Sacratísimo Corazón de Jesús
7 de junio de 2013
Jornada
Mundial de Oración
por
la Santificación de los Sacerdotes
Queridos hermanos en el sacerdocio y amigos:
Con ocasión de la próxima solemnidad del
Sacratísimo Corazón de Jesús, el 7 de junio de 2013, en la cual celebramos la Jornada
Mundial de Oración por la santificación de los Sacerdotes, os saludo cordialmente
a todos, a cada uno de vosotros, y doy gracias al Señor por el don inefable del
sacerdocio y por la fidelidad al amor de Cristo.
La invitación del Señor a «permanecer en
su amor» (cfr. Jn 15, 9) vale para todos
los bautizados, pero en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús resuena con renovada
fuerza en nosotros, los sacerdotes. Como nos ha recordado el Santo Padre en la apertura
del Año Sacerdotal, citando al Santo Cura de Ars, «el sacerdocio es el amor al Corazón
de Jesús» (cfr. Homilía en la celebración
de las Vísperas de la Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, 19 de
junio de 2009). De este Corazón —y no lo podemos olvidar nunca— brotó el don
del ministerio sacerdotal.
Hemos hecho experiencia de que «permanecer
en su amor» nos impulsa con fuerza hacia la santidad. Una santidad —lo sabemos
bien— que no consiste en llevar a cabo acciones extraordinarias, sino en
permitir que Cristo actúe en nosotros y hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos,
sus comportamientos. El valor de la santidad está en la estatura que Cristo alcanza
en nosotros, en cuánto, con el vigor del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra
vida.
Los presbíteros hemos sido consagrados y
enviados para hacer actual la misión salvífica del Hijo Divino encarnado. Nuestra
función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y requiere nuestra
plena fidelidad a Cristo y nuestra incesante unión con Él. Así, sirviendo humildemente,
somos guías que llevan a la santidad a los fieles encomendados a nuestro ministerio.
De ese modo, se reproduce en nuestra vida el deseo que expresó Jesús en su oración
sacerdotal, después de instituir la Eucaristía: «Te ruego por ellos; no ruego
por el mundo, sino por estos que Tú me diste, porque son tuyos (…). No ruego que
los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno (…). Santifícalos en la
verdad (…). Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean
santificados en la verdad (Jn 17, 9.15.17.19).
En
el Año de la Fe
Estas consideraciones asumen
una importancia especial en relación a la celebración del Año de la Fe —que el
Santo Padre Benedicto XVI convocó con el Motu
proprio Porta Fidei (11 de
octubre de 2011)— que comenzó el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, y que terminará en la solemnidad de Nuestro
Señor Jesucristo Rey del Universo, el próximo 24 de noviembre. La Iglesia con sus
Pastores debe seguir en camino, para sacar a los hombres del “desierto” y
llevarlos hacia la comunión con el Hijo de Dios, que es la Vida para el mundo
(cfr. Jn 6, 33).
En esta perspectiva, la Congregación para el
Clero dirige la presente carta a todos los sacerdotes del mundo, para ayudar a
cada uno a renovar el compromiso de vivir el evento de gracia al que estamos
llamados, de modo particular a ser protagonistas y animadores diligentes para
un descubrimiento de la fe en su integridad y en todo su atractivo; por tanto, estimulados
a considerar que la nueva evangelización está orientada precisamente a la
trasmisión genuina de la fe cristiana.
En la Carta Apostólica Porta Fidei el Papa interpreta los
sentimientos de los sacerdotes de no pocos países: «Mientras que en el pasado
era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su
referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no
parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas» (n. 2).
La celebración del Año de la Fe se
presenta como una oportunidad para la nueva evangelización, para superar la
tentación del desánimo, para dejar que nuestros esfuerzos se muevan cada vez
más bajo el impulso y la guía del actual Sucesor de Pedro. Tener fe significa
principalmente estar seguros de que Cristo, venciendo la muerte en su carne, hizo
posible también para quien cree en Él compartir ese destino de gloria, y satisfacer
el anhelo, que alberga en el corazón de todo hombre, de una vida y un gozo
perfectos y eternos. Por esto, «la Resurrección de Cristo es nuestra mayor
certeza, es el tesoro más valioso. ¿Cómo no compartir con los demás este
tesoro, esta certeza? No es sólo para nosotros; es para transmitirla, para
darla a los demás, compartirla con los demás. Es precisamente nuestro
testimonio» (Papa Francisco, Audiencia General, 3 de abril de 2013).
