23 de enero de 2013

VIRTUD DE LA TEMPLANZA




Sumario:
I. La virtud de la templanza: consideraciones generales
II. Para una valoración adecuada de la templanza: presupuestos antropológicos
III. La templanza en la vida cristiana

El discurso ético contemporáneo se ha caracterizado en buena parte –junto a otras cosas— por el esfuerzo en elaborar modelos y normas de conducta de corte laico o secular, es decir, sin referencia a Dios. Se puede afirmar que a partir de la segunda mitad del siglo pasado (en torno a los años sesenta) los principales modelos que se proponen son versiones de la ética práctica neoaristotélica o de las éticas secularistas modernas: la ética utilitarista, la ética kantiana, la ética contractualista de Hobbes, la ética de Hume, la hegeliana, etc.[1] A la vez ha tenido lugar también –primeramente en forma de crítica a esas éticas normativas y después como una clara alternativa— la recuperación y propuesta de una ética de la virtud[2]. A nadie se le escapa, sin embargo, que adoptar una u otra visión no resulta indiferente a la hora de describir el sujeto y el obrar moral.
En todo caso, cualesquiera que hayan sido las perspectivas del estudio del mensaje moral cristiano a lo largo de la historia[3], una cosa es clara: se trata tan sólo de procedimientos –más o menos válidos— incapaces de suyo de mostrar en toda su hondura y plenitud esa moral. La riqueza de la vida cristiana como seguimiento e imitación de Cristo hace posible que sean múltiples las perspectivas para llevar a cabo el estudio del obrar moral[4]. Y esa convicción ha de guiar siempre también el análisis que se haga de los estudios y las diversas sistematizaciones que se han dado sobre la virtud[5]. Lo verdaderamente decisivo en esta cuestión es, a nuestro juicio, el punto de partida, es decir, la concepción antropológica previa. No se trata tanto de ver si se usan unos términos u otros o si el estudio se organiza de una u otra manera, cuanto de analizar la idea que se tiene del hombre. El problema fundamental no es léxico ni sistemático. El problema decisivo y determinante es de contenidos, es antropológico.
Creado en Cristo para la gloria del Padre, el hombre está destinado a hacerse partícipe de la misma vida de Dios. Ésa es su más íntima verdad[6]. Ésa es también la razón de su existir y vivir. Pero la gloria de Dios como consecuencia de vivir la vida de Cristo no habita en el hombre sin su consentimiento. “Dios se glorifica en el hombre si el hombre consiente en ser la gloria de Dios, esto es, en glorificar a Dios en Cristo”[7]. La consecuencia es que la cuestión moral se resuelve en última instancia en la de la libertad. De alguna manera se reduce a la respuesta que se debe dar a la pregunta: ¿Qué y cómo ha de actuar el hombre para vivir la vida cristiana? Y responderla es el propósito de la Teología Moral.
Con esta misma perspectiva se escriben estas líneas sobre la templanza. Sin entrar en el debate sobre qué modelo es el mejor para reflexionar sobre la vida moral cristiana[8], ni tampoco sobre cómo debería organizarse ese estudio si se optara por una ética de la virtud[9], nuestro propósito se limita a subrayar el papel de la templanza en la vida moral. Más concretamente: nos ceñimos a señalar la función que esa virtud desempeña como condición y expresión de libertad. A la llamada que Dios hace al hombre a participar de su vida, éste ha de prestarle la obediencia de la fe[10], entregarse libre y totalmente[11]. ¿De qué manera la templanza es requisito necesario en esa actuación de la libertad?[12]
Tres son los apartados en los que se divide la exposición que hacemos. La primera –a modo de introducción— resume casi en forma de esquema el tratamiento que se ha dado a esta virtud en el discurso ético cristiano. En la segunda se analizan aquellos elementos que se consideran fundamentales para una valoración adecuada de esta virtud. Es, en el fondo, el tema de los presupuestos antropológicas o “idea” de hombre sobre la que ha de asentarse la consideración de la virtud de la templanza. Y en la parte tercera se describen los modos en los que la templanza sirve al actuar libre del hombre en algunos ámbitos concretos: la conservación de la vida, la sexualidad y los bienes creados.

I. La virtud de la templanza: consideraciones generales
La templanza no es la principal de las virtudes del cristiano. La primera y más fundamental es la caridad “por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios”[13]. Las virtudes teologales son más importantes que las cardinales. Y entre las cardinales están por encima la prudencia, la justicia y la fortaleza. Con todo, la templanza es decisiva en la realización personal. A esta virtud –a la concepción que se tenga de la templanza— está ligada la manera de tratarse la persona a sí misma y de relacionarse con los bienes creados y con  los demás seres humanos. De su ejercicio, es decir, de cómo se viva depende el recto uso de la libertad.
“La templanza –recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, n.1809— es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar ‘para seguir la pasión de su corazón’ (Si 5, 2; cf. 37, 27-31)”. Es un texto que en pocas palabras dice cuál es la naturaleza y función de la templanza en la vida cristiana, es decir, el “vivir con moderación” o sobriedad de que habla la Escritura[14].
Son varios los subrayados que se perciben enseguida de la sola lectura del texto. Entre otros cabe destacar el sentido positivo de esta virtud (está dirigida a conseguir el dominio de uno mismo) y su orientación al hombre mismo (apunta a la realización del orden en el interior del hombre). El texto que además habla de la necesidad de no reducir el objeto particular de la templanza al campo de la comida, la bebida y la sexualidad, se refiere también a la regla o medida de esta virtud.
En el lenguaje corriente –ya lo hace notar Pieper[15]-- la palabra “templanza” connota un cierto matiz negativo, está demasiado marcada por la idea de limitación y represión. Con frecuencia se entiende como contención o freno y además se reduce al ámbito de la ira, de la comida y la bebida, y de la castidad. Se le da, por tanto, una significación muy alejada de la primera y propia del término latino temperare (del que deriva la palabra templanza[16]): “hacer un todo armónico de una serie de componentes dispares”[17]: el significado sobre el que los grandes maestros de la Teología han cimentado sus reflexiones sobre esta virtud[18].
La cuestión no es sólo teórica ni meramente académica. Incide de lleno en la manera de comprender –y por eso vivir— la moralidad y existencia cristianas. Como se apuntaba antes, depende, en última instancia, de la manera de entender las verdades de la Creación y la Redención.
1. La templanza como “orientación hacia el bien”
El Catecismo de la Iglesia describe la función de la templanza con los verbos “moderar”, “procurar”, “mantener”, “asegurar”, “orientar”, “guardar”... Es una riqueza de vocablos que con matices diversos señala claramente que la templanza es una virtud orientada al bien y señorío de uno mismo. Es propio de toda virtud perfeccionar la libertad de modo que la persona, actuando por sí misma, obre moralmente bien[19]. La virtud “crea” en la persona una “connaturalidad” con el bien de manera que se hace capaz de juzgar y elegir con prontitud y seguridad lo que es bueno. En el caso de la templanza ese señorío se realiza “ordenando” sus inclinaciones hacia el bien en el uso de los bienes creados.
La Sagrada Escritura se refiere a la templanza teniendo delante el hombre “histórico” –es decir el hombre pecador y redimido—, y hablando de las disposiciones necesarias para ser fiel a la Alianza (Antiguo Testamento). En ese contexto dice que es necesaria para participar en el Reino de Dios (Nuevo Testamento). Éste es el sentido de textos como: “Y si uno ama la justicia, los frutos de su trabajo son virtudes; porque enseña templanza y prudencia, justicia y fortaleza: que son las cosas más ventajosas para los hombres en la vida”[20]; y también: “Óyeme, hijo, y no me desprecies, y al final comprenderás mis palabras. Sé en todas tus acciones moderado, y ningún daño te alcanzará”[21]. Para las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la templanza tienen una relevancia especial las cartas de san Pablo[22]. Unas veces hablan de la “sobriedad” –es decir, de la “moderación” o templanza—como condición exigida a todos los cristianos[23]. Otras veces esa sobriedad se concreta con acentos particulares en el caso de los ministros sagrados[24], los ancianos[25]... El motivo de esa sobriedad, que ha de vivirse en relación con el uso de los bienes a fin de no ser arrastrados por las pasiones, está en que los que se entregan o usan de ellos “inmoderamente” no entrarán en el reino de los cielos[26]. Por otro lado, el cristiano no debe olvidar que la templanza es un don de Dios[27], y, en consecuencia, está a su alcance vivir la moderación en el uso de los bienes[28].
En todos los contextos la palabra “templanza” o sus equivalentes “moderación” o “sobriedad” aluden siempre a una actitud de señorío y dominio frente a los bienes creados y el uso de los mismos. Pero no porque éstos sean malos o porque lo sean las inclinaciones o la atracción que el hombre sienta hacia ellos[29]. Si el hombre ha de usar de ellos sobria o moderadamente a fin de no dejarse arrastrar, es porque, siendo buenos, puede poner de tal manera el corazón que se entregue a ellos sin tener en cuenta su condición de criatura e hijo de Dios. Esa posibilidad se debe a que el pecado de “los orígenes” ha introducido un “desorden” en su interior que hace que sea “trabajoso” “dominar la creación” según el mandato de Dios[30].
La moderación de las pasiones[31] propia de la templanza no puede entenderse como anulación o represión de la sensibilidad, ni de los placeres que pudieran derivarse de la realización del bien. Podría hablarse de la templanza como “represión” únicamente en el caso de que las inclinaciones o deseos se desviaran del bien conveniente a la persona. Es decir: si con esa palabra se pretendiera señalar la función de la templanza como “una especie de sistema inmunitorio contra el deseo irracional” y, por eso mismo, contrario al bien y dignidad de la persona[32] Pero incluso en esa hipótesis parece más adecuado el término “moderación” u “orientación”, porque, en cuanto inclinaciones de la persona, son humanas y buenas en sí mismas. Por otra parte, es bueno y no entraña negatividad moral alguna la búsqueda del placer que puede acompañar al uso recto de los bienes. De suyo los deseos o inclinaciones y el placer son algo que corresponden a la naturaleza humana y están al servicio de la razón y de la libertad[33]. La moderación propia de la virtud de la templanza consiste en introducir el orden –necesario después del pecado original— en el uso de los bienes de tal manera que sirvan al bien de la persona en su integridad.
La función de la templanza como “moderación” no es privar de su fuerza a la sensibilidad. No se trata de impedir sino de respetar el gozo querido por Dios en el uso de los bienes. El cometido de la templanza se cifra en orientar y perfeccionar esa sensibilidad y, por eso mismo, la libertad. La función de la templanza –dice Santo Tomás— consiste en ordenar los afectos y deseos en el uso de los bienes de tal manera que permanezcan abiertos a Dios como fin último, al que se ama sobre todas las cosas. La templanza es “la virtud que dispone al sujeto (la persona humana) para usar los bienes en el orden y la medida adecuados al fin” [34].
Con los términos “moderación” y “orientación” –insistimos— quedan más afirmados dos elementos que son fundamentales para la comprensión adecuada de la moralidad humana. Me refiero a la unidad substancial del ser humano (la persona humana “corpore et anima unus”, dice el concilio Vaticano II[35]) y a la naturaleza y alcance de la libertad. Ésta nunca puede concebirse como contrapuesta a la corporeidad. Tampoco es posible defender otra actuación del sujeto en relación con los diversos dinamismos del obrar que no sea la de integrarlos éticamente en el bien de la persona Se advierte en seguida que debajo del recurso a esos términos subyace una determinada concepción del sujeto moral.

2. La templanza como “orden” y armonía interior
Es habitual en los tratados de Ética o Teología Moral referirse a la templanza como virtud de la disciplina personal. La templanza, se dice, principal y directamente mira al hombre mismo y al orden en su interior. Es una virtud en la que cuenta, “ante todo, la disposición interna del sujeto, y sólo secundariamente el comportamiento exterior del mismo”[36]. La prudencia, como regla de todas las virtudes, tiene como objeto el bien en su universalidad, se ordena tanto al mundo interior como exterior de la persona; la justicia se refiere al orden hacia los demás, considera a la persona en su dimensión social; la fortaleza lo hace con relación al bien sin contar con uno mismo, a pesar de las dificultades que es necesario superar para permanecer en el bien; la templanza tiene como objeto el bien dentro de uno mismo, busca el orden en el interior del propio “yo”[37].
Pero el orden en el interior de la persona no se da automáticamente. Cierto que la persona está orientada desde su misma interioridad al bien. El amor de sí mismo, como expresión de esa orientación al bien, es una fuerza tan radical e innata como la inclinación a dar gloria a Dios[38]. (El “deseo de Dios”[39] –o su manifestación: el deseo de felicidad[40]— de tal manera es constitutivo de la naturaleza humana que, por ello, se puede definir al hombre como un “ser religioso” [41]). Pero hacer que el obrar moral –es decir, el relacionarse la persona consigo misma y con los bienes singulares—, sea verdadero amor de sí mismo y manifestación de la gloria de Dios depende del ejercicio responsable de su libertad[42]. Y ahí radica el riesgo de destrucción y frustración de la persona humana. Está en la potestad del hombre no seguir y hasta ir en contra de esa orientación de su ser al bien, incluso el más perfecto y universal: la bienaventuranza final.
Eso es posible, en primer lugar, por la condición de criatura propia del ser humano. Como tal, está abierto estructuralmente al bien universal e infinito y en consecuencia, es libre –no está necesitado—por los bienes particulares. Pero también es libre respecto a ese bien perfecto y universal. Aunque es verdad que no puede no querer la bienaventuranza –no puede querer no ser feliz—, sin embargo puede de hecho ir en contra y no quererla, ya que esa bienaventuranza o bien universal es sólo captada de modo parcial y limitado[43]. Por otra parte el conformar la conducta con las exigencias del bien supone esfuerzo. Como consecuencia del pecado original, el seguir los dictámenes de la recta razón exige no pocas veces hacerse violencia. Conociendo cómo debe actuar en las elecciones particulares, y pudiendo hacerlo, el hombre a veces, sin embargo, elige el mal y deja de hacer el bien[44]. Puede dejarse llevar por el desorden instalado en su interior por el pecado original.
