Discurso del Santo
Padre
Congreso de la
Congregación para el Clero en el 50º aniversario de los
Decretos
Conciliares Optatam totius y Presbyterorum ordinis
Viernes, 20 de
noviembre de 2015
Señores Cardenales, queridos hermanos Obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas, dirijo a cada uno un cordial saludo y expreso un sincero
agradecimiento a Usted, Cardenal Stella, y a la Congregación para el Clero, que
me han invitado a participar en este Congreso, a 50 años de la promulgación de
los Decretos conciliares Optatam totius y Presbyterorum
ordinis.
Os pido perdón por haber cambiado los planes, que era que
yo fuese a veros, pero habéis visto que no había tiempo, ¡e incluso aquí he
llegado tarde!
No se trata de una “evocación histórica”. Estos dos
Decretos son una semilla, que el Concilio echó en el campo de la vida de la
Iglesia; en el curso de estos cinco decenios han crecido, se han vuelto una
planta frondosa, ciertamente con alguna hija seca, pero sobre todo con tantas
flores y frutos que embellecen a la Iglesia de hoy. Recorriendo el camino
realizado, este Congreso ha mostrado dichos frutos y ha constituido una
oportuna reflexión eclesial sobre el trabajo que queda por hacer en este ámbito
tan vital para la Iglesia. ¡Aún queda trabajo por hacer!
Optatam totius y Presbyterorum
ordinis han sido recordados juntos, como las dos mitades de una
realidad única: la formación de los sacerdotes, que distinguimos en inicial y
permanente, pero que constituye para ellos una única experiencia de
discipulado. No es casualidad que el Papa Benedicto, en enero de 2013 (Motu
proprio Ministrorum institutio) diera una forma concreta, jurídica,
a esta realidad, atribuyendo a la Congregación para el Clero también la competencia
sobre los seminarios. De este modo, el mismo Dicasterio puede empezar a
ocuparse de la vida y del ministerio de los presbíteros desde el momento del
ingreso en el seminario, trabajando para que las vocaciones sean promovidas y
cuidadas, y puedan florecer en la vida de santos sacerdotes. ¡El camino de la
santidad de un sacerdote empieza en el seminario!
Desde el momento en que la vocación al sacerdocio es un don
que Dios hace a algunos para el bien de todos, quisiera compartir con vosotros
algunos pensamientos, precisamente a partir de la relación entre los sacerdotes
y las demás personas, siguiendo el n. 3 de Presbyterorum ordinis,
en el que se encuentra como un pequeño compendio de teología del sacerdocio,
sacado de la Carta a los Hebreos: «Los presbíteros han sido tomados de entre
los hombres y constituidos en favor de los hombres para las cosas que se
refieren a Dios, para ofrecer dones y sacrificios en remisión de los pecados;
viven pues en medio de los demás hombres como hermanos en medio de los
hermanos».
Consideremos estos tres momentos: “tomados entre
los hombres”, “constituidos en favor de los hombres”, presentes “en
medio de los demás hombres”.
El sacerdote es un hombre que nace en determinado
contexto humano; ahí aprende los primeros valores, absorbe la
espiritualidad del pueblo, se acostumbra a las relaciones. También los
sacerdotes tienen una historia, no son “hongos” que surgen de improviso en la
Catedral el día de su ordenación. Es importante que los formadores y los mismos
sacerdotes recuerden esto y sepan tener en cuenta dicha historia personal a lo
largo del camino de la formación. En el día de la ordenación siempre digo a los
sacerdotes, a los neo sacerdotes: acordaos de donde habéis sido tomados, del
rebaño, ¡no os olvidéis de vuestra madre y de vuestra abuela! Esto lo decía
Pablo a Timoteo, y yo también lo digo. Esto quiere decir que no se puede ser
cura creyendo que uno ha sido formado en un laboratorio, no; comienza en la
familia con la “tradición” de la fe y con toda la experiencia de la familia. Y
hace falta que sea personalizada, porque es la persona concreta la que es
llamada al discipulado y al sacerdocio, teniendo en cuenta en cada caso que es
solo Cristo el Maestro a seguir y a quien configurarse.
Me gusta, en este sentido, recordar aquel fundamental
“centro de pastoral vocacional” que es la familia, Iglesia doméstica y primer y
fundamental lugar de formación humana, donde puede germinar en los jóvenes el
deseo de una vida concebida como camino vocacional, para recorrer con empeño y
generosidad.
