LA VIRTUD DE LA FORTALEZA
1.
Concepto
teológico de la virtud de la fortaleza
1. 1.
Enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre la fortaleza
En la Sagrada
Escritura se emplean diversos términos para expresar el concepto de fortaleza.
En griego: dynamis, isjis, krátos; en latín: fortitudo,
virtus, vis.
La diferencia
fundamental entre la fortaleza bíblica y la fortaleza de la filosofía antigua
es el carácter religioso y teocéntrico de la primera.
La fortaleza en la
filosofía griega se entiende como fuerza de ánimo frente a las adversidades de
la vida, como desprecio del peligro en la batalla (andreía); como dominio de las pasiones para ser dueño de uno mismo
(kartería); como virtud con la que el
hombre se impone por su grandeza (megalopsychía).
En todo caso, se considera que el hombre sólo posee sus propias fuerzas para
librarse de los males y del destino.
Antiguo
Testamento
En el Antiguo Testamento, la fortaleza aparece como una
perfección o atributo divino. Dios manifiesta su fuerza liberando a su pueblo
de la esclavitud de Egipto. Después del paso del mar Rojo, los israelitas
entonan un canto triunfal en el que atribuyen a Yahvéh la victoria: «Tu
diestra, Yahvéh, relumbra por su fuerza; tu diestra, Yahvéh, aplasta al
enemigo» (Ex 15, 6). En los Salmos,
son muchos los lugares en los que se canta la fortaleza de Dios (Sal 21, 2; 21, 14; 93, 1; 118, 14; 147,
5).
De la fortaleza
divina participa el pueblo de Israel y cada uno de sus miembros en la lucha por
alcanzar la tierra prometida y cumplir la Ley, de modo que la fortaleza se
considera como un don de Dios: «Yahvéh, mi roca, mi baluarte, mi liberador, mi
Dios, la peña en que me amparo, mi escudo y cuerno de mi salvación, mi altura
inexpugnable y mi refugio, mi salvador que me salva de la violencia» (2 Sam 22, 2-3); «En Dios sólo el
descanso de mi alma, de él viene mi salvación; sólo él mi roca, mi salvación,
mi ciudadela, no he de vacilar» (Sal
62, 2-3); «A los que esperan en Yahvéh él les renovará el vigor, subirán con
alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 31). Es Dios el que da la fuerza
al pueblo (cfr Dt 8, 17; Jue 6, 12) y combate por él (2 Re 19, 35; 2 Crón 20, 5).
El hombre no debe
fiarse de su propia fortaleza: «No queda a salvo el rey por su gran ejército,
ni el bravo inmune por su enorme fuerza. Vana cosa el caballo para la victoria,
ni con todo su vigor puede salvar» (Sal
33, 16-17). El Señor pone en guardia contra la exaltación de la propia fuerza:
«Así dice Yahvéh: No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente
por su valentía» (Jer 9, 22).
La fortaleza es don
de Dios, y Dios la da al hombre que confiesa su propia debilidad y le invoca
con confianza: «Pon tu suerte en Yahvéh, confía en él, que él obrará» (Sal 37, 5). Da la fuerza a David, que se
presenta frente a Goliat en nombre de Yahvéh (cfr 1 Sam 17, 45). En cambio, cuando el hombre presume de ser
independiente de Dios e intenta conseguir la felicidad y la grandeza por sus
propias fuerzas, el pecado y los ídolos lo esclavizan, y él, a su vez, trata de
esclavizar a sus semejantes (cfr Gén
11).
Nuevo
Testamento
También el Nuevo
Testamento enseña que la fortaleza es un atributo divino. Pero sobre todo nos
la muestra como residiendo plenamente en Cristo, que manifiesta su poder
obrando milagros, manifestación tangible de la potencia divina presente en Él.
Poder que concede a los apóstoles ya desde su primera misión (cfr Lc 9, 1).
El modelo de
fortaleza es Cristo. Por una parte, asume y experimenta la debilidad humana a
lo largo de su vida en la tierra. De modo especial se manifiesta su condición
humana en la oración en el huerto de Getsemaní (cfr Mt 26, 38 ss). Pero, por otra parte, Cristo se mantiene firme en el
cumplimiento de la voluntad del Padre y se identifica con ella. Demuestra el
grado supremo de fortaleza en el martirio, en el sacrificio de la cruz,
confirmando en su propia carne lo que había aconsejado a sus discípulos: «No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed
ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10, 28).
El discípulo de Cristo, que sabe que «el Reino de los Cielos
padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12), que ha de seguir a su Maestro llevando la cruz, que
tiene que esforzarse por entrar por la puerta angosta, permanecer firme en la
verdad y afrontar con paciencia los peligros que proceden del enemigo, necesita
la virtud de la fortaleza. Pero se trata de una fortaleza sobrenatural. No
basta con las fuerzas humanas para alcanzar la meta a la que está destinado.
Es el mismo Cristo
quien comunica gratuitamente esta virtud al cristiano: «Todo lo puedo en aquél
que me conforta» (Fil 4, 13); «Por lo
demás, reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos con la
armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es
nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las
potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus
malignos que están en los aires. Por eso,
poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras
vencer en todo, permanezcáis firmes» (Ef
6, 10-13).
La concesión de la
fortaleza está condicionada al reconocimiento humilde, por parte del hombre, de
su debilidad. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). El discípulo debe ser consciente de su debilidad:
«Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la
sobreabundancia del poder es de Dios y que no proviene de nosotros» (2 Cor 4, 7). Es entonces cuando
encuentra su fortaleza en la fortaleza de Dios: «Pero él me dijo: “Te basta mi
gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza”. Por eso, con sumo
gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza
de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las
necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy
débil, entonces soy fuerte» (2 Cor
12, 9-10).
Después de su
resurrección y ascensión al cielo, Cristo envía el Espíritu Santo a sus
discípulos, y, con Él, la fuerza divina que los fortalece interiormente (cfr Ef 3, 16) y les proporciona la valentía
necesaria para proclamar el Evangelio, incluso a costa de la vida.
La fortaleza divina se manifiesta en la vida de los discípulos
de muchas maneras:
a) en el poder
(dynamis) que Dios le concede para
permitirle realizar una obra divina, para asociarlo a la obra salvadora de
Dios. Este poder permite que crezca en nosotros el hombre interior (cfr Ef 3, 16, 20); nos habilita para ser
testigos de Dios (cfr He 4, 35), para
anunciar el mensaje del evangelio (cfr Rom
1, 16; 1 Cor 1, 18); nos permite
sufrir por la expansión del Reino (cfr Gál
1, 11);
b) en su
confianza (parresía) para proclamar
la palabra de Dios sin miedo, como Pedro el día de Pentecostés (cfr He 2), o en compañía de Juan ante los
miembros del Sanedrín, que les mandan dejar de enseñar en nombre de Jesús, y
responden: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a
Dios» (He 4, 19). «La parresía consiste en decirlo todo, es
esa libertad de lenguaje y franqueza en el hablar que dice todo lo que tiene
que decir y lo dice abiertamente, a la cara. Una libertad tal supone en quien
la posee una resuelta osadía, una seguridad que no sufre desorientación, y la
confianza de quien está seguro de aquello que dice y de que nadie será capaz de
hacerle callar»[1];
c) en su
firmeza en la fe y en las buenas obras: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro
adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar.
Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos dispersos por el
mundo soportan los mismos padecimientos» (1
Pdr 5, 8-9);
d) en la
paciencia (hypomoné), especialmente
ante la persecución y las tribulaciones: «Hermanos míos: considerad una gran
alegría el estar cercados por toda clase de pruebas, sabiendo que vuestra fe
probada produce la paciencia. Pero la paciencia tiene que ejercitarse hasta el
final, para que seáis perfectos e íntegros, sin defecto alguno» (Sant 1, 2-4). La perseverancia es
necesaria para salvarse: «Y todos os odiarán a causa de mi nombre; pero quien
persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt
10, 22);
e) en el
perdón a los que les ofenden, renunciando a todo deseo de venganza (cfr Mt 18, 21-35; Rom 12, 20), refrenando todo sentimiento de cólera o irritación,
guardando calma y paz ante las ofensas.
La fortaleza está íntimamente relacionada con la esperanza de la
vida eterna: «Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las tribulaciones,
sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada;
la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
que se nos ha dado» (Rom 5, 3-5).
En el Nuevo Testamento se utiliza la palabra mártir para designar al testigo de
Cristo por excelencia, que es el apóstol. Sin embargo, en algunos textos
aparece ya ligada a esta idea la de los sufrimientos y la muerte que llevará
consigo para los testigos su propio testimonio. El Señor predice a los
apóstoles: «Vosotros estad alerta: os entregarán a los tribunales, y seréis
azotados en las sinagogas, y compareceréis por causa mía ante los gobernadores
y reyes, para que deis testimonio ante ellos» (Mc 13, 9). Esteban será el primer testigo que sufrirá la muerte por
Cristo. En el lenguaje cristiano, la palabra mártir designará no ya al testigo
sino al testigo dispuesto a confesar la fe hasta la muerte[2].
1. 2. La
doctrina patrística
En algunos Padres
de la Iglesia parece darse una confusión entre la fortaleza griega y la
fortaleza cristiana. Así, Clemente de Alejandría, en el siglo III, y con él los
padres griegos, identifican las concepciones estoicas de la fortaleza con las
concepciones bíblicas. Lo mismo sucede entre los padres latinos. Pero se trata
sobre todo de una cuestión de términos. Aunque adopten términos que en la
filosofía griega responden a conceptos distintos, en el fondo su concepción es
diferente. Así, cuando Clemente de Alejandría afirma que el cristiano perfecto
es impasible, podría parecer que se está refiriendo al ideal estoico. Sin
embargo, para él, la impasibilidad consiste en el desprecio de las cosas
creadas y en la esperanza de vivir un día con Cristo, y es un don de la gracia[3].
Los Padres de la
Iglesia insisten en que la fortaleza del cristiano es prestada, y debe ser
pedida a Dios:
«Habiendo
Dios dotado a los demás animales de la velocidad en la carrera, o la rapidez en
el vuelo, o de uñas, o de dientes, o de cuernos, sólo al hombre lo dispuso de
tal forma que su fortaleza no podía ser otra que el mismo Dios: y esto lo hizo
para que, obligado por la necesidad de su flaqueza, pida siempre a Dios cuanto
pueda necesitar»[4].
La afirmación de
San Pablo: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Fil 4, 13), tiene su eco en los escritos de los Padres:
«Muchas
son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin
embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca.
Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas,
nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte?
Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor
es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos
al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es
temible en este mundo y de sus bienes»[6].
La fortaleza
aparece en directa conexión con la esperanza sobrenatural:
«Pues
me parece que el atleta valiente, una vez desnudo para luchar en el estado de
la piedad, debe sufrir con valor los golpes que le den los contrarios, con la
esperanza de la gloria del premio. Pues que todos aquellos que en los juegos
gimnásticos se han acostumbrado a las fatigas de la lucha, jamás desmayan por
el dolor de los golpes; antes bien, despreciando los males presentes por el
deseo del triunfo, atacan de cerca de sus adversarios. De la misma manera,
aunque al varón virtuoso le acontezca alguna cosa desagradable, no por eso
perderá su gozo»[7].