Por eso las mismas fuerzas que, desde dentro, sostienen y tienen como fin llevar al ser humano a la perfección, son capaces también de llevarlo a la destrucción. Eso ocurre siempre que “no mantiene los deseos en los límites de la honestidad”, “no modera la atracción de los placeres” o “no asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos”[45]. Al abandonarse al disfrute egoísta de los bienes creados, se ama a sí mismo, pero lo hace desordenadamente, porque ya como criatura está radical y constitutivamente ordenado a Dios; y por ello, cuando no respeta esa orientación haciendo de su “yo” el centro de su amor, obra contra su propio ser y se aparta del cauce de su realización: el amor a Dios y al prójimo[46]. La búsqueda desordenada de los placeres –es decir, fuera del orden de la razón— conduce a prejuzgar la capacidad de conocer el bien y, por eso, corromper el juicio de la razón práctica[47]. La consecuencia es que la persona se hace inmadura, inconstante, se resiste a ser corregida, etc. El desorden en el amor de sí mismo se manifiesta en la tristeza y desesperación que, cuando no se dominan, adoptan formas como el alcoholismo, la drogodependencia, las diversas formas de lujuria, etc.
La virtud de la templanza dispone al sujeto para usar de los bienes en el orden y medida adecuados a su fin. Hace que use de los bienes de una manera desprendida, permaneciendo abierto siempre a Dios, al que se ama sobre todas las cosas. Como “asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos” y “orienta hacia el bien sus apetitos sensibles”, lleva a realizar el orden en el interior de la persona[48]. “No sólo conserva, sino que además defiende o, mejor, guarda el ser defendiéndolo contra sí mismo, dado que a partir del pecado original anida en el hombre no sólo una capacidad, sino también una fuerte tendencia a ir en contra de la propia naturaleza, amándose a sí mismo más que a su Creador”[49] Y lo hace poniendo orden en el amor a sí mismo al usar de los bienes con los que se relaciona. Por eso necesita de la prudencia y de la caridad.
Como se verá después, este orden y armonía que la templanza causa en el interior de la persona, son posibles –supuestos siempre los auxilios de la gracia— porque, dada la unidad substancial del ser humano, la esfera de sus instintos o inclinaciones[50] está orientada desde su misma intimidad a ser guiada y orientada por la razón. Como virtud, la templanza está ligada siempre a la razón que, mediante el juicio prudencial, determina en cada caso lo que se debe hacer. Ni los instintos o inclinaciones son independientes de la razón ni ésta puede realizar su juicio sin tener en cuenta las “necesidades” o bienes a los que responden esas inclinaciones. Por eso, como “el orden de la razón se identifica, en última instancia, con el bien integral de la persona, aunque hay bien que es común a todas las personas, dado que sólo existen las personas singulares y concretas, la regla o medida de la templanza es a la vez común y diferente para cada uno de los seres humanos. Se puede hablar, por tanto, de un “orden de la razón” o medida de la templanza que es absoluta y universal (sin la cual no se observa el bien de la persona en cuanto persona) y relativa y singular(sin la cual no se observa el bien de esta persona). Pero el problema está en cómo conocer el bien integral de la persona y, por tanto, el modo de determinar la regla de la templanza. Es evidentemente una cuestión de la máxima importancia a la que se volverá después.

3. El “equilibrio en el uso de los bienes creados”
Según Santo Tomás, la palabra “templanza” referida a la virtud puede tomarse en un doble sentido. “En su aspecto genérico, la templanza no es una virtud especial, sino universal, ya que dicho nombre no indica más que cierta ‘moderación’ o equilibrio impuesto por la inteligencia en las obras y en los movimientos de la pasión; y esto es común a toda virtud moral.(...) En su segundo aspecto, antonomásticamente, en cuanto refrena el apetito de los placeres más atrayentes, es una virtud especial, puesto que posee también materia propia, tan propia como la fortaleza”[51].
Cuando se considera como virtud especial, es bastante común –particularmente entre los autores neoescolásticos— restringir el ámbito de la templanza a la comida y la bebida. Santo Tomás en cambio, como refleja el texto acabado de citar, extiende el cometido de esa virtud al deseo o apetito en todas sus formas. “J. Pieper asigna al campo de esta virtud no sólo el instinto de conservación de la vida, que tiende al alimento y al placer sexual, sino también al afán de dominio, la cólera y el deseo de saber”[52]. En cualquier caso, el desarrollo de las ciencias biológicas y humanas en los diversos ámbitos (etología, antropología...) impone adoptar nuevos planteamientos que han de llevar a determinar cuidadosamente el objeto de la virtud de la templanza. En el texto que el Catecismo de la Iglesia dedica a esta virtud se habla de “uso de bienes creados”, “instintos y (...) deseos”, “apetitos sensibles”, “pasión (...) pasiones”[53].
Para dirigirse al bien conveniente a su naturaleza, la persona humana cuenta con dos apetitos. El “concupiscible”, por el que ve el bien como deleitable o agradable; y el mal opuesto como fácil de superar. Y el “irascible”, que mira al bien como difícil de conseguir; y al mal opuesto como difícil de evitar[54]. La templanza se relaciona con las “pasiones” del apetito concupiscible[55]. De manera directa y en primer lugar, tiene como cometido moderar y procurar amar, desear y gozar equilibradamente de los bienes sensibles. Indirecta y secundariamente, realiza esa misma función en relación con la tristeza que el mal pueda producir[56]. Los bienes que la persona necesita y de los que debe usar para su realización son espirituales y materiales; se corresponden con las inclinaciones básicas de la naturaleza humana: “la inclinación a la conservación del ser, común al hombre y a todas las substancias; luego la inclinación a la unión sexual; común al hombre y a los animales; por último, dos inclinaciones espirituales, la inclinación a la verdad y al vida en sociedad”[57] En cualquier caso, sean unos u otros bienes y se relacionen con los sentidos externos (el tacto, el gusto,...) o con los internos (la imaginación, la memoria,...), la “moderación” de la templanza consiste en poner rectitud en el uso de esos bienes. Pero, como virtud de la disciplina personal, el buen uso o rectitud es sólo la consecuencia. Primero y sobre todo es dominio y señorío de la voluntad sobre los propios instintos y deseos: equilibrio y armonía en el interior de uno mismo[58].
Se trata ciertamente de no dejarse arrastrar por el afán de poseer, ni dominar por las cosas, particularmente por las que pueden ejercer una atracción más fuerte sobre la naturaleza humana. Pero la templanza es sobre todo el señorío y la libertad de espíritu que lleva a obrar de manera que se use rectamente de las cosas porque se las valora adecuadamente. Puede decirse que es un modo de ser de la persona que hace posible que, disfrutando de los placeres propios de los bienes creados, se viva en consonancia con la propia dignidad. Por ello –según se señalaba antes—, necesita de la prudencia y de la caridad; y, se añade ahora, necesita también de la fe. Sólo con la luz de la fe es posible acceder al sentido profundo de las realidades humanas por vulgares y ordinarias que parezcan y, en primer lugar, a la verdadera dignidad del ser humano. La dignidad de la persona que, revelada plenamente en Cristo, es, en definitiva, la regla o medida de la rectitud o uso ordenado de los bienes.
La persona procede de acuerdo con su dignidad y usa equilibradamente de los bienes cuando obra según el orden de la recta razón. Es el punto que se analiza a continuación.
4. El “orden de la razón” como “honestidad”: la regla de la templanza
Como se acaba de apuntar, el cometido o función de la templanza viene señalado por el bien de la persona. (Clásicamente se decía que la regla de la templanza está determinada por el orden de la recta razón[59]). Por eso, como también se subrayaba anteriormente, esa regla es a la vez universal (o común y constante para todos) y particular (o propia de cada uno). La persona virtuosa es aquella que, en las circunstancias concretas, hace de manera permanente lo que debe hacer y del modo que debe hacerlo. Una vez conocido el bien, se decide a realizarlo porque lo percibe como conveniente a su naturaleza: advierte que es bueno porque contribuye a su perfección.
Como consecuencia de su condición de criatura, llamado también a participar de la vida divina, existe en el ser humano una cierta sensibilidad y apertura hacia el bien que le es propio. (Es la raíz de la “connaturalidad con el bien” propia del hombre virtuoso). Sobre esa capacidad se apoya el juicio de la razón. En la elección que realiza la persona cuando decide hacer algo, se debe distinguir entre el acto interior y el acto exterior o la ejecución de la elección. La virtud se relaciona con el acto interior, está ligada al juicio prudencial. Es el juicio de la razón el que decide sobre la moralidad de las acciones. Surgen aquí inmediatamente dos cuestiones: cuál es el sentido que debe darse a ese “orden de la razón”; y cómo se conoce el bien conveniente a la persona. Como se advierte en seguida, son unos interrogantes que inciden de lleno en el tema de la naturaleza de la libertad y del dominio de la persona en el ámbito de lo categorial o intramundano.
La “razón” que interviene en la elaboración de ese juicio no es una razón abstracta: no está separada de la verdad de lo real, ni se mueve únicamente en el plano de las ideas. Ha de entenderse como la capacidad de conocer la realidad. Una realidad a la que el ser humano tiene acceso, en primer lugar, desde las luces naturales que tiene como criatura racional; y, que, dada la unidad substancial del ser humano, no puede entenderse separadamente de las demás facultades y dinamismos del obrar[60]. Sobre esa capacidad “natural” de conocer la realidad se asienta la luz de la fe, que –ha de subrayarse—, respetando la autonomía propia del conocer “natural”, hace capaz a la razón humana de acceder a la realidad en su más profunda e íntima verdad. Una realidad que, como expresión de la Sabiduría divina –de Dios Creador y Redentor—, es anterior y está por encima de la razón humana. Se habla, por tanto, de la razón que, siendo participación de la Sabiduría de Dios, es capaz de descubrir y discernir adecuadamente los verdaderos bienes, los que son convenientes a la persona humana atendidas las circunstancias de su singularidad concreta. En consecuencia, obrar según el orden de la razón es actuar de acuerdo con lo que cada persona es y está llamada a ser: en definitiva, seguir o responder afirmativamente el plan de Dios sobre su vida.
Según acaba de decirse y repetimos con palabras de Santo Tomás, “la bondad de la virtud moral está en seguir el orden de la razón”[61]; y este orden es el que corresponde a la verdad del ser humano y de las cosas que éste usa o con las que se relaciona, según es dado a conocer por las luces “naturales” y “sobrenaturales”(la razón natural y la Revelación) de que dispone la persona en el actuar moral. Pero el problema que a este propósito se plantea ahora es el del conocimiento: dónde y cómo la razón descubre ese bien. Es el segundo interrogante que nos hacíamos. Con Santo Tomás, la respuesta es que la persona descubre el bien que debe hacer en las “necesidades de la vida presente”. Seguir “el orden de la razón” en el uso de los bienes es “satisfacer” las “necesidades de la vida presente”[62]. En eso consiste la regla o medida de la virtud de la templanza.
Es evidente que, en este contexto, las “necesidades de la vida presente” referidas a la persona no se identifican con las inclinaciones naturales hacia los bienes que le son convenientes. Pero entre unas y otras existe una relación tan estrecha que se debe afirmar que la persona tiene esas inclinaciones porque satisfacer las necesidades a que inclinan es el camino necesario para la existencia y desarrollo conveniente de la persona. Y en este sentido se dice que las “necesidades”, en cuanto expresión de la finalidad de las acciones humanas con que se buscan o rechazan esos bienes a que llevan las inclinaciones o tendencias naturales, determinan o son la regla de la virtud de la templanza. Los movimientos de esas inclinaciones (los apetitos) por sí solos tan sólo señalan lo que es agradable o desagradable (el bonum delectabile); como tales no son indicadores de la bondad o malicia de lo que se hace, es decir, de lo que es conveniente al bien de la persona (el bonum honestum). La bondad de la actividad de los apetitos (las pasiones) depende del orden de la razón. Pero es en las necesidades de esta vida, en cuanto revisten razón de fin, donde la razón ha de encontrar la regla de la templanza: en el conformar la intención –es decir, el fin con el que se persigue el bien— con el fin al que ese bien se dirige intrínsecamente está el obrar moral recto[63]. La recta razón es la que decide el orden (si el bien que se elige es apropiado –es “ordenable”— a la dignidad o bien de la persona) y la medida (si la elección se realiza en la forma adecuada –es decir, “ordenadamente”— con esa dignidad)[64].
Como “necesidades de la vida presente” hay que entender no sólo cuanto es necesario para existir sino también todo lo que se requiere para llevar una existencia digna, acorde con lo que exigen las circunstancias de tiempo, lugar, condición social... Se incluye todo cuanto contribuye al bien conveniente a la persona “tanto por parte del cuerpo, como por parte de los bienes externos, cuales son riquezas y dignidades; y mucho más por parte de las exigencias de la honorabilidad”[65]. Desde el punto de vista objetivo será moralmente bueno el uso de aquellos bienes que contribuya –o, al menos, no se oponga— a la dignidad de la persona, según las circunstancias en que se desenvuelve su existir. El Catecismo de la Iglesia se refiere a esta misma regla cuando afirma que el que obra movido por la virtud de la templanza “mantiene los deseos en los límites de la honestidad”[66].
Pero la razón no se encuentra sola a la hora de descubrir la regla de la templanza en las “necesidades de la vida presente”. Cuenta con la ayuda de la Revelación que, además de guiarle en el conocimiento “natural” de lo que supone la satisfacción de esas necesidades, le hace capaz de conocer el sentido último de la vida y de la función que la satisfacción de esas necesidades desempeña en su realización. Las “necesidades” que es necesario cumplir y que dan lugar a la “formulación” o norma de la templanza son deducibles por la razón humana a partir de las inclinaciones básicas de la persona en los diversos ámbitos del bien moral. Pero es en Cristo, en la vocación a ser en Cristo –en el bien de la persona como ser ordenado a Cristo— donde está y debe encontrarse la norma de la templanza como camino para la realización del bien de la persona. Sólo con esta visión más amplia –la de la fe— encuentran su verdadero sentido virtudes como la humildad, la mortificación...
