La Palabra de Dios en
la vida del sacerdote: oración y homilía
Tomando como hilo conductor de su exposición
la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini(30 de
septiembre de 2010), el Card. Robert Sarah, Presidente del Pontificio Consejo Cor
Unum, muestra que la Palabra de Dios es esencial en la vida de oración del
sacerdote, y explica cómo esto se debería reflejar en su predicación, y en
especial, en la homilía.
El tema que me ha sido
propuesto en este encuentro de Diálogos de Teología contiene,
en su precisa unidad, tres conceptos de notable importancia que conviene
examinar sucesivamente, sin perder, como es natural, la perspectiva de
conjunto. Estos conceptos son: «palabra de Dios», «vida sacerdotal» y «oración».
Cada una de esas nociones podría ser objeto de una amplia ponencia, pero debido
al tiempo reservado a nuestra exposición y a la unidad de perspectiva que exige
nuestro tema, hemos de examinarlas de modo esencial. Tratándose por otra parte
de un diálogo en torno a la exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini (=VD)[2], documento
cuya extraordinaria importancia es de todos conocida, asumiremos este texto
como principal punto de referencia. Lógicamente, VD es ampliamente deudora de
la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos que se celebró en el
Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008 teniendo por tema La Palabra de
Dios en la vida y en la misión de la Iglesia; a su vez, como es sabido, VD
asumió como especial punto de referencia la constitución dogmática Dei
Verbumsobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II (=DV). A este
texto también acudiremos especialmente.
1. Palabra de Dios
La exhortación
apostólica Verbum Domini cuenta entre sus grandes méritos
haber querido dedicar una primera amplia parte de sus reflexiones a tratar de
la «Palabra de Dios»; lo hace en modo articulado, en tres apartados, dedicados
respectivamente al «Dios que habla», a «la respuesta del hombre» a ese Dios que
habla, y al problema hermenéutico del texto bíblico, es decir, a su
interpretación en la Iglesia. Seguirán después las otras dos partes
programáticas del documento: la «Palabra en la vida de la Iglesia» (segundo
apartado) y la «Palabra en el mundo» (tercer apartado). En la primera parte se
afirma una idea de especial relieve en la que queremos centrar la atención: «la
novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el
diálogo que desea tener con nosotros» (VD 6). Dios se ha querido dar a conocer,
se ha dirigido a nosotros para hablarnos de su vida íntima y de sus designios
de salvación –de su amor, en definitiva–, y ese coloquio lo ha actuado
especialmente por medio «del Verbo de Dios, por quien “se hizo todo” (Jn 1,3) y
que se “hizo carne” (Jn 1,14)». La Segunda Persona de la Santísima Trinidad,
asumiendo nuestra naturaleza humana en todo a excepción del pecado, nos ha
revelado «al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos
invita a participar en él» (VD 6). Todo es fruto del infinito amor de Dios,
gracias al cual su «Palabra» se ha acercado a nosotros para desvelarnos el
enigma de la condición humana y el camino de acceso hacia sus moradas, para
decirnos qué es el hombre y cuál es su pequeñez y su grandeza. Vienen a la
mente las palabras de reconocimiento y acción de gracias del autor del Salmo 8:
«¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! [...].
¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te
cuides de él? Y lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de
gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has
puesto bajo sus pies» (Sal 8,2.5-7).
Conviene señalar que,
en el contexto en el que nos encontramos, VD ha querido subrayar de un modo
claro y articulado que la locución «Palabra de Dios» expresa una realidad
multiforme; una realidad que no se puede restringir a un fenómeno solo de
índole textual, aunque éste sea el texto de la Sagrada Escritura, que
manifiesta de modo excelso la Sabiduría divina. El hablar de Dios se ha
expresado en modo variado, con diversas tonalidades y coloridos, existiendo una
verdadera «sinfonía de la Palabra», como se expresa con una bella imagen VD 7.
