10 de diciembre de 2013

Celebración de la Misa en el hospital Dr. Adolfo Prince Lara, Santa Misa por los Niños hospitalizado,

Martes 10, II semana de Adviento.
Jesús nos pide salir hoy al encuentro del que sufre, del que está solo o enfermo, de quien no encuentra a Dios.
Día del Niño hospitalizado
Hospital Dr. Adolfo Prince Lara

Aunque no es fácil hacernos una idea de lo que supondría para un pastor perder a una de sus ovejas, podríamos hacer un esfuerzo y teniendo en cuenta, sobre todo, que hablamos del “BUEN” pastor. Y buen pastor es aquel que defiende a las suyas de los peligros, que las cuida y se sacrifica por ellas. Todos podemos ponernos en “la piel” de quien sale al encuentro de un necesitado, de quien no se queda indiferente ante la desgracia ajena...


        Saludos con gozo a todos los que trabajan en este centro de salud Hospital Dr. Adolfo Prince Lara: médicos, especialistas, enfermeras, estudiantes de medicina, pero con mayor particularidad a los niños que por diversas razones se encuentra aquí en las áreas hospitalarias, a quienes les queremos dibujar diariamente una sonrisa. Esta celebración quiere ser “un signo de particular afecto y cercanía” para los niños y sus padres “probados por la enfermedad y el dolor, que deben afrontar estas difíciles circunstancias de la vida, en la medida de lo posible, en un clima rico en humanidad y delicadeza”.






“Que la vida no me sea indiferente”... es parte del estribillo de una canción. En el fondo se trata de la denuncia de una actitud común entre quienes hacemos de nuestro ambiente social algo así como un compartimento estanco, en donde el interés real y la solidaridad por los demás queda ahogado por el anonimato. Vivimos rodeados de gente y, al mismo tiempo, somos unos extraños para la inmensa mayoría. Jamás en la historia ha habido aglomeraciones humanas como hoy en día, y sin embargo, en ningún tiempo como hoy se sufre tanta soledad y abandono. Los que padecen más duramente son los más indefensos: los niños y los ancianos. En su discurso ante una delegación del Instituto Dignitatis Humana el día 07, el Santo Padre Francisco, ha denunciado que “en nuestra época, rica de tantas conquistas y esperanzas, no faltan poderes y fuerzas que terminan por producir una cultura del descarte, que tiende a convertirse en mentalidad común” (…) Las victimas de esa cultura son precisamente los seres humanos más débiles y frágiles – los niños por nacer, los más pobres, los viejos enfermos, los inválidos graves… –, que corren el riesgo de ser ‘descartados’, expulsados por un engranaje que debe ser eficiente a todo precio". La causa de “este falso modelo de hombre y de sociedad”, es "un ateísmo práctico" que niega la Palabra de Dios. Los cristianos, si lo somos de verdad, no podemos permanecer indiferentes ante estos problemas.

Qué belleza poseemos en las plegarias eucarísticas cuando se rezan pro variis necessitatibus (para diversas necesidades), descubrimos hermosuras como estas, que nos invitan a no permanecer indiferentes: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido” (PEVb). 

Él manifiesta su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su palabra son para nosotros la prueba de tu amor; como un padre siente ternura por sus hijos, así tú sientes ternura por tus fieles” (PEVc).

La Iglesia reconoce en los enfermos “una presencia especial de Cristo sufriente”. Son las palabras del papa Francisco en su mensaje para la XXII Jornada Mundial del Enfermo sobre el tema “La fe y la caridad: también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” para el 2014, ahí el Pontífice habla de esperanza, “porque en el plan de amor de Dios, incluso en la noche del dolor se abre la luz de la Pascua”, y de coraje “para hacer frente a cualquier adversidad en su compañía, unidos a Él”.