Se percibe fácilmente, por eso, la necesidad de la templanza en una sociedad que, sin otros horizontes que los señalados por el hedonismo y el consumismo materialista, postula como ideales de vida el “tener” y “disfrutar” sin más. La templanza es del todo necesaria, en primer lugar porque el dominio que la persona puede ejercer sobre las inclinaciones de su sensibilidad es sólo “político”, indirecto; y después, porque seguir los dictámenes de la recta razón exige no pocas veces hacerse una fuerte violencia[67]. La experiencia así lo demuestra. Como la Revelación nos enseña, ésa es una de las consecuencias del desorden producido en el interior del ser humano por el pecado original. Algo que tan sólo es posible superar con la templanza.
II. Para una valoración adecuada de la templanza: presupuestos antropológicos
 La moral es primero y principalmente una doctrina sobre el “ser” antes que sobre el “obrar” del hombre. La Revelación transmite sobre todo una idea del hombre. Ése es también el marco en el que los grandes autores reflexionan sobre el mensaje moral, y, por tanto, sobre la respuesta que debe dar a las cuestiones que el discurrir diario le plantea[68].
 Cuando se habla de la virtud como de “una disposición estable para realizar el bien moral”, se debe advertir que esa disposición no puede ser pensada como una cualidad que la persona posee. No se trata de una cualidad que se añade sin más o una “habilidad”. No es que el hombre virtuoso tenga la fe, la fortaleza, la templanza, etc.; sino que es creyente, fuerte, moderado, etc. Tampoco se puede concebir como una cualidad que se da automáticamente. Es la persona misma la que es y se hace virtuosa. La virtud radica en el interior del hombre, se relaciona con el centro mismo de las decisiones libres: se sitúa en la inclinación de la persona hacia el bien y en la adhesión interior a ese bien. Se puede describir como la perfección de la persona en orden a obrar moralmente bien.
Situados en este punto –es decir, desde la perspectiva del sujeto que obra, la que, a nuestro juicio, responde mejor al mensaje revelado sobre la moral—, la cuestión crucial está en determinar qué concepción de persona sirve o es la más adecuada para explicar los diversos elementos que ha de poner en juego en la respuesta que debe dar a Dios con su vida. O si se prefiere: qué concepto de libertad es el adecuado para fundamentar una ética de la virtud. El tema se aborda en relación con la necesidad de la virtud de la templanza en la vida cristiana y en la moral en general. Y se desarrolla en tres apartados: 1) el hombre, “a imagen de Dios” en Cristo para la gloria del Padre; 2) libertad, razón y tendencias en el constituirse de la acción humana; c) la función de la templanza en la vida del cristiano.
1. El hombre, “a imagen de Dios” en Cristo para la gloria del Padre
“La Iglesia cree que el hombre, creado a imagen del Creador, rescatado por la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último la gloria de Dios, haciendo que cada uno de sus actos sea el reflejo de sus esplendor”[69].
A la entera verdad sobre el hombre –es decir, a lo que el hombre es y puede llegar a ser— sólo es posible acceder de manera plena desde la Revelación. De ahí que para conocer de manera adecuada lo que la persona es, el sentido de su existencia –lo que está llamada a hacer—, sea del todo necesario acudir a lo que sobre el hombre dice la historia de la salvación. En relación con el tema que nos ocupa es especialmente significativo cuanto se dice allí sobre el hombre como imagen de Dios. Una consideración que aquí se hace en dos apartados: a) el hombre, “a imagen de Dios”; b) Cristo “imagen de Dios” y verdad del hombre.
a) El hombre, a “imagen de Dios”
Hablar del hombre como imagen de Dios es referirse a uno de los elementos fundamentales de la antropología cristiana[70]. Viene a ser como una definición objetiva, que expresa la verdad esencial del hombre[71]; y, por tanto, es la perspectiva que proporciona la clave hermenéutica para penetrar en el valor moral auténtico de la acción humana.
Con esa expresión se señalan, como rasgos fundamentales del ser humano, su singularidad y superioridad sobre los demás seres de la creación visible, y también el motivo de esa peculiaridad: la relación especial que tiene con Dios, su Creador, como consecuencia del fin (en última instancia: dar gloria Dios como Padre) para el que ha sido creado[72].
Entre los demás seres del mundo visible y la persona humana hay una diferencia esencial, hasta el punto de que, en relación a ellos, se encuentra sola[73]. No es sólo que la persona sea “más” que los otros porque es el ápice de la creación. La persona humana es el ápice de la creación porque, como imagen de Dios, es singular y superior. Mientras que los demás seres han sido creados para el hombre y en ese servicio está la razón de su existir[74], el hombre ha sido querido por sí mismo[75], con el encargo de dominar la tierra y dirigir todas las cosas a la gloria de Dios. El fin para el que ha sido creado es la razón de su peculiaridad y superioridad. Ahí está la razón de que la persona sea “alguien” y no “algo”.
“El hombre –escribe Santo Tomás— ha sido creado a imagen de Dios, significa según la interpretación que hace San Juan Damasceno, que está dotado de inteligencia, de libre albedrío y de un poder autónomo (...), principio de sus propios actos porque posee libre albedrío y el dominio de sus actos”[76]. Por su condición espiritual, como ser libre y racional, es imagen de Dios, si bien, por la unión substancial del cuerpo y el alma, es imagen de Dios en la totalidad unificada de su ser corpóreo-espiritual. Gracias a esa condición espiritual es señor y dueño de sus actos (no es llevado a obrar, sino que se mueve por sí mismo). Y ahí radica la verdad del ser humano y del camino de su perfección: la vocación a la glorificación de Dios como la manera de reflejar la realidad de la que es imagen (Dios)[77].
Con la expresión “a imagen de Dios” se señala no sólo la estructura ontológica de la persona, sino su carácter dinámico. Es decir se habla también de la persona humana como una realidad inacabada, llamada a perfeccionarse constantemente, dada la infinita perfección de Dios. En este sentido, “actuar como persona” viene a significar lo mismo que “actuar como imagen de Dios”. Pero como Dios es Amor, es una Trinidad de Personas, el hombre realiza la condición de imagen de Dios –es decir, obra como tal— y, por tanto, “se hace”, en la medida que su relación con los demás sirve de cauce a la comunión interpersonal. La vocación al amor es la vocación fundamental e innata del ser humano[78]. La persona se realiza en la medida en que ama.
Ese amor –y también el dominio que la persona, como imagen de Dios, está llamada a ejercer sobre la creación—ha de entenderse siempre como una participación en la perfección de Dios y en la providencia con que Dios gobierna el mundo[79]. Por eso, entre otras cosas, nunca podrá llevarse a cabo de una manera arbitraria. Sólo servirá a su perfección si responde a la ley o plan de Dios.
b) Cristo, imagen de Dios, verdad del hombre
Pero penetrar de manera plena en la verdad del hombre como imagen de Dios sólo es posible desde el misterio de Cristo, desde la manifestación que Cristo hace del hombre mismo[80]. Cristo revela lo que el hombre es, con sus palabras, sus gestos..., pero sobre todo con su persona. Es el misterio de la encarnación y redención de Cristo el que da a conocer la verdad y altísima dignidad del hombre[81].
La Revelación dice claramente que el hombre, ya antes de ser creado, ha sido pensado y querido con miras a su inserción en Cristo[82]. El designio de Dios, desde la eternidad, es que el hombre llegue a ser en Cristo partícipe de la naturaleza divina: hijo de Dios en el Hijo por el don del Espíritu Santo. De tal manera que esa ordenación o finalidad es constitutiva de la auténtica humanidad del hombre; y, en consecuencia, la filiación divina –la llamada a ser en Cristo— revela la verdad más profunda del ser humano. Por eso, llegar a conocer lo que es el hombre y lo que conlleva su vocación exige tener en cuenta no sólo su origen sino el fin al que está llamado: lo que dice la Revelación sobre su origen y también sobre fin[83]. Sólo la fe –es la consecuencia— hace posible conocer la entera verdad sobre el hombre.
Cristo es la “imagen de Dios invisible”[84], quien lleva hasta la perfección la imagen de Dios. Cristo es la imagen del Padre en la unidad-identidad de naturaleza. En cambio el hombre es “a imagen de Dios” por su semejanza con el que es “la imagen de Dios invisible: en cuanto que, participando creacionalmente de la imagen de Dios, está llamado además a participar de la filiación divina por la gracia. Eso acontece cuando, al incorporarse a Cristo por la gracia y participar así de la vida divina, pasa a ser hijo de Dios en el Hijo. El hombre realiza existencialmente su condición de imagen de Dios en la medida en que vive la vida de Cristo. Y como la participación, por la gracia, en la vida de Cristo comporta una verdadera transformación de la persona humana (pasa a ser una “nueva criatura”[85]) y la donación o “entrega” es la actitud fundamental que resume la vida de Cristo, el hombre es capaz (cuenta con las fuerzas propias de su nueva condición) para relacionarse como don o “entrega” con los demás. Y de esa manera, al desarrollar su existencia como participación en la vida de Cristo, realiza su vida en la verdad. Pero, ¿con qué dinamismos cuenta para que e l desenvolverse de su vida sea expresión de la verdad?

2. Libertad, razón y tendencias en el constituirse de la acción humana
“Nada existe que no deba su existencia al Creador”[86]. Por eso, entre otras cosas, todos los seres creados, en cuanto tales, tienen como fin dar gloria a Dios[87]. De tal manera que “son” y llegan o realizan lo que están llamados a ser en la medida que cumplen con esa finalidad. En el ser humano, la ordenación a la que responde esa finalidad –se decía antes— reviste unas características que, situándole en el vértice de la creación visible, hacen que sea esencialmente diferente y superior a los demás seres del mundo creado visible. Como “imagen de Dios”, es capaz de conocer y amar esa orientación, hacer que su vida sea una respuesta consciente y amorosa a la finalidad inscrita en su interior ya en el mismo acto creador. Pero eso mismo, que es la raíz de su excelencia y dignidad (y también de la plenitud y felicidad a la que está llamado), comporta a la vez el grave riesgo de poder rechazar esa finalidad y frustrar su perfección y felicidad. Surge, por eso, la cuestión sobre el modo de hacer un buen uso de esa capacidad y responder en la verdad a lo que él es y está llamado.
En ese análisis se consideran ahora tan sólo algunos aspectos, y, además, desde la perspectiva antropológica. Dando por supuesto los que hacen referencia a los elementos del obrar moral libre, se contempla únicamente el modo en que la libertad, la razón y las tendencias o inclinaciones “naturales” intervienen en el acto moral y, por tanto, en el actuar propio de la virtud de la templanza.
a) La persona humana, un ser a la vez corporal y espiritual: una “totalidad unificada”
A la consideración de la persona podemos acercarnos desde la luz de la razón y también desde la razón iluminada por la fe. Y entre uno y otro conocimiento existe y ha de darse una mutua ordenación y complementariedad. Ambos, en efecto, conducen a la misma realidad (la persona humana): el primero, en cuanto es dada a conocer como realidad humano-creatural en el orden de la Creación; el segundo, según es desvelada en la Revelación, es decir, como llamada a participar de la filiación divina y vida sobrenatural. El conocimiento que se tiene desde las solas luces de la razón, aunque verdadero, es imperfecto. No es esa toda la verdad sobre el hombre. Por otra parte, aunque la razón humana es capaz de conocer la verdad creacional de la persona humana, después del pecado original necesita de la ayuda de la Revelación para llevar a cabo esa función “sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error”[88].
En el ser humano, la dimensión humano-creatural (la de ser creado) no se puede separar de la que le corresponde como llamado a participar de la condición de hijo de Dios, si bien es posible distinguirlas y tratar de ellas por separado, con tal de tener siempre presente que son dimensiones de la única y la misma persona humana: una y otra no son más que manifestaciones del único designio de Dios sobre esa persona. Con esa perspectiva se contempla ahora la noción de “persona”, aunque centrándonos sólo en la dimensión humano-creatural y, en consecuencia, en la consideración de la persona desde la luz de la razón.
Desde una consideración fenomenológica de la persona se concluye que es capaz de realizar diversas clases de acciones: unas materiales y otras espirituales. Es evidente que las primeras se deben a su condición corporal. El hombre es y tiene cuerpo. Pero, ¿cuál es la razón de que pueda realizar también una actividad claramente inmaterial, es decir, espiritual? La cuestión es de gran relevancia, ya que permite descubrir el valor transcendente de la persona humana y, en consecuencia, contribuir a dar una fundamentación sólida a la moral de la persona.
La consideración de la actividad humana lleva a constatar que el hombre es realidad compleja. Es evidente, por un lado, que el hombre es cuerpo y a la vez lo tiene. Como tal, reúne en sí los elementos del mundo material, y hace posible que el mundo material pueda alcanzar la perfección para la que ha sido creado[89]. Esa condición corporal es también la razón de que sea capaz de desarrollar operaciones claramente corporales (v. g. la nutrición).
A la vez posee una serie de cualidades y realiza una actividad de tal naturaleza (v. g. reflexionar, amar) que reclaman como necesaria la presencia de un principio interior y espiritual. Un principio interior, ya que la actividad procede del interior de sí mismo, y, en consecuencia, también ha de ser interior el principio que las origina. Un principio espiritual, porque, dado que el efecto no puede ser superior a la causa, el principio de esa actividad espiritual ha de ser necesariamente espiritual. Ese principio es el ama.
Si bien la palabra “alma” es un término con pluralidad de significados[90], aquí se emplea para significar el principio espiritual en el hombre[91]. Se trata, por tanto, de ese principio gracias al cual el hombre es capaz de trascender las realidades sensibles, expresarse simbólicamente, obrar como dueño y señor de sí mismo, entrar en comunicación con Dios y con los demás... El principio que hace que el cuerpo del hombre sea humano.
El hombre, por tanto, “es un ser a la vez  corporal y espiritual”[92]. Gracias a su dimensión corporal, forma parte del mundo creado visible. Y bajo este aspecto, el cuerpo humano (v. g. las células humanas)  puede ser estudiado científicamente en el microscopio de un laboratorio. Pero por el principio espiritual (es decir, el alma), el cuerpo humano es irreductible a su dimensión material. Existe una diferencia esencial entre el hombre y el cosmos material. En este sentido hay que afirmar que el lenguaje de las ciencias (v. g., anatomía, biología, etc.) no es capaz de captar y expresar toda la verdad del cuerpo humano[93].
