12 de noviembre de 2015

EL SACRAMENTO DEL PERDÓN

EL SACRAMENTO DEL PERDÓN


Si en algo han insistido los últimos sucesores de Pedro ha sido en la necesidad de recuperar el Sacramento de la penitencia y la práctica de confesar los pecados. San Juan Pablo II convocó un sínodo ordinario de obispos para tratar la cuestión. El resultado de aquel sínodo fue la exhortación postsinodal Reconciliatio et poenitentia que es una verdadera luz para este tema. Recomiendo vivamente la lectura de este texto que nos puede ayudar para vivir este jubileo de la misericordia. En particular es un texto imprescindible para quienes se vayan a preparar como predicadores de la misericordia.
¿Cuál es el problema de este sacramento? ¿Por qué las personas han dejado de ir a confesar? ¿Por qué los mismos sacerdotes han mostrado menos disponibilidad para la confesión? La razón hay que buscarla en
- la crisis de fe,
- la decadencia del espíritu y 
- la pérdida de la conciencia de pecado que ha provocado la secularización y sus consecuencias.
Del mismo modo que san Juan Pablo II al constatar la descristianización, convocó a una nueva evangelización, Benedicto XVI convocó el Año de la fe y nos regaló, junto con el Papa Francisco, la encíclica Lumen fidei. El resumen es muy claro: quien no tiene la luz de la fe no ve, no reconoce sus pecados. Es un ciego y necesita la luz.
Encender la lámpara de la fe es la única posibilidad de empezar a descubrir las heridas del pecado, reconocer las enfermedades del espíritu. La peor enfermedad del espíritu es el pecado que, aunque no seamos conscientes de él nos destruye igualmente y puede provocar la muerte espiritual. ¿Imaginan que mañana nos levantáramos y escucháramos en la radio o leyésemos en las portadas de los periódicos que los médicos están alarmados porque en el día de ayer no recibieron ninguna visita? ¿Por qué van las personas al médico? La respuesta es clara: porque están enfermos y sienten los síntomas de la enfermedad, porque buscan la salud.
Lo que ha ocurrido con la secularización y sus consecuencias es muy curioso. No es que seamos más pecadores o menos que las anteriores generaciones. No. SOMOS IGUALMENTE PECADORES. El problema es que hemos caído en la peor de las enfermedades que es NO RECONOCER LOS SÍNTOMAS DE LA ENFERMEDAD. Es como aquel que tiene cáncer y se va corroyendo por dentro sin acudir al médico porque aún no se han manifestado los síntomas de la enfermedad. Lo que ocurre en nuestra generación es peor. No sólo –por falta de luz, por falta de fe– hemos dejado de ver las sombras de nuestra vida o reconocer las heridas del pecado, sino que hemos sufrido la peor de las mutaciones. Hemos aprendido a llamar bien al mal y mal al bien. Esta es la crisis espiritual más seria: llamar a la enfermedad salud y dejar que la enfermedad nos lleve a la muerte del espíritu.
Pongamos algunos ejemplos para aclararnos: ¿qué es el aborto? La respuesta es evidente. El aborto es un crimen, la muerte de un inocente indefenso. ¿Cómo lo llama nuestra cultura dominante? El aborto es un derecho a decidir o la salud reproductiva. ¿Qué es la eutanasia? La eutanasia es matar o dejar morir a una persona enferma y necesitada. ¿Cómo lo llama nuestra cultura dominante? Morir con dignidad. ¿Qué es el divorcio, el adulterio, la promoción de la pornografía? Son faltas contra la justicia, la fidelidad, la dignidad de la sexualidad, etc. ¿Cómo los llama nuestra cultura dominante? Son conquistas de la libertad, expresiones del amor libre y nuevos derechos. Podríamos continuar así hasta el infinito. Sin embargo, los hechos son obstinados. El pecado es la peor de las enfermedades porque rompe la alianza con Dios y porque atenta contra los bienes de la persona. Quien miente se hace mentiroso, quien roba se convierte en un ladrón y corrupto; quien se afirma en su egoísmo quiebra su vocación al amor y se convierte en un ególatra. Ser mentiroso, ladrón, ególatra, orgulloso, vanidoso, envidiosos, perezoso, lujurioso, etc. son enfermedades que destruyen a la persona.
Hablemos claro. Si no vamos a confesar los pecados es porque no nos sentimos enfermos y porque hemos perdido el sentido del pecado, es decir, ya no reconocemos los síntomas del pecado porque tenemos embotada la mente y pervertido el corazón (Rm 1, 24-31). Éste es la peor consecuencia de la secularización: haber mutado la conciencia, haber perdido la conciencia de pecado. Esta es la peor enfermedad porque nos insensibiliza ante el mal y nos deja indefensos ante él. Es más, nos hace desearlo como un bien en nombre de la libertad y en nombre de tantos slogans que promueven las ideologías y el consumo. Ya nos advertía de ello el profeta Isaías:
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas; que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! […] Como la lengua de la llama devora el rastrojo y como el heno es consumido por el fuego, así su raíz se pudrirá y su flor será aventada como polvo” (Isaías 5, 20.24).
En resumen: el pecado destruye al hombre y no reconocerlo, aceptando el mal como bien, es el camino de la perdición.
Salir de esta enfermedad epocal, de esta crisis profunda del espíritu, requiere una operación traumática. Se trata nada menos que de un trasplante de corazón y mente. En griego esta operación se llama metanoia, en español la traducimos por conversión. Es ni más ni menos que lo que anunciaba el profeta Ezequiel como profecía:
Arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis” (Ezequiel 36, 26-27). La decadencia del espíritu y la falta de fe han producido la dureza de corazón que nos hace insensibles al pecado.
La profecía de Ezequiel se ha cumplido en Jesucristo. El comenzó su predicación precisamente apelando a la conversión y a la fe: “El reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). El sacramento de la conversión es el Bautismo que nos regala un corazón nuevo en quien habita el Espíritu Santo; el agua que nos limpia de todo pecado y nos regala la docilidad a la voluntad de Dios que es nuestro bien. La iniciación cristiana es el proceso mediante el cual la Iglesia nos gesta como cristianos, nos quita la dureza de corazón y nos enseña a vivir practicando el bien y detestando el mal. Se trata de un proceso en el que toma la iniciativa la gracia de Dios que nos cura con los sacramentos y nos acoge en la Iglesia, la comunidad en la que vivimos de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y saboreamos el amor entre los hermanos.
Cuando nos falta la fe, cuando perdemos a la Iglesia, vivimos a la intemperie donde fácilmente somos devorados por los lobos. Por eso son tan importantes la familia cristiana, iglesia doméstica, y la comunidad cristiana, oasis en medio del desierto de este mundo.
El trabajo que nos espera, pues, en este Jubileo de la misericordia es apasionante. No se trata de promover algunas actividades. El Papa nos llama a entrar en el corazón del Evangelio para llenar los corazones del Amor de Dios. La misma palabra misericordia apela al corazón de Dios que viene a sacarnos de nuestra miseria. Lo que se nos pide es continuar en la evangelización, transmitir y sostener la fe, avivar el espíritu con la gracia de Dios y proponer de nuevo el sacramento del perdón, la confesión de los pecados. Se trata de presentar al Señor nuestras llagas para que El las cure. El lo puede todo y como dice el salmo: “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, Tú no lo desprecias” (Sal 51, 17).

