Crecer:
un proyecto en familia (II)
(la primera parte se publicó en este blog en fecha de 22 de febrero de 2016)
En esta segunda
parte del editorial "Crecer en familia" se afrontan otros elementos
que se aprenden en el hogar: la buena educación, la disciplina, el humor, la
vida de oración, etcétera.
Crepita el fuego en la
chimenea durante una apasionada conversación sobre una antigua batalla. Uno de
los interlocutores tiene entonces una salida sorprendente: «Creo que hay
plácidas victorias y contiendas y grandes sacrificios propios y actos de noble heroísmo
(aun en muchas de sus aparentes ligerezas y contradicciones) no menos difíciles
de conseguir, porque no tienen crónica ni público terrenales, pero que se
realizan todos los días en los más apartados rincones, en las pequeñas familias
y en los corazones de hombres y mujeres. Cualquiera de estos podría reconciliar
con el mundo al hombre más exigente y llenarle de fe y de esperanza en él»[1].
El futuro del mundo no
se forja solo en las grandes decisiones internacionales, por cruciales que
puedan ser; se decide sobre todo en esa contienda cotidiana, en el «amor
paciente»[2] que
es la labor discreta de abuelos, padres e hijos. El proyecto de crecer −un
crecer, sobre todo «para adentro»[3]−,
que acompaña a cada persona a lo largo de su vida, es necesariamente un trabajo
de equipo: todos juntos, al paso de Dios y con su soplo en las
velas del alma.
Respirar
un mismo aire
En una familia en la
que se respira aire cristiano, se comparten tareas, preocupaciones, triunfos y
fracasos Todo es de todos y, a la vez, se respeta lo de cada uno: se enseña a
los hijos a ser ellos mismos, pero sin aislarse en los propios gustos y
preferencias. En el hogar se valoran las cosas que unen, que son como el aire
que permite a cada uno respirar a gusto, llenar los pulmones y desarrollarse.
En esta tarea de
mantener el aire de familia todos son importantes, hasta los más jóvenes. Por
eso, conviene ir dando a los hijos pequeñas responsabilidades, acordes con su
edad, que les lleven a salir de sí mismos, a descubrir que la casa funciona
porque colaboran todos: regar una planta, poner la mesa, hacer la cama y
ordenar la propia habitación, cuidar de otro hermano más chico, salir de compras…
Poco a poco se les hace participar en las decisiones: no se imponen sin más los
planes familiares, sino que se los presenta de modo atractivo. Así nadie queda
aislado y se plasman formas de ser abiertas, generosas, con preocupación por el
mundo y las otras personas.
El afecto lleva a
sincronizar las vidas, a compartir con los demás los nuevos capítulos de la
propia “serie”. Ayuda mucho tener momentos de descanso en común, actividades
que unen y que permiten disfrutar de tantas cosas buenas. Cuando se presenta el
dolor, la caridad −cariño sobrenatural− nos mueve a compartir el peso: «llevad
los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo»[4].
Nadie puede vivir como extraño en la propia casa; es imprescindible tener
iniciativa, levantar la mirada y prestar atención a los demás: aficiones,
planes, amistades, trabajo, preocupaciones… Son cosas que requieren tiempo, que
es precisamente lo mejor que un padre puede dar a sus hijos, y que los hijos
pueden dar a sus padres
En una familia
cristiana hay también disciplina, pero amable: así los hijos aprenden a gusto y
poco a poco, con el ejemplo de los mayores. La corrección se acompaña de buenos
modos, que reflejan el afecto; además, se explican los porqués, y se procura
«no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor»[5] En
ocasiones, hace falta ser especialmente claros, pero los padres no olvidan que
las virtudes y los valores cuajan sobre todo cuando los hijos los ven
encarnados en sus propias vidas. La fortaleza, la templanza, el pudor, la
modestia, vividas en lo cotidiano, se les presentan entonces como auténticos
bienes: les resultan connaturales, como el aire que respiran. Esto vale
especialmente para la formación de la afectividad: los padres que exteriorizan
su cariño mutuo en los detalles más sencillos de la convivencia −aunque sin
manifestaciones de afecto que deben quedar en la intimidad de los esposos−
introducen fácilmente a los hijos en el misterio del amor verdadero entre un
hombre y una mujer.
«Si tuviera que dar un
consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean −lo
ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones− que procuráis vivir
de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solo en vuestros labios, que está
en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y
que los queréis de veras»[6].
