DIOS SIEMPRE HA SIDO GENEROSO
“JOVEN DILE SÍ AL SEÑOR”
Volver a aquel primer momento de la llamada del Señor, aquella primera
vez, es actualizar cada día el regalo de mi vocación, como don de Dios, por sus
méritos, conforme a su bondad (Cf. Canon Romano).
¿Cómo surgió mi vocación? Quizás fue por un sacerdote que siempre
me animaba con su entrega generosa. O tal vez fueron aquellos misioneros que venían al pueblo y nos
enloquecían con cantos, sus obras de teatro o sus vivencias como misioneros.
No, no, creo que fue cuando fui por primera vez a un campamento misionero que se
organizó en la Diócesis y me lo pasé "guuuuayyy". ¿O tal vez fue
cuando tomé la primera comunión y me metí a monaguillo? No, no, seguramente fue
con el pasar de los años en el Seminario cuando fui comprendiendo y entendiendo
muchas cosas y les iba dando respuesta a mis interrogantes...
La verdad no lo sé; el origen de mi vocación es algo que siempre me ha
intrigado a mí mismo porque no se encuentra una respuesta clara. Estoy seguro
que el origen no está en este hecho o en aquel otro, sino en un sin fin de circunstancias
y de personas de las que el Señor se vale para decirte que te necesita y te
quiere como Sacerdote. Todas las ideas anteriores y algunas más, no cabe duda,
que han sido decisivas de una u otra manera en mi camino vocacional. Todas
ellas, en conjunto, son la explicación al "cómo" de mi vocación.
Familia, dificultades y alegrías…
En la actualidad tengo 38 años. Después del bachillerato me dediqué
hacer la Carrera de Mecánica Térmica, peeero, no era eso el plan de Dios. Como joven
participa de las actividades de la parroquia, sin compromiso alguno.
Dificultades siempre hubo: unas por la edad misma, otras por la rebeldía
interior con todo lo establecido, algunas por no encontrar apoyo, no pocas por
las exigencias y radicalidad misma del Evangelio y del mismo Señor. Se superan
con la madurez, gracias a personas que Dios pone en tu camino para apoyar tu
hombro, tu vida y tus ilusiones y que enriquecen y fortalecen tu vida interior
y tu espíritu; también se superaron por el trato y conocimiento de Jesús. Pero
las alegrías superan las muchas dificultades. De cada dificultad surgían 3 ó 4
o multitud de alegrías por las respuestas mismas que encuentras a tus
interrogantes, por las razones que descubres en la Palabra de Dios para estar
alegre, por la alegría misma de tu opción de vida, de sentirte realizado en esa
opción.
Aunque siempre esquivaba un tema importante, entonces yo no lo veía así,
sobre el sacerdocio. “Tu puedes ser sacerdote…” Me decían: a lo que con
soberbia respondía que NOOOO. ¿Para qué quiero ser sacerdote? En su momento no sabía, pero luego
el “por qué” va unido al “para qué”: la causa o la razón de mi sacerdocio no se
puede separar de la finalidad y entrega del mismo: por Dios y para Dios. La
finalidad está ya en el origen de mi vocación: la voluntad de Dios (que a principio
no quería aceptar).
Ante la llamada del Señor yo decía que NO. Pues nunca pensé entrar en el
seminario; pero en los planes de Dios ése era mi futuro inmediato. Se entiende
la palabra del Señor: “Vuestros planes no son mis planes” (Isaias 55, 6-9). Un momento crucial fue
aquel 29 de marzo de 1998, – no para decidir entrar en el seminario pero suscitó,
que sería como el primer paso –, recibo la noticia de que habían asesinado a un
gran amigo que nunca me dijo: Tú puedes ser sacerdote, pero con su testimonio
de vida, con su entrega a los demás y en el ejercicio de su ministerio me lo
expresaba: lo maravilloso de Ser Sacerdote. Ese amigo era Mons. William Guerra,
y como dije el día de mi ordenación sacerdotal: una persona que desde el BLANCO
EJERCITO DE LOS MÁRTIRES me cuida.
Hágase
Quiero hacer realidad esa voluntad de Dios sobre mi persona: la entrega,
el servicio al Evangelio dándome sin reservas a los demás. Y es lo que trato
cada día. Muchas personas desean, esperan impacientes la noticia de que existe
ALGUIEN que les quiere, que les ama y cuida incluso sin que ellos lo sepan. La
felicidad que da la fe hay que comunicarla. En este tiempo concreto que
vivimos, descubro cada día que las personas siguen buscando a Alguien que dé
sentido a sus vidas, que llene lo que está vacio... El interrogante se
encuentra en si nosotros estamos dando lo que se nos pide, en si ofrecemos
medios concretos y suficientes que nos lleven a un Dios cercano, al Jesucristo
del Evangelio. Desde aquí veo que el testimonio dado con la vida es la más
elocuente predicación. Sin este testimonio de vida, tanto nuestra preparación
intelectual como nuestras programaciones diocesanas, resultarían vanas
ilusiones.
Aquel año, vivido por la tristeza de la separación física de un gran
amigo y gran sacerdote, comencé adquirir compromisos y vivencias que aún
perduran, emotivos encuentros y grandes amigos. A finales de año se estaba
prendiendo más el fuego dentro, sentía inquietud, pero aún no la compartía.
Crecía, y crecía más la inquietud, pero no la sacaba a flote, la guardaba en mi
interior. El detonante fue aquel trozo del profeta Isaías, capítulo 6, que dice:
“¿A
quién enviaré? ¿Quién anunciará, a mi pueblo mi verdad?” Culmen para SI
al Señor. Y comenzó una nueva etapa en mi vida. Dejé la carrera que estaba
haciendo y me preparé para entrar al seminario.
¿Pensaron que acabarían las dificultades o problemas? Pues no fue así.
Cuando iba a decirle a mamá, esta decisión, no puede hacerlo porque se entero
por otra voz y no era precisamente la mía. Se molestó ¡Lógico! La entiendo. Y
¿los nietos o bisnietos? No sabía mi madre los muchos nietos que le iba a dar y
bastantes rebeldes, como cada uno de nosotros.
Esta experiencia, que uno la ve dolorosa, pero por la que era necesario
pasar, se acrisolan por aquellas mismas palabras del Señor: “todo el que haya dejado casa, hermanos,
padres, madres, por mí nombre, recibirá el ciento por uno…” (Mt. 19, 29).
Su disgusto fue cesando hasta que ingresé en el Seminario aquel 23 de
septiembre de 1999.¡Qué día tan inolvidable! Ahora la pregunta ¿Siguió molesta
mama? ¡qué va! más contenta que nunca. Ahora pienso, quién era más feliz,
jajajaja, los dos estábamos felices. ¡Somos felices!
Estuve tres años en el seminario, haciendo la filosofía, fortaleciendo
la vocación, el servicio, la oración, la fraternidad. Pero como también decía:
las alegrías superan las dificultades. En mi tercer año de filosofía, se me
comunicó: “irán dos a estudiar a Europa…” ohhhh, guao, que bien. Una bendición de Dios. Por
supuesto, no pensaba que uno era yo, pero llegó la respuesta ¿Por qué a mí?
Buena pregunta. La respuesta sólo la sabe Dios. Sólo se tenía que decir:
hágase.
Nueva experiencia – Nueva cultura
El sacerdote debe dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que
se encuentra o en las que desempeña su ministerio. En todo ello teniendo
siempre en cuenta que de nada sirve el “hacer” si falta el “estar con Cristo”.
La gente, y como el mismo papa Francisco nos está recordando, no pide
imposibles ni “personas perfectas”, sino hombres llenos de Dios y con ganas de
trabajar y hacer el bien.
Mi obispo, por entonces Mons. Ramón Antonio Linares Sandoval, conversando
con él, y sabiendo cual era el destino (España) me dijo: “Puedes ir o quedarte…”
en mi cabeza sólo tenía, un gozo enorme y una gran responsabilidad en lo que
iba a suceder. ¿Qué sucedió? Lo que ya hemos dicho con Isaías, no tanto por la
pregunta sino por la respuesta: “Aquí estoy, envíame” (Is. 6, 8). Si, que
respuesta tan grande: aquí estoy Señor
Jesús, con sueños, mis temores y mi juventud. Todo lo que soy te lo entrego a
ti, mi anhelos mis deseos de vivir. No fui yo quien te escogió, fuiste Tú que
por mi nombre me llamó…” a mi obispo solo le respondí: “Si hay que ir, obediencia y que se haga la
voluntad de Dios y que yo sea generoso en responder cada día”.
Y comenzó un nuevo discernimiento, pues nunca se me había pasado por la
mente ir estudiar a Europa, menos de cruzar tan enorme charco. De Borburata a
la Cuna del Cristianismo. Esperé hasta enero de 2002, para decirle a mi mamá
esta gran noticia, y al son la de la Billos: “año nuevo… vida nueva…noticias
nuevas… (esta última frase mía)”. La noticia la acogió con alegría, con
tranquilidad, aunque por dentro sentía la separación y la distancia corporal de
su hijo.
Partí de Venezuela el día 1 de septiembre de 2002, junto con el otro
también elegido, del mismo curso, del mismo pueblo, hoy también sacerdote, el
padre Jean Carlos Moreno, llegamos a Pamplona, al Colegio Eclesiástico
Internacional Bidasoa el día 2 de septiembre. Con gozo, tranquilidad, con la
ilusión de seguir formándome para el sacerdocio. A la vez, una nueva cultura,
nuevos compañeros de Filipinas, Japón, Nigeria, Mozambique, Brasil, Argentina,
Chile, México, El Salvador, Colombia, Nicaragua, Estados Unidos, Perú… una gran
riqueza de hermanos. Fui acogido como en casa, mi casa, pues eso es lo que se
respira en Bidasoa donde me formé, como debe ser toda casa de formación: hogar,
familia, hermandad. El Seminario y los formadores siempre han sido una
referencia de alegría y de entusiasmo para mi proceso vocacional tanto en
Valencia como en Pamplona.
Nuevos regalos de Dios
El profeta Jeremía tiene una bella frase: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jer 20,7). Siempre me ha gustado
y atraído. El profeta se fía de Dios, se desanima y lo intenta olvidar ante las
dificultades; vuelve a Dios, le da de nuevo la espalda y lo rechaza. Es un “me
fío, pero no me arriesgo demasiado y no me entrego totalmente”. Siempre así,
hasta que la seducción de Dios puede más que cualquier problema o contrariedad
de la vida.
Después de casi de dos años, teniendo como Administrador, al hoy el
Emmo. Cardenal Jorge Urosa, a quien le agradezco su cercanía, mi nuevo obispo
Mons. Ramón José Viloria Pinzón, me confiere la Admisión a las Sagradas
Órdenes, el 9 de junio de 2004 en Bidasoa junto con el Padre Jean Carlos en la
sede 1 de Bidasoa. Al año, obtengo su autorización para recibir: los
Ministerios de Lectorado y Acolitado dados el 19 de marzo de 2005, en la sede 2
de Bidasoa por manos del Sr. Rector d. Miguel Ángel Marco de Carlos, juntos con
18 hermanos de distintos países, también mi hermano sacerdote Jean Carlos; y de
igual modo, de Mons. Viloria recibí las dimisorias para ser ordenado diácono,
en Pamplona – España, el 29 de abril de 2005.
Son muchas las gracias que he podido vivir y experimentar. Por eso, la
vocación ciertamente es un diálogo amoroso y misterioso. Mucho de ella sólo con
el tiempo y la madurez la acrisolan ya que también son muchos los obstáculos a
vencer en el camino. Todo está en mantenerse firmes y seguro en el Señor. Sin
duda alguna Dios cumple su Palabra: llama y concede las gracias para mantenerse
firmes en la vocación recibida.
Hoy no vivo con mi familia de sangre, pero la Iglesia entera es mi
familia; no estudio mecánica térmica pero sigo (trato) de hacer y estudiar
Teología ¿Acaso hay algo más grande que estudiar a Dios? No arreglaré piezas
metálicas, pero vendaré y aliviaré corazones; no formo parte de ningún grupo
juvenil, pero soy miembro de una comunidad de hombres que miran una meta común:
Dios.
Predicar es comunicar Cristo a los hombres y mujeres, porque Cristo es
la Palabra viva del Padre. A pesar de nuestras debilidades, los fieles esperan
de nosotros, de mí, la fuerza de la palabra de Dios, con plena fidelidad a las
verdades de la fe cristiana. Y para ello, hemos de dar ejemplo: «Al hablar haga
cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente, con gusto y
docilidad. Pero no dude de que si logra algo…es más por la piedad de sus
oraciones que por sus dotes oratorias…y cuando se acerque el momento de hablar,
antes de comenzar a decir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para
derramar lo que bebió y exhalar de aquello de lo que se llenó…» (S. Agustín, la
Doctrina cristiana, 4, 15, 32).
Tu est Sacerdos…
Sin este testimonio de vida, tanto nuestra preparación intelectual como
nuestras programaciones diocesanas, resultarían vanas ilusiones. Ahora ya no “sueño”
mi ministerio presbiteral, hace siete (7) años tal vez sí. Y digo que ahora no
“sueño” porque pienso que el Espíritu no consagra sobre ficciones sacerdotales,
sino que consagra desde lo que vivo, desde mi propia realidad. La gracia del
Sacramento se va desgranando, va saliendo a la luz en cuanto vivo como pastor
de la comunidad y de las personas concretas que mi Obispo (la Iglesia) me ha asignado,
en cuanto existo y vivo por ella; si por ella rezo, estudio, trabajo, me
sacrifico.
Regresé a Venezuela en julio de 2006, día después del encuentro de
familia, junto al Papa Benedicto XVI. Y desde que llegué me fui preparando para
mi ordenación sacerdotal: en la organización, cantos, la liturgia, arreglos,
comidas, mi retiro antes de la ordenación, en fin, muchas cosas ¡claro! Sin
dejar de ejercer mi ministerio como diácono y vivirlo al máximo. Fue corto,
pero lo disfruté en grande. No hay que olvidar que nuestra vida es una
diaconía: servir.
Mi ordenación sacerdotal fue el día 09 de septiembre de 2006, en la
Catedral de Puerto Cabello, de manos de mi Obispo Ramón José Viloria Pinzón, y
acompañado por los sacerdotes de mi diócesis, de la arquidiócesis, familiares,
amigos y seminaristas. Entre las muchas palabras que me dirigió el señor Obispo
fue: “Desde hoy eres Sacerdote de Cristo. Ya no te perteneces. Ya no eres tuyo.
Eres de Dios y de los hermanos. Has sido expropiado para beneficio del Reino de
Dios y de la humanidad en el servicio de amor de Dios a los hombres. Ese es tu
gozo. Tu entrega debe hacerte sentir la máxima de las felicidades, pues, como
dice Jesús: No hay amor más grande que el de dar la vida por los hermanos. Y tú
has decidido vivir en ese amor. Y esa es la máxima felicidad que puede sentir
hombre alguno: Saber que se está viviendo en el máximo de los amores”.
Como sacerdote me toca, tomando las mismas palabras de San Pablo en su
primera carta a los Corintios: “… así han de considerarnos los hombres:
ministros de Dios y administradores de los misterios de Dios”. ¡Qué misión! Ser
instrumento del Señor siendo un fiel administrador. Me toca cuidar con esmero y
dedicación de este don recibido, que indigno de ello, el Señor me ha confiado.
Sin acostumbrarme a celebrar la misa; de conserve su emoción cada día. Como
decía recientemente el Papa Francisco: “Dispensen
a todos aquella Palabra de Dios que ustedes mismos han recibido con alegría.
Recuerden a sus mamás, abuelitas, catequistas, que les dieron la Palabra de
Dios, la fe…. este don de la fe, que les transmitieron, este don de la fe. Lean
y mediten asiduamente la Palabra del Señor, para creer lo que han leído, para
enseñar lo que aprendieron en la fe, vivir lo que han enseñado. Recuerden
también que la Palabra de Dios no es propiedad de ustedes: es Palabra de Dios.
Y la Iglesia es la que custodia la Palabra de Dios”.
De manera que, como nos lo recuerdan el pontífice, es necesario que los
sacerdotes seamos conscientes de que nunca debemos ponernos nosotros mismos o
nuestras opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo.
Somos servidores y tenemos que esforzarnos continuamente en ser signo que, como
dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Dios se ha manifestado
bondadoso e infinitamente generoso. “Sin duda alguna, ¡Vale la pena seguir al
Señor!” En mi camino sacerdotal, Dios siempre ha sido generoso, no dejará de serlo.
Siempre me ha acompañado nuestra Madre Santísima, la Virgen María, y nunca
dejará de hacerlo.
Jóvenes ¿Por qué vale la pena ser
sacerdote? Porque das a Cristo a los demás y ayudas a Nuestro Señor a la misión
de salvar almas.
Ser sacerdote en un mundo en
continuo cambio, que todo lo relativiza y que parece ir hacia la total libertad
de costumbres, ciertamente no es fácil. Pero siendo fieles a la misión espiritual, y no dejando la oración ni la
Eucaristía , podemos decir que podrán decir al final con
alegría: Misión cumplida.
Un sacerdote es:
-
Una
parroquia que no muere
-
Una
iglesia que no hay que cerrar.
-
Un
sagrario, donde siempre está Jesús esperándonos.
-
Una misa
celebrada cada día durante 40, 50 o más años.
-
Un
sinnúmero de niños bautizados y de jóvenes y adultos instruidos en la fe.
-
Un gran
número de enfermos visitados, consolados y santificados.
-
Una
muchedumbre de pecadores convertidos.
-
Un
ejército de almas salvadas del vicio y de las malas costumbres y un rebaño
inmenso de moribundos conducidos a la paz de Dios.
¡Que Dios sea bendito por los siglos! Por
eso, si mil veces naciera, mil veces me haría sacerdote.
Pbro. Williams Roberth Campos
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