LA ESCATOLOGÍA EN LA
LITURGIA DE LA IGLESIA
La fe cristiana se expresa de modo vivo en la liturgia de la Iglesia y
en la oración de los creyentes. Las verdades de fe, como gemas engastadas en
una corona, brillan de manera singular en las plegarias y en las acciones
litúrgicas. Por eso, cada cristiano debería preguntarse con frecuencia si es
consciente del valor de la oración de la Iglesia y en la Iglesia, en la que la
fe personal queda formulada y magnificada. Aunque San Josemaría lo dice de la
oración en general, bien se puede aplicar a la oración litúrgica esta
recomendación: «despacio. -Mira qué dices, quién lo dice y a quién. -Porque ese
hablar deprisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas (SAN
JOSEMARÍA, Camino, n. 85). Mira qué dices: sé plenamente consciente de
las verdades que proclamas, se plenamente coherente con las verdades que
anuncias y constante en aclamar la verdad que profesas.
En las oraciones de la Iglesia podemos encontrar valiosas afirmaciones
sobre el destino final del hombre y del mundo: la expectación de la gloriosa
venida de Cristo; la esperanza de la resurrección; la inmortalidad del alma y
la retribución personal tras la muerte. Meditarlas y contemplar su riqueza es
una ayuda para vivir cada día con más profundidad la liturgia, para hacer cada
vez más teologal nuestra propia vida interior.
EL ANHELO DE LA PARUSÍA
La expectación de la segunda venida de Cristo, para establecer su Reino
definitivo, ha ocupado siempre un lugar privilegiado entre las oraciones de la
Iglesia. En algunos ritos actualizados tras el Concilio Vaticano II, se ha
retomando una fórmula de la liturgia hispánica: «cuantas veces comáis este pan
y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga glorioso
desde el cielo» (Liturgia Hispánica.). Entre las posibles aclamaciones
previstas para recitarse después de la consagración en la forma ordinaria del
rito romano, figura: «mortem tuam annuntiámus, Dómine, et tuam
resurrectiónem confitémur, donec vénias», «anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús» (3Misal Romano, Aclamación tras
la Consagración ). También encontramos esta expectación escatológica en algunas
liturgias eucarísticas de Oriente: «celebramos la memoria de su pasión
vivificadora, de su salvadora Cruz, de su muerte y de su entierro, de su
resurrección de entre los muertos después de tres días, de su ascensión, de su
estar sentado a la diestra del Padre, de su segunda vuelta gloriosa y terrible,
cuando llegue con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos y a dar a cada
uno según sus obras» (Liturgia de Santiago).
La convergencia en este punto de liturgias desarrolladas en lugares
diversos y épocas diferentes es muy significativa. Indica la firmeza de la
expectación cristiana de la parusía. El pensamiento de la segunda venida de
Cristo ha de llevar a los cristianos a vivir siempre vigilantes,
espiritualmente preparados. El cristiano sabe –con una sabiduría enraizada en
la fe, «fundamento de las cosas que se esperan» (Hb 11, 1. )– que el Evangelio es «una comunicación que
comporta hechos y cambia la vida», porque «quien tiene esperanza vive de otra
manera; se le ha dado una vida nueva» (BENEDICTO XVI, Litt. enc. Spe salvi,
30 de noviembre de 2007, n. 2 ). Sabe que su existencia no es un sinsentido, de
modo que la fe en la vida futura transfigura la presente y la llena de
contenido.
MUERTE Y RETRIBUCIÓN EN LA LEX ORANDI DE LA IGLESIA
Las oraciones que reza la Iglesia por los moribundos y por los difuntos
arrojan luces importantes sobre el enigma de la muerte. Aluden al encuentro con
un Dios cuya misericordia y justicia determinan el destino del difunto, «bien a
través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la
bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1022 ); expresan, además, la esperanza en la
resurrección al final de los tiempos.
Por ejemplo es común rezar esta bella oración por el moribundo:
«marcha, alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios Padre todopoderoso
que te creó, en nombre de Jesucristo el Hijo de Dios vivo que padeció por ti,
en nombre del Espíritu Santo que fue infundido en ti: esté hoy tu lugar en la
paz y tu habitación junto a Dios en la Sión santa» (Ordo unctionis
infirmorum, editio typica 1972, n. 146.). Y una de las plegarias posibles a
la hora de disponer el cadáver del difunto en el féretro es: «recibe, Señor, el
alma de tu siervo, que te has dignado llamar de este mundo a ti, para queliberada
del vínculo de todos los pecados, se le conceda la felicidad del descanso y de
la luz eterna, de modo que merezca ser levantada entre tus santos y elegidos en
la gloria de la resurrección» (Ordo exsequiarum, editio typica 1969, n.