Dios nos ha hablado y nos habla, en efecto, digamos en primer lugar, por medio
de la creación, que el Documento llama liber naturae, como bien lo
comprendía el autor del salmo 19 cuando afirma: «Los cielos pregonan la gloria
de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día le anuncia el
mensaje al otro día y una noche le da la noticia a la otra noche. Sin discurso,
sin palabras, sin que se oiga su voz, se esparce su rumor por toda la tierra»
(Sal 19,2-5). Sucesivamente, Dios se ha manifestado –nos ha hablado– a través
de los eventos y las narraciones de la historia de la salvación, por boca de
los profetas y de los Apóstoles, por medio de la Tradición viva de la Iglesia,
especialmente a través del lenguaje de la liturgia y de la predicación. Pero
por encima de todo esto, Dios nos ha hablado –y nos habla– por medio del Verbo
eterno encarnado, Jesucristo, la Palabra de Dios hecha realmente consustancial
a nosotros en el seno de María Virgen, como nos recuerda el inicio de la carta
a los Hebreos: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado
a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha
hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y
por quien hizo también el universo» (Hb 1,1-2). Es por esto que la expresión
«Palabra de Dios» hay que referirla principalmente a la persona de Jesucristo,
Hijo eterno del Padre, hecho hombre por nosotros. De ahí que convenga señalar
–lo hacemos con palabras de VD 7–, que es «necesario educar a los fieles para
que capten mejor los diversos significados [de la Palabra de Dios] y comprendan
su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico,
se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta
expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto
central que ocupa en él la persona de Cristo».
Ciertamente, no se nos
oculta que la Sagrada Escritura –unida inseparablemente a la Tradición viva de
la Iglesia formando una sola realidad salvífica–, es una manifestación
privilegiada de la «Palabra de Dios», porque escrita «bajo la inspiración del
Espíritu Santo, tiene a Dios como autor» (DV 11): todo en la Escritura ha caído
bajo la mirada providencial extraordinaria de Dios, pues en su composición Dios
«eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de
forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos
autores, todo y sólo lo que Él quería» (ibidem). Los libros sagrados no
solo contienen por eso la Palabra de Dios, sino que, por ser inspirados, «son
en verdad palabra de Dios» (DV 24). Pero en todo esto no hay que olvidar que el
mismo Espíritu que inspiró a los autores de las Sagradas Escrituras para que
enseñaran «firmemente, con fidelidad y sin error la verdad», y que la quiso
consignar «para nuestra de salvación» (DV 11), es Aquel que actuó en la
encarnación del Verbo, que guió a Jesús a lo largo de su misión y que sostiene
e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de Dios a los
hombres.
2. La Palabra de
Dios en la vida del sacerdote
Al Dios que habla, el
hombre está llamado a dar una respuesta de fe, prestando el homenaje de su
entendimiento y de su voluntad con todas las fuerzas del corazón y de la mente.
En ese diálogo, «nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a
las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón» (VD 23). Conocemos
bien el coloquio que tuvo Jesús con aquel doctor de la ley sobre el principal
mandamiento. «Maestro –le dice–, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le
respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40). Las palabras de
Jesús hacían eco a dos conocidos textos bíblicos, Dt 6,5 y Lv 19, 18, parte de
la célebre oración shema’Israel («escucha Israel») que todo buen
Israelita recitaba con devoción, como también ahora, al menos dos veces al día.
La Palabra de Dios, en efecto, hay que acogerla con plena apertura de corazón,
con todas las fuerzas del ánimo, pues lejos de acallar los deseos más
auténticos del hombre los ilumina, purifica y perfecciona. Llamados a una
identificación con Cristo –«Palabra de Dios entre nosotros» (VD 77)– hemos de
crecer constantemente en nuestra relación personal con Él, siendo como es
«camino, verdad y vida» (Jn 14,6). En esta perspectiva se puede situar la
llamada que hace VD a todos los cristianos para que profundicen su relación con
la Palabra de Dios, a cada uno según su situación en la Iglesia y en el mundo.
Por cuanto se refiere a
los sacerdotes, que por su ministerio son –como afirma la exhortación
apostólica postsinodal Pastores dabo vobis de Juan Pablo II
citada en VD 80[3]– «[ungidos por
Dios y enviados] para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada
hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento
y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a
nosotros en Cristo». Por esto, el sacerdote «debe ser el primero en cultivar
una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su
aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a
la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus
pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la
mente de Cristo” (1Co 2,16)». Por esto, concluye VD 80, las palabras,
decisiones y actitudes del sacerdote «han de ser cada vez más una
transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente
‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor;
conocerá la verdad y será verdaderamente libre[4]». Es necesario
por tanto que la Palabra de Dios se encarne en la vida del sacerdote. Solo
siendo verdaderamente de Cristo, estando continuamente a su escucha, tratándole
con familiaridad especialmente en la Eucaristía, podrá también trasmitir Cristo
a los demás hombres.
