El amor puede sanar muchas heridas en una humanidad rasgada por
sobornos y otras perversiones
Todas las acepciones
del verbo corromper indican maldad. La más suave quizá sea la situada por el DRAE en primer lugar: alterar y trastocar la forma de algo. Las restantes son peores: echar a perder, dañar, pudrir, sobornar, pervertir o seducir a alguien, estragar, viciar... y así hasta oler mal que supongo se puede emplear en sentido real y figurado, aunque quizá sea más pestífero el figurado que el puro hedor a carne podrida.
No es infrecuente leer y hablar de corrupción política, económica,
policial, de datos y hasta de jueces. Esa
podredumbre es objeto de estudios variados, se establecen baremos de países
o regiones más corruptos, pero el hecho es que está ahí, atravesando el ancho
mundo y no parece que pongamos remedios eficaces, tal vez porque, sobre todo en
los centros de poder, existen muchos intereses que impiden su extirpación. Hoy
por ti, mañana, por mí. Hoy te encubro y disimulo gritando, mañana
me tapas y tú levantas la voz. Incluso sucede como en El
Gatopardo, la conocida novela de Lampedusa, donde se lee que es preciso que todo cambie para que todo siga igual.
Siempre se ha hablado de la posibilidad de que en un montón manzanas
sólo una putrefacta puede pudrirlas todas. Pero por lo que contemplamos a
diario, parece dañado buena parte del montón o, al menos, en puntos esenciales
de la vida pública o privada. Aunque confío en que no lleguemos al límite
expresado por un taxista mexicano que apuntaba: oiga,
aquí roban hasta los particulares. Sea como fuere,
el
tema de la corrupción es una lacra de ámbito universal, lo que, lejos
de ser un consuelo, la torna aún más preocupante.
La pregunta obvia es qué vamos a hacer para erradicarla
sin emprender la gran movida para que todo siga igual. Es preciso ir al origen
de lo que estraga esta sociedad nuestra. Y ese origen hay que buscarlo en el
hombre mismo: en las desordenadas ambiciones personales,
los excesos en la búsqueda de la propia excelencia, en la inmoderación personal para los
gastos, la protesta porque deseo tener más aunque no haya de qué, el
absentismo laboral injustificado, el jefe que únicamente busca resultados para
salvar su pellejo, los negocios del sexo, los parados…; todo eso y más
constituye la causa del trastrueque que observamos.
Precisamos una
reflexión seria y generosa para ahondar en la causa de los desvaríos humanos. Séneca
afirmaba: ¿qué
importa saber lo que es una recta si no se sabe lo que es la rectitud? Ésta
interesa mucho porque importa el hombre, porque toda vida humana es una
aventura extraordinaria que no podemos malograr por seducirla para que pierda
su norte. En la obra Cruzando el umbral de la esperanza, Juan
Pablo II afirmaba: la persona es un ser para el que la única
dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que respecta a una persona
cuando la amamos. En este contexto, es evidente que corruptores
y corrompidos no aman ni propician el amor salvo el desquiciado que se profesan
a sí mismos.
Indudablemente,
escribo desde una mente cristiana, pero procuro hacerlo de modo que sea útil a
una mayoría. El amor gobernado por la recta razón. Amar guarda poca relación
con cifrar la solución de nuestros problemas de corrupción en el apartamiento
de los catecismos −modo grosero de referirse a
algo inexistente− y un aborto con más capacidad
de muertes. ¿Alguien piensa seriamente en amar a la gente de ese modo? ¿Alguien
cree que seremos más humanos y juveniles cambiando el Crucificado por el Che
Guevara, a quien la gente joven ya no conoce?
El amor puede
sanar muchas heridas en una humanidad rasgada por sobornos y otras
perversiones. Amar es darse, es acoger la vida naciente y tener hospitalidad
con quien la necesita. Amar
es aceptar lo que otro nos da y hacerlo propio, como escribió Yepes
Stork. Amar es respetar y reconocer la dignidad de todos, incluidos
ancianos y no nacidos. Si educamos para el amor, elegiremos amorosamente, y eso
hace distinta la elección. Amar es atender y comprender.
También obedecer es amar, y buscar la concordia, actuar desinteresadamente,
respetar las promesas, perpetuarse en un tiempo con ansia de eternidad.
¿No podríamos
poner todos los medios en búsqueda de esa civilización del amor, que es lo más
opuesto a la civilización de la podredumbre? Así la vida humana volvería a
brillar con todo su esplendor aún con los errores nacidos de nuestras
limitaciones. La vida sería esa aventura apasionante cantada por los poetas,
celebrada por la música, inmortalizada en la pintura, reflejada en un cine
moderno y atrayente, trabajada en los talleres y en las aulas. Una vida
pletórica de vida, de personas con norte y brújula, un río de luz con la fuerza
creativa del hombre, siempre capaz de lo mejor y de lo peor. Ha de cambiar todo
para que nada siga igual, para despertarnos, como decía una canción
italiana, con los ojos y el corazón de un niño que nunca puede traicionar.
Sólo veo realizable la poesía de la canción con los ojos de Dios.
Pablo Cabellos Llorente
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