Como sacerdotes debemos prepararnos para
guiar a los demás fieles hacia una maduración de la fe. Sentimos que nosotros
somos los primeros que tenemos que abrir más nuestros corazones. Recordemos las
palabras del Maestro en el último día de la fiesta de las Cabañas en Jerusalén:
«Jesús, en pie, gritó: “el que tenga sed, que venga a mí y beba, el que cree en
mí. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Dijo esto
refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía
no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). También del sacerdote, alter Christus, pueden manar ríos de agua
viva, en la medida en que él beba con fe las palabras de Cristo, abriéndose a
la acción del Espíritu Santo. De su “apertura” a ser signo e instrumento de la gracia
divina depende en última instancia, no sólo la santificación del pueblo que se
le ha encomendado, sino también el orgullo de su identidad: «El sacerdote que
sale poco de sí, que unge poco —no digo “nada” porque, gracias a Dios, la gente
nos roba la unción— se pierde lo mejor de nuestro pueblo, lo que es capaz de
activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de
mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos
conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, y
puesto que no se juegan ni la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con “olor a oveja” — esto os pido: sed
pastores con “olor a oveja”, que eso se note—, en vez de ser pastores en medio
de su rebaño y pescadores de hombres» (Papa
Francisco, Homilía de la S. Misa crismal, 28 de marzo de 2013).
Transmitir
la Fe
Cristo encomendó a los
Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los
hombres. San Pablo siente el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación
de todo el que cree» (Rom 1, 16). Jesucristo
mismo es el Evangelio, la “Buena Nueva” (cfr. 1Cor 1, 24). Nuestra tarea es ser portadores de la fuerza del amor inconmensurable
de Dios, que se manifestó en Cristo. La respuesta a la generosa Revelación
divina es la fe, fruto de la gracia en nuestras almas, que requiere la apertura
del corazón humano. «Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de
un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en
Dios» (Porta Fidei, n. 7). Que tras
años de ministerio sacerdotal, con frutos y con dificultades, el presbítero pueda
decir con San Pablo: «He completado el anuncio del Evangelio de Cristo» (Rom 15, 19; 1Cor 15, 1-11; etc.).
Colaborar con Cristo en la transmisión de
la fe es una tarea de todo cristiano, dentro de la característica cooperación
orgánica entre fieles ordenados y fieles laicos en la Santa Iglesia. Este
dichoso deber implica dos aspectos profundamente unidos. El primero, la
adhesión a Cristo, que significa hacer un encuentro personal con Él, seguirlo, ser
sus amigos, creer en Él. En el contexto cultural actual, resulta particularmente
importante el testimonio de la vida —condición de autenticidad y credibilidad— que
hace descubrir que por la fuerza del amor de Dios su Palabra es eficaz. No debemos
olvidar que los fieles buscan en el sacerdote al hombre de Dios y su Palabra, su
Misericordia y el Pan de la Vida.
Un segundo punto del carácter misionero de
la transmisión de la fe se refiere al hecho de aceptar con gozo las palabras de
Cristo, las verdades que nos enseña, los contenidos de la Revelación. En este
sentido, un instrumento fundamental será precisamente la exposición ordenada y
orgánica de la doctrina católica, anclada en la Palabra de Dios y la Tradición
perenne y viva de la Iglesia.
En particular, tenemos que comprometernos
a vivir y a hacer vivir el Año de la Fe como una ocasión providencial para comprender
que los textos que los Padres conciliares nos dejaron como herencia, según las palabras
del beato Juan Pablo II: «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario
leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos
cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia
[...]. Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la Iglesia ha recibido en
el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para
orientarnos en el camino del siglo que comienza» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo
millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 57: AAS 93 [2001], 308, n. 5).
Los
contenidos de la fe
El Catecismo de la Iglesia Católica —que el Sínodo de los Obispos
extraordinario de 1985 indicó como instrumento al servicio de la catequesis y se
realizó mediante la colaboración de todo el Episcopado— ilustra a los fieles la
fuerza y la belleza de la fe.
El Catecismo
es un auténtico fruto del Concilio Ecuménico Vaticano II, que hace más fácil el
ministerio pastoral: homilías atractivas, incisivas, profundas, sólidas; cursos
de catequesis y de formación teológica para adultos; la preparación de los catequistas,
la formación de las distintas vocaciones en la Iglesia, especialmente en los Seminarios.
En el actual clima relativista parece oportuno
poner de relieve cuán importante es el conocimiento de los contenidos de la
auténtica doctrina católica, inseparable del encuentro con testigos atractivos de
la fe. De los primeros discípulos de Jesús en Jerusalén se narra en libro de
los Hechos que «perseveraban en la
enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las
oraciones» (Hch 2, 42).
