¿Por qué reacciono de ese modo? ¿Por qué soy así?
¿Podré cambiar? Son algunas de las preguntas que alguna vez pueden asaltarnos.
A veces, nos las planteamos respecto a los demás: ¿por qué tiene ese modo de
ser?... Vamos a profundizar sobre estas cuestiones, mirando a nuestra meta:
parecernos cada vez más a Jesucristo, dejándolo obrar en nuestra existencia.
Este proceso abarca todas las dimensiones de la
persona, que al divinizarse conserva los rasgos de lo auténticamente humano,
elevándolos según la vocación cristiana. Y es que Jesucristo es verdadero Dios
y verdadero hombre: perfectus Deus, perfectus homo. En Él
contemplamos la figura realizada del ser humano,pues «Cristo Redentor
(...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es ‒si
se puede hablar así‒ la dimensión humana del misterio de la Redención.
En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el
valor propios de su humanidad»[1].
La nueva vida que hemos recibido en el Bautismo
está llamada a crecer hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la
plenitud de Cristo[2].
Si bien lo divino, lo sobrenatural, es el elemento
decisivo en la santidad personal, lo que une y armoniza todas las facetas del
hombre, no podemos olvidar que esto incluye, como algo intrínseco y necesario,
lo humano: Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios
nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas
pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de
ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen,
aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de
Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el
empeño diario de imitarle a Él, que es "perfectus Deus, perfectus
homo"[3].
La tarea de formar el carácter
La acción de la gracia en las almas va de la mano
con un crecimiento en la madurez humana, en la perfección del carácter. Por
eso, al mismo tiempo que cultiva las virtudes sobrenaturales, un cristiano que
busca la santidad procurará alcanzar los hábitos, modos de hacer y de pensar
que caracterizan a alguien como maduro y equilibrado. Se moverá no por un
simple afán de perfección, sino para reflejar la vida de Cristo; por eso, san
Josemaría anima a examinarse: —Hijo: ¿dónde está el Cristo que las
almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los
otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en
esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? —¡¡No!! La respuesta nos da una
clave para emprender esta tarea: —De acuerdo: debes tener
personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo[4]
En la propia personalidad influye tanto lo que se
hereda y se manifiesta desde el nacimiento, que suele llamarse temperamento,
como aquellos aspectos que se han adquirido por la educación, las decisiones
personales, el trato con los demás y con Dios, y otros muchos factores, que
incluso pueden ser inconscientes.
De este modo, existen distintos tipos de
personalidades o caracteres ‒extrovertidos o
tímidos, fogosos o reservados, despreocupados o aprensivos, etc.‒, que se expresan
en el modo de trabajar, de relacionarse con los demás, de considerar los
acontecimientos diarios.
Estos elementos influyen en la vida moral, al
facilitar el desarrollo de ciertas virtudes o, si falta el empeño por
moldearlos, la aparición de defectos: por ejemplo, una personalidad
emprendedora puede ayudar a cultivar la laboriosidad, con tal de que al mismo
tiempo se viva una disciplina que evitará el defecto de la inconstancia y del
activismo.
Dios cuenta con nuestra personalidad para llevarnos
por caminos de santidad. El modo de ser de cada uno es como una tierra fértil
que se ha de cultivar: basta quitar con paciencia y alegría las piedras y malas
hierbas que impiden la acción de la gracia, y comenzará a dar fruto,
una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta[5]
Cada quien puede hacer rendir los talentos que ha
recibido de las manos de Dios, si se deja transformar por la acción del
Espíritu Santo, forjando una personalidad que refleje el rostro de Cristo, sin
que esto quite para nada los propios acentos, pues variados son los
santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas[6].
Si bien hemos de robustecer y pulir la propia
personalidad para que se ajuste a un estilo cristiano, no podemos pensar que el
ideal sería convertirse en una especie de "superhombre" En realidad,
el modelo es siempre Jesucristo, que posee una naturaleza humana igual que la
nuestra, pero perfecta en su normalidad y elevada por la gracia.