El problema, sin embargo, se plantea no tanto sobre la existencia de esa doble dimensión en el hombre, si no a propósito del modo de relacionarse entre sí. Decir que el hombre es “una unidad de cuerpo y alma” es afirmar dos cosas: que es un compuesto de alma y cuerpo; y que esa dualidad constituye una única unidad. Unidad del hombre y dualidad espiritual-corporal. ¿Cómo explicar esa unidad?
Dos son los extremos, provenientes ya desde antiguo, que es necesario evitar en esta cuestión. El dualismo antropológico (de inspiración platónica), que sostiene que el alma y el cuerpo en el hombre son dos realidades yuxtapuestas, en modo alguno unidas substancialmente. El alma –viene a decirse— es la quintaesencia del hombre. El cuerpo es, de alguna manera, la “habitación” del alma. No se puede, por tanto, hablar del hombre como “una unidad de cuerpo y alma”. El hilemorfismo aristotélico –el segundo extremo— que, si bien afirma la unidad del cuerpo y el alma en el hombre al proclamar que el alma es la forma del cuerpo, en realidad niega esa unidad. Defiende, en efecto, que el alma y el cuerpo son dos principios substanciales. Y, por otra parte, de tal manera afirma esa unidad que llega a sostener que el alma es pura forma del cuerpo, sin subsistencia propia, y, por tanto, sujeta a la corrupción como el cuerpo.
A partir de una visión cristiana del hombre, Santo Tomás encuentra la respuesta a esta cuestión defendiendo, de acuerdo con la teoría de Aristóteles, que el alma es la forma substancial del cuerpo. Sin embargo, a diferencia del Estagirita, sostiene que posee un acto de ser propio, en virtud del cual puede existir separada del cuerpo. Es espiritual e inmortal, creada directamente por Dios en el origen mismo de cada hombre. El alma y el cuerpo no son, en el hombre, dos substancias separadas y completas, sino una única sustancia completa, una unidad substancial. No existen principios diferentes para cada una de las actividades que realiza. “El mismo e idéntico hombre es el que percibe, entiende y siente”[94].
Santo Tomás habla del alma como de una forma especial que posee y dona la sustancialidad. Y como el alma es una (no se da una pluralidad de formas substanciales en el alma), hace “no sólo que el hombre sea hombre, sino también animal y viviente y cuerpo y sustancia y ente”[95]. Se deduce de ello que “el alma racional da al cuerpo humano todo lo que el alma sensible da a los animales (...) y algo más”. Este algo más es la perfección de orden superior, espiritual, la propia de la persona humana. En la complejidad del ser humano existen elementos diversos, materiales y espirituales, que hacen posible distinguir la composición  cuerpo-alma; pero esa composición no se puede explicar como si el cuerpo y el alma fueran dos realidades puestas una  en o al lado de la otra. El cuerpo y el alma son dos principios constitutivos del hombre, de la misma y única persona.
Pero preguntarse qué es el hombre es preguntarse por la esencia o naturaleza humana. Un concepto cuya comprensión está lleno de dificultades, como la historia de la filosofía y teología ponen de manifiesto. Al respecto cabe señalar, entre otras, las derivadas de las teorías racionalistas y, por el otro extremo, de las historicistas y relativistas.
Para el racionalismo, la naturaleza humana está por encima del espacio y del tiempo. Con ese concepto se está hablando de una naturaleza abstracta e intemporal. Viene a ser el resultado de una definición del hombre al modo matemático, es decir, mediante axiomas científicos o leyes generales. Para el historicismo y relativismo, la naturaleza humana es relativa a cada época, a cada cultura. Sólo ahí puede llegar a saberse lo que es el hombre. La naturaleza humana no existe más que en los individuos concretos, absolutamente autónomos... No se puede hablar de una naturaleza común y universal. Ésta es distinta en cada caso.
Una y otra visión de la naturaleza humana coinciden en el fondo. Separan en el hombre la dimensión corporal y la espiritual. Obedecen a una concepción dualista del hombre. Para las teorías de inspiración racionalista, la persona es una libertad desarraigada. Para las teorías de signo historicista y relativista, la persona es una materia evolucionada. Se debe responder, sin embargo, que esa dicotomía no es posible: en el hombre, la naturaleza y la libertad, la dimensión temporal y la intemporal no pueden separarse, como tampoco el alma y el cuerpo. La naturaleza humana es naturaleza libre y racional. La libertad es intrínseca a la naturaleza humana. La libertad es constitutiva de la persona como ser, como sujeto de la naturaleza humana. Por eso la pregunta por la esencia del hombre (es decir, por la naturaleza humana) se resuelve no sólo desde lo que el hombre es, sino que incluye también lo que el hombre está llamado a ser. Lo que la persona es hay que verlo a la luz de lo que puede llegar a ser.
El hombre, aunque constitutivamente está orientado a la verdad y al bien (es la consecuencia de su condición creatural), es enteramente libre en la elección concreta y en el modo de seguir esa orientación. Tan sólo llega a la verdad y al bien si quiere, si procede con libertad. De ahí que lo que el hombre puede llegar a ser (la perfección a la que está llamado)  no está asegurado. Y se concluye también que no es indiferente hacer una elección o no, y actuar de una manera o de otra. Si se quiere llegar a la perfección hay que proceder de modo coherente con la orientación recibida[96].
El concepto de naturaleza humana no se puede identificar con pasividad. No alude en modo alguno a una realidad absolutamente cerrada y acabada. Señala por el contrario una realidad que, siendo dada y determinada (en la naturaleza humana no cabe más ni menos), es a la vez  abierta e indeterminada (se puede crecer en libertad y adhesión al bien y al verdad a los que está orientada). Comporta la idea de perfectibilidad. Una perfectibilidad a la que tan sólo desde dentro es posible llegar: o la persona se perfecciona a sí misma, o no lo consigue de ninguna manera.
Persona y naturaleza no son, por tanto, dos conceptos contrapuestos. Uno y otro se refieren a la misma realidad. Persona es el sujeto singular, el individuo de naturaleza humana.
b) Las “inclinaciones naturales”, expresión y cauce de la libertad necesaria para el obrar moral
En el acto moral, la persona se compromete con su cuerpo y espíritu, en su totalidad. Es una de las consecuencias de la unidad substancial del ser humano. Aunque la razón de su condición personal se debe al espíritu y, en consecuencia, sólo son morales –es decir, susceptibles de ser valorados éticamente— los actos realizados bajo la decisión de la voluntad a la luz de la razón, esa decisión necesita de la mediación corporal. No sólo en las actuaciones sobre las que la voluntad no tiene dominio directo e inmediato –según la terminología clásica, las que corresponden al apetito sensitivo—, sino también en aquellas otras que, por ser espirituales, están sometidas inmediatamente a la dirección de la voluntad. En la persona, el espíritu (el alma) no es inmediatamente operativo, necesita de las potencias o facultades (el entendimiento o razón y la voluntad) que, sirviéndose de las inclinaciones o tendencias (los apetitos[97]) hacia los bienes propios, permitan realizarlos[98].
La intervención de las inclinaciones, es decir, el movimiento o acción de las inclinaciones (lo que se conoce como “pasiones”) es elemento necesario del obrar humano y moral, porque, de no ser así, la persona no se comprometería por entero en ese actuar: algo de ella quedaría fuera en esa autodecisión. Más todavía: es elemento necesario del obrar moral porque es cauce imprescindible del obrar libre y personal. En efecto, no se puede olvidar que son inclinaciones de la “naturaleza humana”, uno de cuyos rasgos esenciales es la libertad. Por ese motivo no sólo no hay –desde el punto de vista objetivo no puede haber— oposición entre naturaleza (como si fuera algo ciego: lo corpóreo) y libertad (que sería lo personal: lo espiritual), sino que es la misma naturaleza humana la que está finalizada a la libertad. Al igual que la inclinación a la verdad no es una inclinación ciega que frena o merma la libertad, tampoco estas inclinaciones son freno o menoscabo para la libertad. Por el contrario, son “la fuente más profunda de la espontaneidad que forma el querer en nosotros, un impulso primitivo y un atractivo que nos conduce a lo que está bien y es bueno”[99].
Esas “inclinaciones”, por tanto, constituyen la espontaneidad espiritual de la persona. “Están en el origen del obrar voluntario y libre y, por tanto, de la moral. Forman lo que Santo Tomás llamará a veces el ‘instinctus rationis’, un instinto racional que compara, siguiendo a Aristóteles, a ese instinto superior que es el genio con sus inspiraciones. Es ahí donde intervendrá directamente la acción del Espíritu Santo con sus dones, que Santo Tomás no dudará en llamar ‘instinctus Spiritus Sancti’[100]. El instinto de la verdad y del bien que está en nosotros y que es, en el fondo, un instinto de Dios. Mantiene, pues, con la libertad una relación totalmente distinta que el instinto animal en el que ante todo pensamos. Este instinto crea la libertad, ésta no puede existir ni desarrollarse verdaderamente sin él”[101]. Es así porque, en última instancia, las inclinaciones o tendencias de la naturaleza humana son expresión de la Sabiduría de Dios. Una Sabiduría que ha creado todas las cosas dirigidas a dar gloria a Dios con la totalidad de su ser. En el caso del hombre –se decía antes—, con un modo muy peculiar: con capacidad de orientar su vida con libertad. El signo más eminente de la imagen de Dios en el hombre es la libertad, y la persona es imagen de Dios en la totalidad de su ser: la naturaleza humana –ésa es la consecuencia— está orientada desde su más profunda interioridad y dinamismo a la libertad. Las “inclinaciones” sustentan y son el camino de la libertad[102].
Sin embargo, de hecho sólo son cauce de la libertad y sirven al obrar moral recto en la medida en que están sometidas a la voluntad. No a cualquier dominio de la voluntad, sino al de la voluntad racional. Como dimensiones de la persona, esas inclinaciones son tan humanas y personales como las facultades o potencias espirituales. Nada hay que, siendo propio de la naturaleza humana, no sea humano y personal. Pero a la vez es del todo necesaria su integración por la voluntad racional dentro del acto libre a fin de que contribuyan de hecho a la realización de ese acto. Se habla –es evidente— de integración ética, no de integración ontológica.
Llegados a este punto, son dos los aspectos que vienen a la consideración. Y ambos de gran repercusión en la vida moral y, por tanto, cristiana. Son los que se refieren a la necesidad y al modo de llevar a cabo esa integración.
La necesidad de la integración –el primer punto— se percibe fácilmente con sólo tener en cuenta dos cosas. La primera es que sólo el espíritu es la sede de la moralidad, ya que ésta se identifica con el ámbito de la libertad. Como, por otro lado, la persona está llamada en la totalidad de su ser corpóreo espiritual a la perfección, y ésta –no se debe olvidar— no se realiza automáticamente, es absolutamente necesaria la intervención de la voluntad. Se requiere que la persona quiera, es decir, que las inclinaciones de la naturaleza humana sean asumidas en la esfera o dominio de la voluntad. Pero se necesita además que ese dominio de la voluntad sea racional, regido por la luz de la razón. Sólo lo que es querido conscientemente es libre. La moralidad no radica en el “sentir” sino en el “consentir” a la pasión o movimiento de las inclinaciones. Éstas de suyo son –como ya hemos dicho— amorales.
La necesidad de la integración ética de las inclinaciones de la naturaleza humana –de los movimientos o pasiones de esas inclinaciones— se ve incrementada por la realidad del pecado de los orígenes. Aunque el hombre y todo el mundo creado salió bueno de las manos de su Creador, el pecado original, que no rompió aquella bondad originaria, sí ha introducido en esas tendencias un principio de desorden (la concupiscencia[103]) que hace que, en la actual situación histórica (la del hombre redimido), sea necesaria la función rectora de la recta razón, a fin de que sirvan al bien de la persona.
Sobre el modo de integración de las inclinaciones de la naturaleza en el bien de la persona –el segundo punto—, se considera en primer lugar su posibilidad. Es importante, porque viene a determinar el camino para realizar esa integración y, por tanto, de la virtud. Es una consecuencia de la unidad substancial de la persona. Una unidad que, como claramente demuestra la experiencia, no asegura la integración ética de los diversos dinamismos del obrar en el bien de la persona. La persona, orientada constitutivamente hacia el bien, está estructurada de tal manera que la totalidad de su ser corpóreo espiritual –y, por tanto, la esfera de lo biológico— está capacitada para ser guiada y orientada por la luz de la razón y el dominio de la voluntad. La unidad de los diversos dinamismos de la persona no es el resultado de suprimir algunos de ellos, tampoco se puede concebir como una yuxtaposición sin más. Es, por el contrario, la afirmación de todos y cada uno, según un orden jerárquico: por subordinación de lo corpóreo a lo espiritual. Lo que no supone ninguna violencia o “contra naturaleza”, ya que, por esa unidad substancial del ser humano, lo corpóreo está constitutivamente ordenado a esa subordinación. El ámbito de la moralidad hace referencia a la razón y a la voluntad, pero su operatividad depende de la estructura de las inclinaciones en cuanto son susceptibles de ser reguladas, modificadas y organizadas. Es el papel de la libertad y de las virtudes en la vida moral.
c) La libertad y las virtudes en la vida moral
Hablar de la libertad en la vida moral es referirse a la persona como imagen de Dios. De ella, en efecto, la libertad es “el signo más eminente”[104] que puede describirse como el dominio que la persona tiene de sí misma y de sus actos[105]. En primer lugar el hombre es consciente de que es dueño de sí mismo, es decir, es sujeto de una intimidad que nadie puede poseer si él no quiere: es autónomo, independiente, es él (libertad transcendental). Por otra parte, tiene conciencia también de que es “espíritu encarnado” y, como tal, el poseerse y el dominio de sí mismo no se dan al margen de su corporalidad ni de las coordenadas de espacio y tiempo en las que vive (libertad situada). Y a la vez siente que frente a las diversas posibilidades que se le presentan a la hora de actuar está en su poder hacerlo o no, y hacerlo de una manera u otra (libertad de ejercicio).