En este sentido el Año de la Fe es una
ocasión especialmente propicia para escuchar con más atención las homilías, las
catequesis, las alocuciones y las demás intervenciones del Santo Padre. Para numerosos
fieles, tener a disposición las homilías y los discursos de las audiencias será
una gran ayuda para transmitir la fe a otros.
Se trata de verdades que nos dan vida, como
dice san Agustín cuando, en una homilía sobre la redditio symboli, describe la entrega del Credo: «Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre
en vuestra mente y corazón, y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que
tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando
coméis; algo en lo que mantengáis despierto el corazón, aun cuando vuestro
cuerpo duerme» (Agustín de Hipona,
Sermón 215, sobre la Redditio Symboli).
En Porta
Fidei se traza un recorrido para ayudar a comprender de modo más profundo los
contenidos de la fe y el acto con el cual nos encomendamos libremente a Dios: el
acto con el que se cree y los contenidos a los que damos nuestro asentimiento están
marcados por una profunda unidad (cfr. n. 10).
Crecer
en la fe
El Año de la fe representa,
por tanto, una invitación a la conversión a Jesús único Salvador del mundo, a
crecer en la fe como virtud teologal. En el prólogo al primer volumen de Jesús de Nazaret, el Santo Padre escribe
acerca de las consecuencias negativas si se presenta a Jesús como una figura
del pasado de quien se sabe poco de cierto: «Semejante situación es dramática
para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima
amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el
vacío» (p. 8).
Vale la pena meditar muchas veces estas palabras:
«la íntima amistad con Jesús, de la que
todo depende». Se trata del encuentro personal con Cristo. Encuentro de cada
uno de nosotros, y de cada uno de nuestros hermanos y hermanas en la fe, a los que
servimos con nuestro ministerio.
Encontrar a Jesús, como los primeros discípulos
—Andrea, Pedro, Juan— como la samaritana o como Nicodemo; acogerlo en casa
propia como Marta y María; escucharle leyendo muchas veces el Evangelio; con la
gracia del Espíritu Santo, este es el camino seguro para crecer en la fe. Como
escribía el Siervo de Dios Pablo VI: «La fe es el camino a través del cual la verdad
divina entra en el alma» (Insegnamenti,
IV, p. 919).
Jesús nos invita a sentir que somos hijos y
amigos de Dios: «Os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo
he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os
he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca.
De modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé» (Jn 15, 15-16).
Medios
para crecer en la Fe. La Eucaristía
Jesús nos invita a pedir
con plena confianza, a rezar con las palabras “Padre nuestro”. Propone a todos,
en el discurso de las Bienaventuranzas, una meta que a los ojos de los hombres
parece una locura: «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto» (Mt 5, 48). Para ejercer
una buena pedagogía de la santidad,
capaz de adaptarse a las circunstancias y los ritmos de cada persona, debemos ser
amigos de Dios, hombres de oración.
En la oración aprendemos a llevar la Cruz,
esa Cruz abierta al mundo entero, para su salvación, que, como revela el Señor
a Ananías, acompañará también la misión de Saulo, recién convertido: «Anda, ve;
que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos
y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi
nombre» (Hch 9, 15-16). Y a los fieles
de Galacia, san Pablo hará esta síntesis de su vida: «Estoy crucificado con
Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida
ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó
por mí» (Gál 2, 19-20).
En la Eucaristía se actualiza el misterio
del sacrificio de la Cruz. La celebración litúrgica de la Santa Misa es un encuentro
con Jesús que se ofrece como víctima por nosotros y nos transforma en Él. «Por
su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a
los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Precisamente por ello, el
itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de la Iglesia,
aun sin descuidar la comprensión sistemática de los contenidos de la fe, tuvo
siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro
vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este
sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo» (Benedicto XVI, Exhort. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n.
64). No sorprende entonces que en la Nota
con indicaciones pastorales para el Año de la fe se sugiera intensificar la
celebración de la fe en la liturgia y, en particular, en la Eucaristía, donde se
proclama, se celebra y se refuerza la fe de la Iglesia (cfr. n. IV, 2). Si la
liturgia eucarística se celebra con gran fe y devoción, los frutos son seguros.
El
Sacramento de la Misericordia que perdona
La Eucaristía es el Sacramento que edifica
la imagen del Hijo de Dios en nosotros, mientras que la Reconciliación es lo que
nos hace experimentar la fuerza de la misericordia divina, que libera el alma
de los pecados y le hace saborear la belleza de volver a Dios, verdadero Padre enamorado
de cada uno de sus hijos. Por esto, el sagrado ministro en primera persona debe
estar convencido de que «sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desalentarnos
por nuestras caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra
vida será nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra
fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!» (Papa
Francisco, Audiencia general, 10 de abril de 2013).