Desde luego, encontramos un ejemplo excelso también
en la Santísima Virgen María: en Ella se da la plenitud de lo humano… y de la
normalidad. La proverbial humildad y sencillez de María, quizá sus cualidades
más valoradas en toda la tradición cristiana, junto a su cercanía, cariño y
ternura por todos sus hijos ‒que son virtudes de
una buena madre de familia‒, son la mejor confirmación de ese hecho: la
perfección de una criatura ‒ ¡Más
que tú sólo Dios![7]‒, tan plenamente humana, tan encantadoramente
mujer: ¡la Señora por excelencia!
Madurez humana y sobrenatural
La palabra "madurez" significa primero
estar en sazón, a punto, y por extensión hace referencia a la plenitud del ser.
Implica también el cumplimiento de la propia tarea. Por eso, su mejor paradigma
lo podemos encontrar en la vida del Señor. Contemplarla en los Evangelios y ver
cómo Cristo trata a las personas, su fortaleza ante el sufrimiento, la decisión
con que acometió la misión recibida del Padre, todo esto nos da el criterio de
la madurez.
Al mismo tiempo, nuestra fe incorpora todos los
valores nobles que se encuentran en las distintas culturas, y por eso también
es útil retomar, purificándolos, los criterios clásicos de madurez humana. Es
algo que se ha hecho a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana,
en mayor o menor medida, de forma más o menos explícita.
El mundo clásico greco-romano, por ejemplo, que tan
sabiamente cristianizaron los Padres de la Iglesia, colocó al centro del ideal
de madurez humana especialmente la "sabiduría" y la
"prudencia", entendidas con diversos matices. Los filósofos y
teólogos cristianos de aquella época enriquecieron esta concepción, señalando
la preeminencia de las virtudes teologales, de modo especial la caridad
como vínculo de la perfección[8], en palabras de san Pablo, y que da
forma a todas las virtudes.
Actualmente, el estudio sobre la madurez humana se
ha complementado con las distintas perspectivas que ofrecen las ciencias
modernas. Sus conclusiones son útiles en la medida en que parten de una visión
del hombre abierta al mensaje cristiano.
Así, algunos suelen distinguir tres campos
fundamentales en la madurez: intelectual, emotiva y social. Rasgos
significativos de madurez intelectual pueden ser: un adecuado concepto de sí
mismo (cercanía entre lo que uno piensa que es y lo que realmente es, en la que
influye decisivamente la sinceridad con uno mismo); una filosofía correcta de
la vida; establecer personalmente metas y fines claros, pero con horizontes
abiertos e ilimitados (en amplitud, profundidad e intensidad); un conjunto
armónico de valores; una clara certidumbre ético-moral; un sano realismo ante
el mundo propio y ajeno; la capacidad de reflexión y análisis sereno de los
problemas; la creatividad y la iniciativa; etc.
Entre los rasgos de madurez emotiva, sin ninguna
pretensión de exhaustividad, cabría señalar: el saber reaccionar
proporcionalmente ante los sucesos de la vida, sin dejarse abatir por el
fracaso ni perder el realismo en el éxito; la capacidad de control flexible y
constructivo de sí mismo; el saber amar, ser generosos y donarse a los demás;
la seguridad y firmeza en las decisiones y compromisos; la serenidad y
capacidad de superación ante los retos y las dificultades; el optimismo, la
alegría, la simpatía y el buen humor.
Finalmente, como parte de la madurez social
encontramos: el afecto sincero por los demás, el respeto a sus derechos y el
deseo de descubrir y aliviar sus necesidades; la comprensión de la diversidad
de opiniones, valores o rasgos culturales, sin prejuicios; la capacidad de
crítica e independencia frente a la cultura dominante, el entorno y el
ambiente, los grupos de presión o las modas; una naturalidad en el
comportamiento que lleva a actuar sin convencionalismos; ser capaces de
escuchar y comprender; la facilidad para colaborar con otros.
Un camino hacia la madurez
Cabría resumir estos rasgos diciendo que la persona
madura es capaz de desarrollar un proyecto elevado, claro y armónico de su
vida, y que posee las disposiciones positivas necesarias para realizarlo con
facilidad.