A los 34 años, fui
consagrado Arzobispo de Conakry. Teniendo en cuenta esta nueva responsabilidad
y viviendo, además, en un contexto socio-político especialmente difícil, quise
desarrollar, ante el mucho trabajo y la actividad pastoral, la oración diaria y
la profundización de mi relación con Jesús. Después de la experiencia de un
año, en el que vivía un día de retiro al mes, decidí dedicar cada dos meses
tres días al ayuno, a la oración y a la reflexión, en los que tenía como únicos
acompañantes al Santísimo Sacramento y la Sagrada Escritura. Como tenemos todos
bien experimentado, en los días dedicados más específicamente a la oración,
aumenta nuestra humildad y nuestro afán de santidad, se fortalece nuestra
amistad con el Señor y el deseo de servir más a la Iglesia. Biblia y Eucaristía
son el alimento indispensable para el sacerdote, y la fuente de su inspiración
para su enseñanza y sus homilías.
Es ilustrativo notar
que, en un parágrafo precedente, VD se dirige análogamente a los Obispos –esta
vez en referencia a la exhortación apostólica postsinodal Pastores
gregis de Juan Pablo II[5]– exhortándoles
a que, como los más autorizados anunciadores de la Palabra, pusieran siempre
«en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios» (VD 79). Y
precisa el documento: «Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse
encomendado “a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir
el edificio y daros la herencia con todos los santificados” (Hch 20,32). Por
tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus
sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente
de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y
alimentar como en un regazo materno» (VD 79).
Quisiera añadir a estas
enseñanzas magisteriales unas elevadas consideraciones que el Beato Juan Pablo
II formuló en una numerosa ordenación en Brasil sobre la actuación de Cristo en
el sacerdote, en sus palabras y gestos, destacando la íntima e inseparable
unión que entonces se realiza entre el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio
ministerial: «Jesús –decía el Beato Pontífice– nos identifica de tal modo
consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra
personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien
actúa por medio de nosotros. “Por el sacramento del orden –dijo alguien
acertadamente (el Papa cita a san Josemaría)–, el sacerdote se capacita
efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es
Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia
la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre”[6]. Y podemos
añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia
la palabra autorizada y paterna: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2; Lc
5,20; 7,48; cf. Jn 20,23). Y es Él quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo
su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de
Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, los niños y los
pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros
sagrados»[7].
Una síntesis admirable
de toda esta enseñanza de la que venimos hablando me parece encontrarla en la
exhortación que hace la const. dogm. Dei Verbum a todos los
clérigos a que vivan de la Palabra, concretamente, «se sumerjan en las
Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno resulte
“predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su
interior”, puesto que deben comunicar a los fieles que se le han confiado,
sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina»
(DV 25). Ciertamente, tal lectura y estudio diligente de la Palabra de Dios
incumbe, según sus posibilidades, a todos los cristianos, como refiere a
continuación DV 25 con expresión en cierto modo lapidaria: «El Santo Concilio
exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a
que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3,8), con la lectura
frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las
Escrituras es desconocimiento de Cristo”[8]. Lléguense,
pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena
del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas
para ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los
Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero
no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura
para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos
cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas”»[9]. Me parece
especialmente digno de mención el énfasis que hace el documento respecto a la
unión entre la lectura de la palabra de Dios y la oración, pues la una sin la
otra conduciría, o bien a una fraseología sin alma, o bien a un espiritualismo
sin contenido.
