17 de abril de 2015

Mujeres

En esa Carta Magna de la familia que es la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de San Juan Pablo II, no podía faltar una neta enseñanza acerca de la dignidad y la misión de las  mujeres: “De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer” (n. 22).
En efecto, la persona humana se realiza por igual bajo las dos modalidades de varón y de mujer. “Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana” (idem). De forma paradigmática: “Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo El mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida” (idem).
El Nuevo Testamento está lleno de testimonios acerca del papel protagónico que a la mujer corresponde: “El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús»” (idem).
En esta valoración de la personalidad femenina es preciso progresar: “no se puede dejar de observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre [varón]” (idem, n. 23).
No tendría por qué haber una contraposición entre el trabajo fuera del hogar y las tareas domésticas. “No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana” (idem).
Las condiciones culturales y legales deben ayudar a la integración entre las labores externas y las domésticas. “Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia” (idem).
Se precisa un doble cambio cultural: el primero se refiere a la valoración de las funciones públicas de las mujeres, que en buena parte ya se ha producido en nuestras sociedades occidentales. Pero falta la valoración de las labores intrafamiliares. “Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad de persona, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico” (idem).
Rafael María de Balbín

En el anuncio del Año Jubilar

El Papa es consciente de lo profunda que es la pérdida del sentido del pecado en muchas personas, también entre los creyentes, dentro de la Iglesia; por eso, invita a todos a contemplar la Misericordia de Dios
“Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (n.3).
Con estas palabras de la Bula Misericordiae vultus, el Papa Francisco manifiesta el sentido profundo de este Año Jubilar Extraordinario que ha convocado, y que comenzará el próximo 8 de Diciembre, fiesta la Inmaculada Concepción, cuando la Iglesia celebre el 50 aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, al que el Papa se refiere como: “Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo signo vivo del amor del Padre”. (n.4).
En el deseo de seguir la “hermenéutica de la reforma en la continuidad” que señaló Benedicto XVI, el Papa Francisco invita a todos los creyentes a vivir esa “responsabilidad de transmitir el amor de Dios al mundo”, responsabilidad que han vivido todas las generaciones de cristianos que han dado testimonio, con su palabra, con su vida, de la Resurrección de Cristo.
Se harán, y haremos, muchos comentarios a las páginas de la Bula Misericordiae Vultus, con la que convoca a toda la Iglesia a vivir este jubileo. Hoy me quedo en dos detalles que me sugieren el n. 11, que transcribo:
“No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba. Dos pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa hacía notar el olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: «La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia… Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios».
El Papa Francisco hace suyas estas palabras de san Juan Pablo II que, en su día, además de causar cierta sorpresa, se olvidaron pronto. ¿Por qué? El hombre rechaza, en muchas ocasiones, la misericordia de Dios; la misericordia de cualquier otro ser humano.
Bien, porque no reconoce haberse equivocado jamás. ¡Cuántas veces oímos a más de uno declarar: “Yo no tengo nada de que arrepentirme”; “Yo no tengo que pedir perdón de nada a nadie”! Gente que ni siquiera pediría perdón a su propia madre, a su esposo, a su esposa, a sus hijos. Bien porque considera una ofensa personal, una “humillación”, contraria a su “dignidad”, el ser perdonado.
El Papa es consciente de lo profunda que es la pérdida del sentido del pecado en muchas personas, también entre los creyentes, dentro de la Iglesia. Por eso, invita a todos a contemplar la Misericordia de Dios:
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición de nuestra salvación (…) Misericordia es la vida que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados, no obstante el límite de nuestro pecado” (n. 2).
Pecado y Misericordia van unidos. Si el hombre no reconoce su pecado, no acudirá jamás a la misericordia, y le seguirá diciendo a Cristo, a la Iglesia: “No vengas a salvarme. Déjame en paz”. Si el hombre se rebela contra sí mismo por su pecado, tampoco acudirá a la misericordia del perdón de Dios. Judas es un ejemplo patente. El Señor se acercó a él con misericordia y le llamó Amigo, y Judas lo rechazó y se ahorcó.
El Papa Francisco anuncia este Año Jubilar con la esperanza de que los hombres de hoy nos demos cuenta de que: “La misericordia será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”.
Límite, nadie puede poner. Rechazar el Amor, la Misericordia, sí está en las manos de cualquier ser humano. Ese es quizá el gran pecado de muchos hombres y mujeres del “viejo Occidente cristiano”: después de haber arrancado de su alma la conciencia del pecado: han arrancado en el orgullo de su espíritu, la conciencia de la Misericordia de Dios: ellos no necesitan nada de nadie, se valen por sí mismos. Es otro modo de suicidarse. El Papa anhela que esto no ocurra.
Ernesto Juliá Díaz