Es frecuente el
tema de la necesidad de la fortaleza para enseñar la verdad y corregir los
errores:
«Lo
que hay que temer no es el mal que digan contra vosotros, sino la simulación de
vuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados.
Pero si no cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después
oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio de la sal es morder y
escocer a los que llevan una vida de molicie. Por tanto, estas maledicencias
son invetibles y en nada os perjudicarán, antes serán prueba de vuestra
firmeza»[8].
Se trata, sin
embargo, de una fortaleza que sabe conjugar la intransigencia con los vicios y
la compasión con los pecadores:
«Si
la regla de conducta del maestro debe ser siempre perseguir al vicio para
corregirlo, es muy conveniente que conozcamos que debemos ser firmes contra los
vicios, pero compasivos con los hombres»[9].
El tema del
martirio como supremo acto de la virtud de la fortaleza es también muy frecuente.
El texto más primitivo en el que se encuentra la palabra mártir en el sentido
de testigo que muere por dar testimonio, es la Epístola a los Corintios de San Clemente Romano. En ella, el
martirio se considera un acto de la paciencia cristiana sostenida por la
esperanza de una vida mejor, por la confianza en al auxilio de Cristo y por el
amor a Dios[10].
1.
3. Las
elaboraciones teológicas medievales
Hasta Santo Tomás es difícil encontrar un estudio sistemático de
la fortaleza. Sin embargo, tanto por los testimonios que recogen de Aristóteles
y otros filósofos y de los Santos Padres, como por el modo de enfocar la
cuestión y sus comentarios personales, resulta interesante hacer mención de
algunos autores medievales. Entre ellos se van perfilando dos grandes líneas de
pensamiento: la escuela dominicana (con San Alberto Magno y Santo Tomás) y la
escuela franciscana (Alejandro de Hales y San Buenaventura).
Pedro Lombardo trata la virtud de la fortaleza en el Libro de las Sentencias, que
posiblemente es un compendio de las lecciones dictadas en la Universidad de
París, y que durante mucho tiempo fue el libro de texto de los estudiantes de
Teología. En el libro tercero de las Sentencias,
recoge la afirmación de San Agustín, según la cual la fortaleza está «in
perferendis molestiis», es decir, para llevar con ánimo las molestias[11].
Alejandro de Hales, cuando comenta las afirmaciones de Pedro
Lombardo sobre las virtudes cardinales, recoge lo que Aristóteles y San Agustín
habían dicho sobre la fortaleza. Define esta virtud, siguiendo a San Agustín,
como «amor omnia facile tolerans propter id quod amatur»[12]. Más adelante, se refiere
de nuevo a San Agustín y asume su distinción de las virtudes: «Prudentia est in
eligendis, temperantia in utendis, fortitudo in tolerandis, iustitia in
distribuendis» (De anima et spiritu).
Esta distinción –afirma Alejandro de Hales- se ha tomado según si los actos se
refieren al prójimo o a uno mismo. Desde este segundo punto de vista, a la
fortaleza le corresponde, en lo que se refiere al acto exterior, tolerar los
males[13].
Sin embargo, si se dividen las virtudes teniendo en cuenta que
éstas son las fuerzas del alma contra los vicios, a la fortaleza le corresponde
obrar contra lo adverso en lo que se refiere al apetito irascible[14]. Según otra división de
las virtudes, a la fortaleza pertenece la realización de aquellas cosas que se
deben hacer: lleva a obrar, actuar, hacer (facere)[15]. Por último, si la
división de las virtudes «sumitur penes appetitum intra, et opus extra, et
ordinem ad finem et impedimentum ne stet citra finem», a la fortaleza le
corresponde «terrenas cupiditates reprimere et penitus eas oblivisci», puesto
que su función consiste en «impedimenta removere»[16].
El acto principal de la potencia irascible respecto a aquellas
cosas que se refieren al fin es afrontar lo que es difícil de resistir y
difícil de atacar, y todo ello pertenece a la fortaleza[17].
Se puede apreciar en el pensamiento de Alejandro de Hales un
mayor interés por adentrarse en la consideración teológica de la fortaleza.
Aunque no se detiene a explicar los actos de esta virtud, ni el sujeto, el
objeto, el martirio, etc., refleja la convicción de que los actos de la
fortaleza son dos: tolerar lo adverso y obrar contra lo adverso, y es
consciente de que el sujeto psicológico de esta virtud es el apetito irascible.
Las referencias a Aristóteles manifiestan el interés de conciliar el
pensamiento agustiniano con el del Estagirita.
El pensamiento de San Alberto Magno con respecto a la fortaleza
se encuentra sobre todo en el comentario al Libro
de las Sentencias y en el Paradisus
animae sive libellus de virtutibus.
Considera la fortaleza como el hábito que gobierna el actuar del
hombre ante los peligros extremos, como los peligros de la guerra, que ponen en
juego el bien de los ciudadanos, es decir, su justicia, su libertad o cosas
semejantes[18].
Al comentar la definición de las virtudes cardinales, San
Alberto afirma que, aunque la fortaleza está presente en todo acto virtuoso
-pues todas las virtudes se refieren a los gozos y tristezas, y todas procuran
llevar con buen ánimo las molestias que las pasiones comportan-, a la fortaleza
pertenece propiamente llevar con ánimo las molestias, porque la pasión a que se
refieren es la más acerba y la más contristante de todas[19].
Posteriormente y con un lenguaje más ascético que filosófico,
desarrolla San Alberto las ideas centrales acerca de la virtud de la fortaleza
en el capítulo noveno del Paradisus
animae. Afirma que la verdadera fortaleza está en resistir y dominar las
tentaciones de todo tipo. No consiste propiamente en ayunar, no dormir y
castigar el cuerpo, sino en el poder de refrenar los pies ante los vicios, las
manos ante las obras y el tacto ilícitos, el oído para no escuchar lo que no
conviene, y la lengua para no hablar palabras dañosas[20]. Tres características
tiene la virtud de la fortaleza que hacen saborear la suavidad espiritual:
«Fortalece la mente para hacer el bien, para tolerar lo adverso y para vencer
los vicios y todas las cosas nocivas»[21]. Señala también los
oficios de la fortaleza: afirmar el intelecto en el conocimiento de Dios y la
voluntad en el amor de Dios y del prójimo; robustecer la mente ante las cosas
adversas; y animar a la mente para que se mantenga siempre en el bien y no se
abata ante el mal[22].
También San Buenaventura afronta el estudio de la fortaleza en
sus comentarios a las Sentencias de
Pedro Lombardo. Considera el apetito irascible como sujeto de la fortaleza. En
cuanto a los actos interiores que concurren necesariamente en la acción
virtuosa (conocer, querer y obrar sin perturbación), a la fortaleza corresponde
obrar sin perturbación en las situaciones adversas. Su función consiste en
superar la debilidad[23].
Con respecto a la definición que recoge Pedro Lombardo (fortitudo est in perferendis molestiis),
San Buenaventura trata de resolver algunas dificultades que se pueden
presentar. Según Aristóteles, el paciente se distingue del fuerte en que el
primero «patitur sed non deducitur», mientras que el fuerte «nec patitur nec
deducitur». Por tanto, no parrece que la fortaleza sea «in perferendis
molestiis». Sin embargo, la fortaleza «non solum non deducitur, verum etiam
magis agat quan agatur», puesto que al decir que consiste en llevar con ánimo
las molestias, no se dice sólo que en ellas no sucumbe, sino que las supera[24].
De otra parte, si las virtudes son de los deleites y de las
tristezas, la fortaleza será también de los deleites, lo cual no parece muy
acertado. A lo que San Buenaventura contesta puntualizando que la fortaleza
versa sobre esto a modo de soportar y tolerar, a diferencia de las demás
virtudes que lo hacen por medio de elección o fuga. Argumento que sirve también
para aclarar que la fortaleza es una virtud específica diferente de las demás[25].
«La labor de Santo
Tomás y su novedad consistió en integrar en el pensamiento cristiano las
afirmaciones capitales de la razón griega. Será Santo Tomás el primero en
ofrecernos una teología de la fortaleza en que a la lección de la Biblia sepa
unir la lección de los griegos y a la exaltación de Dios la exaltación del
hombre»[26].
Aunque el Aquinate
trata de la fortaleza en muchas de sus obras, recogemos únicamente el esquema
que sigue en la Summa Theologiae
(II-II, qq. 123-140):
1. La
fortaleza en sí misma (q. 123).
2. El
martirio, como acto más perfecto de la fortaleza (q. 124).
3. Los vicios
contrarios a la fortaleza (qq. 125-127):
·
Timidez o cobardía
·
Impavidez
·
Audacia o temeridad
4. Las
virtudes anejas a la fortaleza (qq. 128-138):
·
Magnanimidad
·
Magnificencia
·
Paciencia
·
Perseverancia
5. El don de
fortaleza (q. 139).
6. Los
preceptos de fortaleza (q. 140).
1.
4. Los
desarrollos teológicos actuales
Los manuales de
teología moral que adoptan el esquema de las virtudes, siguen de cerca el
pensamiento de Santo Tomás sobre la virtud de la fortaleza, tratando de
esquematizarlo y compendiarlo para facilitar su aprendizaje[27]. Siguiendo la estructura
de la II-II, suelen dedicar una primera parte a considerar la virtud en sí
misma (definición, objeto, sujeto, actos, martirio), y un segundo apartado, más
extenso, para tratar de las virtudes anejas a la fortaleza: magnificencia,
magnanimidad, paciencia y perseverancia.
En general, definen
la fortaleza como la virtud que robustece el apetito irascible y, por tanto, la
voluntad en cuanto le pertenece dicho apetito, para que no desista en la
consecución del bien arduo a pesar de los máximos peligros. Consideran que el
objeto material próximo son los temores y audacias, y el objeto material remoto
los peligros y dificultades. El objeto formal es la moderación de los temores y
audacias ordenándolos a la razón y en lo referente a los máximos peligros.
En todos los
manuales se dedica una atención especial al acto más excelente de la fortaleza:
el martirio, estudiando su naturaleza, condiciones, mérito y eficacia.
Los manuales que
siguen el esquema del Decálogo, suelen hacer una primera aproximación a la
fortaleza al exponer las virtudes cardinales en general. Posteriormente
incluyen su estudio o entre los deberes morales terrenos[28], o entre los deberes para
consigo mismo[29].
El desarrollo de los distintos aspectos de esta virtud es semejante al de los
manuales anteriores, pero tratan de señalar más las aplicaciones prácticas para
la vida cristiana.
El
desprestigio de la virtud de la fortaleza
Una consecuencia del racionalismo liberal, con el que se pierde
la relación de la persona humana con el Creador, y se pretende situar al hombre
en el centro del universo, ha sido el planteamiento “horizontal” de la vida del
hombre y el vaciamiento del contenido de los conceptos en los que el
cristianismo había cifrado el «paradigma del hombre bueno: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza»[30]. De estas virtudes, las
que han sufrido un mayor falseamiento tal vez hayan sido la fortaleza y la
templanza. Al poner como centro del universo al hombre, se difumina e incluso
se pretende eliminar la realidad metafísica del mal, que es el fundamento real
de la virtud de la fortaleza: «Este fundamento real, sin el que ni la fortaleza
ni la templanza podrían ser concebidas en su pleno sentido de hábitos
laudables, es el hecho metafísico de la existencia de la iniquidad: del mal
humano y del mal diabólico, del mal en la doble figura de culpa y de castigo,
es decir, del mal que hacemos y del mal que padecemos»[31].