En familia y en todos los demás otros contextos
comunitarios –escuela, parroquia, asociaciones, grupos de amigos– aprendemos a
estar en relación con personas concretas, nos hacemos modelar por el trato con
ellos, y nos convertimos en lo que somos también gracias a ellos.
Un buen sacerdote, pues, es ante todo un hombre con su
propia humanidad, que conoce su historia, con sus riquezas y sus heridas, y que
ha aprendido a estar en paz con ella, alcanzando la serenidad de fondo, propia
de un discípulo del Señor. La formación humana es pues una necesidad para los
sacerdotes, para que aprendan a no dejarse dominar por sus limitaciones, sino
más bien a sacar fruto de sus talentos.
Un sacerdote que sea un hombre pacífico sabrá difundir
serenidad en torno a sí, incluso en los momentos difíciles, trasmitiendo la
belleza del trato con el Señor. No es normal, en cambio, que un sacerdote esté
con frecuencia triste, nervioso o duro de carácter; no está bien y no hace
bien, ni al sacerdote, ni a su pueblo. Pero si tú tienes una enfermedad, estás
neurótico, ¡ve al médico! Al médico espiritual y al médico clínico: te darán
pastillas que te harán bien, ¡ambos! Pero, por favor, ¡que los fieles no paguen
la neurosis de los curas! No peguéis a los fieles; cercanía de corazón con
ellos.
Nosotros sacerdotes somos apóstoles de la alegría,
anunciamos el Evangelio, es decir, la “buena noticia” por excelencia; claro que
no somos nosotros los que damos la fuerza al Evangelio –algunos lo creen–, pero
podemos favorecer u obstaculizar el encuentro entre el Evangelio y las
personas. Nuestra humanidad es el “vaso de barro” donde guardamos el tesoro de
Dios, un vaso que debemos cuidar, para trasmitir bien su precioso contenido.
Un sacerdote no puede perder sus raíces, siempre será un
hombre del pueblo y de la cultura que lo generaron; nuestras raíces nos ayudan
a recordar quiénes somos y dónde Cristo nos llamó. Nosotros sacerdotes no
caemos de lo alto, sino que somos llamados, llamados por Dios, que nos toma “de
entre los hombres”, para constituirnos “en favor de los hombres”. Me
permito una anécdota. En una diócesis, hace años... No en una diócesis, no, en
la Compañía había un buen sacerdote, joven, que llevaba dos años de sacerdote.
Entró en confusión, habló con el padre espiritual, con sus superiores, con los
médicos y dijo: “Me voy, no puedo más, me voy”. Y pensando en estas cosas –yo
conocía a su madre, gente humilde– le dije: “¿Por qué no vas a tu madre y le
hablas de esto?”. Y fue, se pasó todo el día con su madre, y volvió cambiado.
Su madre le dio dos “bofetadas” espirituales, le dijo tres o cuatro verdades,
lo puso en su sitio, y siguió adelante. ¿Por qué? Porque fue a la raíz. Por eso
es importante no quitar la raíz de la que venimos. En el seminario debes hacer
la oración mental… Sí, claro, eso hay que hacerlo, aprender… Pero ante todo
reza como te enseñó tu madre, y luego sigue adelante. Pero siempre la raíz está
ahí, la raíz de la familia, como aprendiste a rezar de niño, incluso con las
misma palabras, comienza a rezar así. Luego ya avanzarás en la oración.
Ahora el segundo pasaje: “en favor de los hombres”.
Aquí hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los presbíteros.
Respondiendo a la vocación de Dios, se es sacerdotepara servir a los
hermanos y hermanas. Las imágenes de Cristo que tomamos como referencia
para el ministerio de los sacerdotes son claras: Él es el “Sumo Sacerdote”, del
mismo modo cercano a Dios y cercano a los hombres; es el “Siervo”, que lava los
pies y se hace próximo a los más débiles; es el “Buen Pastor”, que siempre
tiene como fin el cuidado del rebaño.