La enfermedad, llevada por Dios, es un medio de santificación, de apostolado y de participación en la Cruz del Señor. El dolor puede ser un medio del que Dios se quiere valer para purificar las imperfecciones, para ejercitar y fortalecer las virtudes, y una oportunidad especial para poder unirnos a los padecimientos de Cristo que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que merecían nuestros pecados (1Pe. 2, 24; 1Jn. 3, 5). Los padecimientos físicos o morales, ofrecidos a Dios y convertidos en camino de santidad, no dejarán por esto de ser menos reales, llevan consigo una especial paz y alegría. Uno comprende entonces cómo, en la enfermedad, Dios está presente.

Caben aquí unas palabras de aquella niña de 12 años, que leí del Libro del presbítero José L. Nunes G, que lleva por título: “Rosalba, un rostro de Cristo hoy”, donde trata sobre la vida de una hermosísima niña tan llena de santidad, quien padecía una fuerte enfermedad que inició por su rodilla a causa de un tumor, pero que llegó a comprender la trascendencia sobrenatural de su enfermedad: “yo digo que Dios mandó mi enfermedad por algo ¿verdad?; yo soy como un instrumento de Él para llevar la Salvación, para yo decirle ‘Dios existe’ a las personas. Él hizo su obra en mí. Eso es lo que yo le quiero dar a entender a las personas…” Para quien cree en Cristo, las penas y los dolores de la vida presente son signos de gracia y no de desgracia, son pruebas de la infinita benevolencia de Dios, que desarrolla aquel designio de amor, según el cual, como dice Jesús, el sarmiento que dé fruto, el Padre lo podará, para que dé más fruto (Jn. 15, 2).  Siguiendo el camino de Cristo, que se entregó por amor, también nosotros “podemos amar a los demás como Dios nos ha amado, dando la vida por nuestros hermanos". Además, “la fe en Dios bueno se convierte en la bondad, la fe en Cristo crucificado se convierte en fuerza de amar hasta el final e incluso a nuestros enemigos”.
Dios no ha venido a eliminar nuestro dolor, sino a llenarlo con su presencia”. Dios es Amor, así que “donde hay Amor allí está el Señor”. Por eso, Dios no está ausente en nuestro dolor o enfermedad, sino más cerca que nunca, si somos capaces de vivirlos con Amor. Y, por esto, aun en lo más malo de la enfermedad, podemos dar gracias a Dios por su amor y por tantas personas y cosas buenas. Porque con los ojos de la fe descubrimos a Dios – Amor presente en nuestras familias y amigos que nos cuidan y apoyan incondicionalmente, en todos los que nos animan y apoyan, en los que rezan por nosotros aun sin conocernos personalmente, en el abrir nuestro corazón a todo lo bueno de la vida y a todos los que sufren, en el deseo de luchar por un mundo mejor…, en los que junto a Dios piden por nosotros y nos recuerdan que “somos ciudadanos del Cielo”. Un Dios – Amor realmente presente en todo lo bueno que supone esta gran experiencia humana y cristiana de una enfermedad, intentándola vivir desde la fe y el Amor.

Acercándonos con ternura “a aquellos que están necesitados de atención llevamos la esperanza y la sonrisa de Dios en las contradicciones del mundo”. Una generosa entrega a los demás que se convierte en el estilo de nuestras acciones.
¿Qué nos pide Jesús en este tiempo? Salir hoy al encuentro del que sufre, del que está solo o enfermo, de quien no encuentra a Dios o ha perdido la esperanza de vivir. Se requiere: generosidad, sacrificio, pero más que todo ello, se requiere tener un corazón grande. Todo cristiano vive unido a los demás. No se puede aislar del resto. Los males de uno, son también los míos. Somos un cuerpo vivo y por ello todo lo que ocurre me afecta a mí como una parte de él. ¡Qué difícil, pero qué hermoso sería dejar por un momento lo propio, los intereses personales, para ir al encuentro, en búsqueda del hermano, en nombre de Dios!

María es el modelo cristiano “para crecer en la ternura, en la caridad respetuosa y delicada”. “La Santísima Virgen, madre de los enfermos y de los que sufren, permanece “al lado de nuestras cruces y nos acompaña en el camino hacia la resurrección y la vida plena”. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar. 

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