La búsqueda desmedida de seguridad y el optimismo incondicional
e infundado, llevan al hombre a querer liberarse de la necesidad de luchar y,
por tanto, a perder el sentido de la fortaleza. La lucha cristiana y el
ejercicio de la fortaleza se ven entonces como una esclavitud del hombre con
respecto a Dios. «El liberalismo no puede menos de calificar de sin sentido a
la verdadera fortaleza que se esfuerza en el combate, antojándosele sin remedio
ser un “estúpido” el hombre que participa de semejante virtud»[32].
A lo largo del siglo XX, se han dado repetidos intentos de
contrarrestar el desprestigio de la virtud de la fortaleza y de su aplicación e
importancia en la vida cristiana[33].
2.
Análisis
teológico de la virtud de la fortaleza
2. 1.
Naturaleza de la virtud de la fortaleza: la fortaleza como empeño en la
realización del bien y del valor, superando la dificultad
La palabra
fortaleza puede tomarse en dos sentidos[34]:
a) como
condición necesaria de toda virtud, pues toda virtud debe ser firme y estable;
b) como
virtud, significa la especial firmeza para resistir y rechazar todos peligros
graves.
La fortaleza es la
recta disposición del apetito irascible que robustece el ánimo frente a todo
peligro o adversidad que se derive de querer hacer el bien o rechazar el mal,
sobre todo frente a la muerte. El Catecismo
de la Iglesia Católica la define así: «La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la
firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de
resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La
virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de
hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la
renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa»[35].
Es una virtud
cardinal que tiene por sujeto al apetito irascible en cuanto subordinado a la
razón, y por finalidad remover los impedimentos provenientes de las pasiones de
temor y temeridad, para que la voluntad no deje de seguir los dictados de la
recta razón y de la fe frente a los peligros graves o grandes males corporales,
llegando, si es preciso, hasta la muerte.
El sujeto de la
fortaleza es el apetito irascible, no en sí mismo, sino en cuanto subordinado
al dictado de la razón; es decir, en su potencia obediencial respecto a la
razón. A causa del pecado original, el apetito irascible puede escapar del dominio de la razón; se requiere, por
tanto, en este apetito una disposición estable que le haga obedecer fácil y
prontamente a los dictámenes de aquélla.
La función de la
fortaleza es doble:
a) superar el
temor, que provoca un retraimiento frente al mal que amenaza. La fortaleza hace
que la persona no ceda al temor, que persevere en el bien o en su búsqueda,
superando el miedo;
b) moderar la
temeridad.
De este modo, la
fortaleza permite superar los impedimentos que provienen de las pasiones del
temor y de la temeridad para que la voluntad siga los dictados de la recta
razón y de la fe frente a los peligros graves o grandes males físicos y
corporales. Es importante advertir que el fin de la fortaleza no consiste
principalmente en superar el temor y la temeridad, sino en moderar estas
pasiones en razón del bien y para obrar el bien.
La esencia de la fortaleza no es vencer dificultades, sino obrar
el bien cueste lo que cueste. El fuerte no busca ser herido, no busca el
sufrimiento, sino el bien. Lo importante es hacer el bien, no el sufrir. Por
eso, los que tienen la función de enseñar, de orientar la vida interior de las
personas, deben tener en cuenta que las exposiciones innecesarias al mal son,
entre otras cosas, muy antipedagógicas, pues lo importante no es superar
dificultades, sino buscar o mantenerse firmes en el bien. No es más fuerte el
que más sufre, sino el que se adhiere con más firmeza al bien. La esencia de la
fortaleza es la unión con el bien.
A veces se realizan
determinados actos externos que parecen manifestación de fortaleza sin serlo
realmente[36].
Es falsa fortaleza enfrentarse a lo difícil como si no lo fuera, ya sea por
desconocer la magnitud del peligro o por confiar imprudentemente en las propias
fuerzas. Tampoco es virtud realizar un acto de fortaleza a impulsos de la
pasión, sea la tristeza que se pretende sacudir, sea la ira, porque está
ausente la dirección racional del juicio prudencial. Por último, pueden
realizarse actos de fortaleza pero por un fin no legítimo; por ejemplo: sólo
para conseguir bienes temporales como el honor, el placer o la riqueza, o para
evitar alguna incomodidad. En este caso falta la necesaria ordenación de la
recta razón al Sumo Bien.
El supuesto real sobre el que se asienta la virtud de la
fortaleza (como también la templanza) «es el hecho metafísico de la existencia
de la iniquidad: del mal humano y del mal diabólico, del mal en la doble figura
de culpa y de castigo, es decir, del mal que hacemos y del mal que padecemos»[37]. Por eso no es de
extrañar que cuando se pierde el sentido del pecado –cuya gravedad sólo se
puede captar por la fe- se pierda también la conciencia de la necesidad de
combatirlo y, por tanto, la necesidad de la fortaleza.
La razón más
profunda de la necesidad de la fortaleza es la esencial vulnerabilidad del
hombre. Quien no es vulnerable no necesita ser fuerte: el ángel, un
bienaventurado, no tienen necesidad de esta virtud. Ser fuerte supone poder
estar herido.
En sí misma, la fortaleza es una virtud insuficiente. Para estar
dispuesto a sufrir por y para alcanzar el bien, hay que saber primero cuál es
el bien. De ahí que la prudencia sea
condición de la fortaleza. Así, no es valiente el que se expone alocadamente a
toda clase de peligros, pues estaría valorando cualquier cosa como mejor que su
integridad personal. La fortaleza supone una valoración prudente de lo que se
arriesga y de lo que se intenta proteger o conseguir. Al mismo tiempo, una
fortaleza que no estuviese al servicio de la justicia también sería falsa, pues
en realidad estaría al servicio del mal. Por eso afirma Santo Tomás que «el
hombre no pone su vida en peligro más que cuando se trata de la salvación de la
justicia. De ahí que la dignidad de la fortaleza sea una dignidad que depende
de la anterior virtud»[38].
2. 2. Opción fundamental por el bien y esfuerzo personal en los
actos concretos
La noción de fin domina todo el ámbito de la moralidad. Sin
un fin último, ninguna acción tendría sentido ni moralidad. No habría bien ni
mal. Pero la fortaleza tiene una especial relación con el fin. «La razón es
sencilla: en esta virtud lo cronológicamente presente no se vive como
agradable, proporcionado, armonioso o bello. Más bien se sabe que es un mal:
dolor, miedo, sufrimiento, dificultad. ¿Por qué ser fuerte entonces? Por mor
del bien, a causa del fin. El fin, cronológicamente no presente, es la razón de
ser del resistir en el bien pese al dolor, o a la repugnancia, que provoca el
mal actual»[39].
El valiente está dispuesto a enfrentarse al mal, a las dificultades
y sufrimientos, incluso a la muerte, como consecuencia de su fidelidad a un fin
al que considera como superior a cualquier bien. El fuerte no decide soportar
el dolor, el sufrimiento, la miseria, el mal, por sí mismos, sino por el fin.
La única razón para soportar el mal es el amor al fin, al bien que se ama sobre
todas las cosas.
De ahí la necesidad
de poseer una presencia esperanzada y amorosa del fin. En caso contrario, el
esfuerzo tiende a aparecer como absurdo. San Pablo pregunta a los cristianos de
Corinto: «Si realmente los muertos no resucitan (...) ¿para qué ponernos en
peligro a cada instante? (...). Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos,
que mañana moriremos» (1 Cor 15,
29-32).
De este modo puede
comprenderse que existe una íntima relación entre la unión con Dios y la
realización de los actos concretos. Cuanta mayor sea la unión con Dios por la
fe, la esperanza y el amor, más firme será la persona en resistir el mal o en
afrontar las dificultades concretas que se la presentan.
«Bebamos
hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. -¿Qué
importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es cielo para
siempre, para siempre..., para siempre?
-Y,
sobre todo -mejor que la razón apuntada, “propter retributionem”-, ¿qué importa
padecer, si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con
espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por
Amor?...»[40].
2. 3.
Fortaleza y madurez humana; fortaleza y personalidad
Una persona madura es aquella que ha llevado a su plenitud
todas las dimensiones propias de la persona.
La personalidad es la fisonomía espiritual de la persona, y
en este sentido se dice que una persona tiene una personalidad madura o
inmadura.
Al hablar de madurez humana es preciso distinguir diversos
niveles: fisiológico, psicológico y espiritual[41]:
·
La madurez fisiológica supone un desarrollo orgánico normal, sin
anomalías.
·
La madurez psicológica consiste en la capacidad de conducirse
racionalmente. Supone dominar las funciones intelectuales (capacidad de
atención, dominio de la imaginación, hábitos de razonamiento), controlar la
afectividad (capacidad de moderar los placeres y soportar los dolores,
integración de la sexualidad, estabilidad de ánimo), tomar decisiones
ponderadas, juzgar rectamente los acontecimientos y las personas, confiar en
uno mismo, etc.
·
La madurez espiritual significa que la persona posee unas
directrices generales, asumidas conscientemente, que ordenan su vida. Supone
tener suficiente cultura personal sobre el mundo y la sociedad; poseer valores,
convicciones y criterios morales verdaderos; haber establecido relaciones
humanas satisfactorias; y tener unos objetivos personales, una vocación, una
idea de lo que se quiere en la vida, con la consiguiente responsabilidad para
asumir las consecuencias de la propia situación vital.
Como puede apreciarse fácilmente, todas las virtudes morales
están implicadas en la madurez de la persona. Podríamos decir que alguien tiene
una personalidad madura cuando posee todas las virtudes, y su fisonomía
espiritual, sin dejar de ser propia, se identifica con la de Cristo. Sin
embargo, se puede apreciar también que la virtud de la fortaleza juega un papel
de primer orden en la adquisición de la madurez, en cuanto es la virtud que
lleva a resistir el sufrimiento y la muerte por el bien, y a atacar con
decisión los obstáculos que se oponen a la consecución del bien.
Se afirma frecuentemente que nada hace madurar tanto como el
dolor. Es cierto, a condición de que completemos esta idea diciendo: como el
dolor que se sufre por el bien. No es el dolor en sí mismo lo que busca el
valiente, sino el bien, a pesar del sufrimiento que sea preciso soportar para
alcanzarlo. Así, la lucha por adquirir la fortaleza es también la lucha por la
madurez. Quien posee la virtud de la fortaleza mantiene habitualmente un ánimo
estable ante las contrariedades y los sufrimientos físicos o morales, porque
está internamente adherido al bien con una gran fuerza. Y se enfrenta a los
obstáculos y a las dificultades no por ambición u orgullo, sino para obtener el
bien, teniendo en cuenta sus propias fuerzas y juzgando adecuadamente la
magnitud del obstáculo. La virtud de la fortaleza, al darnos un ánimo estable,
nos permite mantenernos serenos para tomar las decisiones más oportunas y
prudentes. Nos hace más libres no sólo con respecto a nuestras pasiones y
sentimientos, a los que ordena según la razón y la fe, sino también ante la
influencia del ambiente que trata de convencernos de que resistir en el bien no
vale la pena, y mucho menos emplear nuestra energías para alcanzarlo.