La libertad es el rasgo que más radicalmente define a la persona y que más la distingue de los seres irracionales. A diferencia de éstos, que no tienen dominio de sí mismos ni de sus actos (son llevados en su obrar), la persona humana es dueña de sí misma y no está determinada a obrar (obra por sí misma)[106]. Tiene en sus manos la responsabilidad de su propio actuar. La libertad es entonces la prerrogativa gracias a la cual la persona puede realizarse a sí misma como persona. Ése, no otro, es el sentido más profundo de la libertad[107].
Pero si una de las notas constitutivas de la persona –precisamente por ser imagen de Dios— es la apertura a la verdad[108], es claro que cualquier ejercicio de la libertad no sirve para esa realización de la persona. Tan sólo cumplirá ese cometido aquella actividad que sea respetuosa con la naturaleza de los seres sobre los que se actúa o relaciona. En este sentido la experiencia muestra suficientemente cómo el hombre cuando decide obrar y elige un bien determinado no sólo decide sobre aquello que elige, sino que lo hace también sobre sí mismo: es su persona la que se siente implicada en la decisión tomada. La libertad de la persona, aunque es verdadera, está medida por la realidad, es decir, por la verdad de su propio ser y la de los seres con los que se relaciona; no es una libertad absoluta sino relativa.
Esta condición de la libertad plantea inmediatamente un interrogante, que el hombre no puede eludir. ¿Cuál es la razón de esa “tensión” hacia la verdad que el hombre siente en su interior? Con otras palabras: ¿ por qué y ante quién se siente responsable de sus actos? No puede serlo sólo ante la sociedad, porque no pocas veces se trata de actos desconocidos por todos. Tampoco ante sí mismo, porque en ese caso podría fácilmente desligarse de esa responsabilidad, contrariamente a lo que la experiencia pone de manifiesto (v. g. con los remordimientos). La respuesta a ese interrogante se encuentra en la orientación que, como criatura, tiene constitutivamente hacia el Creador. Ese es el motivo de que el hombre tan sólo en Él pueda encontrar la plenitud de sus anhelos y aspiraciones, y también de que se sienta urgido permanentemente a contrastar sus comportamientos con el sentido de esa orientación. La misma libertad humana es la que reclama la presencia de una instancia superior en cuyo ámbito debe ejercerse a fin de que responda a la verdad y contribuya a la realización de la persona. Al hombre le toca descubrir ese ámbito y asumirlo libremente.
Se trata de un cometido cuya realización de manera firme y permanente corresponde a las virtudes. Y ése es el motivo de que se pueda describir a las virtudes como el camino que lleva a desplegar e integrar armónica y establemente las inclinaciones o apetitos (las pasiones) en el bien de la persona; y también de que no se deban considerar como un añadido extrínseco a los dinamismos o capacidades operativas de la persona: son los mismos dinamismos pero ordenados y capacitados para obrar con prontitud y firmeza el bien.
Se puede decir que las virtudes manifiestan a la vez que realizan el proyecto y modo de ser de la persona Disponen a la persona a realizar establemente y con la máxima precisión el bien. Y como son múltiples los bienes que integran ese bien de la persona y, por tanto, sus facultades o dinamismos operativos, son múltiples también las virtudes de que dispone[109].
El bien de cuya realización depende la perfección de la persona se ha especificado clásicamente en cuatro ámbitos particulares, de acuerdo con las inclinaciones más fundamentales del ser humano, las que, según se recordaba antes, señalan el camino hacia su perfección y felicidad. En esa realización del bien de la persona, la teología ha otorgado un papel fundamental a las virtudes de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “En cuanto que la realización del bien moral exige un juicio recto sobre lo que es en concreto verdaderamente conforme a esta realización, se da la virtud de la prudencia, cuya tarea es perfeccionar la razón del hombre en orden a la verdad de aquel ‘judicium electionis’ de que hemos hablado. En cuanto que la persona es esencialmente social, su relación es esencialmente interpersonal; la justicia perfecciona la voluntad en ese ámbito. En cuanto que las fuerzas que habíamos llamado pasiones, pueden sustraerse al imperio de la voluntad o por la dificultad o por la grandeza del valor que nos interpela, mediante la fortaleza pueden volverse obedientes a la voluntad. En cuanto que estas pasiones pueden llevarnos hacia un bien contrario al bien moral, son reconducidas a obedecer a la libertad mediante la templanza”[110].
La fortaleza y la templanza juegan un papel importante en la ordenación de las pasiones al bien de la persona. Es propio de todas y cada una de las virtudes impregnar de racionalidad los diferentes campos de la conducta humana, y en este sentido la virtud de la prudencia es insustituible; pero a la vez la fortaleza y la templanza, dado que ordenan los sentimientos inmediatamente humanos, son las virtudes que forman de manera especial la conducta humana. Son las virtudes que introducen la rectitud en la persona en el ámbito de los valores sensibles y reciben el nombre de virtudes “circa passiones” (en cuanto que regulan la vida emocional y pasional). Reciben el nombre de ‘virtudes de la disciplina personal’[111]. Por la prudencia, la persona se encuentra en disposición de elegir en las circunstancias del existir concreto –aquí y ahora— el bien y los medios adecuados para realizarlo. Pero llevar a cabo esa realización exige esfuerzo: hay que superar los obstáculos –de dentro y de fuera— que pueden alejar de la realización de ese bien. Y este es el cometido de la fortaleza, que por eso es considerada como una virtud “conservativa” del bien. Juntamente con la fortaleza, la templanza educa –forma— los sentimientos (la vida emocional y pasional) en la medida de la realidad, del “ser” y del “deber ser” según el plan de Dios y, por tanto, de acuerdo con el valor moral de la persona. Desempeñan un doble objetivo: en relación con la voluntad, llevan a la persona a obrar libremente el bien, en cuanto que ordenan las pasiones que de otro modo podrían impedir la acción prudente; y en relación con los mismos apetitos sensitivos, en cuanto que, como hábitos operativos buenos, fortalecen esos apetitos para realizar bien sus actos propios.
Sobre esta base –al nivel mismo de las inclinaciones naturales— actúa la gracia del Espíritu Santo, abriendo la interioridad del hombre al misterio del amor de Dios Uno y Trino. A ese mismo nivel inciden las virtudes sobrenaturales –no por adición exterior— sino por “infusión”, es decir, animando y transformando desde dentro las capacidades del obrar personal –son luz y fuerza nueva, sobrenatural—, confiriéndole una medida superior[112].

III. La templanza en la vida cristiana
Con tres ámbitos de bienes ha de relacionarse la persona humana en la respuesta que debe dar como imagen de Dios y alcanzar la perfección a la que está llamado: los que hacen referencia a Dios, a sí mismo y los demás. Aunque esa triple dimensión está presente en cualquiera de las acciones humanas, cabe a la vez distinguirlas (cierto que sólo a nivel de discurso y de acuerdo con el ámbito más directo de relación). Como virtud de la disciplina personal, la templanza se ocupa del obrar moral directamente relacionado con la persona en cuanto sujeto singular y desde la perspectiva de la moderación y equilibrio que procura en el uso de los bienes creados. Ahora, sin embargo, se hacen sólo unas referencias a tres grupos de esos bienes: los relacionados con la salud y vida corporal, con la sexualidad, y con las cosas materiales en general.
1. El cuidado de la vida y la salud[113]: la sobriedad
El deber de amar y cuidar el cuerpo y la salud se deduce de la naturaleza y función que la existencia corporal desempeña en la realización de la persona. Se percibe en seguida con sólo advertir que el cuerpo es “la persona en su visibilidad” y que la perfección a la que está llamada está ligada a la manera de vivir esa vida en su etapa terrena. A la vez esa intrínseca relación con la vocación integral de la persona impide concebir la salud y el cuerpo como los valores absolutos a los que se deban subordinar otros como la fe y la libertad. El respeto a las finalidades intrínsecas a la vida terrena y a la salud es la razón de que, en la medida proporcionada a esas finalidades, se pueden sacrificar la vida y la salud en favor de bienes superiores como la fe, la libertad, etc.
a) El valor y sentido de la salud y la vida humana
La palabra “vida” en la expresión “vida humana” comporta una pluralidad de significados. Puede aludir al sustrato o condición indispensable para existir el hombre en el mundo: se habla así de vida física o corpórea. En una segunda acepción puede servir para designar cualquiera de las etapas o fases del existir terreno del hombre. Y puede también referirse a la vida en plenitud hacia la que –según el designio de Dios— tiende el ser humano. Consiguientemente, ni la vida física o existencia corporal ni la salud son toda la vida humana. Pero a la vez, por esa relación con la vida en plenitud –la vida eterna[114]-- exigen ser respetadas y valoradas de una manera incondicionada. En la vida en el tiempo se apoyan y desarrollan los demás valores de la persona. Derivan de ahí, entre otras cosa, el derecho y el deber de cuidar el cuerpo y la salud.; y también, que, cuando se habla de que la vida tiene un valor absoluto y de que así debe ser respetada, esa afirmación se refiere a la vida en plenitud. Si se dice de la existencia corporal que merece un respeto absoluto se debe a la relación que guarda con la situación definitiva y última en la que el hombre ha consentido con la llamada de Dios.
Se comprende entonces que el valor y sentido de la vida y salud humanas resida en ser el camino de la respuesta que el ser humano debe dar a Dios. El designio de Dios sobre el hombre no se cumple inmediatamente y de una vez por todas. Por estar dirigido a personas es necesario que éstas lo sigan libremente; y además, esa respuesta ha de tener lugar a lo largo de toda su existencia. La persona humana resulta absolutamente valiosa no tanto por lo que ya es, cuanto por lo que está llamada a ser, es decir, por la plenitud a la que está llamada desde su mismo origen. Esa plenitud de vida es la salvación eterna, pero ésta está ligada al cuerpo, a la existencia corporal, y ésta a la salud.
Ésta es la razón de que la verdad y sentido de la vida humana y, por tanto de la salud, sólo pueda ser afirmada adecuadamente desde la persona y vida del Señor[115], desde la encarnación y redención de Cristo. El Hijo de Dios al unirse, en su encarnación, a todo hombre revela ciertamente el amor de Dios al hombre, pero a la vez da a conocer el valor del mismo hombre y de la vida humana. Y este mismo valor es manifestado todavía más elocuentemente en el acto de la cruz: se muestra allí no sólo el valor de la vida humana sino que “la vida encuentra su sentido y plenitud cuando se entrega” [116].
Cuanto se acaba de decir no niega el papel que la luz de la razón desempeña en el conocimiento del valor y sentido de la vida y salud humanas. (Es más: lo supone y se apoya sobre él). El respeto a la vida –y el cuidado de la salud— es un eco y expresión de una verdad inscrita en el corazón del hombre[117]. Así lo percibe sin que ninguna ley exterior se lo indique. El hombre, en efecto, se advierte a sí mismo como dotado de una dignidad inviolable, como un bien que ya es y que, sin embargo, todavía no lo es de manera definitiva. Se da cuenta de que ha de vivir su vida como un proyecto a realizar. La dimensión ética que caracteriza todos sus actos muestra que el existir corporal es el camino para llegar a la plenitud a que está destinado. El respeto a la vida y salud humanas está en valorarlas de acuerdo con esa plenitud de destino.
b) El respeto y cuidado de la vida y la salud
El alcance de lo que se quiere expresar cuando se dice que la vida o existencia corporal ha de ser respetada se puede enunciar así: la vida humana ha de ser valorada siempre por sí misma (nunca como un medio o un bien instrumental): en el fondo, por su relación con el destino último del hombre. Por eso mismo el cuidado de la salud es una exigencia ética fundamental.
Como “imagen de Dios”, el hombre ha recibido de Dios el dominio de sí mismo y también el encargo de dominar la tierra. Tiene en sus manos el dominio sobre su cuerpo y la libertad para vivir su vida en la dirección que elija. Pero es sólo como administrador. Se trata, por tanto, de un dominio que, siendo verdadero, no es absoluto. Como participación en el cuidado amoroso que Dios tiene del hombre y de la vida humana, ha de ejercerse siempre en la fidelidad a la ley de Dios[118].
El hombre es “una unidad de cuerpo y alma”[119], una persona. En la complejidad del ser humano existen elementos diversos, físicos y espirituales, que hacen posible distinguir la composición materia – espíritu (cuerpo – alma); pero esa composición –ya se señalaba en páginas anteriores— hay que entenderla como una “unidad substancial”. Es el mismo y único sujeto el que obra a lo largo de toda la vida. Se da, por eso, en la actividad humana una mutua influencia e interdependencia entre los diversos dinamismos o principios (próximos) del obrar: v. g.. la constitución corporal y el estado de salud influyen grandemente en esa actividad, etc.
Por otro lado, el hombre –esa “totalidad unificada”, cuerpo y alma, que es la persona humana— ha sido redimido y llamado ha ser miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo[120]. Una dignidad que, en maravillosa unidad con la que le corresponde como “imagen de Dios”, a la que asume y transciende, ha de ser observada siempre a la hora de actuar.
De cuanto se viene diciendo se deduce la alta estima que debe tenerse del la conservación y existencia corporal, evitando por un lado cuanto pueda dañar o poner en peligro la salud y, por otro, poniendo los medios adecuados para conservarla y hacerla fructificar. Ese es el cometido de la templanza y de las virtudes que se relacionan con ella, y que aquí designamos con el nombre de “sobriedad”[121]. Señalan la “honestidad” o justa medida que debe seguirse en el empleo de los medios necesarios para evitar los peligros contra la vida y la salud, y también para que una y otra se desarrollen dignamente, es decir , de acuerdo con la vocación integral de la persona.