Son las tres imágenes que debemos mirar, pensando en el
ministerio de los sacerdotes, enviados a servir a los hombres, a hacerles
alcanzar la misericordia de Dios, a anunciar su Palabra de vida. No somos
sacerdotes para nosotros mismos y nuestra santificación está estrechamente
vinculada a la de nuestro pueblo, nuestra unción a su unción: tú estás ungido
para tu pueblo. Saber y recordar que estamos “constituidos para el pueblo” –pueblo
santo, pueblo de Dios–, ayuda a los curas a no pensar en sí, a tener autoridad
sin ser autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en
definitiva, pastores, no funcionarios. Hoy, en ambas Lecturas de la Misa se ve
claramente la capacidad de gozar que tiene el pueblo, cuando viene devuelto y
purificado el templo (1Mac 4,36-37.52-59), y en cambio la incapacidad de
alegría que tienen los jefes de los sacerdotes y los escribas ante la expulsión
de los mercaderes del templo por parte de Jesús (Lc 19,45-48). Un
sacerdote debe aprender a gozar, nunca debe perder –mejor así– la capacidad de
alegría: si la pierde es que hay algo que no va. Y os digo sinceramente, yo
tengo miedo de endurecerme, me da miedo. De los curas rígidos… ¡Lejos! ¡Te muerden!
Y me viene a la mente aquella expresión de san Ambrosio, del siglo IV: “Donde
está la misericordia está el espíritu del Señor, donde hay rigidez solo están
sus ministros”. El ministro sin el Señor se vuelve rígido, y esto es un peligro
para el pueblo de Dios. Pastores, no funcionarios.
El pueblo de Dios y la humanidad entera son destinatarios
de la misión de los sacerdotes, a los que tiende toda la obra de la formación.
La formación humana, la intelectual y la espiritual confluyen naturalmente en
la pastoral, a la cual proporcionan instrumentos, virtudes y disposiciones
personales. Cuando todo esto se armoniza y se amalgama con un genuino celo
misionero, a lo largo del camino de una vida entera, el sacerdote puede cumplir
la misión confiada por Cristo a su Iglesia.
Finalmente, los que del pueblo nació, con el pueblo debe
permanecer; el sacerdote está siempre “en medio de los demás hombres”,
no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo
que debe –quizá bien, pero como si fuese un oficio– y luego se va a vivir una
vida separada. Se es sacerdote para estar en medio de la gente: la cercanía. Y
me permito, hermanos obispos, también nuestra cercanía de obispos con nuestros
curas. ¡Esto vale también para nosotros! Cuántas veces oímos las quejas de los
curas: “He llamado al obispo porque tengo un problema… El secretario, la
secretaria, me ha dicho que está muy ocupado, que está fuera, que no puede
recibirme antes de tres meses…”. Dos cosas. La primera. Un obispo siempre está ocupado,
gracias a Dios, pero si tú obispo recibes una llamada de un sacerdote y no
puedes recibirlo porque tienes mucho trabajo, al menos coge el teléfono y
llámalo para decirle: “¿Es urgente? ¿No es urgente? Ven tal día…”, Así se
siente cercano. Hay obispos que parecen alejarse de los sacerdotes… Cercanía,
¡al menos una llamada telefónica! Y eso es amor de padre, fraternidad. Y la
otra cosa. “No, tengo una conferencia en tal ciudad y luego tengo que hacer un
viaje a América, y luego…”. Pero, mira, ¡el decreto de residencia de Trento aún
está vigente! Y si tú no eres capaz de quedarte en la diócesis, dimite, y da la
vuelta al mundo haciendo otro apostolado muy bueno. Pero si tú eres obispo de
aquella diócesis, residencia. Estas dos cosas, cercanía residencia. ¡Esto es
para nosotros los obispos! Uno se hace sacerdote para estar en medio de la
gente.
El bien que los sacerdotes pueden hacer nace sobre todo de
su cercanía y de un tierno amor por las personas. No son filántropos o
funcionarios, los curas son padres y hermanos. La paternidad de un sacerdote
hace mucho bien.
Cercanía, entrañas de misericordia, mirada amable: hacer
experimentar la belleza de una vida vivida según el Evangelio y el amor de Dios
que se hace concreto también a través de sus ministros. Dios que no rechaza
nunca. Y aquí pienso en el confesionario. Siempre se pueden encontrar caminos
para dar la absolución. Acoger bien. Pero algunas veces no se puede absolver.