El dolor y el sufrimiento físico o moral, cuando se recibe como
venido de la mano de Dios y se lleva por amor a Él, transforma positivamente
nuestra personalidad: nos hace más comprensivos con los demás, nos ayuda a
valorar las cosas objetivamente, lima las asperezas de nuestro carácter, etc.
2. 4.
Fortaleza y conciencia de la propia debilidad: la confianza en Dios, elemento
constitutivo de la fortaleza cristiana
La fortaleza sólo es virtud cuando se apoya en el conocimiento
objetivo de las propias fuerzas y, en consecuencia, pide y confía en la
fortaleza de Dios.
El poder del hombre para realizar el bien moral encuentra una
primera dificultad real en su naturaleza herida por el pecado original.
«Para el hombre herido por el pecado
no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos
otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada
uno debe siempre pedir esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los
sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el
bien y guardarse del mal»[42].
A esto se añade la debilidad producida por los pecados
personales, la influencia que ejerce el ambiente, etc.
La excesiva confianza en las propias fuerzas termina en la
derrota. San Pedro, lleno de entusiasmo, pero poco consciente tal vez de su
miseria, promete a Jesús que nunca la dejará y que, si es preciso, morirá con
Él. A las pocas horas jura no conocerle.
La fortaleza
cristiana no desconoce ni desprecia las fuerzas humanas. Por el contrario, el
cristiano conoce mejor y aprecia en su justa medida su propia capacidad. Por
eso es también consciente de la necesidad que tiene de la gracia de Dios, de la
fortaleza divina, para mantenerse firme ante los peligros y para lanzarse con
verdadera audacia a la consecución del bien. La fortaleza cristiana está
igualmente alejada del pelagianismo, que pone su confianza en las propias
fuerzas, como de la pasividad, que espera la ayuda extraordinaria de Dios
mientras olvida que es el mismo Dios quien le ha dado al hombre unas fuerzas
naturales que debe desarrollar.
La gracia que
recibimos a través de los Sacramentos nos fortalecen para ser valientes en el
seguimiento de Cristo. Especial importancia tiene en este sentido el sacramento
de la Confirmación:
«Con
el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye el
conjunto de los “sacramentos de la iniciación cristiana”, cuya unidad debe ser
salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este
sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal (cf OCf, Praenotanda
1). En efecto, a los bautizados “el sacramento de la confirmación los une más
íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del
Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos
testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras” (LG 11; cf OCf, Praenotanda 2)»[43].
El conocimiento de la propia debilidad lleva a la oración
confiada, en la que pedimos la fuerza para hacer la voluntad de Dios y le
rogamos que no nos deje caer en la tentación.
«“No
entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu
tesoro, allí también estará tu corazón ... Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir”
por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida
humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras
fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con
éxito” (1 Co 10, 13)»[44].
«Pues
bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio
de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su
agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta
petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La
vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf
Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda
del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de
despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P 5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático
referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la
perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela”
(Ap 16, 15)»[45].
En los escritos de Josemaría Escrivá encontramos continuas
referencias a la confianza en Dios como elemento constitutivo de la fortaleza
cristiana. Baste el siguiente texto:
«La
ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el
Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad,
y El es salud robusta; somos la debilidad, y El nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea (Ps XLII, 2), porque
siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de
oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la
pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza
divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los
que tienen el oficio de dirigir -de servir- espiritualmente al Pueblo de Dios,
de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo»[46].
Apoyado en la fortaleza de Dios, el cristiano adquiere un santo
“complejo de superioridad”, que no es manifestación de soberbia, sino
consecuencia de la humildad:
«“Todo lo puedo en Aquél
que me conforta”. Con El no hay posibilidad de fracaso, y de esta persuasión
nace el santo “complejo de superioridad” para afrontar las tareas con espíritu
de vencedores, porque nos concede Dios su fortaleza»[47].
«Cuando
se trabaja por Dios, hay que tener “complejo de superioridad”, te he
señalado.
»Pero,
me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? —¡No! Es una
consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres
el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la
fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo
me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en
el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré
las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza»[48].
2. 5. El
don de fortaleza
La virtud de la fortaleza nos hace fuertes
para la lucha por ser fieles a Dios, pero normalmente no evita la angustia y el
miedo, las fluctuaciones de la sensibilidad y la repugnancia ante el
sufrimiento. «Hay una manera incomparablemente superior de triunfar de todo
miedo y de moderar toda audacia, en presencia de todas las dificultades, aun de
las más imprevistas, frente a los más temibles peligros de muerte, sin
doblegarse lo más mínimo: cuando Dios en Persona suple las limitaciones de la
naturaleza humana, convirtiéndose en sostén de sus hijos. Entonces, la
fortaleza sobrehumana y sonriente de los siervos de Dios y de los mártires
carece de límites. Dios es su invencible Fuerza. Él les conserva en medio de
las mayores torturas en su inmutable paz»[49], pues la esencia del don
de fortaleza consiste precisamente en revestir al hombre de la fuerza misma de
Dios.
El don de fortaleza robustece el alma para
practicar, por instinto del Espíritu Santo, todas las virtudes heroicas con
invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades. Esta
confianza en la victoria es una de las diferencias fundamentales entre la
virtud y el don de fortaleza. Como afirma Santo Tomás, «la fortaleza como
virtud da al alma fuerza para soportar toda suerte de peligros, pero no puede
darle la seguridad de que se librará de todos ellos; esto lo hace el don de
fortaleza»[50].
El don de fortaleza proporciona al cristiano
una energía y determinación inquebrantables en la búsqueda de la santidad.
«Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación
de no parar hasta llegar a ella (la santidad), venga lo que viniere, suceda lo
que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera
llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los
trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»[51]. Esta fortaleza es don
del Espíritu Santo.
Otra consecuencia del don de fortaleza es la
completa destrucción de la tibieza, que se debe casi siempre a la falta de
fortaleza para superar las dificultades que se oponen a la santidad.
El don de fortaleza transforma al cristiano y
lo convierte en valiente testigo de Cristo ante cualquier peligro o enemigo,
como vemos que sucede a los Apóstoles el día de Pentecostés: desaparece la
cobardía que les había llevado a dejar solo a Jesús, incluso a negarle, como
Pedro, y se presentan ante el pueblo y, más tarde, ante el Sanedrín con una
valentía que nadie puede doblegar.
El don de fortaleza no sólo lleva al heroísmo
en lo grande, sino también al heroísmo en lo pequeño, a la fidelidad en el
cumplimiento de los pequeños deberes de cada instante.
3. Los
actos propios de la virtud de la fortaleza
3. 1.
Acometer y resistir para vivir y realizar la verdad y el bien, momentos
decisivos del ejercicio de la virtud de la fortaleza
Ser valiente quiere decir realizar el bien haciendo frente a las
dificultades. Pero se puede hacer frente de dos modos: resistiendo y atacando.
Según Santo Tomás,
el acto más propio de la fortaleza es resistir[52]. Esto no quiere decir que
resistir posea un valor más alto que atacar, ni que sea más valiente el que
resiste que el que ataca, sino que la situación en la que se muestra la
verdadera esencia de la fortaleza es aquella en la que la única posibilidad que
le queda a la persona es resistir.
Resistencia no equivale
a pasividad, sino que implica un enérgico acto del alma que consiste en
adherirse fuertemente al bien, que es la causa de que el fuerte no ceda ante el
peligro de ser herido o muerto[53].
La fortaleza puede
hacer uso de la ira en el acto de atacar, porque es propio de la ira revolverse
contra lo que nos causa tristeza; pero no se trata de cualquier ira, sino
únicamente de la controlada y rectificada por la razón[54].
3. 2. Los
vicios contrarios a la fortaleza
A la fortaleza se opone la timidez
o cobardía, que consiste en rehuir
los sufrimientos necesarios para conseguir el bien difícil. Se opone también la
impavidez, que no evita los peligros
pudiendo y debiendo hacerlo, y la temeridad
o audacia desordenada, que desprecia
los dictámenes de la prudencia saliendo al encuentro del peligro.
La timidez
o cobardía
A veces se
identifica erróneamente la valentía con no tener miedo. «El justo –afirma el
Aquinate- es alabado porque el temor no le aparta del bien, no por falta
completa de temor»[55]. La persona valiente no
ignora la realidad sino que es consciente de que el daño al que se expone es un
mal, y ante el mal el hombre normalmente siente miedo. La fortaleza no
consiste, pues, en no sentir temor, sino en no dejar que el temor fuerce al mal
o impida realizar el bien. Es fuerte el que hace frente a la dificultad que le
produce temor, no por ambición ni por miedo a ser tachado de cobarde, sino por
amor al bien, es decir, por amor a Dios.
«El
miedo quita a veces el coraje cívico a los hombres que viven en un clima de
amenaza, opresión o persecución. Así, pues, tienen valentía especial los
hombres que son capaces de traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de dar
testimonio de la verdad y la justicia Para llegar a tal fortaleza, el hombre
debe “superar” en cierta manera los propios límites y “superarse” a sí mismo,
corriendo el “riesgo” de encontrarse en situación ignota, el riesgo de ser mal
visto, el riesgo de exponerse a consecuencias desagradables, injurias,
degradaciones, pérdidas materiales y tal vez hasta la prisión o las
persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza, el hombre debe estar sostenido por
un gran amor a la verdad y al bien a que se entrega. La virtud de la fortaleza
camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse. Esta virtud tenía ya
perfil bien definido entre los antiguos. Con Cristo ha adquirido un perfil
evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a los hombres débiles, pobres,
mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos: y al mismo tiempo
contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con frecuencia repite:
“No tengáis miedo” (Mt 14,27). Enseña
al hombre que es necesario saber “dar la vida” (Jn 15,13) por una causa justa, por la verdad, por la justicia»[56].
Cuando la persona
huye de aquello que, según la razón, debe huir, actúa bien. Por ejemplo, cuando
huye de una ocasión de pecar, o de un mal al que no puede resistir y de cuya
resistencia no saca ninguna utilidad. Su temor, en este caso, es ordenado y
recto. Actúa mal, en cambio, cuando huye de aquello que la razón le manda
soportar para no desistir de otros bienes que debe conseguir: en esto consiste
el temor desordenado o cobardía[57].
La
impavidez
No es valiente,
fuerte, aquel que, por desconocer o valorar erróneamente la realidad, es decir,
por necedad, no tiene miedo alguno. Otras veces, como afirma J. Pieper
siguiendo a Santo Tomás, «es resultado de una perversión del amor. Porque el
temor y el amor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme; y
si se trastorna el orden del amor, se pervierte asimismo el orden del temor»[58]. En muchas ocasiones la
impavidez se debe a la soberbia.
No se debe temer a
la muerte de tal modo que por miedo a ella ofendamos a Dios, «pero debe temerse
en cuanto que puede ser un obstáculo que impida al hombre realizar obras de virtud,
bien sea para sí mismo o para utilidad de los demás»[59]. De modo semejante, no
debemos ceder al miedo a perder los bienes temporales cuando nos impiden amar a
Dios. Pero no deben despreciarse en cuanto nos sirven de instrumentos para
amarle[60].
La impavidez se
opone, por tanto, a la fortaleza, porque es propio de esta virtud un temor
moderado conforme a la razón y a la fe, de tal modo que el hombre tema lo que
conviene y cuando conviene. El valiente resiste, pero no de cualquier modo,
sino conforme a la razón y a la fe[61].