3. La meditación de
la Sagrada Escritura
El clérigo, y todo cristiano,
debe centrar su vida en la Palabra de Dios, poniendo a Cristo en el centro de
su existencia, y para esto, una vía necesaria que se ha de recorrer es la
lectura asidua de la Sagrada Escritura, parte esencial, como hemos señalado, de
ese conjunto de realidades a las que corresponde ser llamadas «Palabra de Dios»
y que se relacionan con el Verbo eterno del Padre como reflejos de la imagen
perfecta del Padre. El Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC)
expresa esa relación de la Escritura con la Palabra de Dios afirmando que «a
través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una
palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb
1,1-3)» (CEC 102); afirmación a la que sigue como autorizado complemento el
encomiable comentario de san Agustín: «Recordad que es una misma Palabra de
Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo Verbo que
resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo
Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo»[10].
Es esta relación
intrínseca con el Verbo del Padre, y por tanto con el Verbo Encarnado, lo que
da a las Sagradas Escrituras su más alta definición teológica y las convierte
en objeto de máxima veneración (cf. DV 21). No es extraño por eso, como indica
VD 72, que los santos en la Iglesia hayan hablado siempre de la importancia de
conocer la Escritura para crecer en el amor a Cristo; de modo ejemplar el
documento menciona a san Jerónimo, llamado el «gran enamorado de la Palabra de
Dios», que se preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las
Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la
vida de los creyentes?»[11].
San Jerónimo era plenamente consciente de que la Biblia es el gran instrumento
«con el que Dios habla cada día a los creyentes»[12].
Por eso daba el siguiente consejo a la matrona romana Leta para la educación de
su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura [...].
Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración [...]. Que, en
lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los Libros divinos»[13].
Y al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más
aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que
tú tienes que enseñar»[14].
Por eso, se puede afirmar con las palabras del Catecismo de la Iglesia
Católica, que «en la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su
alimento y su fuerza (cf. DV 24) porque, en ella, no recibe solamente una palabra
humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1Ts 2,13). “En los
libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro
de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21)» (CEC 104). Pienso que unas
palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, de
profundo contenido pastoral, pueden ser muy provechosas en este contexto: «Al
abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de
Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto
relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las
circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los
católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida
de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar
tú también, con el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo
haga?...”. –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues,
toma el Evangelio a diario y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los
santos»[15].
«No solo has de saberlo, sino que has de vivirlo»: es el mensaje que quiero yo
también dirigiros.
Con la misma fuerza,
Johannes Albrecht Bengel, un teólogo protestante (1687-1752) exhorta a los
cristianos con estas palabras: «Te totum applica ad textum, rem totam applica
ad te»; lo que podríamos traducir así: Aplícate enteramente al texto, con todo
tu ser; todo lo que el texto dice, aplícatelo a ti mismo.
La lectura bíblica
tiene que estar finalizada a modelar la vida del que lee, a transformar sus
sentimientos e inteligencia, a identificar al hombre con Cristo, hasta que
pueda pronunciar con sinceridad de corazón, como san Pablo, «y no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la
vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga
2,20).
Para nutrir la vida de
los jóvenes cristianos de Guinea, mi país, y para ayudarles a conocer, amar y
tratar a Jesús como a un amigo, he tenido la alegría de organizar, durante más
de veinte años, unas clases de formación humana y cristiana. Cada año, durante
dos semanas, participaban en estas sesiones entre quinientos y seiscientos
chicos y chicas. Estas dos semanas eran momentos de gracia para mí y para los
jóvenes, que querían empaparse de la Palabra de Dios y vivir una experiencia
personal con Jesús; no sólo a través del estudio de la Sagrada Escritura, sino
también a través de la adoración del Santísimo Sacramento y la Misa diaria. El
estudio de la Palabra de Dios y la contemplación de Jesús-Eucaristía van
siempre unidos.
4. Oración, liturgia
y homilía
La Palabra de Dios debe
ser, en consecuencia, el continuo afán del alma del cristiano, del sacerdote en
particular; alimento constante de su oración, que ha de ser ininterrumpida,
como afirma el Apóstol: «Orad sin cesar. Dad gracias por todo, porque eso es lo
que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús. No extingáis el Espíritu» (1 Ts
5,17-19; cf. Ef 6,18-20). Una oración constante, pues, y llena de deseos de
avanzar en el camino hacia Dios, ha de ser la vida del cristiano. Admirables
son las palabras de VD 24 que, en relación a los Salmos –parte esencial de la
Liturgia de las Horas, joya selecta y magnífica de la vida de la Iglesia–,
afirma: «La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el
Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos
espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras
con que podemos dirigirnos a Dios, presentarle nuestra vida en coloquio ante él
y transformar así la vida misma en un movimiento hacia Él[16].