Sin ánimo de hacer una enumeración exhaustiva de cuanto comprende el cuidado de la vida y la salud desde el ámbito propio de la templanza, cabe señalar:
-la “necesidad”de alimentarse . Al indicar la medida conveniente en el uso de los alimentos (la comida y la bebida), la “sobriedad” hace que se eviten los peligros contra la vida y la salud provenientes de los excesos en la comida (gula) o en la bebida (alcoholismo), y estimula el recurso –en la medida oportuna— a los que son convenientes para la salud. También lleva a evitar los trastornos que pudieran sobrevenir contra la salud por el otro extremo, es decir, por la falta de la oportuna alimentación (por un mal entendido ayuno o abstinencia[122]). De esa manera la “sobriedad”sirve para que la persona pueda realizar su actividad y, además, la realice de acuerdo con su dignidad;
-la “necesidad” de descansar. Dada la unidad psico-somática del ser humano, éste no puede realizar convenientemente la actividad moral que, como tal, le corresponde, si sus facultades espirituales no se encuentran suficientemente dispuestas. Y es evidente que para ello es indispensable el sueño, el descanso, el ejercicio físico o deporte, etc., que renuevan las fuerzas corporales y psíquicas. También aquí la “sobriedad” es la virtud que marca “el orden y la medida” del descanso;
-la “necesidad” de curar las enfermedades. El cuidado de la salud lleva en primer lugar a evitar, mediante la prevención oportuna, las enfermedades que pudieran sobrevenir. Para ello será necesario adoptar medidas como el cuidado de la higiene, las “revisiones médicas”, etc. Y sobre todo se deberán evitar aquellos peligros que sean gravemente nocivos para salud, como el uso de drogas[123], etc. Después, si sobreviene la enfermedad, el cuidado de la salud conlleva la obligación de poner los medios proporcionados para curarla[124].
La justa medida en la satisfacción de esas “necesidades” viene determinada por la obligación de conservar la vida, la salud y las fuerzas (corporales y espirituales): son el sustrato y medio necesario para que la persona construya su vida como una respuesta responsable a la voluntad de Dios. Se mueve por tanto entre dos extremos –por exceso y por defecto—, cuya trasgresión (si se dan las condiciones para que el acto humano) entraña siempre una responsabilidad moral. Y para que se pueda hablar de virtud cristiana o sobrenatural será necesario, además de observar la justa medida en el cumplimiento de esas necesidades, hacerlo con rectitud de intención y por un motivo sobrenatural[125].
2. La virtud de la castidad como integración de la sexualidad en el bien de la persona
La persona humana responde al plan de Dios y vive su vocación cuando desarrolla su existencia terrena de acuerdo con su condición humana y racional, como ser creado a imagen y semejanza de Dios[126] Según la Revelación enseña, es cierto que no se agota ahí, en esa referencia, la entera vocación del hombre: el plan de Dios sobre él se eleva hasta el extremo de destinarle a participar de la condición de hijo en el Hijo[127]. Por eso sólo lleva a cabo la plenitud de su vocación si vive como hijo de Dios, como hijo en el Hijo. De todos modos —esto es lo que ahora interesa subrayar—, la vocación sobrenatural no anula o merma aquella primera y radical, la creacional, sino que —por el contrario— es el camino necesario para —edificando sobre ella— llevar ésta hasta su plena y perfecta realización[128]. Con palabras fuertemente expresivas insistía en este aspecto San Josemaría Escrivá de Balaguer: “No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. —Eso sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores”[129]. Llamaba así la atención de quienes le escuchaban por los años treinta sobre la necesidad de valorar adecuadamente las virtudes humanas como sustrato imprescindible de las sobrenaturales. Con ello, por otra parte, no hacía más que poner de relieve una de las consecuencias de dos de los dogmas fundamentales de la fe cristiana —la creación y redención de todas las cosas en Cristo— que está en la base de la llamada universal a la santidad: el valor de las realidades terrestres[130]. En la cuestión que nos ocupa, eso quiere decir que, si bien no es suficiente una concepción de la persona limitada a la antropología creacional —no es esa toda  la condición del hombre—, sí es necesaria: en la consideración e integración de la sexualidad en el bien de la persona, es irrenunciable proceder observando la conformidad con el bien de la persona en cuanto creada a imagen de Dios.
La sexualidad con sus bienes y significados, la facultad sexual, es de la persona: toda ella es humana y personal; como tal no necesita ser integrada en la persona. Esta forma de hablar se presta a equívocos. Así el hecho de que la fecundidad biológica no sea continua, sino que se siga tan sólo en épocas determinadas ha llevado a algunos autores a afirmar que “debe ser asumida en la esfera humana y estar regulada por ella”[131]. La dimensión procreativa, en realidad, sería algo no humano —infrahumano—. Es la conclusión a la que se llega desde una concepción de la naturaleza humana que se identifica con la biología o desde una concepción de la persona como libertad trascendental.
Pero al respecto es necesario advertir que una cosa es la integración ontológica en la naturaleza personal del ser humano y otra es la integración ética de las diversas dimensiones de la sexualidad, obra de la voluntad racional y libre. Al nivel ontológico, la orientación a la fecundidad, inmanente a la sexualidad como dimensión constitutiva del ser humano, es humana y de la persona: no es una propiedad que sea exclusiva del cuerpo y no de la persona a la vez; es una propiedad esencial de toda la persona corpóreo - espiritual y, por tanto, sexuada[132]. Los diversos dinamismos físico-fisiológicos, psicológicos, espirituales etc. de la sexualidad son todos  humanos. La integración no puede consistir en la supresión o minusvaloración de cualquiera de ellos; por el contrario, ha de cifrarse en la armonización de todos ellos dentro de la unidad de la persona. En consecuencia sólo puede entenderse como integración ética, es decir, en sentido operativo y virtuoso. (Porque una cosa son los actos humanos, y otra la estructura de la sexualidad. Ésta, evidentemente, no se puede identificar con la actividad moral).
Dado que el carácter personal es propio de la sexualidad humana gracias al espíritu, es decir, la sexualidad participa de la condición personal en virtud de la unión substancial corpóreo-espiritual del ser humano, el criterio de la integración ética de la sexualidad estará siempre en la participación de la espiritualidad y libertad propias del espíritu. Cuanto más transido esté de racionalidad y libertad, más —por este motivo— el ejercicio de la sexualidad participará de la condición personal y estará integrado éticamente[133]. Una consecuencia, entre otras, es que la subordinación de los dinamismos físico-fisiológicos, psicológicos, etc. a los espirituales es una exigencia de la misma estructura de la sexualidad, en tanto que dimensión humana, personal.
Ahora bien, es evidente que esta integración sólo podrá hacerla la voluntad en la medida que proceda de una manera verdaderamente racional y libre. Y para ello son presupuestos irrenunciables: el conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad; y el dominio necesario para dirigir hacia esa verdad y bien los diversos dinamismos de la sexualidad. Porque no se puede querer racionalmente lo que no se conoce, ni se puede decidir sobre algo si no se es libre para hacerlo. Y, por otro lado, es toda la persona en todos sus dinamismos y dimensiones la que está comprometida en la integración de la sexualidad.
a) El conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad
Aunque la verdad y el bien moral de la sexualidad no se identifican con sus estructuras físicas y biológicas, la actuación racional, es decir, el ejercicio racional sí encuentra su fundamentación ética en esas estructuras. La persona no ejerce su libertad, no es libre al margen o separadamente de su naturaleza.
A diferencia de los demás seres de la creación visible, la persona humana no está sometida a las leyes de su ser de manera automática y necesaria, es decir, tiene en sus manos la capacidad de actuar sobre ellas y de hacerlo de una manera u otra. Esa libertad, sin embargo, es creada. Lo que quiere decir que pertenece a la esencia de esa libertad respetar —no rechazar— el orden del Creador impreso en la creación. Y como ese orden inscrito en el ser y estructura de las cosas es diverso en las de naturaleza física y en las de naturaleza espiritual, es claro que es diverso también el alcance y dominio de la libertad. En los seres de naturaleza espiritual —la naturaleza humana corpóreo-espiritual— lejos de haber oposición entre la naturaleza y la libertad, la primera es la fuente y principio de la segunda. “El hombre es libre, no a pesar de sus inclinaciones naturales al bien, sino a causa de ellas”[134]. Por ello, para obrar libremente, es del todo necesario conocer primero la naturaleza de las cosas sobre las que se actúa.
En el tema que ahora consideramos hay que decir que la verdad, el bien de la naturaleza se conoce, en primer lugar, en la sexualidad misma: en las inclinaciones inmanentes a la sexualidad. Porque “no se trata de inclinaciones cualesquiera; se trata de inclinaciones humanas. Esto es, se trata de la persona humana en cuanto sexualmente inclinada hacia un bien, un bien que no puede ser más que humano[135]. Y, en consecuencia, conociendo ese bien –el bien de la sexualidad–, conoce el camino para realizarlo. Las inclinaciones de la sexualidad no constituyen sin más e inmediatamente las normas de la moralidad sexual. Pero esas inclinaciones sí son el camino que permite conocer la verdad y el bien de la sexualidad que han de observarse para que la actividad sexual sea recta. Es lo que se afirma cuando se dice que la ley natural —en este caso, de la sexualidad— es obra de la razón práctica del hombre.
Además de la ley natural para conocer la verdad y el bien de la sexualidad, Dios ofrece al hombre la ayuda de la Revelación, cuya plenitud es Cristo mismo. De esa manera, además, es capaz de llegar a penetrar en el bien y significado de la sexualidad en el orden sobrenatural, es decir, en el bien del hombre incorporado al misterio de Cristo Salvador. El hombre no se encuentra sólo en la búsqueda del bien y la verdad.
b) El dominio de la castidad en la integración de la sexualidad
El segundo paso en la integración de la sexualidad en el bien de la persona es el dominio o señorío racional sobre la propia sexualidad[136].
Como es sabido, el dominio sobre la naturaleza puede ser el que corresponde a la racionalidad técnica o el propio de la racionalidad ética. Uno y otro responden a un tipo de racionalidad esencialmente diferente. Para la racionalidad técnica lo que prima es la eficacia: que el medio sirva para conseguir el fin. Para la racionalidad ética, en cambio, el criterio principal es la conformidad de la actuación con el proyecto de Dios inscrito en el ser de las cosas y conocido por el entendimiento práctico. En la valoración de la relación medio-fin no se puede, por tanto, prescindir de la naturaleza de las cosas sobre las que se actúa. El hombre no es el creador de la verdad y del bien. Su cometido consiste en descubrir esa verdad y bien y, una vez conocidos, conformar con ellos su actividad. El dominio de la racionalidad ética reside en respetar la verdad, los significados y bienes de la sexualidad, integrándolos en el bien de la persona. Lo que sólo es posible si se observan los valores éticos de la sexualidad.
En la presente economía, esa integración no se realiza sin dificultad. Como consecuencia del pecado de los orígenes, el ser humano experimenta que en su humanidad se ha quebrado la armonía de la sexualidad en la unidad interior de su ser corpóreo-espiritual y también en la relación interpersonal entre el hombre y la mujer. Con frecuencia se advierte el bien que debe hacerse, se percibe la verdad de la sexualidad y, sin embargo, realizarlo exige lucha, cuesta esfuerzo. Precisamente éste es el cometido de la castidad, que se puede definir como la virtud que orienta la actividad de la sexualidad hacia su propio bien, integrándolo en el bien de la persona. Es la virtud que impregna de racionalidad el ejercicio de la sexualidad.
Sólo así el lenguaje de la sexualidad no se degrada y responde a la verdad que está llamado a expresar. La castidad, en efecto, lleva a percibir el significado de la sexualidad y a realizarlo en toda su verdad e integridad. Al hombre “histórico” —el de la concupiscencia—, esto no le sería posible sin el auxilio de la Redención y de la gracia. De todos modos, como el hombre “histórico” es también el hombre de la “redención”[137], y, en consecuencia, en los incorporados a Cristo, el pecado ha sido vencido, esa integración ha comenzado ya; aunque de forma definitiva sólo tendrá lugar al final con la resurrección de los cuerpos. Precisamente ese final es el que descubre el horizonte de integración de la sexualidad en el bien de la persona a lo largo del proceso redentor ya iniciado. Se debe señalar, en ese sentido, que la redención del cuerpo —y, por tanto, la integración de la sexualidad— “no significa la destrucción de la dimensión psicosomática del hombre. Significa que el espíritu —o, mejor, la subjetividad espiritual— del hombre penetrará plenamente en el cuerpo (plenitud intensiva y extensiva) y, por tanto, los dinamismos espirituales gobernarán por entero los dinamismos psicosomáticos, con la correspondiente consecuencia de una completa subordinación de estos a aquellos (...). En esta espiritualización, es decir, integración de la persona humana, consiste la perfecta realización de la persona. Y, en efecto, la persona humana perfecta no es un sujeto espiritual privado del cuerpo; no es una persona en la que sus dimensiones constitutivas estén dinámicamente en oposición entre sí; no es una persona en la que la unificación ocurra por negación. Es la persona en la que se da una perfecta participación de todo lo que en el hombre es psicofísico en lo que en ella es espiritual[138]. Sobre este mismo aspecto incidía San Josemaría al proclamar que la limpieza de vida “se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la dureza del corazón”[139].
Por eso la castidad es una virtud positiva y orientada al amor. Crea la disposición necesaria en el interior del corazón para responder afirmativamente a la vocación del hombre al amor. “La castidad —la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote— es una triunfante afirmación del amor”[140]. Sólo de esa manera el cuerpo humano, en las funciones que le son propias, se orienta adecuadamente al fin de la persona y a los medios para alcanzar ese fin. Por ese mismo motivo es una virtud necesaria para todos los hombres en todos los estados y etapas de su vida. “La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de la vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que Dios llama al matrimonio”[141].
En cuanto virtud propia de los casados, la castidad conyugal está indisociablemente unida al amor conyugal. Integra la sexualidad de tal manera que puedan donarse el uno al otro sin rupturas ni doblez. Está exigida por el respeto y estima mutuos que como personas se deben ya los esposos; además de que así lo reclaman también los otros bienes del matrimonio. Es una virtud que está orientada al amor, la donación y la vida.
Como virtud sobrenatural, es un don de Dios, una gracia que el Espíritu Santo concede a los regenerados por el bautismo[142] En los casados ese don forma parte de las gracias propias del sacramento del matrimonio.