15 de abril de 2015

Asegurar el crecimiento interior. Cinco aspectos de la vida espiritual




Almudi.org - Asegurar el crecimiento interior


Cinco áreas de la formación espiritual que se presta principalmente a los candidatos al sacerdocio, aunque muchos aspectos son comunes a cualquier vocación cristiana
Cinco áreas de la formación espiritual que se presta principalmente a los candidatos al sacerdocio, aunque muchos aspectos son comunes a cualquier vocación cristiana
Entre los días 20 y 21 de enero de este año 2015 han tenido lugar las Jornadas de Pastoral de Castelldaura que este año, con el tema Qué se espera de un buen pastor? La formación de los pastores en clave evangelizadora, llegan a su edición número 50. Impulsadas por el Centro Sacerdotal Rosselló, de Barcelona, en estos 50 años han reunido a destacadas personalidades de la vida eclesial así como destacados profesionales relacionados con los temas que han sido objeto de estudio. Unos 3.000 sacerdotes y seminaristas, especialmente de Cataluña, han participado en estas Jornadas.
Ofrecemos la intervención de Juan Luis Lorda, ingeniero industrial, presbítero, doctor en teología, autor de varias obras científicas y divulgativas sobre antropología cristiana.

Para empezar, tres advertencias

− Este escrito resume en cinco áreas la formación espiritual que se presta principalmente a los candidatos al sacerdocio, aunque muchos aspectos son comunes a cualquier vocación cristiana.
− Tiene una orientación práctica; no se tratan los temas en sí mismos, desde sus principios teóricos, sino más bien pensando en cómo se pueden enseñar.
− Aquí solo se tiene en cuenta el aspecto espiritual. En la formación, hay que tener en cuenta otros dos aspectos. 
a) Formación intelectual y cultural: es un campo con exigencias y métodos específicos, para desarrollarse y madurar.
b) “Buena educación” y sociabilidad, que comprende la disciplina mínima personal (levantarse de la cama, trabajar, mantener la habitación), higiene personal; y  el buen trato con otros (virtudes sociales: acogida, amabilidad, cortesía, poner interés, saber escuchar). En el fondo, se unen a la caridad, pero requieren una práctica propia.

1. Cinco aspectos de la vida espiritual

De acuerdo con la experiencia de la Iglesia, el desarrollo de la vida del Espíritu, o del vivir en Cristo se puede concentrar en cinco aspectos, fuertemente unidos.
1. Las disposiciones o actitudes básicas cristianas, que son el amor de Dios y al prójimo; en definitiva, la caridad. 
2. La práctica de la oración, o el trato personal con Dios, que da familiaridad y criterio cristiano
3. La participación en la vida de la Iglesia: Sentire cum Ecclesia. Sentir con la Iglesia, que es vivir realmente en la comunión de la Iglesia: participar en la Liturgia, en la misión, en la unidad. Quizá es el punto más extenso y complejo de los cinco.
4. La conversión cristiana, que necesita una lucha personal centrada en adquirir lo bueno y contener o superar lo malo; en el fondo es la transformación en Cristo, o el paso del hombre viejo al nuevo; eso es la ascética.
5. El trabajo y la responsabilidad con las propias obligaciones. Necesario para madurar humanamente. Además, no podemos poner menos interés en las cosas del Señor de las que ponen otros en su familia o en su profesión. Y en un mundo profesional hay que hacer las cosas bien.

1. La caridad (las disposiciones básicas)

La vida en Cristo o la vida del Espíritu Santo está presidida por la caridad, que es la disposición más básica de la vida cristiana: "el amor de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado" (Rm 5,5). Toda la vida cristiana se asienta en el doble mandamiento de la caridad: el amor a Dios sobre todas las cosas (como hijos en Cristo); y el amor al prójimo como a uno mismo (como miembros de Cristo). La caridad, unida a la fe y a la esperanza, es lo primero y lo último, la base y la corona de la vida cristiana. Esto es una conviccion teórica y un principio práctico.
Se ama lo que se reconoce como bueno. Hay que descubrir poco a poco el amor de Dios. Esto no se fuerza: es un don y un descubrimiento: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó su propio Hijo”. Se aprende de otros, se vive ese amor con otros; y se descubre en la propia fe y en la propia vida, dando lugar al agradecimiento y la esperanza, que encienden la caridad cristiana. 
Es muy importante tomar conciencia de que este amor es don de Dios, y se da con el Espíritu Santo. Primero, para pedirlo humildemente. Después, para no confundirlo con cualquier sentimiento humano de benevolencia o afecto hacia Dios o hacia los demás. El amor de Dios es el amor que lleva a cumplir su voluntad, con una entrega plena y sacrificada como la de Cristo. Y el amor al prójimo es el que lleva a servir a los demás, empezando por los más cercanos, dando la vida como Cristo. No tiene que ver con buscar gustos, aunque como efecto proporciona la alegría cristiana. El Espíritu tiene que cambiar nuestro corazón y darnos la manera de amar de Cristo.
La caridad necesita una purificación y también distinguirse de los afectos puramente humanos, que no son malos, pero no son caridad. Esto se cultiva aprendiendo a querer a todos por amor de Dios y con la ayuda de Dios. Y dedicando a los que menos apetece la atención que uno se siente inclinado a prestar a los que son más afines o más amigos. De manera especial el amor cristiano llega a los “pobres”, no solo económicamente, sino también “sociológicamente”. En toda sociedad, también en el seminario o en cualquier ámbito parroquial, hay personas con desventajas o marginadas en algún grado. Es injusto y poco cristiano no tratar a todos con interés, aunque uno tenga más afinidad con unos que con otros. Y, al revés, es una gran muestra de amor de Dios y una manera de que crezca la caridad, empeñarse en prestar más atención a los que en cualquier ambiente o momento se ven más desplazados o dejados de lado. Y eso purifica mucho el corazón sacerdotal.
Por eso, la base del ejercicio de la caridad consiste en:
a) desear entregarse al Señor y decírselo de verdad muchas veces;
b) pedirle humildemente ese amor generoso y ese don de sí; 
c) formarse en la caridad, que es ejercitar la generosidad y la entrega en el cumplimiento de la voluntad de Dios y en el servicio diario y constante a los demás; corrigiendo los propios defectos y pidiendo perdón a Dios y a los demás por las propias faltas y pecados.
d) procurar prestar siempre atención, en todos los ambientes donde se vive, a los más “pobres” o más dejados de lado: purificación del corazón.

2. La vida de oración personal (vida contemplativa)

La vida espiritual se alimenta en la oración, y particularmente, en la oración mental, hecha en la intimidad con Dios. Esta es una sorprendente y constante afirmación de la experiencia espiritual de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del mismo Cristo, que se retiraba a orar "de madrugada" (Mc 1,35; Lc 4,42) o "a la caída de la tarde" (Mt, 14.23; cfr. 26,36); que pasaba noches enteras en oración, especialmente antes de acometer algo importante (Lc 6,12). Y que dedicó cuarenta días de retiro penitente antes su misión pública (Mt, 41-11).
Quien quiera conformarse con Cristo ha de repetir esa experiencia. La práctica de la oración mental enamora de las cosas divinas, introduce en los misterios de Dios, da un trato próximo con las Personas divinas y enciende la caridad. También permite conocerse a sí mismo, con un conocimiento lleno de humildad y de agradecimiento, que hace entender los acontecimientos que se viven o padecen; y disponer los asuntos de la vida como Dios quiere. En particular, en la oración se medita y se escucha la Palabra de Dios. En términos clásicos, se corresponde con la vida contemplativa.
Una vocación cristiana madura, necesita iniciarse en la oración mental y, ordinariamente, requiere alguien que enseñe y guíe. La vida de oración necesita alimentarse en la Palabra de Dios y en los testimonios de vida cristiana. También se alimenta de la presencia de Dios y de otros medios espirituales. Todo esto se aprende y se enseña, según la constante experiencia de la Iglesia.
Es importante hacerse una idea de lo que es realmente la oración mental cristiana. Para superar inconvenientes que pueden venir de un exceso de expectativas desenfocadas (visiones, yoga) o de un defecto (aburrimiento). La oración mental comprende muchas cosas. Meditar las cosas de Dios y las cosas propias delante de Dios; la Escritura, el Evangelio del día, libros de doctrina o espiritualidad o de testimonio cristiano; la propia vida con sus aspiraciones y malentendidos, éxitos y fracasos; los proyectos; la petición por las personas y los asuntos; los actos de entrega, de petición, de arrepentimiento, de alabanza y amor.  El puro acompañar al Señor y estar con Él tambien es oración. Es muy útil el libro de Boyland, Dificultades en la oración mental, para hacerse una idea realista. Es maestra Santa Teresa.
La oración mental católica es personal e íntima pero no encierra a la persona en sí misma, sino que se combina, se enciende y se alimenta con la oración de la Iglesia y la Liturgia.

3. La participación en la vida de la Iglesia: Sentire cum Ecclesia

Por usar una expresión latina clásica muy significativa. Forma parte de las actitudes básicas cristianas y entronca con la caridad. Comprende muchas cosas, pero están íntimamente unidas en la comunión que es la Iglesia y allí encuentran su sentido.
El cristiano ama la Iglesia, porque sabe que es presencia del Señor en el mundo. Ama la Iglesia como institución, con su misterio que está animado por el Espíritu Santo, con su estructura y también con sus miembros actuales. Y los que están en el cielo, donde ocupan un lugar especial María y los Santos.
Es un amor que debe desarrollarse al contemplar, precisamente, la presencia del Señor, especialmente en la Iglesia reunida en la Liturgia y en sus santos. Esto exige también un conocimiento histórico en el que tienen un lugar las flaquezas de las personas. Así se adquiere un amor maduro, que sabe cuánto daño podemos hacer los seres humanos al rostro de Cristo (pecado), pero también cuanto lo podemos reflejar (santidad y caridad).
Sentir con la Iglesia es saber participar en la Liturgia, culto, alabanza y oración común de la Iglesia. Es importante aprender a “vivir en directo” la Liturgia en comunión, en vez del simple “asistir” que es estar presente, quizá pasivamente. En la Eucaristía (o en la Liturgia de las Horas) toda la Iglesia se une al Señor para rezar con una voz, que expresa principalmente el que preside en nombre de  Cristo, pero que todos pueden hacer suya interiormente y, con frecuencia, exteriormente, según lo pide los ritos. Tanto para el que preside como para los que asisten es importante hacer propio lo que se dice: las oraciones y plegarias eucarísticas; los salmos y antífonas; las plegarias devocionales.
Sentir con la Iglesia es participar en la misión que el Señor le encomendó. “id y predicad a todos los hombres”.
Sentir la Iglesia es reforzar siempre la comunión; con los vínculos jerárquicos y fraternales que la Iglesia tiene. Evitando todo lo que daña la comunión, y construyendo el buen entendimiento entre los cristianos. Superando también vicios que parecen menores, pero son muy dañinos: la división y pelea, la murmuración y la burla (bromas de sacristía): hay que tratar santamente las cosas santas (Sancta sancte tractanda).

4. La conversión cristiana (la ascética) 

El tercer aspecto del vivir en Cristo o de la vida del Espíritu Santo, consiste en desarrollar la conversión cristiana que se inició en el Bautismo: con la ayuda de Dios, los rasgos morales de Cristo tienen que crecer y prevalecer sobre los rasgos del hombre viejo que cada uno tiene en sí mismo. Según nos enseña la experiencia de la Iglesia, la conversión no termina nunca y necesita el combate espiritual, la lucha espiritual o si se quiere, en términos más generales, la ascética.
Con la ayuda de Dios, hay que vencer o mortificar la triple concupiscencia de que habla san Juan: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1 Jn 2,16); que son paralelas a las tres tentaciones de Cristo (Lc 4,1-13; Mt 4,1-11). Se trata de algo perfectamente real, que tiene manifestaciones muy concretas en cada persona. En este punto, la formación consiste, en ayudar a cada cristiano a descubrir en sí mismo y en concreto, estas manifestaciones o concupiscencias del hombre viejo. Y a plantear así su combate o lucha espiritual, con la ayuda de la gracia, para que predominen en su conducta los rasgos espirituales de Jesucristo.
Esta lucha por vivir en Cristo está enraizada en los sacramentos de iniciación, y tiene un apoyo particular en el sacramento de la penitencia, donde se reparan las heridas y las derrotas. Cada cristiano debe cooperar y obedecer a las insinuaciones del Paráclito.  Para ese combate espiritual, es necesario un hondo conocimiento de sí mismo. Y es útil tanto el conocimiento teórico sobre los principios de la antropología cristiana (sobre la acción del Espíritu Santo, la caridad, la gracia; el pecado, la tentación y la libertad y los medios espirituales) como el conocimiento práctico de las manifestaciones reales que tienen en uno mismo. Nos tenemos que conocer, en concreto y de verdad, como pecadores e inclinados al pecado para reconocernos también como hombres salvados en Cristo por la gracia del Espíritu. Así el principio socrático del conocimiento de sí mismo encuentra un eco nuevo en el cristianismo.

5. El trabajo y el cumplimiento del deber (vida activa)

Cumplir con el deber, desempeñar las propias obligaciones familiares y sociales, en definitiva, trabajar, es parte muy importante de la obediencia a la voluntad de Dios. Y es la manera ordinaria de servir a los demás. Por eso puede tener una relación muy directa con el doble mandamiento de la caridad. También tiene un aspecto ascético muy importante, porque sujetarse a un trabajo, exige un vencimiento personal. Y someterse a una actividad exigente y reglada, con disciplina y esfuerzo, es imprescindible para la madurez humana y cristiana. Quienes no trabajan no maduran. La prolongación de la adolescencia en las sociedades modernas tiene que ver con que los jóvenes no asumen responsabilidades ni se enfrentan con lo que no les apetece pero hay que hacer. No se madura hasta que no se hace lo que hay que hacer independientemente de que apetezca.
Pero el trabajo es más que un medio útil o un remedio ascético. Forma parte de la vocación humana, porque Dios puso al hombre sobre la tierra "para que la trabajara y cuidase" (Gn 2,15; cfr. 2,5). En el trabajo, se gasta ordinariamente, la mayor parte de la vida de una persona. No se debe crear una dicotomía (una "esquizofrenia" o una "doble vida", decía san Josemaría) entre las "prácticas espirituales" y el trabajo. Si entendemos la vida espiritual como lo que es, vivir en Cristo, vivir la vida del Espíritu Santo, entonces entenderemos que lo abarca todo. Un cristiano debe trabajar cara a Dios, pidiéndole ayuda y ofreciéndole sus frutos. Entonces actúa como "sacerdote de la creación”, según una venerable expresión patrística, y da gloria a Dios en nombre de todo el universo. Todo, oración y trabajo, deben ser para Dios, para darle gloria y cumplir su voluntad.
En la formación espiritual, hay que fomentar esta madurez. También es importante porque se vive en un mundo profesional Y, por amor de Dos, hay que poner en los trabajos y  actividades sacerdotales los estándares de exigencia que se tienen en el comercio normal o en otras actividades profesionales. Hay que trabajar por amor de Dios y a los demás, y hay que trabajar bien.

Conclusión

En estos cinco aspectos, se puede resumir la vida espiritual. Por tanto, la formación espiritual consiste:
− En ayudar a que se forme la disposición básica de la caridad con la entrega generosa de sí mismo para cumplir la voluntad de Dios y servir a los demás.
− Enseñar la vida de oración, que nos da intimidad con Dios, conocimiento propio y discernimiento cristiano.
− Hacer crecer el “Sentir con la Iglesia” amor a la Iglesia santa pero real, participación en la Liturgia y en la misión; contribuir a la comunión.
− En plantear positivamente el combate espiritual, apoyado en la gracia, para superar las “concupiscencias” del hombre viejo y vivir en Cristo.
− En fomentar el desempeño fiel y responsable de los propios deberes, que es el lugar donde Dios nos ha querido en el mundo.

2. La dirección espiritual de candidatos al sacerdocio

La base y el fundamento de la formación espiritual se da en el seminario. Esa formación tiene dos planos.
− Plano teórico, que es dar a conocer los fundamentos de la vida espiritual, que, en definitiva, son los principios de la antropología cristiana. Dar a conocer cuál es el sentido y el fin de la vida cristiana, que es relación personal con Dios; cómo actúa el Espíritu Santo, lo que es la gracia y el pecado y la libertad, la tentación y las virtudes, y el valor de la entrega personal. También hay que enseñar en qué consiste la oración mental. Y poner en contacto con la experiencia de los grandes santos que son maestros de la Iglesia. La Cuarta parte del Catecismo puede servir estupendamente de guía para esta formación. Bastará repartirlo en un número suficiente de clases o charlas.
− Plano práctico. Se trata de ayudar a cada candidato no sólo a conocerla sino a practicarla personalmente. Esto, sobre todo, pertenece a la dirección espiritual. Según los cinco aspectos:
1) La caridad es enamorarse de Dios y de sus cosas. Esto sólo se puede enseñar con el ejemplo de los santos y con el testimonio personal. Se puede hacer ver a cada uno hasta qué punto es generoso con Dios, con la voluntad de Dios, y con los demás. Se le puede señalar lo que se ve de él. Y se le debe animar a que lo resuelva haciendo muchos actos auténticos de entrega personal (aunque solo tengan un valor simbólico, pero mueven disposiciones) y pidiendo la ayuda del Espíritu Santo y un verdadero cambio del corazón. Hay un crecimiento práctico de la caridad que lleva a preocuparse más por los que más lo necesitan: cada ambiente tiene sus “pobres” y sus “marginados”. Crecer en esto es crecer en el corazón de Cristo.
2) Hay que introducir a cada uno en la vida de oración; de forma práctica y personal, alentando y resolviendo sus dificultades. Enseñarle a practicar la meditación o la oración mental; a tener presencia de Dios y saberse acompañado del Señor; y a tener espíritu de oración en la Liturgia (decirla en primera persona) y en la actividad diaria.
3) El Sentir con la Iglesia tiene aspectos más difíciles y otros más fáciles. El amor a la Iglesia crece al ver en ella al Señor y al conocer su santidad y su caridad en la historia. Un conocimiento suficiente de la historia de la Iglesia, con sus luces y oscuridades, ayuda también a que el amor madure y pueda digerir los aspectos deficientes que se pueden encontrar (empezando por uno mismo).
La “participación” en la Liturgia exige cultivar unos conocimientos y, sobre todo, unos hábitos interiores (“estar”, unirse al celebrante y al Señor, decir lo que se dice), y exteriores, que son más fáciles. 
El desarrollo de un espíritu de comunión es una actitud muy básica en la Iglesia. Con sus aspectos positivos: vivir en comunión cordial (espiritual, afectiva, real) con el propio obispo, con el Papa, con la Iglesia;  querer a los demás cristianos (empezando por los que se tienen cerca). Y negativos: evitar discusiones, recelos, murmuraciones.
4) Cada uno debe comprender que necesita convertirse y que es una tarea que no termina nunca. Al empezar, puede ser más evidente lo que hay que quitar; y también lo que hay que adquirir. Es preciso ayudar a cada uno a conocerse a sí mismo, a descubrir lo que le hace daño y lo que le ayuda. Aunque todos los hombres tenemos más o menos las mismas debilidades, cada uno tiene las suyas y en concreto. Debe reconocerlas y tratar de ellas en la dirección espiritual para plantear la lucha espiritual. Se le deben dar a conocer los medios ascéticos y de la vida de oración y animarle a confiar en Dios y pedir siempre su ayuda. Es muy importante que aprenda él mismo, porque nadie puede sustituir a otro en este campo. Se le anima, se le corrige amablemente, y se le hace ver que podrá vencer con la gracia de Dios y el olvido de sí mismo; y que hay que servir al Señor aunque no seamos perfectos.
5) Hay que ayudarle a que cumpla sus deberes de trabajo, de estudio y servicio, con responsabilidad, con puntualidad, con la perfección habitual en las tareas profesionales. De forma que adquiera la capacidad de trabajo y el orden de vida que necesitará para desempeñar su ministerio. Todo esto también es muy visible, de manera que se puede ayudar a cada uno en concreto a corregir lo que hace mal y a adquirir lo que le falta.
Estos son tareas de dirección espiritual personal, que se han de realizar con espíritu, con caridad y confianza. Para esto es esencial la figura del director espiritual. Tiene que ser un hombre que conozca y practique lo que enseña. Y que se gane la confianza de los seminaristas y pueda acompañarles. También cuando salgan del seminario; especialmente en los primeros años. Muchas heridas se pueden sanar si se atienden bien y pronto.

Dr. Juan Luis Lorda, Universidad de Navarra

El significado del don de la paz en la Misa

Almudi.org - El significado del don de la paz en la Misa

Un gesto que prepara a recibir la sagrada Comunión, en la cual la paz queda sellada y acrecentada
Parece necesario desarrollar una catequesis que explique cómo el compromiso serio de los católicos de cara a la construcción de un mundo más justo y pacífico implica también una comprensión más profunda del significado cristiano de la paz y de su expresión en la celebración litúrgica
“Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros”. Con estas palabras da inicio la santa Misa de medianoche del día de Navidad; nos recuerdan que en ese día brillará una luz sobre nosotros porque ha nacido el Señor y su nombre es Príncipe de la Paz. El misterio de Navidad es una profecía de paz para cada hombre y nos compromete a implicarnos en el contexto en el que vivimos, para poder ser en todas partes mensajeros, sembradores de paz y de alegría.
El sentido deseo de paz es acogido en la liturgia eucarística con un rito específico con el que, como recuerda el Misal, la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana, y los fieles expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de comulgar en el Sacramento (cfr. IGMR, n. 82).
El gesto es introducido por una oración que el sacerdote reza en voz alta: Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: La paz os dejo, mi paz os doy... Al terminar esta oración el sacerdote “extendiendo y juntando las manos, anuncia la paz, vuelto al pueblo, mientras dice:La paz del Señor esté siempre con vosotros, y el pueblo le responde: Y con tu espíritu. Luego, si se juzga oportuno, el sacerdote añade: Daos fraternalmente la paz. Este deseo de paz recuerda el saludo de Cristo resucitado: “Paz a vosotros” (Jn 20, 19; Lc 24, 36) y expresa que la paz es, en primer lugar, la paz que Cristo nos da, fundamento de aquella otra paz que deseamos exista entre los fieles y en toda la familia humana.
La secuencia del rito también es importante pues, como recordaba la Congregación del Culto Divino en una reciente Carta circular del 8 de junio (sobre “El significado ritual del don de la paz en la misa”), “el rito de la paz alcanza ya su profundo significado con la oraciónSeñor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles mi paz os dejo mi paz os doy y el ofrecimiento de paz: La paz del Señor esté con vosotros. El darse la paz correctamente entre los participantes en la Misa enriquece su significado y confiere expresividad al rito mismo. Por tanto, es totalmente legítimo afirmar que no es necesario invitar mecánicamente a darse la paz”. De hecho, la rúbrica del Misal recuerda que se invite a darse la paz si se considera oportuno.
Por lo que se refiere al modo de darse la paz, se encomienda a las Conferencias Episcopales que establezcan el más conveniente según el carácter y las costumbres de cada pueblo; pero se recuerda que conviene que cada uno signifique sobriamente la paz sólo a quienes tiene más cerca. En el caso del sacerdote celebrante, puede dar la paz a los ministros, si bien permanecerá en el presbiterio. Lo mismo hará en el caso de que quiera dar la paz a algunos fieles. Así se salvaguarda, por una parte, el valor sagrado de la celebración eucarística y, por otra, el sentido del misterio, evitando la confusión en la asamblea precisamente antes de la Comunión. Conviene tener muy presente que la paz cristiana es una paz humana ya conquistada, o que pueda alcanzarse solo mediante la amistad y la solidaridad.
Es cierto que el gesto de la paz tiene una clara dimensión horizontal; pero desde muy antiguo encontramos en él una fuerte dimensión vertical. La paz vendría de Cristo, simbolizado por el altar, que era besado por el sacerdote y así éste recibía la paz que después transmitía. Así se simbolizaba que la paz provenía de Cristo; el signo de la paz se presenta como el “beso pascual de Cristo resucitado presente en el altar” (de la Carta circular).
Unas palabras de la Carta subrayan bien este origen: “La paz, fruto de la Redención que Cristo ha traído al mundo con su muerte y resurrección, es el don que el Resucitado sigue ofreciendo hoy a su Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, de modo que pueda testimoniarla en la vida de cada día”. Conviene, por tanto, poner una mayor atención en la realidad de que no puede haber paz que no tenga su origen en la Trinidad, y específicamente en Cristo, único mediador.
En conclusión, parece necesario desarrollar una catequesis que explique cómo el compromiso serio de los católicos de cara a la construcción de un mundo más justo y pacífico implica también una comprensión más profunda del significado cristiano de la paz y de su expresión en la celebración litúrgica. Punto de partida de esta catequesis es recordar que “Cristo es nuestra paz, la paz divina, anunciada por los profetas y por los ángeles, y que Él ha traído al mundo con su misterio pascual. Esta paz del Señor Resucitado es invocada, anunciada y difundida en la celebración, también a través de un gesto humano elevado al ámbito sagrado” (de la Carta circular de la Congregación para el Culto). Gesto que prepara a recibir la sagrada Comunión, en la cual la paz queda sellada y acrecentada.

Juan José Silvestre
Profesor de Teología litúrgica.
Consultor de la Congregación para el Culto Divino

JESÚS, ROSTRO DE LA MISERICORDIA

Jesús, rostro de la misericordia

Con la bula de convocación para el Jubileo extraordinario de la Misericordia, Misericordiae Vultus (11-IV-2015) se abre un periodo preparatorio de oración y estudio, diálogo y acción. Es un camino, el de la misericordia, que la Iglesia viene recorriendo desde su comienzo, más intensamente desde mediados del siglo pasado; y que ahora Francisco propone como catalizador de un impulso nuevo.
Para facilitar la lectura del texto del Papa y su asimilación, cabe estudiarlo distinguiendo algunas partes (distinción que es nuestra, no del documento).


 
La Misericordia, característica de Dios y de su obrar

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre” (n. 1). El texto se abre con esta afirmación que sirve a la vez de explicación del título y de síntesis, no solo del documento, sino de la fe cristiana. Santo Tomás considera que “es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta u omnipotencia” (S. Th. II-II, q30, a4). La liturgia lo recoge desde antiguo. Dios, rico en misericordia, nos ha enviado a su hijo para salvarnos. “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (Ib.). Necesitamos contemplar el misterio de la misericordia divina, porque es fuente, condición, revelación y acción del amor de Dios por nosotros, que se hace para nosotros ley y camino en nuestra relación con Él y los demás. 

El Concilio Vaticano II, signo de la Misericordia
El Jubileo extraordinario se iniciará el 8 de diciembre, a los 50 años de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II. También aquí la primera frase dice ya lo más importante: “La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento” (n. 4). El Concilio –tal como lo impulsaron san Juan XXIII y el beato Pablo VI– quiso anunciar el Evangelio en nuestro tiempo de un modo más comprensible, en el marco de la caridad y de la misericordia de Dios. 

La misericordia divina en el Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento describe a Dios como “paciente y misericordioso”, para presentarle con entrañas de padre y de madre. El salmo 136 repite continuamente “eterna es su misericordia”. Y Francisco lo interpreta como “un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre” (n. 7). 

La misericordia, núcleo del Evangelio
Ese salmo 136 forma parte de un himno judío (el hallel), recitado en las fiestas litúrgicas importantes. Jesús rezó con él (cf. Mt 26, 30) y lo hizo suyo –señala el Papa– tras la última Cena, precisamente como explicación de la institución de la Eucaristía y preludio de su pasión y muerte, que llevaban hacia la consumación su entrega por nosotros. Una entrega manifiesta en toda su vida: en sus actitudes (particularmente hacia los enfermos y los pecadores, como Mateo) y en sus enseñanzas, sobre todo en algunas parábolas (como la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos, y la del siervo despiadado que no quería perdonar a su compañero) y en las bienaventuranzas.
A partir de ahí la misericordia es considerada por Francisco como núcleo del mensaje evangélico y como criterio para saber quiénes son realmente hijos de Dios, como ideal de vida y como  signo de credibilidad de la fe cristiana; pues el amor se demuestra en la vida concreta: “intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano” (n. 9).

La misericordia en la misión de la Iglesia
Por todo ello “la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (n. 10). Siguiendo los pasos de san Juan Pablo II (cf. Encíclica Dives in misericordia”, 30-XI-1080), Francisco propone que anunciar la misericordia y testimoniarla en primera persona debe ser hoy camino para la Iglesia. De ahí el significado de la  peregrinación – símbolo del camino que es la vida de cada persona – en los Jubileos. Cita las palabras del Evangelio que apuntan a la  peregrinación interior: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis  perdonados.  Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis” (Lc 6,37-38).

Entre los modos concretos de ejercitar la misericordia, destaca las obras de misericordia corporales y espirituales: “Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (n.15). Más aún, en cada uno de los necesitados hemos de ver a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-45). Otros modos concretos de vivir el Jubileo de la misericordia serán la iniciativa “24 horas para el Señor” (adoración de la Eucaristía, y confesión de los pecados: el Papa pide “que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre”, n. 17), las misiones populares y las indulgencias. Francisco invita a todas las personas a la conversión, especialmente a los más alejados de la gracia de Dios, a los criminales y a los promotores o cómplices de la corrupción. 

La conexión entre justicia y misericordia
El documento se detiene a explicar la relación entre justicia y misericordia (que corre paralela a la relación entre verdad y caridad y es manifestación visible de esa relación). “No son –indica Francisco– dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (n. 20). 
La justicia, observa, ha sido interpretada con frecuencia de una manera estrecha, como mero cumplimiento de la ley. “Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios” (Ib.). Contra la mentalidad legalista de los fariseos, “Jesús subraya el gran don de la misericordia divina que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación” (Ib.) y reclama ante todo la atención a las necesidades que tocan la dignidad de las personas. 
También San Pablo, en palabras de Francisco, enseña que “el juicio de Dios no lo constituye la observancia o no de la ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cf. Sal 51,11-16)” (Ib.). En suma, “Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está en la base de una verdadera justicia. (…) Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva” (n. 21).

Tiempo de crecer en misericordia
Concluye deseando que el Jubileo sea una ocasión de encuentro con el judaísmo, el Islam y otras nobles tradiciones religiosas. Y, tras evocar la figura de santa Faustina Kowalska  –apóstol de la misericordia–, se confía en María, Madre de la Misericordia y Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. 

Como decíamos al principio, con este documento se abre, ante el Jubileo de la misericordia, un periodo preparatorio de oración y estudio, diálogo y acción, bajo el impulso del Obispo de Roma. Debe ser un periodo de crecimiento auténticamente espiritual y evangelizador para cada cristiano, y para la Iglesia en sus instituciones y agrupaciones.

 de: P. Ramiro Pellitero
http://iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.es/2015/04/jesus-rostro-de-la-miericordia.html#more




14 de abril de 2015

Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones

Mensaje del Papa Francisco
para la 52° Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
“El éxodo, experiencia fundamental de la vocación”


''Queridos hermanos y hermanas:
El cuarto Domingo de Pascua nos presenta el icono del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las guía. Hace más de 50 años que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar para que, como dijo Jesús a sus discípulos, ''el dueño de la mies… mande obreros a su mies''. Jesús nos dio este mandamiento en el contexto de un envío misionero: además de los doce apóstoles, llamó a otros setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión. Efectivamente, si la Iglesia ''es misionera por su naturaleza'', la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión. Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa aceptar que el Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero, suscitando en nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra vida y gastarla por la causa del Reino de Dios.
Entregar la propia vida en esta actitud misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Por eso, en esta 52 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, quisiera reflexionar precisamente sobre ese particular ''éxodo'' que es la vocación o, mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la palabra ''éxodo'', nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos, una historia que pasa por los días dramáticos de la esclavitud en Egipto, la llamada de Moisés, la liberación y el camino hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo ?el segundo libro de la Biblia?, que narra esta historia, representa una parábola de toda la historia de la salvación, y también de la dinámica fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la esclavitud del hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que se realiza en nosotros mediante la fe. Este paso es un verdadero y real ''éxodo'', es el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia, la orientación decisiva de la existencia hacia el Padre.
En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia la tierra nueva. Esta ''salida'' no hay que entenderla como un desprecio de la propia vida, del propio modo sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: ''El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna''. La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un ''camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios''.
La experiencia del éxodo es paradigma de la vida cristiana, en particular de quien sigue una vocación de especial dedicación al servicio del Evangelio. Consiste en una actitud siempre renovada de conversión y transformación, en un estar siempre en camino, en un pasar de la muerte a la vida, tal como celebramos en la liturgia: es el dinamismo pascual. En efecto, desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde el peregrinar de Israel por el desierto a la conversión predicada por los profetas, hasta el viaje misionero de Jesús que culmina en su muerte y resurrección, la vocación es siempre una acción de Dios que nos hace salir de nuestra situación inicial, nos libra de toda forma de esclavitud, nos saca de la rutina y la indiferencia y nos proyecta hacia la alegría de la comunión con Dios y con los hermanos. Responder a la llamada de Dios, por tanto, es dejar que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y fin de nuestra vida y de nuestra felicidad.
Esta dinámica del éxodo no se refiere sólo a la llamada personal, sino a la acción misionera y evangelizadora de toda la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que es una Iglesia ''en salida'', no preocupada por ella misma, por sus estructuras y sus conquistas, sino más bien capaz de ir, de ponerse en movimiento, de encontrar a los hijos de Dios en su situación real y de compadecer sus heridas. Dios sale de sí mismo en una dinámica trinitaria de amor, escucha la miseria de su pueblo e interviene para librarlo. A esta forma de ser y de actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale al encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con la gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, este éxodo liberador hacia Cristo y hacia los hermanos constituye también el camino para la plena comprensión del hombre y para el crecimiento humano y social en la historia. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o intimista que pueda confundirse con la emoción del momento; es un compromiso concreto, real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al servicio de la construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la vocación cristiana, radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la liberación de los hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús tiene el corazón abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el Señor nunca es una fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario, ''esencialmente se configura como comunión misionera''.
Esta dinámica del éxodo, hacia Dios y hacia el hombre, llena la vida de alegría y de sentido. Quisiera decírselo especialmente a los más jóvenes que, también por su edad y por la visión de futuro que se abre ante sus ojos, saben ser disponibles y generosos. A veces las incógnitas y las preocupaciones por el futuro y las incertidumbres que afectan a la vida de cada día amenazan con paralizar su entusiasmo, de frenar sus sueños, hasta el punto de pensar que no vale la pena comprometerse y que el Dios de la fe cristiana limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes, no tengáis miedo a salir de vosotros mismos y a poneros en camino. El Evangelio es la Palabra que libera, transforma y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso es dejarse sorprender por la llamada de Dios, acoger su Palabra, encauzar los pasos de vuestra vida tras las huellas de Jesús, en la adoración al misterio divino y en la entrega generosa a los otros. Vuestra vida será más rica y más alegre cada día.
La Virgen María, modelo de toda vocación, no tuvo miedo a decir su ''fiat'' a la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos guía. Con la audacia generosa de la fe, María cantó la alegría de salir de sí misma y confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar plenamente disponibles al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros, para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro con los demás. Que la Virgen Madre nos proteja e interceda por todos nosotros''.