En los Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos
que el hombre experimenta en su propia existencia y que son presentados con
sabiduría ante Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y
esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también muchos otros
textos de la Sagrada Escritura que hablan del hombre que se dirige a Dios
mediante la oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo por
la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento de la propia misión
(cf. Jr 20,7-18). Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también
Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la revelación
cristiana[17],
y toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo con Dios que habla y
escucha, que llama y mueve nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que
toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina»[18].
Solo en la medida en que por la fe y la devoción la Palabra de Dios penetra en
el alma del hombre –del sacerdote–, haciendo que éste se oriente a Dios como
algo exclusivo de su vida, con todo su entendimiento y voluntad (cf. DV 5), se
es capaz de comunicar esa Palabra a los demás hombres como ella realmente es,
con todo el atractivo que encierra. No es posible de otro modo, porque la
Palabra de Dios no se deja manipular: ella «es viva y eficaz y más cortante que
espada de doble filo; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las
coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien
todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos
que dar cuentas» (Hb 4,12).
Por este motivo la
Iglesia ha insistido constantemente en la lectura orante de la Sagrada
Escritura, en el acercamiento meditado al texto sagrado, en cualquiera de las
formas que han llegado a ser tradicionales en la Iglesia, como elemento fundamental
de la vida espiritual de todo creyente. Con especial fuerza lo declaran las
siguientes palabras de VD 86: «Los Padres sinodales han seguido la línea de lo
que afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: “Todos los fieles [...] acudan
de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios;
en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios, que
para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por
iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la
Sagrada Escritura debe acompañar la oración” (DV 25). La reflexión conciliar
pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre
acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: “Tu
oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras,
hablas tú a Dios”[19].
Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que
entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con
Cristo y la oración. En efecto, está convencido de que la vía privilegiada para
conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica scientia
Christi sin enamorarse de Él» (VD 86).
Esta lectura orante
adquiere un especial relieve en la liturgia, la «acción» del «Cristo total» (Christus
totus), que llevando al hombre más allá de los signos le hace participar de
la liturgia del cielo, «donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta»
(CEC 1136). Y esto porque, si bien es verdad que la Palabra de Dios se dirige
personalmente a cada hombre, no es menos cierto que se trata de una Palabra que
ha sido dada a la Iglesia para construir la comunidad de los fieles. «En la
lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia,
especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de
Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto
sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en
relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística
prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística[20],
así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y
profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el
ámbito litúrgico» (VD 86). Esta relación entre lectura orante y liturgia
permite entender los criterios que la Iglesia ha dado para orientar
precisamente la lectura orante en el contexto de la pastoral y de la vida
espiritual del Pueblo de Dios.
En este contexto, tiene
especial importancia la homilía, que haciéndose eco de los textos litúrgicos,
explicita a los fieles el mensaje evangélico. Recurro particularmente en este
caso a un número de VD, el 59, texto que considero que vale la pena leer con
especial detenimiento; un número cuyas fuentes explícitas se encuentran en el
Misal Romano, y a la vez que se hace eco de la const. dogm. Sacrosanctum
Concilium. Leamos el pasaje en cuestión: «La homilía constituye una
actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a
descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la
propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar
a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración
universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio
específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta
tarea». Actualización del texto bíblico, descubrimiento de la eficacia actual
de la Palabra de Dios, mayor comprensión del misterio eucarístico,
profundización de la fe e invitación a difundir el mensaje evangélico, son pues
las coordenadas constitutivas y la esencia de la homilía. Por eso «se han de
evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra
de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la
atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico».
En consecuencia, «debe
quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a
Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía» (VD 59). El sacerdote
buscará con sus palabras que los fieles puedan descubrir el rostro amable de
Jesucristo que se encuentra en los cuatro Evangelios, que oigan y metan en
práctica las inspiraciones que el Espíritu Santo suscita en sus corazones por
la proclamación de la Palabra de Dios. La centralidad de Cristo en la homilía
se refleja no solo en las palabras, sino en todas las actitudes del predicador:
«Los fieles perciben el amor del celebrante a Cristo en el tono, en las
expresiones, en la alegría, la sencillez, el entusiasmo. De ahí deriva el tipo
peculiar de preparación requerida por la homilía: un estudio meditativo,
íntimamente unido a la oración personal»[21].
El texto de VD citado
concluye diciendo: «Por eso se requiere que los predicadores tengan
familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado [...]. El predicador tiene que
“ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia”[22],
porque, como dice san Agustín: “Pierde tiempo predicando exteriormente la
Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior”[23].
Cuídese con especial atención la homilía dominical y la de las solemnidades;
pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones
apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo,
para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada» (VD
59).
Unas últimas
palabras
Para concluir, quiero
volver a insistir en algo que es esencial para nuestra fe: que la «Palabra de
Dios», siendo por excelencia el Verbo eterno del Padre, la Persona del Hijo
Eterno, que el Padre pronunció antes de todos los siglos, que se hizo carne, entró
en el tiempo y en la historia de los hombres para llevar a cabo nuestra
salvación, esa Palabra debe llenar toda la vida del cristiano y especialmente
del sacerdote. «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros»
(Jn 1,14). La Palabra de Dios es por tanto una Persona, que vino a este mundo
para hacernos descubrir el significado de nuestra existencia y mostrarnos los
caminos que conducen hacia la plena felicidad, hacia Dios. Por eso, como enseña
CEC 108, no hemos de perder de vista que «la fe cristiana no es una “religión
del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un
verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”[24].
Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo,
Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la
inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)». No está centrada nuestra fe, por
tanto, en un texto, aunque en el caso de la religión cristiana se trate del más
excelente de los textos y ocupe ese lugar excelso de hacernos asequible el
conocimiento de Aquel que es «camino, verdad y vida». En esto el cristianismo
mantiene, respecto a los escritos en los cuales se inspira, una relación única,
que ninguna otra tradición religiosa puede tener. Pero no hemos de perder de
vista que es hacia Cristo a donde vamos; hacia una Persona, que debe ser el
punto referencial de nuestra existencia y al que aclaman también las realidades
creadas, la vida de los santos y toda la realidad de la Esposa de Cristo. Y ese
Cristo «vive para siempre», poseyendo «un sacerdocio perpetuo», por eso «puede
salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de él, ya que vive
siempre para interceder por nosotros» (Hb 7,24-25). Ese Cristo es el que el
sacerdote ha de hacer vida de su vida hasta identificarse con El, a través de
una oración continua que sabe encontrarle en todas las realidades creadas,
humanas y divinas.
Pero el cristiano está
llamado a proclamar la verdad. Lo que es vida suya lo ha de trasmitir a otros;
a todos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc
16,15), nos ha dicho el Señor. El sacerdote, en particular, sabe que por el
Sacramento del Orden, está configurado a Cristo Sacerdote, Maestro,
Santificador y Pastor de su Pueblo. Esta es la identidad de los sacerdotes que
siendo «representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman
con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la
salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía;
ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que
congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu»[25].
De ahí que junto a su oración personal, que debe ser a la vez litúrgica, el
sacerdote se sienta llamado a proclamar la verdad sobre Cristo desde esa misma
liturgia. La homilía adquiere así un significado del todo especial. Es la
expresión de una verdad que ha llenado la vida del que habla.
Notas
[*] Conferencia del cardenal Robert Sarah,
presidente del Pontificio Consejo Cor Unum, el 24 de abril, durante
las jornadas Diálogos de Teología 2012, organizadas por la
Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
[2] Publicada con fecha 30 de septiembre del 2010,
memoria de san Jerónimo, año sexto del pontificado de Benedicto XVI.
[8] San Jerónimo, Com. in Is.; cf.
Benedicto XV, Enc. Spiritus Paraclitus, 15 de septiembre de 1920;
Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritus, 30 de septiembre de 1943.
[16] Benedicto XVI, Discurso a los hombres de cultura
en el «Collège des Bernadins» de París, 12 de septiembre de 2008.
[21] Lluís Clavell, Homilías de calidad para
la nueva evangelización, en «Temes D’Avui», 39 (2011), p. 27.
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