Hay sacerdotes que dicen: “No, de esto no te puedo absolver, vete”. Ese no es
el camino. Si tú no puedes dar la absolución, explícalo y dile: “Dios te ama
mucho, Dios te quiere. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo
dar la absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, que
cada vez que vuelvas te daré la bendición como señal de que Dios te ama”. Y
aquel hombre o aquella mujer se van llenos de alegría porque han encontrado la
imagen del Padre, que no rechaza nunca; de una manera o de otra los ha
abrazado.
Un buen examen de conciencia para un sacerdote es también
este: si el Señor volviese hoy, ¿dónde me encontraría? «Donde está tu tesoro,
ahí estará tu corazón» (Mt 6,21). ¿Y mi corazón dónde está? ¿En
medio de la gente, rezando con y por la gente, implicado en sus alegrías y
sufrimientos, o más bien en medio de las cosas del mundo, en los negocios
terrenos, en mis “espacios” privados? Un sacerdote no puede tener un espacio
privado, porque está siempre o con el Señor o con el pueblo. Yo pienso en esos
curas que conocí en mi ciudad, cuando no había secretaría telefónica,
sino que dormían con el teléfono en la mesita de noche, y a cualquier hora
llamase la gente, se levantaban a dar la unción: ¡no se moría nadie sin los
sacramentos! Ni en el descanso tenían un espacio privado. Eso es celo
apostólico. La respuesta a esta pregunta: ¿dónde está mi corazón?, puede ayudar
a cada sacerdote a orientar su vida y su ministerio al Señor.
El Concilio dejó a la Iglesia “perlas preciosas”. Como el
mercader del Evangelio de Mateo (13,45), hoy vamos a la búsqueda de ellas, para
sacar nuevo impulso y nuevos instrumentos para la misión que el Señor nos
confía.
Una cosa que quisiera añadir al texto –¡perdonadme!– es el
discernimiento vocacional, la admisión al seminario. Buscar la salud de aquel
chico, salud espiritual, salud material, física, psíquica. Una vez, apenas
nombrado maestro de novicios, en el año 72, fui a llevar a la psicóloga los
resultados del test de personalidad, un test sencillo que se hacía como uno de
los elementos del discernimiento. Era una buena mujer, y también un buen
médico. Me decía: “este tiene este problema pero puede seguir si va así…”.
También era una buena cristiana, pero en algunos casos era inflexible: “Este no
puede”. “Pero doctora, es tan bueno este chico”. “Ahora es bueno, pero sepa que
hay jóvenes que saben inconscientemente, no son conscientes, pero sienten
inconscientemente que están psíquicamente enfermos y buscan para su vida
estructuras fuertes que les defiendan, para poder salir adelante. Y van bien,
hasta el momento en que se sienten bien establecidos y ahí comienzan los
problemas”. “Me parece un poco extraño…”. Y la respuesta no la olvidaré nunca,
la misma del Señor a Ezequiel: “Padre, ¿usted no ha pensado nunca porqué hay
tantos policías torturadores? Entran jóvenes, parecen sanos, pero cuando se
sienten seguros, la enfermedad comienza a salir. Esas son las instituciones
fuertes que buscan esos enfermos inconscientes: la policía, el ejército, el
clero… Y luego tantas enfermedades que todos conocemos que salen fuera”. Es
curioso. Cuando me doy cuenta de que un joven es demasiado rígido, es muy
fundamentalista, no me da confianza; detrás hay algo que ni él mismo sabe. Pero
cuando se siente seguro… Ezequiel 16, no recuerdo el versículo, pero es cuando
el Señor dice a su pueblo todo lo que ha hecho por él: lo encontró recién
nacido, y luego lo vistió, lo desposó… “Y luego, cuando tú te sentiste segura,
te prostituiste”. Es una regla, una regla de vida. Ojos abiertos a la misión en
los seminarios. Ojos abiertos.
Confío que el fruto de los trabajos de este Congreso –con
tantos relatores de autoridad, provenientes de regiones y culturas diversas–
pueda ser ofrecido a la Iglesia como útil actualización de las enseñanzas del
Concilio, aportando una contribución a la formación de los sacerdotes, los que
son y los que el Señor quiera enviarnos, para que, configurados cada vez más a
Él, sean buenos sacerdotes según el corazón del Señor, no funcionarios. Y
gracias por vuestra paciencia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario