Si queremos recorrer esta Cuaresma
como un camino de formación del corazón, tal y como nos sugiere el Papa,
necesitamos un corazón abandonado
La limosna, la oración y el
ayuno que la Iglesia nos anima a vivir durante este tiempo de Cuaresma eran ya
prácticas habituales de la piedad judía. El Señor, como buen judío, no se opone
a ellas.
Jesucristo ha venido a la
tierra a darle todo su sentido a los preceptos de la Ley Antigua. Él conoce
como ninguno el peligro de ostentación que pueden llevar aparejadas esas
prácticas, y critica públicamente esa actitud que él mismo llama “hipócrita”.
Todo el Sermón de la Montaña [1] busca, de hecho, crear un nuevo clima, una nueva actitud interior.
Es ese carácter interior y espiritual de la Ley el que el Señor ha venido a
traer en plenitud. La piedad, si es auténtica, debe vivirse con rectitud de
intención, en intimidad con Dios y huyendo de ser vistos.
Poner la confianza en
Dios
Si algún término puede por
tanto resumir lo que el Señor quiere destacar e infundir en quienes le escuchan
es la palabra confianza. “Dichoso el hombre que ha
puesto su confianza en el Señor” [2].
Pongamos la confianza en Dios como Padre que es, nos dice, mientras vivimos en
medio de las realidades corrientes y diarias. Aprendamos a abandonarnos en
manos de tan buen Padre.
“Por eso os digo: no estéis
preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué
os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más
que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan
en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros
mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un
solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los
lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni
Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del
campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a
vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué
vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas
cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso
estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque
el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” [3].
Por seis veces en esos diez versículos Jesús repite ese término −inquietud,
preocupación− como un enemigo de la verdadera piedad. Frente a ello, un
cristiano debe vivir el abandono, la confianza plena.
“La más importante de las
penitencias, esa que me purifica, que expande y clarifica mi ego, que ensancha estrecheces, será la que Dios
me imponga, no solo en forma de enfermedades o desgracias, sino por medio de
los inconvenientes de la vida diaria… Hoy debemos decidirnos, una vez más, a
decir sí a Dios, en Cristo y con Cristo, para desterrar de nuestras bocas cada
palabra de rebeldía o impaciencia en la vida diaria: ‘no me merezco esto’, ‘es
mala suerte, gafe, destino, sinsentido’. Todo tiene sentido, aunque no podamos
entenderlo. Abandonarme, esa es la mejor penitencia.
Luego viene la resurrección” [4].
No es pasividad, sino
prudencia
No es ya sólo una cuestión de
vivir con sobriedad y modestia, como comen las aves del cielo y se visten los
lirios del campo. Aunque sin duda son consecuencias lógicas, su corolario
adecuado. Sobre todo se trata de adquirir la medida justa de las cosas. “¡Inteligencia,
dame el nombre exacto de las cosas!” (Juan Ramón Jiménez), para que sepa poner las cosas en su sitio y, sin quitarle su
importancia, no le dé más de la que en realidad tienen.
Lo que hay en el interior de
cada persona y de las cosas es más importante que lo exterior. ¿En el interior
“de las cosas”?, nos podrían preguntar. Sí, porque las cosas, por muy
materiales que sean también tienen algo de interioridad, aquello que le da
sentido a su existencia. Pues bien, tanto de lo que está dentro como de lo que
está fuera se “preocupa” Dios, que es nuestro Padre. Dejemos que sea así.
Aceptemos esa dependencia, esa realidad. No sustituyamos el papel de Dios
providente. No hagamos “teatro” (ese es el significado literal de la palabra
“hipócrita” que usa Mateo), como si debiéramos ser objeto de lástima. La realidad es muy
distinta: “tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta
tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya
que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y Él proveerá” [5].
Entendámoslo bien. Lo que
Cristo nos pide no es tanto una llamada a la pasividad. De hecho, estos
versículos del Evangelio no son sino una ampliación del Padrenuestro, en el que
el Señor dice con claridad que hay que pedir el pan de cada día. Pero esa
petición perseverante y paciente debe ir acompañada −y esa es la clave− con una
vida serena cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles. Quien pide con
angustia no está pidiendo bien ni a quien es el Bien. En nuestro modo de pedir,
que ha de mantener siempre la serenidad y la esperanza, hemos ya de mostrar que
de verdad buscamos sobre todo el Reino de Dios y su justicia: “No dijo el Señor
que no haya que sembrar, sino que no hay que andar preocupados… Sí, nos mandó
que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento” [6].
Al meditar estas cosas, casi se
pueden oír de fondo las quejas del pueblo de Israel que añora la olla de carne
y el pan de los egipcios. Y por contraste, la mano dadivosa y providente de
Dios que les da el maná y las codornices a diario: “el pueblo saldrá a recoger
cada día la porción cotidiana; así les pondré a prueba y veré si se comportan
según mi ley o no” [7].
Dios se ocupa del alimento y de
las necesidades externas. Pero sobre todo se sirve de esos escenarios, de esas
situaciones, para comprobar si su pueblo confía o no en Él. Sólo pide
obediencia filial y confiada, que no será nunca, en el caso de un cristiano,
una carga pesada. Al contrario, quien obedece así ejerce toda la capacidad que
tenemos, dada por Dios, para recibir los beneficios que Dios otorga a los que
le obedecen. Igual que la falta de confianza está en la raíz del pecado
original (y por tanto en la origen de todo pecado), del mismo modo cada paso
que un cristiano da en dirección al amor de Dios debe pisar sobre el suelo de
la confianza plena de Dios.
Frente a la actitud
calculadora, el abandono
Contrastando con esa actitud
confiada que Dios nos pide, siempre habrá quienes demuestran, de un modo tan
patente como ordinario, que no se fían de Dios. También lo recoge la
experiencia de Israel: “algunos dejaron parte para la mañana siguiente, pero
crió gusanos y se pudrió; y Moisés se irritó con ellos” [8].
Es el orgullo de la criatura que no se fía de Dios y busca darse la vida a sí
mismo. ¡Qué bien se ve en nuestros días esto reflejado −casi literalmente− en
los inmensos excedentes de comida que sobran, se pudren o se tiran! O en la
misma destrucción de la Tierra a la que queremos dominar para que nos asegure
el día de mañana. “Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina por
destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la verdad, es
decir, que los seres humanos estamos llamados a superarnos y que sólo
abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser nosotros
mismos. Podemos y debemos pedir. Ya lo sabemos: si los padres terrenales dan
cosas buenas a los hijos cuando se los piden, Dios no nos va a negar los bienes
que sólo Él puede dar (vid. Lc 11,9-13)” [9].
La comida se convierte de este
modo en el primer y más cotidiano campo de pruebas del alma cristiana. Es lo
más cercano que tenemos para que demostremos que nos importa más la vida que el
alimento. Dios nos alimenta cada día siempre y cuando nos conformemos con lo
que basta para pasar la vida sobria y templadamente [10].
Dios “conocerá” así (en realidad seremos nosotros los que quizá por fin nos
daremos cuenta) nuestra indigencia real y no nos abandonará, como Padre bueno y
providente que es.
¡No dejemos la confianza en
Dios para grandes situaciones que muy de vez en cuando se dan en la vida!
Vivámosla en nuestra comida y vestido de cada día. Además, ¿no es cierto que en
esas situaciones tan excepcionales el abandono es ya no una opción libre de la
persona sino el único camino posible para salir de la desesperación? ¿Qué tiene
eso de libertad? ¿No responde más al verdadero amor la confianza cotidiana de
que Dios no nos deja de su mano, ni tan siquiera en las situaciones más
corrientes? A Dios le interesa y sigue de cerca hasta nuestras pequeñeces.
“Si viviéramos más confiados en
la Providencia divina, seguros −¡con fe recia!− de esta protección diaria que
nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos” [11].
En nuestros días, cuando tanta gente vive sin vivir pendiente sólo de si le
llegará para comer mañana o pasado, ¿no es necesario recordar, con Cristo, que
le basta a cada día su propio afán? “No os preocupéis por el mañana… Buscad
primero el Reino de Dios y su justicia”, y todas esas cosas se os añadirán.
“El que se abandona es
el único que no se abandona”
Son palabras de Charles Péguy quien, con la belleza y
concisión propia de un gran poeta, supo fijar en este verso una consecuencia
esencial de lo que hemos dicho hasta ahora.
Un cristiano no es un
inconsciente que se ría de los problemas o que no tenga conciencia de ellos. Ni
está eximido de padecerlos en su propia persona. Al contrario, ha de desear
comprender, como el que más, los sufrimientos de todos los hombres y
compadecerse de todos ellos. Ahora bien, como seguidor de Cristo, además de
sentir el abandono como nadie −“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado”?− sabrá abandonarse hasta el extremo. −“Padre, en tus manos
abandono mi espíritu”−.
El abandono en Dios es una de
las cosas más difíciles de conseguir para un cristiano. Pero también es una de
las más necesarias y sin duda la más inevitable. Tanto crece un alma en madurez
interior, cuanto más va descubriendo que debe arriesgar más con Dios.
Podemos recordar cómo nos
enseñaron a nadar cuando éramos pequeños. Primero agarrados al borde de la
piscina, luego la pequeña-gran aventura del flotador, al flotador le sustituyeron
los brazos de nuestro padre que nos fue llevando a la parte honda de la
piscina, y nos fuimos soltando… Tragamos agua y lloramos, y pataleamos; pero
aprendimos. La vida cristiana también es un proceso donde el alma debe aprender
a fiarse de Dios, a abandonarse en sus manos. Dios mismo nos ayuda permitiendo
situaciones que son una continua llamada al abandono: contradicciones que hay
que llevar bien, decisiones que parecen superar nuestra capacidad, dificultades
del ambiente, humillaciones… Si en esas circunstancias sabemos abandonarnos
iremos comprobando que quien se abandona en Dios es el único que no se
abandona, porque Dios es el borde de la piscina, y el flotador, y el agua y… el
Padre.
Y el que no se abandona −sigue
diciendo Charles Péguy− es el único que se abandona. Quien no acaba de fiarse
de Dios será un eterno pusilánime, a quien le dominarán los temores de todo
tipo precisamente porque no supo temer a Dios, que es amarle. Quien no arriesga
su vida por Dios y con Dios no evita el peligro sino que se sumerge en él mucho
más porque arriesgará por otro o por él mismo; y, ¿quién como Dios en poder, en
bondad, en amor, en sabiduría…?
Fiat, Ecce ancilla,
Magnificat
El mayor ejemplo de abandono lo
encontramos, cómo no, en nuestra Madre. Tres expresiones suyas recogen
perfectamente lo que llenaba su corazón desde que tomó conciencia de su papel
en la Historia de la Salvación: Fiat, Ecce ancilla y Magnificat. Tres término correlativos,
que se enlazan formando una sola oración, que es un modelo de oración de
auténtico abandono cristiano.
San Josemaría repetía con frecuencia dos jaculatorias que le ayudaban a saborear
esa actitud humilde y filial. En una de ellas se enlazan esas tres expresiones marianas
formando una impresionante unidad [12].
Es la siguiente: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la
justísima y amabilísima voluntad de Dios, sobre todas las cosas. −Amén. −Amén”.
El propio autor explicaba con frecuencia el gozo y la paz que aportaba a su
alma la recitación de estas palabras. No es tan sólo el contenido; es también
−y sobre todo− el orden lógico de afrontar todos los acontecimientos de la
vida: Fiat, Ecce ancilla, Magnificat… Hágase, cúmplase, sea
alabada…
También podríamos encontrar
este mismo orden en aquella otra jaculatoria que el sucesor de San Josemaría,
el beato Álvaro del Portillo, usaba como un ritornello constante y lema de su vida: “Gracias, perdón, ayúdame más”.
Tomando prestadas las palabras con las que el Papa Francisco glosaba esa jaculatoria en la ceremonia de su beatificación
podemos decir que Álvaro del Portillo decía…
─ “Gracias”: porque “era
consciente de los muchos dones que Dios le había concedido, y daba gracias a
Dios por esa manifestación de amor paterno. Pero no se quedó ahí; el reconocimiento
del amor del Señor despertó en su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega
y generosidad” (esto es, “Fiat”)
─ “Perdón”: pues “confesaba que
se veía delante de Dios con las manos vacías, incapaz de responder a tanta
generosidad. Pero la confesión de la pobreza humana no es fruto de la
desesperanza, sino de un confiado abandono en Dios que es Padre. Es abrirse a
su misericordia, a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor que no
humilla, ni hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos levanta de
nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y alegría” (esto
es, “Ecce ancilla”)
─ “Ayúdame más”: ya que sabía
que “el Señor no nos abandona nunca, siempre está a nuestro lado, camina con
nosotros y cada día espera de nosotros un nuevo amor. Su gracia no nos faltará,
y con su ayuda podemos llevar su nombre a todo el mundo. En el corazón del
nuevo beato latía el afán de llevar la Buena Nueva a todos los corazones” (esto
es, “Magnificat”)
En definitiva, si queremos
recorrer esta Cuaresma como un camino de formación del corazón, tal y como nos
sugiere el Santo Padre [13],
necesitamos “un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a
Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos
del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas”. Necesitamos un corazón
abandonado.
[12] La otra jaculatoria es la siguiente: “Señor Dios mío: en tus manos
abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y
lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Es un texto que San Josemaría empleaba en
muchas ocasiones. Puede consultarse la voz “Abandono” en el Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer.
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