El sacerdote debe ser sacramento en el
mundo de esta presencia misericordiosa: «Jesús no tiene casa porque su casa es
la gente, somos nosotros, su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser
la presencia de amor de Dios» (Papa
Francisco, Audiencia general, 27 de marzo de 2013). No podemos, pues, enterrar
este maravilloso don sobrenatural, ni distribuirlo sin tener los mismos sentimientos
de Aquel que amó a los pecadores hasta el culmen de la Cruz. En este sacramento
el Padre nos ofrece una ocasión única para ser, no sólo espiritualmente, sino
nosotros mismos, con nuestra humanidad, la mano suave que, como el Buen
Samaritano, vierte el aceite que alivia las llagas del alma (Lc 10, 34). Debemos sentir como nuestras
estas palabras del Pontífice: «Un cristiano que se cierra en sí mismo, que
oculta todo lo que el Señor le ha dado, es un cristiano... ¡no es cristiano!
¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado! Esto nos dice
que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción —nosotros estamos
en el tiempo de la acción—, el tiempo de hacer rendir los dones de Dios no para
nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los demás; el tiempo en el
cual buscar siempre hacer que crezca el bien en el mundo. […] Queridos hermanos
y hermanas, que contemplar el juicio final jamás nos dé temor, sino que más
bien nos impulse a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y
paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerle en los pobres
y en los pequeños; para que nos empleemos en el bien y estemos vigilantes en la
oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la
historia, nos reconozca como siervos buenos y fieles» (Papa Francisco,
Audiencia general, 24 de abril de
2013).
El sacramento de la Reconciliación, por
tanto, es también el sacramento de la alegría: «Cuando todavía estaba lejos, su
padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al
cuello y lo cubrió de besos. Su Hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el Cielo
y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus
criados: “Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en
la mano y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y sacrificadlo;
comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha
revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y comenzaron a celebrar el
banquete» (Lc 15, 11-24). Cada vez que
nos confesamos encontramos la alegría de estar con Dios, porque hemos experimentado
su misericordia, quizás muchas veces cuando manifestamos al Señor nuestras faltas
debidas a la tibieza y la mediocridad. Así se fortalece nuestra fe de pecadores
que aman a Jesús y saben que son amados por Él: «Cuando a uno le llama el juez
o tiene un juicio, lo primero que hace es buscar a un abogado para que le
defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las
asechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados.
Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo
de acudir a Él para pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona
siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre. No olvidéis esto» (Papa Francisco,
Audiencia general, 17 de abril de
2013).
En la adoración eucarística, podemos decir
a Cristo presente en la Hostia Santa, con santo Tomás de Aquino:
Plagas sicut Thomas no intúeor
Deum tamen meum Te confiteor
Fac me tibi semper magis crédere
En
Te spem habére, Te dilígere.
Y también con el apóstol
Tomás podemos repetir con nuestro corazón sacerdotal, cuando tenemos a Jesús en
nuestras manos: Dominus meus et Deus
meus!
«Bienaventurada
la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). Con estas palabras Isabel
saludó a María. Recurramos a aquella que es Madre de los sacerdotes y que nos precedió
en el camino de la fe, a fin de que cada uno de nosotros crezca en la Fe de su
divino Hijo y así llevemos al mundo la Vida y la Luz, el calor, del Sacratísimo
Corazón de Jesús.
Card. Mauro Piacenza
Prefecto
+ Celso Morga Iruzubieta
Secretario
Se proponen algunas sugerencias
para un momento de oración para el Obispo y el presbiterio, que se puede organizar
como Vigilia de preparación a la Jornada, o bien, hacer durante el mismo día.
Adoración
Eucarística
Canto de entrada
Saludo litúrgico del Obispo.
Sigue la oración.
Oremos.
Padre santo y misericordioso, Tú que hiciste fieles
a los apóstoles en la confesión de tu nombre, confórtanos con la gracia de tu Espíritu
y concede a tus siervos permanecer arraigados en la integridad de la fe y resplandecer
por sabiduría y santidad de vida en el servicio asiduo a tu Iglesia. Por
Cristo, nuestro Señor. Amén.
Evangelio (Se puede
elegir entre los siguientes pasajes: Mc
16, 15-20; Lc 5, 1-11; Lc 10, 1-9; Jn 10, 11-16; Jn 15, 9-17;
Jn 21, 1-14).
Homilía
Renovación de las promesas
sacerdotales como en la Misa crismal.
* * *
Sigue la exposición del SS.
Sacramento. Canto (Adoro
te devote)
Adoración silenciosa.