La
audacia o temeridad
La falta de temor
razonable lleva a la temeridad o audacia[62]. Audacia es el nombre de
una pasión del apetito irascible. La audacia como pecado consiste en no querer
moderar esta pasión según la razón y la fe[63].
Aunque pudiera
parecer lo contrario, de la audacia a la timidez hay un paso. Santo Tomás,
citando a Aristóteles, afirma que los audaces se adelantan y buscan el peligro,
pero una vez en él, se vuelven atrás, poseídos por el temor[64].
3. 3. La disposición al martirio, piedra de toque de la
autenticidad de la vida cristiana
«El
martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio
que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y
resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la
fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.
"Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a
Dios" (S. Ignacio de Antioquía, Rom
4,1)»[65].
La palabra griega mártir significa testigo. El mártir es el que está dispuesto a morir, si es preciso,
para dar testimonio de la fe de Cristo.
El martirio es acto
de la fortaleza. Es propio de la fortaleza mantener firme al hombre en el bien
contra los peligros, sobre todo contra los peligros de muerte. En el martirio,
«el hombre es confirmado en el bien de la virtud de una manera singular, al no
abandonar la fe y la justicia ante los peligros de muerte, que amenazan
inminentes, en una especie de combate particular, de parte de los
perseguidores»[66].
La mayor herida que puede sufrir el viador es la muerte. Toda herida es, en el fondo, una figura e
imagen de la muerte. La fortaleza se refiere, en última instancia, a la muerte:
ser fuerte es estar dispuesto a morir, a caer en el combate, por el bien. De
ahí que una fortaleza que no conlleve la disposición de pelear hasta morir, de
morir antes que pecar, no es verdadera fortaleza.
El martirio es el acto más perfecto, porque entre todos los
actos de virtud es el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que
tanto mayor amor se demuestra a Dios cuanto más amado es lo que se desprecia
por Él –la vida- y más odioso lo que se elige: la muerte, especialmente si va a
acompañada de dolores y tormentos corporales[67]. De ahí podemos entrever
el gran amor que nos demostró Jesús al padecer y morir por nosotros, pues
«nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Para que se pueda hablar propiamente de martirio, ¿basta con que
el hombre elija sufrir la muerte y mantenerse firme en la verdad y la justicia
ante los peligros de muerte, o es preciso que padezca efectivamente la muerte
que ha aceptado? Si es esencial al martirio que el hombre dé testimonio de la
fe demostrando con sus obras que desprecia todos los bienes temporales para
alcanzar a Dios, es obvio que mientras posea la vida corporal no ha demostrado
todavía de facto que desprecia todos
los bienes temporales. En conclusión, sólo se puede hablar con propiedad de
martirio cuando se sufre la muerte por Cristo[68].
Sin embargo, la
fortaleza en el martirio no consiste en el hecho de recibir la muerte, sino en
recibirla por conservar o ganar un bien más importante. El mártir no
menosprecia la vida, sino que le asigna menos valor que a aquello por lo que la
entrega. De ahí que no sea malo huir de la muerte, salvo si supone no adherirse
al bien. Con razón afirma Santo Tomás que «no debe darse a otro ocasión de
obrar injustamente; pero si él obra así, debe soportarse en la medida que exige
la virtud»[69].
El cristiano ama la
vida y las cosas de este mundo. Dios al crear vio que todo era bueno. La vida,
la salud, las cosas materiales, el dinero, etc., son bienes auténticos que el
cristiano no desprecia sino que ordena. Si necesita desprenderse de todos esos
bienes es para conseguir bienes más altos, más importantes para el bien de la
persona.
Es mártir no sólo
el que padece la muerte por la confesión verbal de la fe, sino todo el que la
padece por hacer un bien y evitar un mal por Cristo, porque todo ello cae
dentro de la confesión de la fe. Todas las obras virtuosas, en cuanto referidas
a Dios, son manifestaciones de fe, gracias a la cual sabemos que Dios las exige
de nosotros y nos premia por ellas. Por tanto, en este sentido, todas las
virtudes pueden ser causa del martirio. Y por eso la Iglesia celebra el
martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino
por haber reprendido un adulterio[70].
4. Virtudes
anejas a la fortaleza
Como la fortaleza
tiene una materia muy determinada –los peligros de muerte-, no tiene partes
subjetivas, pues no se divide en virtudes específicamente distintas. En cambio,
sí se pueden distinguir virtudes cuasi integrales y anejas[71].
Como hemos visto,
en la fortaleza se dan dos actos: resistir y atacar. Para que pueda darse el
segundo se requieren dos virtudes:
a) tener el
ánimo preparado para el ataque, y
b) no desistir
en la realización de lo que se ha comenzado.
Estas dos virtudes, cuando se refieren a la materia propia de la
fortaleza, es decir, a los peligros de muerte, son a modo de partes integrales
de la misma, que no puede darse sin ellas. Pero si se refieren a otras materias
de menor dificultad, dan lugar a virtudes específicamente distintas de la
fortaleza, aunque unidas a ella como secundarias a la principal: la magnanimidad y la magnificencia.
Del mismo modo,
para que se dé el primer acto de la fortaleza –resistir-, se necesita:
a) no dejarse
abatir por la tristeza ante lo difícil de los males que amenazan, perdiendo así
el valor y grandeza de ánimo; y
b) no cansarse
ante la duración del mal que hay que resistir.
Estos elementos, cuando se refieren a la materia propia de la
fortaleza, son a modo de partes integrales de la misma, mientras que si se
ordenan a cualquier otra materia difícil, dan lugar a virtudes distintas de la
fortaleza: la paciencia y la perseverancia.
4. 1. La
magnanimidad
Naturaleza
de la magnanimidad
La magnanimidad es la virtud que inclina a lo grande, a lo que
es verdaderamente digno de honor, en todo género de obras virtuosas.
«Parece
ser la magnanimidad el adorno de todas las virtudes, pues por ella todas las
virtudes cobran mayor realce, obrando ella los actos excelentes en la materia
de las demás. Y con estos actos todas crecen. Añádase que la magnanimidad no
cabe sin las otras virtudes; por lo cual parece añadírseles como su ornato o
complemento»[72].
La fortaleza, de modo general, impone racionalidad al apetito
irascible. Pero, más en concreto, en el apetito irascible se dan las pasiones
de la esperanza y de la desesperación. Pues bien, la virtud que regula estas
pasiones es la magnanimidad[73].
El objeto de la pasión de la esperanza es un bien futuro, arduo
y difícil, pero posible de conseguir. Arduo es no lo que supera nuestras
fuerzas, sino lo que supera el ejercicio fácil de nuestras fuerzas, lo que
exige de nosotros un esfuerzo excepcional. Arduo es aquel bien que, por grandes
que sean las penas y dificultades que tenemos que superar, merece que lo
busquemos. Y la pasión de la esperanza nos impulsa a conseguirlo.
La pasión de la esperanza «es, ante
todo, un deseo intenso, agudizado y
fortalecido por la grandeza de su objeto y llevado a su punto máximo de
tensión: no se espera, efectivamente, más que lo grande. Es también un deseo eficaz. Sólo se espera lo que es
posible, entendiéndose por ello lo que se
puede hacer por sí mismo. Precisamente a causa de que antes de esperar ha
medido sus fuerzas y las ha encontrado suficientes, la esperanza puede, y sólo
ella lo puede, regir la acción; es así la pasión motriz por excelencia»[74].
Pero la pasión de la esperanza necesita ser regulada, de modo
que aspire a la verdadera grandeza. Discernir la verdadera grandeza y buscarla
según la medida de las propias fuerzas corresponde a la virtud de la
magnanimidad.
La verdadera grandeza del hombre consiste, sobre todo, en
realizar las acciones virtuosas más perfectas, pero también en adquirir ciencia
y bienes exteriores, de los cuales el más elevado es el honor. A primera vista
podría parecer que buscar el honor no es virtud, y que la verdadera virtud
lleva a huir de los honores. Ante esta objeción, Santo Tomás afirma que «son
dignos de alabanza los que desprecian los honores de modo que no hacen nada
improcedente para alcanzarlos ni los aprecian demasiado. Pero sería reprobable
despreciarlos tanto que no se cuidara de hacer lo que es digno de honor. De
este modo trata del honor la magnanimidad: procurando hacer las cosas dignas de
honor, sin tenerlo en mucha estima»[75].
Hay que tener en cuenta que las cosas que más honor merecen son
las virtudes. El magnánimo, que tiende a las cosas dignas de gran honor, no
busca el honor como fin (es sólo un medio o estímulo para la virtud), ni como
superior a la virtud (sólo es su recompensa). En consecuencia, no se engríe por
los grandes honores que los hombres rinden a la virtud, pues considera que no
son superiores a ella, ya que nunca puede ser honrada suficientemente por los
hombres. Del mismo modo, no se desalienta cuando es deshonrado por los
ignorantes o viciosos, incapaces de apreciar el valor de la virtud, sino que
desprecia ese deshonor como injusto[76].
Magnanimidad
y humildad
Cuando se aprecia que existe un conflicto entre magnanimidad y
humildad, la causa puede ser un falso concepto de grandeza o un falso concepto
de humildad.
La grandeza a la que aspira el magnánimo no tiene nada que ver
con el orgullo. Por el contrario, busca la grandeza como medio para servir a
los demás y a Dios.
«Los objetivos más altos que pueden
solicitar el corazón del hombre son tres: el hombre, el bien de la comunidad y
el honor de Dios. Según esto se dan tres líneas de fuerza de la vida moral,
tres grandes virtudes generales: la magnanimidad, la justicia social, la
religión. La magnanimidad abraza toda la actividad humana para ordenarla a la
grandeza del hombre; la justicia social abarca toda la actividad humana para
ordenarla al bien de la ciudad; la religión abarca, de nuevo, toda la actividad
humana para ordenarla al honor de Dios. Entre todas estas aspiraciones no
existe conflicto, sino que reina perfecta armonía, porque la persona humana no
alcanza su grandeza, a no ser en el servicio de la comunidad y en el culto a
Dios. La magnanimidad no podrá olvidar estas perspectivas grandiosas. El hombre
ambiciona ser grande para el bien de la ciudad y para honra de Dios»[77].
La relación entre la magnanimidad y la humildad se comprende si
se tiene en cuenta que en el hombre existe, por una parte, algo grande: los
dones recibidos de Dios; y, por otra, algo defectuosos, que se debe a la
debilidad de su naturaleza. Pues bien, la magnanimidad hace que el hombre se
dignifique en cosas grandes considerando los dones recibidos de Dios. «Así
–explica Santo Tomás-, si posee un ánimo valeroso, la magnanimidad hace que
tienda a las obras perfectas de virtud. Lo mismo cabe decir del uso de
cualquier otro bien, como la ciencia o los bienes exteriores de fortuna»[78]. La humildad, por su
parte, lleva al hombre a considerarse poca cosa teniendo en cuenta sus
defectos, y a reconocer que las fuerzas que posee son un don de Dios. Por
tanto, si espera alcanzar la grandeza es por ese don de Dios. Y tendiendo a
ella, rinde homenaje a Dios.