Gracias,
por favor, perdón
En un hogar «luminoso y
alegre»[7] hay
un trato sencillo y confiado. Y a la vez, la cercanía no da lugar a la
indelicadeza ni a la insolencia. Todos tenemos defectos, podemos fallar y
herir; pero poseemos la capacidad de pasar por alto incomprensiones o
malentendidos, sin albergar rencor. A cualquier nivel, de padres a hijos, de
hijos a padres o entre hermanos, hay que fijarse en lo positivo, lo que une.
Como en cualquier convivencia, a veces surgirán discusiones o riñas, pero vale
la pena terminar el día reconciliados: es el momento de llevar a la práctica la
enseñanza de Cristo de no poner límites al perdón[8].
Además, pedir perdón madura el alma propia y la del que recibe o presencia una
excusa sincera. «Escuchad bien: ¿habéis discutido mujer y marido? ¿Los hijos
con los padres? ¿Habéis discutido fuerte? No está bien, pero no es este el
auténtico problema. El problema es que ese sentimiento esté presente todavía al
día siguiente. Por ello, si habéis discutido, nunca terminar el día sin hacer
las paces en la familia»[9]
Quien quiere de verdad,
sabe comprender y disculpar; es más: lo necesita. Y desde la familia, exporta
al mundo este ambiente. Para transformar la selva, comencemos por nuestro
jardín, por la «ecología de la vida de cada día», que se manifiesta «en nuestra
habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en nuestro barrio»[10].
La familia es «el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los
distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración
personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin
avasallar, a decir gracias como expresión de una sentida
valoración de las cosas que recibimos, a dominar la voracidad o la agresividad,
y a pedir perdón cuando hacemos algún daño»[11]
Esta actitud nos ayuda
a relativizar los problemas que se pueden dar en la convivencia, y a descartar
la idea de que en otras circunstancias todo sería más sencillo. Suele ser más
fácil juzgar positivamente a quienes no conviven con nosotros. Incluso alguien
con una psicología equilibrada tiende a idealizar lo bueno de amigos y
conocidos, y a poner en cambio en primer plano los defectos y errores de los
familiares más cercanos. Sin embargo, ¡qué necesario es conocer y remediar
estos prejuicios! Ni la sonrisa y amabilidad de quien vemos muy de vez en
cuando es siempre así; ni aquel comentario desabrido de un hermano o hermana,
después de un mal día o una mala noche, refleja toda su forma de ser, o indica
la opinión que tiene de nosotros. Además, es bueno saber que cuando hay más
confianza con alguien es lógico que se baje un poco la guardia y surjan más
fácilmente desahogos, en una u otra dirección; parte del cariño consiste
entonces en comprender[12];
en ser, si es necesario, paño de lágrimas.
Las etapas del
desarrollo, con sus respectivas crisis, son retos que requieren paciencia,
porque la maduración casi nunca se produce de golpe. En especial la
adolescencia, más o menos prolongada, afecta al ambiente del hogar y en
ocasiones trae discordias y mayor nerviosismo en grandes y chicos. Pero pasa el
tiempo y, si se ha afrontado bien la crisis, la familia sale fortalecida de
ella: las aguas no solo vuelven a su curso, sino que se hacen más fuertes y
saludables.
Es normal que, al
llegar a la adolescencia, los hijos necesiten espacios de libertad, formar su
propio núcleo de amistades, aprender a volar solos. Los padres seguirán siendo
el punto de mira, aunque la vivacidad juvenil no quiera aceptarlo. Por eso, es
importante que no aparezcan solo como la “autoridad”, sino que fomenten también
un trato amigable y lleno de confianza. Los padres animan a tomar decisiones y
muestran los obstáculos; señalan tanto las rocas que pueden encontrar al navegar como
el faro al que vale la pena dirigirse. Y esto se transmite más con el ejemplo
que con muchas palabras o reglas, aunque lógicamente algunas sean necesarias
En todo caso, hay que
confiar en los hijos, porque solo en un clima de confianza crece la libertad.
Es incluso preferible, decía san Josemaría, que los padres «se dejen engañar
alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se
avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad,
si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre»[13].
Una familia
que reza unida permanece unida
En la familia también
se aprende a tratar con Dios: se aprende a rezar. ¡Cuánto apreciaba san
Josemaría las oraciones que le enseñó su madre! «Sin las madres, no solo no
habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo
y profundo»[14].
Lo habitual es que los padres enseñen a los hijos a leer esta partitura. No
pocas veces, sin embargo, se produce un intercambio de papeles, y la
Providencia se sirve de los hijos para que papá o mamá descubran la espléndida
melodía de la fe.