En cualquier caso, la madurez viene como un proceso
que requiere tiempo, que pasa por distintos momentos y etapas. Suele crecer de
una manera gradual, aunque en la historia personal pueda haber sucesos que
impulsan a dar grandes saltos: por ejemplo, la venida al mundo del primer hijo
para algunos marca un hito, al caer en la cuenta de lo que implica esta nueva
responsabilidad; o, después de atravesar serios apuros económicos, una persona
puede aprender a reconsiderar cuáles son las cosas verdaderamente importantes
en la vida; etc.
En este camino hacia la madurez, la fuerza
transformadora de la gracia se hace presente. Basta una mirada de conjunto a
las santas y santos más conocidos para detectar en seguida en ellos los ideales
elevados, la certidumbre de sus convicciones, la humildad ‒que es el más adecuado concepto de sí mismo‒, su desbordante
creatividad e iniciativa, su capacidad de entrega y amor hecha realidad, su
contagioso optimismo, su apertura ‒su afán apostólico, en definitiva‒ eficaz y universal.
Un ejemplo claro lo encontramos en la vida de san
Josemaría, que ya desde la juventud notaba que la gracia había obrado en él
consolidando una personalidad madura. Apreciaba en sí, en medio de las
dificultades, una estabilidad de ánimo fuera de lo usual: Creo que
el Señor ha puesto en mi alma otra característica: la paz: tener la paz y dar
la paz, según veo en personas que trato o dirijo[9]. Se le podían aplicar, con toda
justicia, aquellas palabras del salmo: Super senes intellexi quia
mandata tua quaesivi[10]: tengo más discernimiento que
los ancianos, porque guardo tus mandatos. Lo que no quita que, no pocas
veces, la madurez se adquiere con el tiempo, los fracasos y los éxitos, que
entran en el horizonte de la Divina Providencia.
Contar con la gracia y el tiempo
Aunque es posible señalar que en cierto momento una
persona ha llegado a una etapa de madurez en su vida, la tarea de trabajar
sobre el modo de ser de cada uno se proyecta a lo largo de todo nuestro andar
terreno.
El autoconocimiento y la aceptación del propio
carácter darán paz para no desanimarse en este empeño. Esto no implica ceder al
conformismo. Quiere decir, más bien, reconocer que el heroísmo de la santidad
no exige poseer ya una personalidad perfecta ni aspirar a un modo de ser
idealizado, y que la santidad requiere la lucha paciente de cada día, sabiendo
reconocer los errores y pedir perdón.
Las verdaderas biografías de los héroes cristianos
son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y
entonces, contritos, volvían a la lucha[11]. El Señor cuenta con el esfuerzo prolongado en el
tiempo para pulir el propio modo de ser. Es significativo, por ejemplo, aquello
que una persona comentaba a la sierva de Dios Dora del Hoyo hacia el final de
su vida: «–Dora: quién te ha visto y quién te ve. ¡Mira que eres otra!
Se rió: sabía muy bien de qué hablaba»[12]. Le había hecho ver cómo, con los
años, su carácter había alcanzado una ecuanimidad que conseguía moderar las
reacciones de genio.
Y es que en esta empresa contamos siempre con la
ayuda del Señor y con los cuidados maternos de santa María: «La Virgen
hace precisamente esto con nosotros, nos ayuda a crecer humanamente y en la fe,
a ser fuertes y a no ceder a la tentación de ser hombres y cristianos de una
manera superficial, sino a vivir con responsabilidad, a tender cada vez más
hacia lo alto»[13].
En próximos editoriales abordaremos diversos
elementos que están implicados en la formación del carácter. Señalaremos
ciertos rasgos claves de la madurez cristiana. Contemplaremos el edificio que
el Espíritu Santo, con la colaboración activa de cada uno, busca levantar en el
interior del alma, y consideraremos las características de los fundamentos, qué
hacer para asegurar que la estructura sea firme, cómo remediar la aparición de
alguna fisura.
¡Qué desafío tan entusiasmante es forjar una
personalidad que refleje claramente la imagen de Jesucristo!
J.Sesé
[9] Apuntes íntimos, n. 1095, citado en
Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp,
Madrid 1997, p. 560.
[12] Recuerdos de Rosalía López Martínez, Roma
29-IX-2006 (AGP, DHA, T-1058), citado en Javier Medina, Una luz
encendida. Dora del Hoyo, Palabra, Madrid 2012, pp. 115.
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