11 de octubre de 2012

DEMOCRACIA Y VALORES MORALES


DEMOCRACIA Y VALORES MORALES

La virtud moral, en efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer, y nos apartamos del bien a causa del dolor. Por ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón (Leyes II 653a), para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación”. (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1104b.)

La encíclica Centesimus annus, en el n° 46, realiza el siguiente juicio sobre la democracia: «la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura que los ciudadanos participan en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado.
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de un recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales y que se creen en la sociedad estructuras de participación y corresponsabilidad».
La democracia es auténtica no sólo cuando se respetan formalmente las reglas, sino que es fruto de la aceptación de los valores en que se fundamentan los procedimientos democráticos, esto es:
- la dignidad que tiene toda persona humana,
- el reconocimiento y respeto de los derechos del hombre
- el reconocimiento del bien común como fin y como criterio que regula la vida política.
La doctrina social de la Iglesia señala que el relativismo ético es uno de los mayores riesgos para las democracias actuales, según el cual se considera inexistente un criterio objetivo y universal que permita establecer el fundamento y la jerarquía de los valores. «Se tiende a afirmar que la filosofía y la actitud propia de las formas políticas democráticas son el agnosticismo y el relativismo. De este modo, “quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde un punto de vista democrático, pues no aceptan que la verdad viene determinada por la mayoría o que puede variar según los diversos planteamientos políticos. Si no se reconoce la existencia de una verdad última, que guía y orienta el actuar político, se pueden instrumentalizar fácilmente las ideas y las convicciones humanas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como lo demuestra la historia» (CA. n° 46, b).
Solamente reconociendo y aceptando la verdad se da a la libertad todo el valor que tiene. «“En un mundo sin verdad, la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos”» (CA. 46 d).
En nuestros días está cada vez más extendida la convicción de que un régimen democrático y liberal no se caracteriza principalmente por ofrecer a los ciudadanos la posibilidad de defender sus propios valores sino por no mantener ningún valor, por mantenerse neutral. Por ello se ha hecho común considerar que el relativismo moral es una actitud esencial cuando hablamos de democracia. Tal relativismo supone que no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría. Fuera de este criterio no cabe preguntarse por lo justo o lo legítimo. Cualquier discurso que hable de “valores objetivos” se presenta como totalitario y antidemocrático (Cf. BARRIO MAESTRE, J.M., Moral y democracia, en Cuadernos de Anuario Filosófico, n.49, EUNSA, Pamplona 1997, pp.39-40). En palabras del entonces Cardenal Ratzinger, hoy nuestro querido Benedicto XVI: «es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada (RATZINGER, J., Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, Madrid 1995, pp.87-89).
El relativismo, por definición, impide defender nada. Ni siquiera él mismo, pues si todo es relativo también es relativo que todo sea relativo y, a su vez, será relativo que sea relativo que todo es relativo…
Por otro lado, si no hay una conciencia social acerca de la importancia de unos valores que son previos a la democracia –como a cualquier otro sistema político- y que no son el resultado de un consenso, la misma convivencia democrática no es posible.
Junto con la democracia se habla del pluralismo y de tolerancia. Se defienden estos valores de un modo absoluto, como si las decisiones y la conducta de cada uno no afectasen a los demás. El permisivismo es precisamente un exceso de libertad social y el consiguiente defecto de responsabilidad y autoridad. Es un modo de pensar y actuar que hoy es predominante en muchos países. Se defiende el pluralismo y la tolerancia como valores irrenunciables, a partir del hecho de que todos somos distintos y hemos de respetarnos.
La ideología tolerante es fruto de la visión liberal del hombre. Según ella, la libertad consiste sobre todo en independencia, autonomía respecto de cualquier autoridad: cada uno es la única autoridad legisladora sobre sí mismo y la autoridad civil no es más que mero árbitro, que organiza los intereses de individuos que eligen libremente lo que quieren. Por otro lado, el único límite de la libertad de cada uno es la libertad de los demás: es el único criterio para decidir lo que se puede o no se puede hacer. El problema es que no hay ninguna acción particular que no tenga influencia sobre los demás, precisamente por la dimensión relacional del hombre.