195, n. 30. )
Hallamos más fórmulas maravillosas –verdaderos compendios de
escatología– en las Misas por los difuntos. «Señor Dios, perdón de los
pecadores y felicidad de los justos, al cumplir con dolor el deber de dar
sepultura al cuerpo de nuestro hermano, te pedimos le des parte en el gozo de
tus elegidos; que en el día de la resurrección, libre ya de la corrupción de la
muerte, disfrute de la claridad de tu presencia» (Misal Romano, Oración
colecta de la misa exequial fuera del tiempo pascual, B ). «Te presentamos
humildemente, Señor, este sacrificio por tu siervo, para que pueda vivir
eternamente contigo el que en la tierra ya te conoció por la fe y fue tuyo por
el bautismo» (Misal Romano, Oración sobre las ofrendas, Misa en el
aniversario de un difunto, D). «Señor Dios, el único que puede dar la vida
después de la muerte, perdona los pecados de nuestro hermano N., y por su fe en
la resurrección de Jesucristo concédele participar un día de la gloria de tu
Hijo» (Misal Romano, Oración colecta, Misa exequial, D.)
Desde los primeros tiempos, los cristianos –de modo parecido a los
judíos– han practicado la oración por los difuntos y ofrecido sufragios por su
eterno descanso. Esta tradición es indicativa no sólo de la fe en la
pervivencia más allá de la muerte –vita mutatur, non tollitur (la vida
no acaba, es transformada) (Misal Romano, Prefacio I de difuntos )–,
sino que expresa además la confianza en Dios misericordioso y justo, y en la
eficacia de las plegarias de la familia de Dios. Comentando la tradición de
rezar por los muertos, dice Benedicto XVI que «se puede dar a las almas de los
difuntos “consuelo y alivio” por medio de la Eucaristía, la oración y la
limosna»; y agrega «que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible
un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos
de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental
del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia
consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres
queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición
de perdón?» (BENEDICTO XVI, Spe salvi, n. 48.)
La convicción de que el difunto, habiendo traspasado el velo de la
muerte, abre sus ojos ante el Juez Misericordioso, y de Él recibe retribución,
sirve para avivar en el creyente un hondo sentido de solidaridad y
responsabilidad. «Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo (…)
Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni
siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con
él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación
(…) Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo
salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que
otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la
esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal» (Ibid)
Así, pues, ¿ofrecemos sufragios abundantes por nuestros familiares y amigos
difuntos? ¿Rezamos con fe por todos los difuntos?
LITURGIA TERRENA, LITURGIA CELESTE
Por designio divino, los misterios escatológicos son no sólo manifestados
en la liturgia, sino hechos actuales y presentes. «La belleza de la
liturgia es parte del Misterio pascual: es expresión eminente de la gloria de
Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra» (Benedicto
XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 35 ).
Así se comprende que las voces de los hijos e hijas de la Iglesia en la tierra
se unen en cada celebración al «clamor de muchos ángeles que rodeaban el trono,
a los seres vivos y a los ancianos» (Ap, 5, 11). Una realidad que llevaba a san
Josemaría a vivir la liturgia con una especial conciencia de la comunión de
toda la Iglesia, a descubrirnos la grandiosidad de esa alabanza universal: «la
tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus,
Sanctus, Sanctus (...) Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil,
porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a
la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima
Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es
Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre» (SAN JOSEMARÍA,Es Cristo que pasa,
n. 89).
De modo particular, experimentamos la profunda comunicación con los
bienaventurados cuando celebramos la memoria litúrgica de santos concretos, en
las ceremonias de beatificación y canonización y, especialmente, en la
Solemnidad de Todos los Santos. En esos momentos, la Iglesia no sólo aclama con
agradecimiento la obra divina en la vida de tantos hombres y mujeres, sino que
pide de Dios –y de algún modo consigue– unirse a la compañía de los
bienaventurados. Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari... ¡Haz
que nos asociemos a tus santos en la gloria eterna! (Cfr. Himno Te Deum).
De un modo misterioso pero real, la celebración litúrgica pone a los
fieles –sujetos inmersos en la historia, peregrinantes, pecadores– en
comunicación con Cristo sentado en gloria a la derecha del Padre, junto con los
ángeles y santos «que gritaban con fuerte voz: -¡La salvación viene de nuestro
Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero!» (Ap 7, 10). Realiza ya,
aunque sólo de modo parcial, la vida con la Trinidad que esperamos alcanzar al
final de los tiempos: «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en
aquella liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén,
hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la
diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero,
cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando
la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su
compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se
manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con
El» (CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 8)
D. J. José
Alviar, Breve curso de escatología
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