculo estrecho
entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. La alegría
de los hijos estremece el corazón de los padres y vuelve a abrir el futuro»[20].
Prof. Pbro. Wenceslao Vial
[1] Francisco, Audiencia, 18-III-2015.
[2] Francisco, Homilía, 6-VII-2015.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Familiaris consortio,
22-XI-1981, n. 66.
[4] Francisco, Audiencia, 17-XII-2014.
[6] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio
del ministerio petrino, 24-IV-2005.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 80.
[8] Juan Pablo II, Carta a las familias,
2-II-94, n. 22.
[10] Santa Teresa, Libro de la vida,
cap. 38.
[11] Francisco, Audiencia, 26-VIII-2015.
[12] Francisco, Audiencia, 13-V-2015.
[13] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer,
n. 87
[14] Cfr. Francisco, Audiencias, 28-I-2015 y
4-II-2015.
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.
78.
[16] Francisco, Audiencia, 18-II-2015.
[18] Francisco, Audiencia, 27-V-2015.
[19] Francisco, Audiencia, 27-V-2015.
[20] Francisco, Audiencia, 11-II-2015.