El permisivismo excluye el reproche hacia conductas que son distintas a las que nosotros practicamos. De este modo el lenguaje termina por adquirir un gran poder: se habla de “interrupción del embarazo”, de “muerte dulce”, de “estrategia de plantilla” en una empresa, de “nuevos modelos de familia”, de “democratización de la institución familiar” o de “familias homosexuales”. La afirmación de la verdad es considerada como fundamentalismo y el respeto a una moral queda reducido a mera convicción subjetiva.
Una cosa es respetar el pluralismo y otra bien distinta imponer una tolerancia que suponga la pérdida de todo contenido. Así, los límites de una ideología tolerante quedan a la vista cuando se pretende excluir del juego a quien no es tolerante. Si no hay una legalidad que pertenece a todo ser humano, ante los argumentos de la fuerza sólo nos cabe unirnos a ellos o huir. Si el hombre ha de ser tolerante es porque en él hay una verdad que defender, que es la combinación entre libertad y respeto a lo que es.
El defecto contrario a la tolerancia absoluta, al permisivismo, es el autoritarismo, es decir, la existencia de una autoridad fuerte encargada de decidir por todos lo que hay que hacer, porque se considera que la libertad es menos importante que asegurar que ésta se use bien. Lleva consigo un desprecio a la persona, ya que la considera incapaz de ser responsable de sí misma.
«La libertad se fundamenta en la verdad del ser humano. Esa libertad ha de tutelar también el derecho a la profesión de la propia fe. Pero ese derecho no puede restringirse al ámbito individual. A la hora de afrontar cuestiones políticas y éticas cada vez más complejas, los ciudadanos han de encontrar en sus creencias religiosas una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un diálogo razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad más humana y más libre. La libertad no lo es todo. La defensa de la libertad es una llamada a cultivar la virtud, la autodisciplina, el sacrificio por el bien común y un sentido de responsabilidad ante los menos afortunados. Además, exige el valor de empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias religiosas y los valores más profundos a un debate público razonable» (BENEDICTO XVI, 16/abril/2008,)
El justo medio de la libertad social no puede prescindir ni de la libertad ni de la autoridad: ambas son necesarias. Para ello pone el acento en la responsabilidad social de las personas, en hacer un uso responsable de la libertad. Y para ello es necesario una educación en los valores morales, y no sólo en contenidos neutros.
El sistema democrático es un instrumento para ordenar la vida en sociedad y no es un fin. Al igual que cualquier comportamiento humano, ha de conformarse a la ley moral. Su moralidad dependerá de los fines que persiga y de los medios que emplee (PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, B.A.C., Planeta, Madrid 2005, n.407).
Quienes tienen encomendadas tareas de gobierno han de tener presente la dimensión moral de sus cargos de representación. Han de conducir al pueblo hacia el bien común y buscar soluciones a los problemas sociales que se planteen. Una autoridad responsable es la que ejerce su poder con espíritu de servicio, que se manifestará en su paciencia, modestia, moderación, caridad, generosidad, etc. Saber colocar el bien común por encima del prestigio o de otras ventajas personales (Ibíd.410).
La corrupción política, aunque puede darse en cualquier régimen político, es una de las más graves deformaciones del sistema democrático porque:
- traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social,
- compromete el funcionamiento correcto del Estado,
- influye negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados,
- genera desconfianza respecto a las instituciones públicas, lo que provoca un menosprecio cada vez mayor de los ciudadanos por la política y sus representantes.
En situaciones de corrupción los políticos favorecen a quienes poseen los medios para influenciarles e impiden que se realice el bien común de todos los ciudadanos (Ibíd. 411).
La administración pública, sea al nivel que sea, tiene por finalidad servir a los ciudadanos: gestiona y administra los bienes del pueblo en vista del bien común. Por tanto, no ha de concebirse como algo impersonal y burocrático, sino como una ayuda solícita al ciudadano, ejercitada con espíritu de servicio (Ibíd. 412).


Pbro. Williams Campos

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