La magnanimidad define todo un estilo de vida que se manifiesta
incluso en el porte exterior, siempre sereno. El que se mueve mucho es el que
tiende a muchas cosas y quiere realizarlas enseguida, mientras que el magnánimo
sólo se propone cosas verdaderamente importantes, que son pocas y requieren
atención. Esa misma atención a lo realmente valioso hace que sea parco en el
hablar. Evita la adulación y la hipocresía, que indican pequeñez de ánimo. Sabe
relacionarse con todos, pequeños y grandes. Siempre antepone lo honesto a lo
útil. Está siempre pronto para hacer el bien, dar de lo suyo y devolver más de
lo que ha recibido. No teme decir la verdad cuando debe decirla. Por las cosas
que de verdad valen la pena, el magnánimo no duda en ponerse en peligro. Confía
en los demás cuando necesita de su ayuda, y confía en sí mismo en todo aquello
que debe hacer sin ayuda de otros. Desprecia los bienes materiales en cuanto no
los considera tan importantes que por ellos deba hacer algo indebido. Pero los
aprecia en cuanto le sirven de medios para realizar actos de virtud. No se
enorgullece si los posee, y no se entristece ni abate si los pierde. En las más
difíciles circunstancias permanece inaccesible a la desesperación[79].
«Magnanimidad:
ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone
a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en
beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería,
ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin
reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él
mismo. No se conforma con dar: se da.
Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[80].
Magnanimidad
y vida cristiana
En el cuerpo de la
moral cristiana, la magnanimidad adquiere una dimensión que no poseía en la
ética pagana. La magnanimidad pagana pone la grandeza del hombre al servicio de
la sociedad, e incluso llega a hacer de ella un homenaje a Dios. En el nuevo
orden cristiano, la magnanimidad se pone al servicio de la caridad: por amor a
Dios, el hombre procura restaurar en sí mismo la obra de Dios[81].
Por otra parte, la magnanimidad entra en estrecha relación con
la esperanza teologal. Por esta virtud, el hombre no busca conquistar su
grandeza, sino la grandeza de Dios. Se trata de una conquista para la que no
cuentan las fuerzas del hombre, sino la fuerza de Dios. El hombre, sin embargo,
no permanece pasivo: la virtud de la esperanza es un dinamismo sobrenatural que
arrastra al cristiano a alcanzar a Dios y, por tanto, a poner los medios para
extender el Reino de Dios en la tierra.
La esperanza
teologal aparece, pues, como una magnanimidad sobrenatural que viene a coronar
la magnanimidad humana, y como la condición misma del desarrollo completo de la
magnanimidad humana:
«Aquel
que para conquistar la grandeza de Dios cuenta sólo con Dios, es también el
único que tiene fundamento para confiar en sí, bajo la dependencia de Dios,
para la conquista de la grandeza humana. Aquel que espera de Dios su salvación,
la única salvación verdadera, superior al hombre, divina, es el único que tiene
derecho a contar con sus propias fuerzas, reparadas y sostenidas por Dios, para
salvar en el hombre lo humano. Ahora bien, la esperanza divina está ofrecida a
todos y por ella, como por el don de fortaleza, queda deshecha la aristocracia
de la magnanimidad natural, y puede instaurarse el único humanismo de masa que
no sea una utopía»[82].
Los
pecados contra la magnanimidad
Por exceso, son
contrarias a la magnanimidad la presunción,
la ambición y la vanagloria. Por defecto, la pusilanimidad.
La presunción consiste en empeñarse en
realizar algo que rebasa las propias fuerzas[83].
La ambición es el apetito desordenado de
honor, ya sea porque se apetece recibir honor por algo que no se posee, o bien
porque se desea el honor para uno mismo sin ordenarlo a Dios ni al servicio de
los demás. El ambicioso no tiene en cuenta que aquello en lo que sobresale se
lo debe a Dios, y que se lo concede para servir a los demás[84].
La vanagloria no consiste en conocer y
aprobar el bien propio, pues en él podemos reconocer los dones que Dios nos ha
concedido. Tampoco consiste en querer que otros conozcan nuestras buenas obras,
pues ese conocimiento puede llevarles a glorificar a Dios. La vanagloria, que
Santo Tomás considera un pecado capital, consiste en desear una gloria vana,
cosa que sucede cuando se busca en cosas que, por ser frágiles y caducas, no
son dignas de gloria; o cuando se pretende recibir gloria por parte de los
hombres, cuyo juicio es falible; o bien, por último, cuando no se ordena el
deseo de gloria a su verdadero fin, que es el honor de Dios y la salvación del
prójimo[85].
El fin de la vanagloria es la manifestación de la propia
excelencia, y a este fin puede tender el hombre de dos modos:
a) directamente,
por medio de palabras: la “jactancia”; por medio de hechos, dando lugar, si son
verdaderos y dignos de alguna admiración, al “afán de novedades”, que los hombres
suelen admirar particularmente; y si son fingidos, a la “hipocresía”;
b) indirectamente,
dando a entender que en nada es inferior a otro. Esto puede revestir cuatro
modalidades:
·
en cuanto al entendimiento: la “pertinacia”, que hace al hombre
apoyarse demasiado en su parecer, sin dar crédito a otro mejor;
·
en cuanto a la voluntad: la “discordia”, por la cual no se
quiere abandonar la propia voluntad para conformarse a la de los demás;
·
en las palabras: la “contienda”, cuando se disputa con otro a
gritos;
·
en los hechos: la “desobediencia”, que hace que el hombre no
quiera cumplir los preceptos del superior.
Aparecen así las
siete hijas de la vanagloria, de las que habla Santo Tomás, siguiendo a San
Gregorio Magno[86].
La pusilanimidad
consiste en no querer aspirar al bien proporcionado a nuestra capacidad, como
el siervo que enterró el talento recibido y no lo hizo fructificar para su
señor. La causa de la pusilanimidad puede ser la ignorancia de nuestras propias
fuerzas y de los dones recibidos de Dios, o también el temor a fallar en la
realización de acciones virtuosas que falsamente se consideran superiores a las
propias fuerzas[87].
«Al
no estimarse el hombre digno de los bienes que realmente merece, viene
insensiblemente a empeorar. Y es que cada cual apetece lo que le cuadra según
su dignidad. Ignorando, pues, su dignidad, es el hombre doblemente perjudicado.
Primero, porque renuncia a las obras virtuosas y al desarrollo de la ciencia,
como si esto sobrepujara su mérito y alcance; es claro que, como haciendo grandes
cosas los hombres se hacen mejores, dejando de hacerlas empeoran. Segundo,
porque, llevados de dicha desestima, se alejan de ciertos bienes exteriores de
los que son dignos y que podrían servirles como instrumentos para muchas obras
virtuosas»[88].
4. 2. La
magnificencia
La magnificencia
(de magnum facere, hacer algo grande)
es la virtud que regula el amor al dinero, de modo que ese amor no impida
concebir y realizar cosas grandes por un fin elevado. Ahora bien, ningún fin es
tan grande como la gloria de Dios. Por ello, la magnificencia lleva a ejecutar
obras grandes sobre todo en orden al honor divino. En este sentido, la
magnificencia está íntimamente relacionada con la santidad[89].
Aunque está
relacionada con la generosidad y con la magnanimidad, la magnificencia es una
virtud distinta, pues regula el amor al dinero sólo en cuanto a los gastos, y
precisamente a los gastos grandes; mientras que la generosidad regula el amor
al dinero en general, y la magnanimidad inclina a lo grande, sin referencia
inmediata al dinero.
Se oponen a la
magnificencia la suntuosidad, que
lleva a hacer grandes gastos, pero innecesarios y fuera de lo prudente y
razonable; y la tacañería, la
mezquindad, que consiste en no gastar lo necesario y razonable.
Especial
importancia tiene esta virtud en todo lo relacionado con el culto a Dios. Jesús
alaba el gasto (unos trescientos denarios, el sueldo de un año) que hace una
mujer en Betania, rompiendo el frasco de nardo purísimo para derramarlo sobre
la cabeza del Maestro. Ante el “escándalo” de los que la reprenden, Jesús
afirma: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo,
porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien
cuando queráis, pero a mí no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su
mano: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os
digo: dondequiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo
que ella ha hecho se contará en memoria suya» (Mc 14, 6-9).
4. 3. La
paciencia
La paciencia es parte de la fortaleza. La función de la
fortaleza es soportar los males más difíciles de tolerar, es decir, los
peligros de muerte. A la paciencia, en cambio, le corresponde soportar toda
clase de males. Por otra parte, la fortaleza se ocupa sobre todo de los
temores, que obligan a huir del bien; «la paciencia, en cambio, se ocupa
preferentemente de las tristezas, ya que es paciente no el que huye, sino el
que soporta de una manera digna de alabanza los daños presentes, sin sucumbir a
la tristeza»[90].
Las adversidades pueden dar lugar a la tristeza. La pasión de la
tristeza, afirma el Aquinate, es particularmente poderosa para impedir el bien
de la razón. Por eso afirma San Pablo que «la tristeza según el mundo lleva a
la muerte» (2 Cor 7, 10). Y el
Eclesiástico: «A muchos mató la tristeza, y no hay utilidad en ella» (Eccli 30, 25). Pues bien, la paciencia
es la virtud que conserva el bien de la razón contra la tristeza[91], de modo que nos hace
soportar los males con buen ánimo.
La paciencia no debe confundirse con la actitud despreocupada y
apática del que no se inquieta por nada, que en ocasiones puede ser muy cómoda,
y otras muy imprudente. Tampoco tiene nada que ver con la ataraxia del estoico, conseguida con esfuerzo, una actitud que
tiene como objetivo sentirse dueño de las situaciones, tal vez por el orgullo
de no querer admitir la dependencia de nada ni de nadie. El que ha conseguido
no tener interés por nada tampoco tiene interés por el bien.
La paciencia puede referirse a bienes naturales que se desean y
tardan en llegar, o a la duración de algo desagradable y molesto. Cuando la
persona se impacienta porque el bien que quiere conseguir tarda en llegar,
manifiesta que el interés con el que aspira a ese bien es desordenado. La
paciencia, en cambio, lleva a mantener la jerarquía de intereses. Por muy
urgentes que sean ciertas necesidades momentáneas, la persona paciente no deja
que su atención se distraiga de los bienes más importantes.
La impaciencia ante la duración de lo molesto puede revelar la
falta de dominio sobre uno mismo. Esa falta de libertad interior impide ver
esas circunstancias como queridas o permitidas por Dios para nuestro bien. «Por
vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). «La posesión –explica Santo Tomás- llega consigo un
dominio tranquilo; por eso decimos que el hombre posee su alma mediante la
paciencia, en cuanto que arranca de raíz la turbación causada por las
adversidades, que quitan el sosiego al alma»[92].
El componente más profundo de la impaciencia ha sido magistralmente
señalado por D. von Hildebrand:
«Consiste en una falsa posición de
dominio frente al cosmos, una ceguera respecto a nuestra situación de
criaturas, de limitados, de finitos. Esta actitud significa atribuirse una
categoría de poder sin fundamento, sentirse dueños del tiempo. Los impacientes
quieren deshacerse de la dependencia de todas las “causae secundae” (causas
segundas), asumen todos los impedimentos con un menosprecio impertinente, no
quieren reconocer la atadura por el período de tiempo entre el propósito y la
consecución de la meta y pretenden, como Dios, ocasionar el efecto intencionado
con un simple “fiat”. He aquí el primero y más profundo pecado de la
impaciencia. Contiene una soberbia: ambiciona pasar por alto la situación de
dependencia del Creador y se complace con la ilusión de un señorío por encima
de los seres creados. El tiempo y el tener que esperar puede ser una limitación
específica de nuestra vida de criaturas terrenales. Nos encontramos con un
decurso de los acontecimientos en el tiempo que no hemos creado y que sólo
podemos cambiar en ciertos límites. Tenemos que contar con el período de tiempo
entre un propósito de nuestra voluntad y la obtención de un fin, y aceptarlo
como una realidad querida por Dios»[93].
