DEMOCRACIA
Y VALORES MORALES
“La
virtud moral, en efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos
lo malo a causa del placer, y nos apartamos del bien a causa del dolor. Por
ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice
Platón (Leyes II 653a), para podernos
alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación”.
(Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1104b.)
La encíclica Centesimus
annus, en el n° 46, realiza el siguiente juicio sobre la democracia: «la Iglesia aprecia el sistema de la
democracia, en la medida en que asegura que los ciudadanos participan en las opciones
políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a
sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera
pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes
restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan
el poder del Estado.
Una auténtica democracia es
posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de un recta
concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias
para la promoción de las personas, mediante la educación y la formación en los
verdaderos ideales y que se creen en la sociedad estructuras de participación y
corresponsabilidad».
La democracia es auténtica no sólo cuando se respetan
formalmente las reglas, sino que es fruto de la aceptación de los valores en
que se fundamentan los procedimientos democráticos, esto es:
- la dignidad que tiene toda persona humana,
- el reconocimiento y respeto de los derechos del
hombre
- el reconocimiento del bien común como fin y como
criterio que regula la vida política.
La doctrina social de la Iglesia señala que el
relativismo ético es uno de los mayores riesgos para las democracias actuales,
según el cual se considera inexistente un criterio objetivo y universal que
permita establecer el fundamento y la jerarquía de los valores. «Se tiende a afirmar que la filosofía y la
actitud propia de las formas políticas democráticas son el agnosticismo y el relativismo.
De este modo, “quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a
ella con firmeza no son fiables desde un punto de vista democrático, pues no
aceptan que la verdad viene determinada por la mayoría o que puede variar según
los diversos planteamientos políticos. Si no se reconoce la existencia de una
verdad última, que guía y orienta el actuar político, se pueden
instrumentalizar fácilmente las ideas y las convicciones humanas para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como lo demuestra la historia» (CA. n°
46, b).
Solamente reconociendo y aceptando la verdad se da a
la libertad todo el valor que tiene. «“En un mundo sin verdad, la libertad
pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las
pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos”» (CA. 46 d).
En nuestros días está cada vez más extendida la
convicción de que un régimen democrático y liberal no se caracteriza
principalmente por ofrecer a los ciudadanos la posibilidad de defender sus
propios valores sino por no mantener ningún valor, por mantenerse neutral. Por
ello se ha hecho común considerar que el relativismo moral es una actitud
esencial cuando hablamos de democracia. Tal relativismo supone que no existe
más verdad ni más bien que los de la mayoría. Fuera de este criterio no cabe
preguntarse por lo justo o lo legítimo. Cualquier discurso que hable de
“valores objetivos” se presenta como totalitario y antidemocrático (Cf. BARRIO
MAESTRE, J.M., Moral y democracia, en
Cuadernos de Anuario Filosófico, n.49, EUNSA, Pamplona 1997, pp.39-40). En
palabras del entonces Cardenal Ratzinger, hoy nuestro querido Benedicto XVI: «es
preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada (RATZINGER, J., Verdad, valores, poder. Piedras de toque de
la sociedad pluralista, Rialp, Madrid 1995, pp.87-89).
El relativismo, por definición, impide defender nada.
Ni siquiera él mismo, pues si todo es relativo también es relativo que todo sea
relativo y, a su vez, será relativo que sea relativo que todo es relativo…
Por otro lado, si no hay una conciencia social acerca
de la importancia de unos valores que son previos a la democracia –como a
cualquier otro sistema político- y que no son el resultado de un consenso, la
misma convivencia democrática no es posible.
Junto con la democracia se habla del pluralismo y de
tolerancia. Se defienden estos valores de un modo absoluto, como si las
decisiones y la conducta de cada uno no afectasen a los demás. El permisivismo
es precisamente un exceso de libertad social y el consiguiente defecto de
responsabilidad y autoridad. Es un modo de pensar y actuar que hoy es
predominante en muchos países. Se defiende el pluralismo y la tolerancia como
valores irrenunciables, a partir del hecho de que todos somos distintos y hemos
de respetarnos.
La ideología tolerante es fruto de la visión liberal
del hombre. Según ella, la libertad consiste sobre todo en independencia,
autonomía respecto de cualquier autoridad: cada uno es la única autoridad
legisladora sobre sí mismo y la autoridad civil no es más que mero árbitro, que
organiza los intereses de individuos que eligen libremente lo que quieren. Por
otro lado, el único límite de la libertad de cada uno es la libertad de los
demás: es el único criterio para decidir lo que se puede o no se puede hacer.
