La
Iglesia cree que quienes se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen,
por la misericordia de Dios, el perdón de sus pecados cometidos contra Él. Al
mismo tiempo, el penitente se reconcilia con la Iglesia, con sus hermanos y
consigo mismo.
Algunos
no llegan a comprender qué es este sacramento y por qué un sacerdote puede
perdonar, en nombre de Dios, los pecados. Veamos.
El sacramento
recibe diversos nombres, que nos muestran cuál es su sentido. Se llama sacramento
de conversión: porque realiza algo que Jesús pidió desde el inicio de
su ministerio: la conversión (ver Mc 1,15), la vuelta al Padre, de quien nos
alejamos. También se llama sacramento de la penitencia,
porque nos lleva a arrepentirnos y a reparar las faltas que hayamos podido
cometer. Es la confesión, porque es la valiente
declaración de nuestras faltas, y al mismo tiempo "confesamos" la
inmensa misericordia de Dios para con los pecadores. Es también el sacramento
del perdón, porque Dios nos otorga el perdón y la paz. Es, finalmente,
el sacramento de la reconciliación, porque nos da el amor de Dios que
reconcilia. ¿Cómo no desear este sacramento, que nos llena de vida nueva en
Cristo?
En Cristo hemos
recibido la vida nueva: "habéis sido lavados, habéis sido santificados,
habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios" (1Cor 6,11). Sin embargo, nos dice también san Juan: «Si
decimos: "no tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en
nosotros» (1Jn 1,18). Esta vida nueva que recibimos no suprime nuestra
fragilidad, nuestra inclinación al pecado. ¿Acaso cuando el Señor invita a la
conversión se refiere sólo a un momento de nuestra vida? ¿No es un llamado para
todo cristiano? Ya desde el Antiguo Testamento se nos invitaba a tener un
corazón contrito (ver Sal 51,19). San Ambrosio, en el siglo
IV, decía acerca de la actitud de quien se reconoce pecador después de haber
recibido el bautismo: «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo
y las lágrimas de la Penitencia» (ep. 41,12).
Necesitamos,
entonces, renovar el corazón (Ez 36,26-27; Lc 5,21). La sangre de Cristo nos ha
obtenido el perdón de los pecados. No debemos temer.
El pecado, al
llevarnos a romper nuestra amistad con Dios, necesita de Su perdón. Pero Dios
lo ha previsto todo con mucho amor hacia nosotros. Él nos perdona los pecados.
Y sólo Él lo puede hacer: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los
pecados en la tierra» (Mc 2,10). Es más, lo hace: «Tus pecados están
perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Pero aún más: Jesús, en virtud de su autoridad
divina, otorga ese poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre (ver:
Jn 20,21.23).
Cristo mismo
instituyó este sacramento de la Reconciliación para quienes, después del
Bautismo, hayan caído en pecado grave y hayan perdido la gracia bautismal.
Tertuliano, en el siglo II, decía que el sacramento de la Reconciliación es
como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida
de la gracia» (Tertuliano, paen. 4,2).
Cristo confió la
tarea de perdonar en su nombre a los Apóstoles (recordemos Jn 20,23; o 2Cor
5,18). Los obispos, sus sucesores, los presbíteros, colaboradores de los
obispos, continúan ejerciendo ese ministerio. El confesor no es dueño,
sino administrador del perdón, es el servidor de Dios para el bien de los
hombres.
El Señor dijo: «Me
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Quien tuvo
poder para crear, para venir al mundo y, después de muerto resucitar, ¿no
tendrá poder para confiar ese sacramento de salvación para sus hermanos
humanos? ¿Qué haríamos sin el sacramento del perdón? ¿Quién nos daría la
seguridad del perdón? Dios, sabiamente, predispuso que el perdón fuese
otorgado, en su nombre, por otros hombres, para que todos pudiésemos tener
acceso al perdón divino. Cuando alguno de nosotros pide perdón a alguien a
quien ha ofendido, ¿experimentará lo mismo que pidiendo perdón en su interior,
sin decírselo a nadie? ¿Qué certeza tenemos de ser escuchados por Dios? La
certeza que Él, en su infinita sabiduría, nos dio: «A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,23).
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