En tantas ocasiones,
será posible y útil rezar todos juntos, recordando que «la familia que reza
unida permanece unida»[15].
La piedad transparente y sincera alumbra hacia adentro y hacia afuera de la
casa, y se va engarzando serenamente con las demás ocupaciones diarias No
importa que a veces existan distracciones: los hijos que van de un lado a otro,
las múltiples tareas del hogar… Cuando ponemos lo que está de nuestra parte,
esas distracciones no generan disonancias, sino que resuenan también en el
cielo.
De unos padres fieles
surgen nuevos padres fieles, y también muchos que, aceptando la invitación de
Dios, siguen un camino vocacional en el celibato. Ni el amor a otra persona ni
el amor a Dios compiten con el afecto a nuestra familia, sino que lo aumentan.
Siempre, en cada momento de la vida, corre por nuestras venas la misma sangre:
estamos unidos, a pesar de que puedan mediar distancias, compromisos y
múltiples obligaciones. Un signo de madurez es precisamente la capacidad, que
se aprende con el tiempo, para compaginar los deberes que provienen del propio
hogar que formamos con el cultivo del cariño filial y fraternal hacia la
familia de origen. Contamos con su oración para nuestra misión en la vida, y
nosotros les apoyamos con la nuestra. No se trata de un mero premio de
consolación: «un hermano ayudado por su hermano es plaza fuerte y alta, fuerte
como muralla real»[16].
Del hogar a
la periferia
Los grandes frentes de
la familia no se agotan en ella misma. Del mismo modo que sería imposible
madurar centrándose en uno mismo, la vida familiar crece abriéndose al
exterior. Un hogar cristiano tiene, sí, unas puertas que protegen la intimidad,
que dan el ambiente adecuado para el crecimiento, pero que no asfixian ni tapan
los ojos.
Por eso, la solidaridad
forma parte importante de la misión de las familias cristianas: se sale así,
con creatividad, al encuentro de los más necesitados, se busca el desarrollo de
la cultura y la educación para todos, el cuidado de la tierra como la casa
común… Las carencias son muy variadas y muchas veces no coinciden con las
prioridades que algunas ideologías o grupos minoritarios lanzan a la agenda del
mundo. Qué grandes ejemplos hemos visto de hogares que salen al encuentro de
inmigrantes sin techo; de familias numerosas que reciben un nuevo hijo; de
padres que se sacrifican por los suyos y por los de otros, superando los
aprietos con heroísmo; de matrimonios sin hijos que dedican su vida a ayudar a
otras familias.
Y lo mejor es que “todo
queda en casa”: los primeros en ganar con estas iniciativas son los del propio
hogar. Y de casa al mundo: la familia, escuela de amor gratuito y sincero, es
«el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta»[17].
Quien ha crecido con «el “sano prejuicio psicológico” de pensar habitualmente
en los demás»[18]disfruta
escuchando, comprendiendo, conviviendo, resolviendo necesidades concretas de
sus hermanos los hombres.
Las
familias no están solas
El panorama de las
familias, su papel en la Iglesia y el mundo, es apasionante. A la vez, no se
escapan a nadie las dificultades por las que atraviesan. Pero las familias no
están solas: mucha gente buena dedica tiempo y energías en ayudar a los padres
en su tarea de formación. Colegios, clubes juveniles y tantas otras
iniciativas, son un soporte a veces decisivo para el cuidado de los jóvenes, de
los ancianos. El apoyo a las tareas del hogar, no exclusivas de las madres, es
otra columna de los hogares cristianos: por eso, a quienes vuelcan su vida en
transmitir su ciencia y su experiencia en este campo, les decía san Josemaría
que tienen «más eficacia educadora que muchos catedráticos de universidad»[19].
¿Qué decir, por último,
cuando a pesar de los esfuerzos queda la impresión de que se podría haber hecho
más? Cuántos padres que procuran educar lo mejor posible a sus hijos, lo mejor
que han sabido, los ven luego con problemas materiales y espirituales, faltos
de fe o con vidas desarregladas. Además de seguir profundizando para prevenir y
mejorar, si llega esta situación, es la hora de imitar al Padre de la parábola,
que sin forzar la libertad del hijo, sale a su encuentro, disponible para
ayudarle apenas dé una señal de querer corregirse[20].
Es el momento de acudir más al Cielo, diciendo quizá: Dios mío, ahora te toca a
ti. «Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer
más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y
misericordia»[21]
Prof.
Pbro. Wenceslao Vial.
[1] Dickens, Charles La batalla de la vida, en Obras
Completas, Aguilar, Madrid 1948, vol. I, p. 1135.
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