3. La sobriedad en el uso de las cosas
Los bienes con los que el hombre se relaciona y ha de usar son espirituales y materiales. De ahí que, a la hora de determinar la moderación que debe tenerse con esos bienes a fin de que su uso responda a la dignidad del ser humano, hayan de distinguirse virtudes diversas según esos ámbitos de relación. Todas ellas forman parte de la templanza.
En las páginas que preceden se ha considerado ya de alguna manera el modo en que la persona vive la justa medida o moderación en el uso de los bienes materiales (los que hacen relación más directa a los bienes de la conservación de la vida y de la sexualidad). Ahora ampliamos esa consideración analizando el alcance de esa moderación cuando se trata de los bienes espirituales (el conocer y el saber, el bien de la cultura, el bien de la libertad ...), es decir, los que se relacionan con el hombre, atendida sobre todo su condición racional o espiritual. Y además se procede apuntando tan sólo lo que, a nuestro juicio, debe inspirar siempre la justa medida en el uso de los mismos. A ello queremos referirnos al tratar de la sobriedad en la búsqueda y uso de los bienes.
El amor a uno mismo es una tendencia natural, expresa uno de los rasgos impresos en la misma naturaleza del ser humano como tal. Y de esa misma naturaleza brota también la orientación a usar de los bienes en beneficio propio. La actuación de esa doble orientación, después del pecado original, corre siempre el riesgo de llevarse a cabo de manera desordenada. Acecha la tentación de buscar una afirmación de sí mismo mediante la búsqueda de los bienes en contra del bien integral de la persona. Lo que puede suceder de dos modos: o porque se acude a bienes que no son tales, o porque, siendo reales y verdaderos, se deseen o usa de ellos de una manera desmedida. El cometido de la sobriedad a través de las virtudes afines (humildad[143], mansedumbre, modestia, pudor, etc.) consiste en ordenar esas tendencias de la persona de manera que proceda, respecto de los bienes a que tienden, según la medida de la recta razón iluminada por la fe. Se apoya, por tanto, en una concepción adecuada sobre la soberanía de Dios, el señorío o libertad del hombre sobre sí mismo, y el dominio de éste sobre los bienes creados.
Usar sobriamente de los bienes creados viene a consistir, entre otras cosas, en disponer de ellos de acuerdo con su naturaleza. Eso significa que se pueden desear y usar sólo en la medida que sirven al bien integral del hombre. Una forma de dominio que lleva, como de la mano, a adoptar actitudes de admiración y respeto en el uso de los mismos. Es la consecuencia de verse uno mismo y a todo lo demás como dones de Dios.




[1] Cf. G.ABBÀ, L’originalità dell’etica delle virtù, en F. COMPAGNONI – L. LORENZETTI (edd.), Vitrtù dell’uomo e responsabilità storica, San Paolo, Cinisello Balsamo (Milano) 1998, 135. La exposición más detallada de este punto se puede ver en otras obras de este mismo autor: Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, Las, Roma 1983; Felicità, vita buona e virtù. Saggio di filosofia morale, Las, Roma 1989; Quale impostazione per la filosofia morale? Ricerche di filosofia morale, Las, Roma 1996.
[2] De modo particular en el ámbito americano, según hace notar G. ABBÀ, L’originalità delle’Etica delle virtù, cit., 135-136.
            [3] La vida moral, constituida por múltiples y variados actos singulares, es, sin embargo, una. También lo es la Teología como ciencia que trata de esa actividad moral humana. Pero esa actividad (que –se debe advertir siempre-- no es separable de la persona que la realiza), objeto de la Teología Moral, puede ser considerada desde diversos ámbitos o perspectivas, y, como consecuencia, dar lugar a diversos tratados o partes dentro de la unidad de la Teología Moral. Al respecto es clásica la división en “Teología Moral Fundamental” (dedicada a la consideración de la estructura y aspectos generales del obrar cristiano) y “Teología Moral Especial” (sobre los ámbitos y configuraciones concretas de ese obrar ).A esta concepción responde la división de la II parte de la Summa Theologiae de Santo Tomás: I-II (“Moral General”) y II-II (“Moral Especial”). Y según la historia de la teología demuestra, son muchas las formas seguidas en la estructuración de la Teología Moral.
[4] Las diversas formas de organizar el tratamiento, que la “Moral Especial” ha dado al amplísimo ámbito de las cuestiones concretas relacionadas con el actuar moral, se pueden clasificar, casi de manera general, en torno a dos esquemas: el de las virtudes (Santo Tomás y la tradición tomista) y el de los mandamientos (la tradición alfonsiana y jesuítica).
[5] Es evidente, sin embargo, que el uso de una u otra sistematización no es indiferente en la consideración de las cuestiones. Tampoco lo es el concepto que se use de virtud. Como G. Abbà hace notar, se da en el debate contemporáneo una concepción de la virtud –kantiana, hobbesiana, consecuencialista, humeana, -- que nada tiene que ver con el concepto clásico de virtud. Se la concibe tan sólo en función y al servicio de unos principios normativos externos: el deber, la colaboración con los demás, la obtención de unos buenos resultados... De esa consideración han desaparecido las virtudes como principios normativos, a la manera de fines perseguidos por las inclinaciones afectivas según el dictamen de la razón práctica. Cfr. G. ABBÀ, L’originalità dell’etica delle virtù, cit.,141-142.
[6] Penetrar en el sentido de esa afirmación –decisiva  para una comprensión adecuada del “ser” y “obrar cristiano”— sólo es posible desde una recta interpretación de los dogmas de la Creación y de la Redención. Sobre los que, a su vez,  descansa la afirmación de la llamada universal a la santidad según ha proclamado solemnemente el Concilio Vaticano II y San J. Escrivá de Balaguer venía ya enseñando, de palabra y por escrito, desde 1928. De los numerosos textos, a  modo de muestra, entresacamos el que sigue: “El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima y carece en su actuación del dominio y señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas”  (S. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1985 (11 ed.), n. 26. (En relación con este punto cfr. las referencias de las notas 129 y 130). En los mismos términos es la afirmación de JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratisimam sane, n. 16: “Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado plenamente el Verbo eterno del Padre, que al encarnarse ha revelado al hombre la dimensión verdadera e integral de su humanidad : la filiación divina” (en adelante GrS).
[7] C. CAFFARRA, Vida en Cristo, Eunsa, Pamplona 1988, 47.
[8] Si ha de hacerse desde el sujeto o el objeto moral; si como ética de la virtud o ética del deber, etc.
[9] En el estudio de las virtudes es clásica la sistematización de Santo Tomás. Sirviéndose de la Escritura y de la Antigüedad clásica organiza el estudio de la vida del cristiano en torno a las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). Es el tratamiento que –no sin críticas (el mismo Santo Tomás es ya consciente de que la vida de las virtudes se escapa, en cuanto tal, a una clasificación rígida)— ha sido habitual en el estudio de las virtudes. El concilio Vaticano II –sin pretender ofrecer una sistematización-- sintetiza de alguna manera la vida cristiana en torno a las virtudes de la caridad, la humildad y la abnegación (cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, nn. 5, 42 [en adelante LG]).
[10] Cfr. Rom 1, 5; 16, 26.
[11] Cfr. Mt 22, 37; CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum, n. 5 (en adelante DV).
[12] Precisamente el intento de dar respuesta a ese interrogante fue el contexto del que la teología de los siglos XI y XII se sirvió para reflexionar sobre las virtudes. Con independencia de la diversidad de matices que el tratamiento de las virtudes tiene en los diferentes autores, ese concepto (el de virtud) aparece siempre ligado al proceso por el que la persona actúa libremente y tiende a la perfección.
[13] CEC, n.1822.
[14] Cfr. Tit 2, 12.
[15] Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 220-221.
[16] Entre los griegos se usan los términos enkráteia (derivado del verbo enkráteo= “soy dueño”) o sophrosine (derivado del verbo sophroneo = “soy sabio, moderado”).
[17] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit., 222.
[18] Cfr. P. LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2; SANTO TOMÁS, I-II, q. 55, a. 4; II-II, 141, a 3.
[19] Sobre la función de las virtudes en la vida cristiana puede consultarse R. CESSARIO, Le virtù, Jaca Book, Milano 1994, 116-121. (El libro es un manual sobre las virtudes).
[20] Sap 8, 7. En la expresión “ama la justicia” la palabra “justicia” es sinónimo de “bondad moral” o vida virtuosa, santa. El texto hace una enumeración –con un orden distinto del clásico y habitual-- de las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
[21] Eccl 31, 22. Se emplea aquí la palabra “moderación” (el texto dice “moderado”) por templanza. De manera similar a como se hace en Tit 2, 12.
[22] En otros escritos del Nuevo Testamento encontramos también enseñanzas sobre la virtud de la templanza. Las cartas de san Pedro ponen de relieve particularmente dos cosas: a) es una virtud que han de practicar todos los cristianos (cfr. 1 Pe 1, 13-14); b) está unida a la fe (cf. 2 Pe 2, 6).
[23] 1 Tes 5, 6-8.
[24] Cfr. 1 Tim 3, 2-3; Tit 1, 7.
[25] Tit 2, 2.
[26] Rom 14, 16-17.
[27] 2 Tim 1, 7.
[28] Cfr. Tit 2, 1-15.
[29] La bondad de la creación es una enseñanza constante en la Escritura y en la Tradición: el pecado de los orígenes no ha destruido la bondad de “el principio”. Y como se señalaba antes, la bondad de los orígenes, que está en la base de la doctrina de la llamada universal a la santidad —de la que, como también se decía, S. Josemaría Escrivá es reconocido oficialmente como precursor del Vaticano II (cfr. Decreto de Introducción a la causa de Beatificación, n. 2; Decreto Sobre las virtudes heroicas: AAS 82 (1990), 1450-1451)—, tiene siempre como uno de los presupuestos teológicos la íntima unidad entre la Creación y la Redención. S. Josemaría explicitaba, en ese marco, las consecuencias de la Encarnación del Verbo: “Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid n.112; cfr. también Ibídem, n. 183; Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, n. 70; Amigos de Dios, cit., n. 178). “Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte” (Es Cristo que pasa, cit., n. 112).
[30] Cfr. CEC, nn. 407-409
[31] La Escritura no hace un uso técnico del término “pasiones”. (Tampoco el CEC en los números que dedica a “la moralidad de las pasiones” [nn. 1762- 1775]). Y es evidente que no habla siempre de las pasiones con connotaciones negativas. Es más, con terminología antropomórfica, se dice de Dios que tiene pasiones (Dt 28, 63; Is 30, 27; Rom 2, 15; etc.), se presenta a Jesús no inmune de pasiones (Mt 21, 12-17; Jo 11, 33-35; etc.). En San Pablo, sin embargo, el término “pasiones” designa, por lo general, la sensualidad desenfrenada (Col, 5; 1Tes 4, 5; etc.).
[32] Cfr. A. LAUN, voz “Templanza”, en H. ROTTER-G.VIRT, Nuevo Diccionario de moral cristiana, Herder, Barcelona 1993, 563.
[33] Cfr. SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 3.
[34] SANTO TOMÁS, I-II, q. 4, a. 4.
[35] Cfr. GS, n. 14; CEC, nn.362-368.
[36] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit., 107. Cfr. SANTO TOMÁS, II-II, q. 58, a. 2.
[37] Cfr SANTO TOMÁS, II-II, q.141, a. 8. Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit., 225. Todas las virtudes revierten sobre el sujeto que las practica. No sólo hacen que sea buena la obra realizada sino sobre todo que sea bueno su agente. Pero se dice que la templanza revierte en el sujeto porque tiene por objeto al mismo sujeto y no algo externo a él.
[38] Cfr. CONC. VATICANO I, Constitución Dei  Filius, cn.. 5, en DS 3025.
[39] Cfr. CEC, n. 27.
[40] Cfr. CEC, n. 1717; S: AGUSTÍN, Confesiones. 1, 1, 1: “...nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti”.
[41] Cfr. CEC, n. 28.
[42] Cfr. Si 15, 14; GS, n. 17.
[43] Cfr. SANTO TOMÁS, I-II, q.13, a.6: Para este punto es útil la consulta de S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 499-507.
[44] Cfr. Rom 7, 22-27; Ga 5, 17; Ef 2, 3; GS, nn. 13, 37; CEC, n. 1707
[45] Cfr. CEC, n. 1089.
[46] Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit, 225-228.
[47] Cfr. SANTO TOMÁS, De malo, q. 15, a. 4.
[48] Cfr. CEC, n. 1809.
[49] Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit, 228.
[50] Para dirigirse a los bienes de los que depende la perfección de la persona humana, ésta cuenta con una serie de dinamismos: la inteligencia (conoce el bien), la voluntad (quiere el bien conocido), los apetitos (las tendencias hacia los bienes sensiblemente conocidos)...
En la teología escolástica con el nombre de “pasiones” se designan las tendencias o apetitos sensitivos (concupiscible o irascible) y los movimientos o la actuación de los apetitos sensitivos. Con ellos están relacionados otros conceptos que, aunque no son sinónimos, se usan como intercambiables en el leguaje no técnico: “instintos”, “afectos”, “concupiscencia”. Con la palabra “instintos” se describen las tendencias o inclinaciones del hombre: sobrepasan el ámbito de lo que son propiamente las pasiones. En este sentido se habla del instinto de conservación, instinto sexual, etc.  Los “afectos” se refieren a los actos intensamente fuertes de las pasiones o de los instintos, que en muchas ocasiones llegan a manifestarse exteriormente v. g. con conmociones, excitaciones físicas, etc. El nombre de “concupiscencia” se reserva para hablar  del deseo o tendencia que antecede o precede a la intervención de la inteligencia y de la voluntad. Trata, por tanto, de canalizar a la voluntad en la dirección del bien apetecido. Si el bien hacia el que inclina no es real o lo hace de una manera desordenada es la concupiscencia mala, es decir, que es fruto del pecado y lleva al pecado.
[51] SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 2.
[52] A. LAUN, voz “Templanza”, en Nuevo diccionario de moral cristiana, cit., 563.
[53] Cfr. CEC, n. 1809. Con esa terminología se designan unos conceptos que, ciertamente no son sinónimos, pero están estrechamente relacionados entre sí .