Durante la oración personal se pueden meditar algunos pasajes como los que se
citan a continuación.
Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto «Presbyterorum Ordinis» acerca
de la vida de los presbíteros, n. 3.
Los presbíteros
en el pueblo de Dios
Papa Francisco, Homilía de la S. Misa crismal (28 de marzo de 2013)
Queridos hermanos y hermanas:
Celebro con alegría la primera Misa Crismal como
Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros,
queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.
Las Lecturas, también el Salmo, nos hablan de los
«Ungidos»: el siervo del Señor de Isaías, David
y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es
para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres,
para los cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser
para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como óleo perfumado sobre la
cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su
ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la
barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción
sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo
representado mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica
en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel
grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del
que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y
seis sobre la del hombro izquierdo (cfr. Éx
28, 6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce
tribus de Israel (cfr. Éx 28, 21).
Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo
que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al
revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los
hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros
santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.
De la belleza de lo litúrgico, que no es puro
adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios
resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijarnos en la
acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se limita a perfumar su
persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá
claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos,
para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para
perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un
frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda
ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida
con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de
haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado
con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida
cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad,
cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel
está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo
agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con
sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que
el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos
todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este
problema...». «Bendígame, padre», y «rece por mí» son la señal de que la unción
llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del
Pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la
gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los
hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e
intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales,
incluso banales —pero lo son sólo en apariencia— el deseo de nuestra gente de
ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir
como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el
borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo
rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido
sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza
oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames
de sangre. Los mismos discípulos —futuros sacerdotes— todavía no son capaces de
ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad
de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cfr. Lc 8, 42). El Señor en cambio siente la
fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a experimentar nuestra unción,
su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento,
hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos
patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones
reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida
pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a
otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de
la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a
dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no
tienen nada de nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco —no
digo «nada» porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción— se pierde lo
mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón
presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco
a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el
intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego
la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que
nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos,
que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de
coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con
«olor a oveja» —esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note—;
en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres. Es
verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y
se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos
meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la
realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra
claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la
unción —y no la función— y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el
nombre de Aquel de quien nos hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes
con el afecto y la oración, para que sean siempre Pastores según el corazón de
Dios.
Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en
nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido ungidos, que lo renueve en
nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos, también a las
«periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que
nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos
con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de
nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido.
Amén.
Benedicto XVI, Homilía en la conclusión del Año Sacerdotal (11 de
junio de 2010)
Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal; queridos hermanos y
hermanas:
El Año sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del
santo cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a
su fin. Nos hemos dejado guiar por el cura de Ars para comprender de nuevo la
grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente
alguien que realiza un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para
que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote
hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de
Cristo las palabras de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir
de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y
el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de
transubstanciación, palabras que lo hacen presente a él mismo, el resucitado,
su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras
que abren el mundo a Dios y lo unen a él. Por tanto, el sacerdocio no es un
simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus
limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en
su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos;
que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de
actuar y presentarse en su lugar; esta audacia de Dios es realmente la mayor
grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere
capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a
ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido considerar y comprender
de nuevo. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de
nosotros, y la gratitud por el hecho de que él se confíe a nuestra debilidad;
que él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de
nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con
Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la
Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta
vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es,
al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren
capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al
«enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera
preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y
así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del
sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el
abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud
de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros
pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras
prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no
vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la
formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la
autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes
en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones
dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año sacerdotal hubiera sido una
glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por
estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de
sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de
barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace
visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de
purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace
reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte
en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor
y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de
entrada en la liturgia de hoy, puede decirnos en este momento lo que significa
hacerse y ser sacerdote: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11, 29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos
una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue
traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por
nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo.
La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que
habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el
sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este
modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo
ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y
vivirse a partir de él. Quiero meditar hoy, sobre todo, los textos con los que
la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En
esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados
de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del
hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y
entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy
es el Salmo 23 — «El Señor es mi pastor»—, en el que el Israel orante acoge la
autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su
propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo
se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida del hombre. La
lectura tomada del Libro de Ezequiel
empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo
su rastro» (Ez 34, 11). Dios cuida
personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo,
extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez
más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no
cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido
siempre que, en definitiva, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano.
Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras
divinidades. Había que llegar a un acuerdo con ellas. El Dios único era bueno,
pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto,
no era necesario ocuparse de él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha
resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un
Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después
retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales
se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es
sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara
de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del
amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y
consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho
más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí.
«Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn
10, 14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me
conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente
alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento
comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes,
en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los
hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor
por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto
esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el
sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y
ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es
solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una
persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle.
Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas
a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con
Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el
honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas
conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23, 3 s). El pastor muestra el
camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de
otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza de modo justo nuestro ser
hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme,
para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, esta es la
pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de
la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo!
Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los
hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de
nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que él es el camino.
Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que
nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: «Sí, vivir ha sido
algo bueno». El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha
mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran Salmo 119 es una
expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la
oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de
manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que
afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son
cadenas, sino el camino que él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y
porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos
hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de
la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que
nos haya mostrado el camino justo.
Después viene una palabra referida a la «cañada oscura», a través de la
cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un
día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y él
estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco
allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te
encuentro”, dice el Salmo 139. Sí, tú estás presente también en la última
fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada
oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar
también en las cañadas oscuras de las tentaciones del desaliento, de la prueba,
que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de
la vida él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de
la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás
allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las
personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos
mostrarles tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las
bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que
buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a
atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de
la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara
del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las
orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la
vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando
se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se
trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la
destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como
si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos
arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe
transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder
caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del Salmo se habla de la mesa preparada, del perfume con que se
unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el
Salmo esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar
con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder
habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este Salmo con Cristo y con su
Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una
amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así
decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios
mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino
exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del
hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios
y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de él este
mandato: «Haced esto en memoria mía»? Alegres porque él nos ha permitido
preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre,
de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos
con todo el corazón las palabras del Salmo: «Tu bondad y tu misericordia me
acompañan todos los días de mi vida» (23, 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por
la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan
concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «Uno de los soldados con la
lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19, 34). El corazón de Jesús es
traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la
sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la
Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su
corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica
la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este
contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que
ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo,
y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se
nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo,
prevé como canto de comunión otra palabra, afín a esta, extraída del evangelio
de san Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba.
Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7, 37 s). En la fe bebemos, por así
decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él
mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo
vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se
ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada
cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en
fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un
mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón;
porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que
seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros
fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la
gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los
hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.
* * *
Los ritos de reposición
eucarística pueden ir precedidos de la Oración universal.
C – Queridos hermanos, unidos en oración como los Apóstoles en el Cenáculo,
pedimos a Dios Padre, por medio de su Hijo Jesucristo, que acoja nuestras súplicas,
por nosotros, por la santa Iglesia y por el mundo entero. Por esto digamos con fe:
Padre, haz que seamos testigos auténticos
y solícitos de tu amor.
- Por el
Santo Padre Francisco, nuestro Obispo N.
y por todos los Pastores de la Iglesia: para que la guíen con bondad y
sabiduría, y firmes en la fe ante todo el mundo den testimonio heroico de
fidelidad a la Palabra de salvación que recibieron de los Apóstoles.
Oremos.
2. Por todos los sacerdotes: para que las
dificultades de su ministerio no los desanimen, sino que los impulsen a
mantener la mirada siempre fija en Aquel que hizo de la Cruz el instrumento de amor
de la misericordia divina que transforma el corazón de todo hombre. Oremos.
3. Por todos aquellos a quienes Jesús llama a
seguirlo para continuar su obra de salvación en el mundo: para que sean fuertes
frente a las seducciones del maligno y respondan con generosidad a la invitación
del divino Maestro, aprendiendo, como los Apóstoles en el Tabor, a saborear la
belleza de estar con Él. Oremos.
4. Por los Rectores de los Seminarios y por
quienes son llamados a forman a los candidatos al ministerio sagrado: para que desempeñen
siempre su tarea con amor paterno, alentando y ayudando a cada joven a crecer
en sabiduría, edad y gracia, y a sacar fruto de los buenos talentos que Dios ha
puesto en su corazón en beneficio de todos. Oremos.
5. Por todos los fieles cristianos: para que,
en espíritu de comunión y colaboración
con todos los ministros, sepan ver en ellos la misteriosa presencia de Jesús Buen
Pastor, que llama continuamente a sus ovejas, y los sostengan constantemente
con la oración, a fin de que sean para ellos cada día un ejemplo y un punto de
referencia seguro para vivir de modo auténtico la fe en el Hijo de Dios. Oremos.
6. La sagrada unción sacramental hace que el
sacerdote sea tal eternamente: para que todos los sacerdotes difuntos
continúen, junto a Cristo ascendido a la derecha del Padre y en unión con Su
santo Sacrificio, la ofrenda de amor de sí mismos, y preparen así un lugar junto
a Él en la gloria a todos aquellos que escuchan su voz. Oremos.