La paciencia supone estar verdaderamente convencidos de que
somos criaturas de Dios, y de que, en consecuencia, no podemos nada sin Él, y
todas nuestras aspiraciones dependen de Él. La persona paciente sabe que Dios
es el dueño del tiempo, y que ha designado su momento a cada acontecimiento.
Acepta, por tanto, como queridas por Dios, las propias limitaciones y, entre
ellas, la de no poder conseguir lo que desea con un simple “hágase”.
La paciencia se puede considerar en relación con los bienes
sobrenaturales, y en este caso es fruto de la caridad[94].
De modo especialmente claro se ve aquí que la paciencia no es
pasividad. La búsqueda de la santidad debe hacerse con “hambre y sed”:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán
saciados» (Mt 5, 6). «La virtud de la
paciencia no es incompatible con una actividad que en forma enérgica se
mantiene adherida al bien, sino justa, expresa y únicamente con la tristeza y
el desorden del corazón»[95]. De hecho, no se opone a
la paciencia –afirma el Aquinate- el rebelarse, cuando es preciso, contra el
que infiere el mal, pues, como dice San Juan Crisóstomo, «soportar
pacientemente las injurias inferidas contra nosotros es digno de alabanza; pero
soportar pacientemente las injurias contra Dios sería el colmo de la impiedad»[96].
«El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5, 14). La urgencia por la santidad no debe, sin embargo,
hacernos caer en la impaciencia. «Cuando suena la llamada de Dios la respuesta
no puede efectuarse demasiado rápidamente. Al “sequere me” tiene que seguir inmediatamente la entrega
incondicional de nuestra parte, tenemos que decir sin reservas: “Ecce ancilla
Domini, fiat mihi secundum verbum tuum” “He aquí la esclava del Señor, hágase
en mí según tu palabra”. Toda demora será
un fracaso y una falta. Pero esta incondicional orientación interior hacia Dios
todavía no significa la realización de todos los actos por separado que resultan
de ella como consecuencia interior, y menos aún la eficacia hacia fuera, el
apostolado»[97].
Es preciso no olvidar que la maduración en las virtudes exige tiempo, que Dios
cuenta con el tiempo, y normalmente nos lleva como por un plano inclinado. Se
comprende así que hayamos de tener paciencia con nosotros mismos, ante nuestros
defectos y caídas. El desánimo y la tristeza ante las propias miserias
manifiesta que el motivo de nuestra lucha no es tanto el amor a Dios como el
amor propio.
Algo similar debe decirse de la urgencia en el apostolado. Junto
al celo ardiente por las almas, que participa de los sentimientos de Cristo
-«He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera
encendido!» (Lc 12, 49)-, hay que saber esperar con paciencia,
conscientes de que el apóstol, como el labrador, puede plantar, regar, pero
sólo Dios puede dar el desarrollo (cfr 1
Cor 3, 6). La impaciencia en el apostolado, que puede degenerar en celo
amargo, puede ser señal de que falta rectitud en la intención, de que se busca
el propio éxito, en lugar de la gloria de Dios. Pero además se puede hacer un
grave daño a las personas, como se dañaría la planta si pretendiéramos que
diese fruto a fuerza de comprimir su tallo.
«El
que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud;
es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de
la paciencia. Mediante la paciencia
vuestra, poseeréis vuestras almas (Lc XXI, 19). La posesión del alma es puesta en la paciencia que, en efecto, es
raíz y custodia de todas las virtudes. Nosotros poseemos el alma con la
paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a
poseer aquello que somos[98].
Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás,
persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[99].
Hablando de la nueva evangelización, advierte el Cardenal Ratzinger:
«Sin embargo, aquí se oculta también una tentación:
la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato,
los grandes números. Y éste no es el método del reino de Dios. Para el reino de
Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de
Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31‑32). El reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este
signo. Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con
nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la
Iglesia. No; no es ésta la promesa de la nueva evangelización. Nueva
evangelización significa no contentarse con el hecho de que del grano de
mostaza haya crecido el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta
el hecho de que en sus ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de
nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida
cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 28‑29)»[100].
4. 4. La
perseverancia
Aplicarse de un modo continuado a realizar algo difícil presenta
una especial dificultad. La perseverancia es la virtud que nos permite
persistir en la realización del bien hasta el final, soportando, cuanto sea
necesario, la duración en todos los actos de virtud[101].
La perseverancia rechaza el tedio, que se origina por la
duración de la acción virtuosa.
«La perseverancia es una virtud que
lleva a aceptar la condición temporal de la actividad virtuosa, de la
existencia dentro del marco de una narración que, con frecuencia, simula poseer
un carácter cíclico, repetitivo. Por ella el ser humano se pone en disposición
de aceptar su carácter histórico y la larga duración de la vida y de la prueba
que es la vida. Es la virtud que evita el tedio por la repetición de las cosas
cotidianas, o el entristecerse por el esfuerzo que conlleva tratar de resistir
en el bien un día tras otro. Efectivamente, el bien de un acto se opone al
aburrimiento de la repetición de ese acto, o al peso de oponerse a las
tendencias primarias: las de la concupiscencia. Por la perseverancia se buscar
evitar la rutina, obrar con gusto, reforzándonos ante el cansancio de esa
repetición»[102].
La perseverancia es
alegre cuando se busca de verdad a Dios, cuando hasta las cosas más ordinarios
se hacen por amor a Dios.
«Necesito
prevenirte todavía contra el peligro de la rutina -verdadero sepulcro de la
piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o
emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida
ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad
delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo
mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad,
de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus
normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no
recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles. Estamos
vacíos, y quizá empezamos a soñar con nuevos planes, para acallar la voz de
nuestro Padre del Cielo, que reclama una total lealtad. Y con una pesadilla de grandezas en el alma,
echamos en olvido la realidad más cierta, el camino que sin duda nos conduce
derechos hacia la santidad: clara señal de que hemos perdido el punto de mira
sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de
que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad»[103].
Es una virtud distinta a la constancia:
«La perseverancia y la constancia
tienen el mismo fin, y es propio de ambas mantenerse firmes en el bien. Pero
difieren en cuanto a los objetos que ofrecen dificultad para permanecer en el
bien: la perseverancia hace que el hombre permanezca firme en el bien venciendo
la dificultad que implica la duración del acto; la constancia, venciendo la
dificultad originada por todos los demás obstáculos externos. De donde se
deduce que la perseverancia es parte de la fortaleza y más principal que la
constancia, ya que la dificultad causada por la duración del acto es más
esencial al acto de virtud que la originada por los obstáculos externos»[104].
A la perseverancia se oponen la pertinacia o terquedad,
que inclina a obstinarse en no ceder cuando sería razonable hacerlo; y la blandura o flojedad, que inclina a desistir con facilidad del ejercicio de una
virtud cuando se presentan obstáculos[105].
La virtud de la perseverancia debe distinguirse del don de la
perseverancia en la gracia hasta el momento de la muerte[106].
4.
5. Lealtad
y fidelidad
Aunque la lealtad
no es, propiamente, una virtud aneja a la fortaleza, guarda con ella y
especialmente con la paciencia y la perseverancia, una estrecha relación. La
fidelidad o lealtad a lo largo del tiempo a una persona, a un bien, a la
verdad, etc., exigen sin duda la disposición a sufrir dificultades y, en muchos
casos, acometer lo que ponga en peligro el bien con el que nos hemos comprometido.
Lealtad indica la cualidad interior de rectitud y franqueza, de
fidelidad a la palabra dada, a las personas e instituciones e incluso al propio
honor personal.
«Corresponde a la fidelidad del hombre cumplir aquello que
prometió»[107].
La fidelidad inclina a la voluntad a cumplir las promesas hechas. En sentido
amplio, la fidelidad es la adhesión de la inteligencia y la voluntad a un bien
de modo estable, a pesar de la duración y de los obstáculos que inclinan a la
voluntad a ceder o a cambiar de propósito.
La realidad designada por la lealtad subyace en toda la historia
de la salvación. Dios es fiel a la Alianza que ha establecido con su pueblo,
pues ha comprometido su palabra: «Él es un Dios fiel» (Dt 32, 4); «Es Dios fiel que guarda su alianza y su amor por mil
generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos» (Dt 7, 9; 1 Re 8, 23; Neh 1, 5; 9,
32). Jesucristo vino a dar pleno cumplimiento a la fidelidad divina, a realizar
las promesas de la Alianza. Él es la manifestación y perfecta consumación de la
fidelidad de Dios (2 Cor 1, 20).
Dios exige que el pueblo guarde lealmente el pacto con el Señor.
El cristiano debe ser fiel a los compromisos asumidos en el bautismo. El hombre
debe participar de la fidelidad de Dios para alcanzar la santidad. Y esta
fidelidad debe ser actualizada en todas las relaciones: con Dios, la Iglesia,
el prójimo, en su trabajo, en sus deberes de estado, consigo mismo, etc.
Considerada la fidelidad del hombre como respuesta a la
fidelidad de Dios, constituye una propiedad esencial de la caridad. El amor
tiende al establecimiento de una relación personal, y cuanto más íntima sea
esta relación, más profundo será el deber de fidelidad: «Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,
15).
La fidelidad es una propiedad esencial de cualquier amor:
«La
importancia trascendental de la fidelidad aparece con especial claridad en el
ámbito de las relaciones humanas, precisamente en sentido estricto. ¿Qué es un
amor sin fidelidad? Una mentira en última instancia. Pues el más profundo
sentido del amor, la “palabra” interna pronunciada en el amor, es orientación
interna y entrega de uno mismo, la cual perdura sin limitación, sin conmoverse,
en los cambios del curso vital (...). El hombre que dice: “Te amo, pero no sé
por cuánto tiempo”, no ha amado todavía de verdad y ni siquiera barrunta la
esencia del amor. Tan propio del amor es la fidelidad, que el amante tiene que
considerar su inclinación como algo permanente. Esto vale para todo amor:
conyugal, filial, paternal, amistoso. Cuanto más profundo es el amor, tanto más
queda transverberado por la fidelidad. Hay precisamente en esta fidelidad un
particular esplendor moral, una casta belleza del amor. Lo propiamente conmovedor
del amor (...) está esencialmente unido a este elemento de la fidelidad. La
fidelidad certera del amor materno, el amor invencible de un amigo, poseen una
particular belleza moral que queda prendida en el corazón del hombre abierto
al valor. Así, pues, la fidelidad es un elemento nuclear de todo amor grande y
profundo»[108].
La falta de fidelidad a la propia vocación impide el desarrollo
verdadero y armonioso de la personalidad. «Si no realiza, porque es libre de no
realizarlo, el designio que Dios tiene sobre él, su vida ha fracasado, porque
sólo siendo fiel a Dios puede el hombre alcanzar todos los bienes a que está
llamado y encontrar la fuerza y el fundamento para ser fiel a todos sus
compromisos particulares»[109].