[54] Cfr. SANTO TOMÁS, I-II, q. 23, a. 1.
[55] Cfr .SANTO TOMÁS, II-II, q.141, a. 2-3.
[56] Cf. SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 3. Sobre las pasiones del apetito concupiscible cf. I-II, q. 23, a. 1-4.
[57] S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 535.
[58] Sobre este aspecto incide con particular fuerza un texto –entre otros— de S. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, cit., n. 84: “Templanza es señorío (...) Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de todo lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio— se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.
“La vida recobra entonces matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata”.
[59] Cfr. SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 1 y 6.
[60] En el orden de la razón se comprende el ser humano en su totalidad: alma y cuerpo, sensibilidad y espiritualidad. La elección que constituye la sustancia de la acción moral es obra a la vez de la sensibilidad que inclina al bien, de la razón que lo capta y juzga, y de la voluntad que lo experimenta y decide realizarlo. Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit., 234-237; S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 530-531.
[61] SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 6.
[62] Las palabras “vida presente” de la expresión “necesidades de la vida presente” se refiere –es obvio— a la vida de la persona en su fase terrena; pero no ha de olvidarse –se volverá después sobre este punto— que esa fase terrena de la existencia personal guarda relación esencial con la vida eterna o vida en plenitud. Por “necesidades de la vida presente” se han de entender cuanto sea necesario (y conveniente) para responder a la vocación a la que Dios llama a cada uno.
[63] SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 6 ad 1.
[64] Cfr. Veritatis splendor, n. 78 (en adelante VS).
[65] Cfr. SANTO TOMÁS, II-II, q. 141, a. 6 ad 3.
[66] CEC, n. 1809.
[67] Cfr. Rom 7, 14-24; GS, n. 13; CEC, n. 1717.
[68] Como hace notar J. Pieper (Las virtudes fundamentales, cit., 11) es así , como Santo Tomás, inicia el tratamiento que, en la Summa Theologiae (II-II), dedica a la Moral Especial. Es constante en el Magisterio de la Iglesia –sobre todo de los últimos años— situar la consideración de los diversos problemas en el marco de una antropología adecuada. A título de ejemplo se pueden citar en esta línea: GS, n.14; Humane vitae, n. 7 (en adelante HV); Familiaris consortio, n. 11 (en adelante FC); Donum vitae, Introducción, n. 3 (en adelante DVi).
[69] VS, n. 10.
[70] Cfr. Mulieris dignitatem,  n. 6 (en adelante MD).
[71]  Cfr JUAN PABLO II, Alocución 19. IX. 1979, n.1.
[72] Cfr. MD. n. 6.
[73] Cfr. GS, n. 24.
[74] Cfr. GS, n. 12.
[75] Cfr. GS, n. 24.
[76] SANTO TOMÁS, I-II, prol.
[77] En relación con el tema del hombre como imagen de Dios es necesario no olvidar algo que es obvio. No hay que exagerar tanto la semejanza entre la criatura y el Creador que parezca que se defienda una identidad: es mayor la desemejanza que la semejanza, aunque ésta sea real. Por otra parte, la imagen de que se habla no puede concebirse como una realidad física; alude, más bien, a una dimensión relacional esencial (cfr. MD, n. 7).
[78] Cfr. FC, n. 11.
[79] Cfr. EV, n. 24.
[80] Cfr. GS, n. 22. Eso quiere decir que la cristología es el camino adecuado para hacer una auténtica teología del hombre como imagen de Dios. (Cfr. Redempor hominis, nn. 7, 9; EV, n. 80).
[81] Cfr. EV, nn.2, 29.
[82] Cfr. Jn 1, 14; Col 1, 15-20; Ef 1, 3-11.
[83] Sobre este aspecto véase la exposición más detallada –aquí se presenta un resumen— de C. CAFFARRA, Vida en Cristo, cit., 51-66.
[84] Col 1, 15; 2 Cor 4, 4.
[85] Cfr. 2 Cor 5, 17; Gal 6, 25.
[86] CEC, n. 338.
[87] Cf. CONC. VAT. I, Constitución Dei Filius, cn. 5, en DS, n. 3025.
[88] Cfr. DV, n.6.
[89]Cfr. GS, n. 14.
[90]Cfr. CEC, n. 363.
[91] Cfr CEC, n 366.
[92]Cfr. CEC, n. 362.
[93] Al respecto se debe notar que una forma bastante generalizada de concebir el cuerpo y la vida humana —ya lo señala la encíclica Evangelium vitae— es considerar al hombre “en el contexto de los demás seres, especialmente vivos, y sobre todo de los animales superiores, morfológica y comparativamente más semejantes al hombre” Cfr. F. COMPAGNONI, voz “Corporeidad”, en Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid 1992, 282. En este contexto, el hombre no es en realidad superior a los animales. Está en la cima de los seres creados, pero no es diferente (teoría de la evolución de Darwin, escuela behaviorista, etc.). Esta concepción del hombre se apoya en algunas antropologías contemporáneas que ya no contemplan al hombre como un ser creado de modo especial por Dios y redimido.
En cambio, otros autores que admiten la diferencia esencial que como persona tiene el ser humano respecto de los que no lo son, explican ese concepto con criterios exclusivamente biológicos, sicológicos o sociológicos: la persona se definiría no por lo que es sino por lo que está en condiciones de hacer o aparentar. Sobre este punto cf. E. SGRECIA-M. C. DI PIETRO, voz “Procreación artificial”, en Nuevo Diccionario de Teología Moral, cit. , 1483.
[94]SANTO TOMÁS, I, q. 76, a. ad 2.
[95]SANTO TOMÁS, De spiritu creat. 3.
[96]La ética es entonces una exigencia interior de la naturaleza humana. La ley moral, en efecto, no es otra cosa que la indicación de lo que hay que hacer u omitir a fin de que la persona llegue a la perfección a la que, como tal, está llamada.
[97] En relación con esas inclinaciones o apetitos es necesario hacer una precisión. a) En primer lugar con ese nombre se señalan las que, constitutivas de la naturaleza humana, son previas a toda forma de conocimiento, sensitivo o intelectivo. Son la expresión de la ordenación del ser humano hacia su propio bien. Son las “inclinaciones naturales” o “apetito natural”. En sí son amorales. Como tales están la inclinación a la verdad, al bien, a la conservación del ser... b) Con ese nombre se designan también aquellas inclinaciones que se dan en la persona como consecuencia del conocimiento del bien. Son los llamados apetitos en sentido propio. Y según sean los bienes conocidos se calificarán como “sensitivos” (en relación con los bienes sensibles) o “racionales” (en relación con los bienes espirituales). De suyo son también amorales, ya que son inclinaciones que se dan con anterioridad a la elección deliberada de la voluntad. Sin embargo, la valoración moral sería distinta cuando la inclinación que se siente fuera resultado de una responsable intervención anterior de la voluntad (el llamado “voluntario in causa”). En el texto, se tiene delante esta segunda acepción del término “apetito”, cuando nos referimos a la moderación que lleva a cabo la templanza.
[98] La persona que realiza las acciones es una, es único el sujeto que siente, ama, etc.; pero entre el alma y sus potencias o facultades (los dinamismos a través de los que obra se da una distinción real).
[99] S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 512.
[100] Cfr. SANTO TOMÁS, I-II, q. 68, a.1.
[101] S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 514.
[102] Por eso no puede haber oposición entre las inclinaciones de la naturaleza y la ley natural. La ley natural es “la expresión, bajo la forma de preceptos de las inclinaciones naturales regidas por las inclinaciones al bien y la verdad”: S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 515.
[103] Se habla aquí de la concupiscencia en sentido moral, tal como habla San Pablo; no en sentido metafísico.
[104] Cfr. GS, n. 17.
[105]Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, C. Gent., 3, 112.
[106]Ibidem, 110.
[107]Frente a los determinismos de cualquier índole, cuyas tesis vienen a coincidir en negar la libertad (ésta sería sólo aparente: no sólo estaría condicionada, sino suprimida por condicionamientos y motivaciones anteriores), y a las valoraciones excesivas de la libertad (cada uno es libre de hacer lo que le venga en gana: no hay límite alguno para la libertad),  ya la experiencia enseña lo equivocado de esas teorías: por un lado, nos sentimos verdaderos dueños y responsables de los actos que realizamos consciente y voluntariamente; y por otro, experimentamos que las acciones que llevamos a cabo ni son irrelevantes ni tiene todas igual valor. Sobre este punto cfr. R. YEPES STORK, Fundamentos de antropología, Eunsa, Pamplona 1997, 164-169.
[108] Se trata, en el fondo, de esa dimensión del ser humano por la que se abre al infinito y hace de él un ser religioso por naturaleza: es la relación a Dios. Una formulación de esta tensión es la conocida confesión de San Agustín: “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta descansar en Ti”. Cfr. también CEC, nn. 27-30: “El deseo de Dios”.
[109] Cf. C. CAFFARRA, Vida en Cristo, cit., 170-178.
[110] Cfr. C. CAFFARRA, Vida en Cristo, cit., 171; cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit.,
[111] Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales,  cit,
[112] S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 515.
[113] Es evidente que la consideración de la vida humana transciende el marco del tratamiento propio de las virtudes. Pero a la vez  es la condición o presupuesto necesario para el desarrollo de la persona por medio de esas virtudes; y presupone una reflexión antropológico-teológica común a todas ellas, principalmente a propósito de la templanza. Dejando los aspectos que dicen relación a otros ámbitos (v. g. el de la justicia), aquí se consideran los bienes de la existencia corporal y la salud desde la perspectiva de la persona como sujeto individual y en cuanto se relacionan con el ámbito de la templanza.
[114] Cfr. EV, nn. 30, 34, 37-38, 47.
[115] Cfr. EV, nn. 2, 29; GS, n. 22.
[116] EV, n. 51; cfr. EV, nn. 53-54.
[117] Cfr. EV, nn. 40, 57.
[118] Cfr. EV, n. 39.
[119] GS, n. 14.
[120] Cfr. 1 Cor 6, 15.
[121] Este sentido amplio es el  que tiene presente el Catecismo de la Iglesia siguiendo los textos de la Sagrada Escritura: “La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2, 12)” (CEC, n. 1809).
La palabra “sobriedad” en la terminología de los manuales tiene una doble acepción. En sentido amplio designa la virtud que conserva la justa medida en el uso de los bienes deleitables. Y en sentido estricto se refiere la virtud que mantiene en su justa medida el uso de la comida y la bebida.
[122] El ayuno y la abstinencia, que bajo otro aspecto pueden considerarse también actos de las virtudes de la religión y la penitencia, como virtudes relacionadas con la templanza o sobriedad llevan a la privación o uso moderado de la bebida y alimentos según lo sugiere la razón iluminada por la fe.
[123] No es el caso de la práctica de actividades que, aun comportando riesgos graves para la vida y la salud, pueden o deben realizarse, porque existe causa proporcionada para ello.
[124] Cfr. EV
[125] Cfr. II-II, q. 146, a. 1.
[126] Cfr. GS, nn. 12-13.
[127] Cfr. Col 1, 5;2, 11.
[128] Eso se apunta cuando se afirma que en Cristo “la naturaleza humana (...) ha sido elevada también en nosotros a una dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, a todo hombre” (GS 22).
[129] Camino, Madrid 231965, n. 409. Los textos son numerosos. Muy significativa en esta línea es la homilía que lleva por título Virtudes humanas, pronunciada el 6.IX.1941 y recogida en Amigos de Dios, Madrid 111985, nn. 73-143: se hace ver ahí cómo la no valoración de las virtudes humanas es el resultado de “desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó entre nosotros (Ioh I,14) (Ibidem, n. 74).
[130] Sobre este aspecto de la enseñanza San J. Escrivá de Balaguer cfr. A. FUENMAYOR-V. GÓMEZ IGLESIAS-J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 1987,72-74. Pueden consultarse también los estudios de P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 21987, 42-56; 95-104; 170-196; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 51974, 77-90. Sobre la doctrina de la Creación y su relación con los demás misterios cristianos cf J. MORALES, El misterio de la creación, Pamplona 1994, 23-24.
[131] Cfr. “Dossier de Roma”, Documentum Synteticum de Moralitate regulationis nativitatum, en J. M. PAUPERT, Contrôle des naissances et théologie. Le dossier de Rome, Paris 1967, 159.
[132] Sobre este punto cfr, entre otros, los artículos de: G. GRISEZ, Dualism and the New Morality, en M. ZALBA, L’Agire Morale. Atti del Congresso Internazionale: Tommaso d’Aquino nel suo settimo centenario, vol. 5, Napoles 1974, 323-330; M. RHONHEIMER, Contraception, sexual behavior, and natural law. Philosophical Foundation of the Norm of Humanae vitae, en VV. AA., “Humanae vitae”: 20 anni dopo. Atti del II Congresso Internazionale di Teologia Morale (Roma, 9-12 novembre 1988), Milano 1989,89.
[133] Cfr M. RHONHEIMER, Contraception, sexual behavior, and natural law, cit. 107, nota 36.
[134] S. PINCKAERS, La nature de la moralité: morale casuistique et morale thomiste, en Somme Theologique, I-II, qq. 18-21, Tournai-Paris 1966, 525.
[135] Cfr C. CAFFARRA, Ética general de la sexualidad, cit., 91.
[136] Cfr ÍDEM, “Ratio technica”, “ratio ethica”, en “Anth” 5(1989/1)129-146; ÍDEM, “Humanae vitae”: Veinte anni dopo, en VV. AA., “Humanae vitae: 20 anni dopo, cit., 187.
[137] Cfr. Rom 8, 23.
[138] Cfr ÍDEM, Ética general de la sexualidad, cit., 46.
[139] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, cit., n. 183.
[140] ÍDEM, Surco, Madrid 31986, n. 831.
[141] ÍDEM, Es Cristo que pasa, Madrid 221985, n. 25.
[142] Cfr. CEC, n. 2345.
[143] Santo Tomás sitúa la humildad entre las virtudes anexas a la templanza. Se debe a que toma como principio de sistematización de las virtudes su  modo de obrar y no la materia ni el sujeto: cfr. II-II, q. 164, a. 4.

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