C - Padre, tu obra de salvación, llevada a cabo a
través de tu Hijo, por medio del Espíritu, es reflejo del misterio trinitario, que
es misterio de amor. Acoge nuestras oraciones y ayúdanos a mantenernos siempre fieles
a ti. Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor. Amén.
Se canta el Tantum ergo, y después, antes de las Aclamaciones habituales, se puede utilizar el
esquema de las Letanías de Nuestro Señor Jesucristo, Sacerdote y Víctima (tomadas
del libro Don y misterio de Juan Pablo
II)
Kyrie, eleison Kyrie,
eleison
Christe, eleison Christe,
eleison
Kyrie, eleison Kyrie,
eleison
Christe, audi nos Christe,
audi nos
Christe, exaudi nos Christe,
exaudi nos
Pater de cælis, Deus, miserere
nobis
Fili, Redemptor mundi, Deus, miserere
nobis
Spiritus Sancte, Deus, miserere
nobis
Sancta Trinitas, unus Deus, miserere
nobis
Iesu, Sacerdos et Victima, miserere
nobis
Iesu, Sacerdos in æternum
secundum ordinem Melchisedech, miserere
nobis
Iesu, Sacerdos quem misit
Deus evangelizare pauperibus, miserere
nobis
Iesu, Sacerdos qui in novissima cena
formam sacrificii perennis instituisti, miserere
nobis
Iesu, Sacerdos semper vivens
ad interpellandum pro nobis, miserere
nobis
Iesu, Pontifex quem Pater
unxit Spiritu Sancto et virtute, miserere
nobis
Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte, miserere
nobis
Iesu, Pontifex pro hominibus constitute, miserere
nobis
Iesu, Pontifex confessionis nostræ, miserere
nobis
Iesu, Pontifex amplioris præ Moysi gloriæ, miserere
nobis
Iesu, Pontifex tabernaculi veri, miserere
nobis
Iesu, Pontifex futurorum bonorum, miserere
nobis
Iesu, Pontifex sancte,
innocens et impollute, miserere
nobis
Iesu, Pontifex fidelis et misericors, miserere
nobis
Iesu, Pontifex Dei
et animarum zelo succense, miserere
nobis
Iesu, Pontifex in æternum perfecte, miserere
nobis
Iesu, Pontifex qui per proprium
sanguinem cælos penetrasti, miserere
nobis
Iesu, Pontifex qui nobis
viam novam initiasti, miserere
nobis
Iesu, Pontifex qui dilexisti nos
et lavisti nos a peccatis in sanguine tuo, miserere
nobis
Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum
Deo oblationem et hostiam, miserere
nobis
Iesu, Hostia Dei et hominum, miserere
nobis
Iesu, Hostia sancta et immaculata, miserere
nobis
Iesu, Hostia placabilis, miserere
nobis
Iesu, Hostia pacifica, miserere
nobis
Iesu, Hostia propitiationis et laudis, miserere
nobis
Iesu, Hostia reconciliationis et pacis, miserere
nobis
Iesu, Hostia in qua habemus
fiduciam et accessum ad Deum, miserere
nobis
Iesu, Hostia vivens in sæcula sæculorum, miserere
nobis
Propitius esto! parce
nobis, Iesu
Propitius esto! exaudi
nos, Iesu
A temerario in clerum ingressu, libera
nos, Iesu
A peccato sacrilegii, libera
nos, Iesu
A spiritu incontinentiæ, libera
nos, Iesu
A turpi quæstu, libera
nos, Iesu
Ab omni simoniæ labe, libera
nos, Iesu
Ab indigna opum
ecclesiasticarum dispensatione, libera
nos, Iesu
Ab amore mundi eiusque vanitatum, libera
nos, Iesu
Ab indigna Mysteriorum
tuorum celebratione, libera
nos, Iesu
Per æternum sacerdotium tuum, libera
nos, Iesu
Per sanctam unctionem, qua a Deo Patre
in sacerdotem constitutus es, libera
nos, Iesu
Per sacerdotalem spiritum tuum, libera
nos, Iesu
Per ministerium illud, quo Patrem tuum
super terram clarificasti, libera
nos, Iesu
Per cruentam tui ipsius immolationem
semel in cruce factam, libera
nos, Iesu
Per illud idem sacrificium
in altari quotidie renovatum, libera
nos, Iesu
Per divinam illam potestatem, quam
in sacerdotibus tuis invisibiliter exerces, libera nos, Iesu
Ut universum ordinem sacerdotalem
in sancta religione conservare digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut pastores secundum cor tuum
populo tuo providere digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut illos spiritus sacerdotii tui
implere digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut labia sacerdotum scientiam custodiant, Te
rogamus, audi nos
Ut in messem tuam operarios
fideles mittere digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut fideles mysteriorum tuorum
dispensatores multiplicare digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut eis perseverantem in tua voluntate
famulatum tribuere digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut eis in ministerio mansuetudinem,
in actione sollertiam et
in oratione constantiam concedere digneris, Te rogamus, audi nos
Ut per eos sanctissimi Sacramenti
cultum ubique promovere digneris, Te
rogamus, audi nos
Ut qui tibi bene ministraverunt,
in gaudium tuum suscipere digneris, Te
rogamus, audi nos
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, parce
nobis, Domine
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, exaudi
nos, Domine
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere
nobis, Domine
Iesu, Sacerdos, audi
nos
Iesu, Sacerdos, exaudi
nos
OREMUS
Ecclesiæ tuæ, Deus, sanctificator et custos, suscita in ea per Spiritum
tuum idoneos et fideles sanctorum mysteriorum dispensatores, ut eorum
ministerio et exemplo christiana plebs in viam salutis te protegente dirigatur.
Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Deus, qui ministrantibus et ieiunantibus discipulis segregari iussisti
Saulum et Barnabam in opus ad quod assumpseras eos, adesto nunc Ecclesiæ tuæ
oranti, et tu, qui omnium corda nosti, ostende quos elegeris in ministerium.
Per Christum Dominum nostrum. Amén.
Bendición eucarística,
Aclamaciones y reposición del Santísimo. Canto: Laudate Dominum.
Al término de la celebración
se reza el Acto de
consacración de los sacerdotes a la Santísima Virgen, según la fórmula que utilizó Benedicto XVI en la conclusión del Año Sacerdotal.
Madre Inmaculada, en este lugar de gracia,
convocados por el amor de tu Hijo Jesús,
sumo y eterno Sacerdote,
nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno,
para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
Somos conscientes de que sin Jesús
no podemos hacer nada (cfr. Jn 15, 5)
y de que, sólo por Él, con Él y en Él,
seremos instrumentos de salvación para el mundo.
Esposa del Espíritu Santo,
alcánzanos el don inestimable
de la transformación en Cristo.
Por la misma potencia del Espíritu que,
extendiendo su sombra sobre ti,
te hizo Madre del Salvador,
ayúdanos para que Cristo, tu Hijo,
nazca también en nosotros,
y, de este modo, la Iglesia
sea renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel
que hace nuevas todas las cosas.
Madre de misericordia,
ha sido tu Hijo Jesús
quien nos ha llamado a ser como él:
luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-14).
Ayúdanos, con tu poderosa intercesión,
a no desmerecer esta vocación sublime,
a no ceder a nuestros egoísmos,
ni a las lisonjas del mundo,
ni a las tentaciones del Maligno.
Presérvanos con tu pureza, custódianos con tu
humildad
y rodéanos con tu amor maternal, que se refleja en
tantas almas consagradas a ti
y que son para nosotros auténticas madres
espirituales.
Madre de la Iglesia, nosotros, los sacerdotes, queremos
ser pastores
que no se apacientan a sí mismos, sino que se
entregan a Dios por los hermanos,
encontrando en esto la felicidad.
Queremos repetir cada día humildemente
no sólo de palabra sino con la vida, nuestro «aquí
estoy».
Guiados por ti, queremos ser apóstoles de la
Misericordia divina,
llenos de gozo por poder celebrar diariamente el
santo sacrificio del altar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan el
sacramento de la Reconciliación.
Abogada y Mediadora de la gracia, tú que estás
totalmente unida
a la única mediación universal de Cristo, pide a
Dios para nosotros
un corazón completamente renovado, que ame a Dios con
todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.
Repite al Señor esas eficaces palabras tuyas:
«No tienen vino» (Jn 2, 3), para que el Padre y el Hijo
derramen sobre nosotros, como una nueva efusión, el
Espíritu Santo.
Lleno de admiración y de gratitud por tu presencia
continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes, también yo
quiero exclamar:
«¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi
Señor? (Lc 1, 43)
Madre nuestra desde siempre, no te canses de
«visitarnos», consolarnos y sostenernos.
Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los
peligros que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración,
queremos acogerte de un modo más profundo y
radical,
para siempre y totalmente, en nuestra existencia
humana y sacerdotal.
Que tu presencia haga reverdecer el desierto de
nuestras soledades y brillar el sol
en nuestras tinieblas, y haga que vuelva la calma después
de la tempestad,
para que todo hombre vea la salvación del Señor,
que tiene el nombre y el rostro de Jesús, reflejado
en nuestros corazones,
unidos para siempre al tuyo. Así sea.
Canto final: Salve Regina
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