El problema es que no hay ninguna acción particular que no tenga influencia
sobre los demás, precisamente por la dimensión relacional del hombre.
El permisivismo excluye el reproche hacia conductas
que son distintas a las que nosotros practicamos. De este modo el lenguaje
termina por adquirir un gran poder: se habla de “interrupción del embarazo”, de
“muerte dulce”, de “estrategia de plantilla” en una empresa, de “nuevos modelos
de familia”, de “democratización de la institución familiar” o de “familias
homosexuales”. La afirmación de la verdad es considerada como fundamentalismo y
el respeto a una moral queda reducido a mera convicción subjetiva.
Una cosa es respetar el pluralismo y otra bien
distinta imponer una tolerancia que suponga la pérdida de todo contenido. Así,
los límites de una ideología tolerante quedan a la vista cuando se pretende
excluir del juego a quien no es tolerante. Si no hay una legalidad que
pertenece a todo ser humano, ante los argumentos de la fuerza sólo nos cabe
unirnos a ellos o huir. Si el hombre ha de ser tolerante es porque en él hay
una verdad que defender, que es la combinación entre libertad y respeto a lo
que es.
El defecto contrario a la tolerancia absoluta, al
permisivismo, es el autoritarismo, es decir, la existencia de una autoridad
fuerte encargada de decidir por todos lo que hay que hacer, porque se considera
que la libertad es menos importante que asegurar que ésta se use bien. Lleva
consigo un desprecio a la persona, ya que la considera incapaz de ser
responsable de sí misma.
«La libertad se
fundamenta en la verdad del ser humano. Esa libertad ha de tutelar también el
derecho a la profesión de la propia fe. Pero ese derecho no puede restringirse
al ámbito individual. A la hora de afrontar cuestiones políticas y éticas cada
vez más complejas, los ciudadanos han de encontrar en sus creencias religiosas
una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un diálogo
razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad más
humana y más libre. La libertad no lo es todo. La defensa de la libertad es una
llamada a cultivar la virtud, la autodisciplina, el sacrificio por el bien
común y un sentido de responsabilidad ante los menos afortunados. Además, exige
el valor de empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias
religiosas y los valores más profundos a un debate público razonable»
(BENEDICTO XVI, 16/abril/2008,)
El justo medio de la libertad social no puede
prescindir ni de la libertad ni de la autoridad: ambas son necesarias. Para
ello pone el acento en la responsabilidad social de las personas, en hacer un
uso responsable de la libertad. Y para ello es necesario una educación en los
valores morales, y no sólo en contenidos neutros.
El sistema democrático es un instrumento para ordenar
la vida en sociedad y no es un fin. Al igual que cualquier comportamiento
humano, ha de conformarse a la ley moral. Su moralidad dependerá de los fines
que persiga y de los medios que emplee (PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, B.A.C., Planeta, Madrid 2005, n.407).
Quienes tienen encomendadas tareas de gobierno han de
tener presente la dimensión moral de sus cargos de representación. Han de
conducir al pueblo hacia el bien común y buscar soluciones a los problemas
sociales que se planteen. Una autoridad responsable es la que ejerce su poder
con espíritu de servicio, que se manifestará en su paciencia, modestia, moderación,
caridad, generosidad, etc. Saber colocar el bien común por encima del prestigio
o de otras ventajas personales (Ibíd.410).
La corrupción política, aunque puede darse en
cualquier régimen político, es una de las más graves deformaciones del sistema
democrático porque:
- traiciona al mismo tiempo los principios de la moral
y las normas de la justicia social,
- compromete el funcionamiento correcto del Estado,
- influye negativamente en la relación entre
gobernantes y gobernados,
- genera desconfianza respecto a las instituciones
públicas, lo que provoca un menosprecio cada vez mayor de los ciudadanos por la
política y sus representantes.
En situaciones de corrupción los políticos favorecen a
quienes poseen los medios para influenciarles e impiden que se realice el bien
común de todos los ciudadanos (Ibíd. 411).
La administración pública, sea al nivel que sea, tiene
por finalidad servir a los ciudadanos: gestiona y administra los bienes del
pueblo en vista del bien común. Por tanto, no ha de concebirse como algo
impersonal y burocrático, sino como una ayuda solícita al ciudadano, ejercitada
con espíritu de servicio (Ibíd. 412).
Pbro. Williams Campos
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