Es de la fidelidad a Dios de donde se deducen, y a la que se
reducen, todas las fidelidades humanas.
En el plano propiamente humano, la lealtad inspira una coherente
fidelidad a las personas y a las instituciones, en la medida en que éstas
encarnan los valores auténticamente humanos y evangélicos.
Una degradación de la lealtad es el servilismo, el apegamiento
incondicional a personas o instituciones que no están al servicio del bien
general. El fanatismo no es verdadera fidelidad, porque la razón última del
fanatismo no es la verdad y el bien que encarnan las personas o instituciones
que el fanático defiende. El fanático no defiende la verdad ni el bien, sino
que toma la verdad y el bien (al menos los que él piensa que lo son) como
justificación para dominar a los demás. La verdad no es para él un servicio,
sino un arma con la que conculca las libertad de los demás.
«En cuanto cualidad ética (...), la lealtad incluye capacidad de
discernimiento, lucidez y coraje para rectificar la adhesión enraizándola en
los valores humanos y sociales y no en organizaciones o personas que,
eventualmente, las representan»[110].
Se opone también a
la lealtad la traición, que es la ruptura del vínculo interpersonal, el
desprecio de la palabra dada. La infidelidad a la vocación divina o al
matrimonio, etc., no suele presentarse de repente. Suele ser la culminación de
una larga serie de pequeñas infidelidades, que van mermando el amor.
«Toda fidelidad
debe pasar por la prueba más exigente: la duración (...). Es fácil ser
coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda
la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en
la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad a una coherencia que
dura a lo largo de toda la vida»[111].
Es necesario
entender bien la libertad para evitar falsos conflictos entre libertad y fidelidad.
El que adquiere unos compromisos con Dios o con los hombres, libremente se
impone el deber de cumplir las obligaciones que libremente asumió.
Comprometerse y ser fiel a los compromisos, siempre que sean buenos, no limita
la libertad del hombre. Por el contrario, suponen el ejercicio de la libertad.
Esto no se entiende si se piensa que la esencia de la libertad es la
posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Esa libertad de indiferencia
llevaría lógicamente a no adquirir ningún compromiso, pues cualquier
compromiso, cualquier decisión, limitaría nuestras posibilidades. Ahora bien,
si la libertad se entiende como el poder de autodeterminarse a realizar el
bien, entonces no hay ningún conflicto: toda decisión o compromiso prudente de
realizar algo bueno es un acto de libertad, y la libertad sigue ejerciéndose
para mantener la fidelidad al compromiso adquirido.
Bajo la perspectiva
meramente humana, la fidelidad ocupa un primer plano, en cuanto que, con el
amor y la justicia, constituye uno de los fundamentos de la vida social. Sin
ella no hay posibilidad de establecer un orden social. En este sentido, «la
lealtad significa (...) la superación del individualismo, y engendra un vínculo
interior correspondiente a los lazos externos designados por la legalidad, de
la cual la lealtad es como su alma»[112].
La fidelidad en la
transmisión de la fe tiene hoy una especial importancia. El único lugar en el
que los hombres pueden entenderse y unirse es la verdad. Falsear la verdad para
conseguir la unidad es un camino equivocado, y más cuando se trata de la verdad
revelada.
La vocación que una
ha recibido de Dios es un importante campo en el que se debe vivir la
fidelidad: «Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire
atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc
9, 62). El hombre ha sido llamado por Dios a participar de la santidad de Dios.
El cristiano es fiel cuando orienta su vida y todas sus acciones según esta
vocación, es decir, cuando vive según el querer de Dios.
La fidelidad supone
que el pasado, el presente y el futuro de la persona forman una unidad
coherente. La persona que vive sólo el presente está a merced de todo lo nuevo,
de los nuevos sentimientos, de sus caprichos. El hombre fiel tiene “dominio”
sobre su vida de modo global. Sabe conservar los compromisos del pasado con
plena actualidad, y es dueño del futuro en cuanto que lo ha comprometido
libremente.
[1] A.
GAUTHIER, La fortaleza, en Iniciación Teológica, II. Teología Moral, Herder,
Barcelona 1962, 726.
[2] Cfr ibidem, 732.
[3] Cfr ibidem, 734-735.
[4] SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Catena Aurea, vol. I, p.
427.
[5] SAN
AGUSTÍN, Coment. sobre el Salmo 106.
[6] SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Homilía antes del exilio,
1-3.
[7] SAN
BASILIO, Homilía sobre la alegría.
[8] SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Homilía sobre San Mateo,
15.
[9] SAN
GREGORIO MAGNO, Homilía 33 sobre los
Evangelios.
[10] Cfr A.
GAUTHIER, La fortaleza, 733.
[11] Cfr PEDRO
LOMBARDO, III Sent., d. 33.
[12] ALEJANDRO
DE HALES, In III Sent., d. 33, 1, a.
[13] Cfr ibidem, 2, c.
[14] Cfr ibidem, 2, d.
[15] Cfr ibidem, 2, c.
[16] Cfr ibidem, 2, f.
[17] Cfr ibidem, 4 b.
[18] Cfr S. ALBERTO MAGNO, In III Sent., d. 33, a. 1, c.
[19] Cfr ibidem, a. 3, 3.
[20] Cfr S.
ALBERTO MAGNO, Paradisus animae sive
libellus de virtutibus, c. 9, 1-2.
[21] Ibidem, c. 9, 3.
[22] Cfr ibidem, c. 9, 4.
[23] S.
BUENAVENTURA, In III Sent., d. 33, a.
1, q. 4, c.
[24] Cfr ibidem, dub. 3.
[25] Cfr ibidem.
[26] GAUTHIER,
A., La fortaleza, 736.
[27] Cfr M.
PRÜMMER, Manuale theologiae mralis,
t. II, Friburgo 1955; A. PEINADOR, Cursus
brevior theologiae moralis, t. III, Madrid 1956; B.H. MERCKELBACH, Summa theologiae moralis, t. II, Brujas
1962.
[29] Cfr A.
ROYO MARÍN, Teología moral para seglares,
t. I, Madrid 1973, 357-360.
[30] J. PIEPER,
Las virtudes fundamentales, 175.
[33] Cfr M.A. JANVIER, La vertú de force,
Paris 1920; L.O. KENNEDY, De fortitudo
christiana, Gemblaci 1938; G. THIBON, Considerations
actuelles, “Revue Universelle”, Paris 1942 y “Revue des Deux Mondes”, Paris
1941; J. PIEPER, La fortaleza, en Las virtudes fundamentales, Rialp,
Madrid 1976.
[34] Cfr S.Th.,
II-II, q. 123, a. 2, co.
[35] Catecismo de la Iglesia Católica,1808.
[36] Cfr S.Th.,
II-II, q. 123, a. 1, ad 2.
[37] J. PIEPER,
Fortaleza, en Las virtudes fundamentales, 180.
[39] J.
ARANGUREN, Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en
Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2000, 72.
[40] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Camino, n. 182.
[41] Agradezco
las sugerencias sobre esta cuestión al Prof. J.L. LORDA.
[42] Catecismo de la Iglesia Católica, 1811.
[43] Ibidem, 1285.
[44] Ibidem, 2848.
[45] Ibidem, 2849.
[46] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Ed.
Rialp, Madrid 1973 (4ª), 80.
[47] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Forja, n. 337.
[48] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Forja, n. 342.
[49] M.M.
PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo,
Palabra, Madrid 1997, 310.
[51] STA.
TERESA DE JESÚS, Camino de perfección,
21, 2.
[52] Cfr S.Th.,
II-II, q. 123, a. 6, co.
[53] Cfr ibidem,
ad 2.
[54] Cfr S.Th.,
II-II, q. 123, a. 10.
[56] JUAN PABLO
II, Audiencia, 15.XI.1978.
[57] Cfr S.Th.,
II-II, q. 125, a. 1.
[58] J. PIEPER,
Fortaleza, 197.
[60] Cfr ibidem,
ad 3.
[61] Cfr S.Th.,
II-II, q. 126, a. 2.
[62] Este vicio
contrario a la fortaleza recibe en Santo Tomás y en otros autores el nombre de
audacia. Aunque se puede hablar de la audacia como virtud considerándola como
perteneciente a la fortaleza, aquí nos referiremos a la audacia como vicio.
[63] Cfr S.Th.,
II-II, q. 127, a. 1.
[64] Cfr S.Th.,
II-II, q. 127, a. 2, ad 3.
[65] Catecismo de la Iglesia Católica, 2473.
[67] Cfr S.Th.,
II-II, q. 124, a. 3, co.
[68] Cfr S.Th.,
II-II, q. 124, a. 4, co.
[70] Cfr S.Th.,
II-II, q. 124, a. 5.
[71] Cfr S.Th.,
II-II, q. 128.
[73] Cfr S.Th.,
I-II, q. 60, a. 4.
[74] A. GAUTHIER, La
fortaleza, 737.
[76] Cfr S.Th.,
II-II, q. 129, a. 2, ad 3.
[77] A.
GAUTHIER, La fortaleza, 739.
[79] Cfr S.Th.,
II-II, q. 129, a. 3-8.
[80] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Ed. Rialp,
Madrid 1977 (2ª), 80.
[81] A.
GAUTHIER, La fortaleza, 741.
[82] Ibidem, 742-743.
[83] Cfr S.Th., II-II, q. 130, a. 1-2.
[84] Cfr S.Th., II-II, q. 131, a. 1-2.
[85] Cfr S.Th.,
II-II, q. 132, a. 1-4.
[86] Cfr S.Th.,
II-II, q. 132, a. 5.
[87] Cfr S.Th.,
II-II, q. 133, a. 1-2.
[91] Cfr S.Th.,
II-II, q. 136, a. 1, co.
[93] D. von
HILDEBRAND, La santa paciencia, en Nuestra transformación en Cristo, Ed.
Encuentro, Madrid 1996, 209.
[94] Cfr S.Th., II-II, q. 136, a. 3.
[95] J. PIEPER,
Fortaleza, 201.
[96] Cfr S.Th.,
II-II, q. 136, a. 4, ad 3.
[97] D. von
HILDEBRAND, La santa paciencia, 212.
[98] S.
GREGORIO MAGNO, Homiliae in Evangelia,
35, 4 (PL 76, 1261).
[99] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 78.
[100] J.
RATZINGER, La nueva evangelización,
Conferencia durante el congreso de catequistas y profesores de religión (10 de
diciembre de 2000).
[101] Cfr S.Th.,
II-II, q. 137, a. 1.
[102] J.
ARANGUREN, Resistir en el bien, 279.
[103] JOSEMARÍA
ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 150.
[105] Cfr S.Th.,
II-II, q. 138, a. 1-2.
[106] Cfr S.Th.,
II-II, q. 137, a. 4.
[108] D. von
HILDEBRAND, Santidad y virtud en el mundo,
Rialp, Madrid 1972, 142-143.
[109] J. CARDONA
PESCADOR, Fidelidad, “Gran
Enciclopedia Rialp”, Madrid 1979, t. X, p. 87.
[110] C.J. PINTO
DE OLIVEIRA, Lealtad, en “Gran
Enciclopedia Rialp”, Madrid 1979, t. XIV, p. 70.
[111] JUAN PABLO
II, Homilía, México, 27.I.1979.
[112] C.J. PINTO
DE OLIVEIRA, Lealtad, 71.
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