a) La conversión

El proceso de la conversión aparece de manera pedagógica en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 17-21), en la oración del publicano (Lc 18, 13) y en los encuentros de Jesús con los pecadores (Lc 7, 47). El acto mismo de la conversión comprende diversos aspectos:
1) “La toma de conciencia y un sincero reconocimiento del pecado cometido: el hijo pródigo “entrando dentro de sí mismo” parte y vuelve a su padre y le dice: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco ser llamado tu hijo” (Lc 15, 17-21).
2) Humilde apelación, llena de fe y confianza, a la misericordia divina: el publicano, a distancia y no atreviéndose a levantar los ojos al cielo, golpeándose el pecho, decía: “Dios mío, ten compasión de este pecador” (Lc 18, 13).
3) El amor que lamente lo pasado: a la pecadora, “bañada en lágrimas”, cuyos gestos denotan un gran amor, le son perdonados los pecados “porque ha amado mucho” (Lc 7, 47).
4) Una voluntad radical de cambio moral, que deja el corazón del hombre sencillo y puro como el corazón de un niño: “si no se vuelven como niños no entrara en el reino de los cielos” (Mt 18, 3).
5) El esfuerzo continuo y la preocupación exclusiva de “buscar ante todo el reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33), es decir, regular la propia vida según la nueva ley del evangelio y “hacer la voluntad del Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
La conversión exige, pues, el compromiso total del hombre, pero es ante todo una gracia, que debemos a la libre iniciativa de Dios, quien previene al hombre: el pastor va tras la oveja descarriada, la mujer busca cuidadosamente la dracma perdida, hasta que la haya encontrado (Lc 15, 4.8). Y el perdón es totalmente gratuito: el deudor perdona la deuda a los deudores que no tiene para devolverle (Lc 7, 41-42); el padre del pródigo devuelve a su hijo el puesto que no merecía (Lc 15, 20-24). El evangelio del reino contiene, en efecto, esta revelación desconcertante: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de la penitencia” (Lc 15, 7).


b) El perdón de los pecados

Sólo Dios puede perdonar los pecados. Este poder lo ha pasado el Padre a Jesucristo, quien lo puso de manifiesto en la curación del paralítico: “¡Ánimo hijo, tus pecados te son perdonados[…] y para que veáis que el hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo al paralítico: levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa. El se levantó y se fue a su casa” (Mt 9, 2.6).
La Iglesia perdona los pecados por medio del sacramento del bautismo que supone una regeneración como indicara Jesús en su conversación con Nicodemo: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de los cielos” (Jn 3, 5). Para los que hemos pecado después del Bautismo, la Iglesia nos perdona los pecados mediante el Sacramento de la penitencia, al que los Santos Padres llamaron la segunda tabla de salvación. San Pablo insiste a los cristianos de Corinto que se dejen reconciliar con Dios para que se aplique la gracia alcanzada por Cristo: “Todo viene de Dios, que nos reconcilió con El por medio de Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación […] En nombre de Cristo les rogamos: reconcíliense con Dios” (2 Cor 5, 18.20).
En este Jubileo de la misericordia, con las mismas palabras de san Pablo, les ruego: ¡reconcíliense con Dios! Acudamos al Sacramento de la penitencia donde se nos curan todas las heridas del pecado. A mis hermanos sacerdotes les invito a que expliquen con detalle a los fieles la riqueza de la reconciliación, las cinco condiciones para una buena confesión. Preparen esquemas sencillos para un buen examen de conciencia y muéstrense disponibles para todos los fieles con horarios fijos para la confesión y con plena disponibilidad para confesar en cualquier momento. Este Jubileo lo hemos de aprovechar con todas nuestras fuerzas para anunciar el kerygma: que Dios nos ama tal como somos; que por nosotros ha muerto y ha resucitado; que nos espera para conocer nuestras llagas y para curarnos, ya que El es el médico que cura todas nuestras enfermedades.
Los sacerdotes en la confesión actúan en la persona de Jesucristo, lo hacen presente prolongando su Encarnación y Resurrección. En su nombre perdonan los pecados e indican con la satisfacción el proceso necesario para la curación completa después de haber pecado y recibir la absolución. El perdón de los pecados, que recibimos en el Sacramento de la penitencia, cuando acudimos con un corazón dispuesto, es uno de los mayores tesoros que tiene la Iglesia. Para ello es conveniente que nos detengamos en algunos aspectos de este sacramento.
En primer lugar, antes de acudir a confesar los pecados, conviene realizar un buen examen de conciencia. Para ello hemos de invocar al Espíritu Santo para que nos ilumine. Repasar nuestra vida desde la última confesión, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, los mandamientos, las virtudes, las Bienaventuranzas, etc. Es bueno averiguar las raíces de nuestros pecados, y para ello hay que repasar los pecados capitales y las actitudes profundas del alma. Luego hay que revisar nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. Ver como llevamos nuestras exigencias del propio estado (casado, célibe, soltero, viudo, etc.) hasta ocuparnos de nuestros pensamientos más íntimos y el cuidado y formación de nuestra vida cristiana, sin descuidar la vida de apostolado que deriva de nuestro bautismo y de las obligaciones con la Iglesia. Nos puede ayudar un esquema sencillo de examen de conciencia y, sobre todo, el confesar habitualmente con el mismo sacerdote.
Tras un diligente examen de conciencia, hemos de suplicar al Señor que nos regale el dolor de los pecados. Este dolor no reside en la parte afectiva de nuestra persona, aunque puede resonar en ella suscitando sentimientos de dolor. El dolor de los pecados se distingue del sentimiento de culpabilidad, porque descansa en la voluntad. Se trata de detestar el pecado por ser ofensa a Dios y proponer no volverlo a realizar. La conciencia de pecado es una conciencia abierta que tiene a Jesucristo, icono de la misericordia, y al Padre como interlocutores: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 21). El sentimiento de culpabilidad se repliega sobre sí mismo y si no se abre ante el verdadero interlocutor (Dios) puede ser enfermizo. De ahí la importancia de un buen director espiritual que nos ayude a distinguir e iluminar nuestra vida interior.
Al sacramento de la penitencia hemos de acudir con un corazón contrito, el que manifiesta el dolor de haber ofendido a Dios. Así lo decimos en el acto de contrición: “Me duele haberlo ofendido por ser quien eres, bondad infinita, y porque te amo sobre todas las cosas”. Si acudimos con el simple dolor de atrición –el que expresamos cuando decimos “también me duele porque puedes castigarme con las penas del infierno”– hemos de suplicar la contrición haciendo actos de fe y amor a Dios y dejándonos ayudar por la gracia del sacramento.
Con el ánimo bien dispuesto, decimos al confesor todos los pecados tal como están en nuestro corazón tras un diligente examen. La confesión debe ser sencilla y expresar con claridad todo aquello que nos separa de Dios, que nos separa de los hermanos o que nos conduce a nosotros por el mal camino, sin olvidar los pecados de omisión. No decir todos los pecados al confesor es actuar como aquel que va al médico y le oculta los síntomas de su enfermedad. Hay que conocer todos los síntomas para hacer un buen diagnóstico y ofrecer la medicina adecuada. Lo mismo ocurre con la confesión en la que el sacerdote, en nombre de Cristo, actúa como médico que debe aconsejar, absolver, si se dan las condiciones, y aplicar la satisfacción oportuna.
La absolución de los pecados es el gran tesoro de la confesión. Para poder apreciarla y procurar la confesión frecuente, conviene que explicitemos bien lo que significa el perdón de los pecados. Para ello nos sirve acudir a las expresiones del salmo 51 (50) que es el salmo penitencial que más utiliza la tradición cristiana. En este salmo, que se atribuye a David, el pecador implora la misericordia de dios reconociendo su pecado y su condición pecadora: “Misericordia Dios mío, por tu bondad […] Contra Ti sólo pequé […] pecador me concibió mi madre”. Después de reconocer su pecado y apelar a la misericordia y ternura de Dios, suplica el perdón utilizando varios verbos: “lava mi delito, limpia mi pecado, borra en mí toda culpa, aparta tu rostro de mi pecado, etc.”.
Si nos quedáramos con lo que expresan estos verbos, no alcanzaríamos lo específico del perdón cristiano, ya que aunque limpiemos, borremos, lavemos o apartemos el rostro de lo hecho, siempre volvemos sobre algo manchado. Sin embargo lo propio de la absolución y del perdón está expresado con otro verbo que supone una revolución: “crea en mí un corazón puro, renuévame con espíritu generoso”. Lo que el salmista pide es una nueva creación. El verbo que utiliza el hebreo es el mismo con el que el libro del Génesis habla de la creación. La absolución en el sacramento de la penitencia, por los méritos de Cristo, responde a la súplica del salmista. La absolución, cuando se dan las condiciones adecuadas en el penitente, crea un corazón puro. Se trata, aunque parezca increíble, de un nuevo Génesis, de una nueva creación. Después de confesar y ser absuelto, el penitente es una nueva criatura, no es el pecador de antes: “El que está en Cristo es una criatura nueva, lo viejo ya pasó, y ha aparecido lo nuevo” (2 Cor 5, 17).
Es más, con la absolución se cumple también la segunda súplica del salmista: “Afiánzame con espíritu generoso” (Sal 51, 12). De nuevo el Espíritu Santo habita en el creyente operando la nueva creación. Por propia experiencia les puedo decir que, personas destrozadas, incluso abocadas al suicidio, al escuchar esta explicación del perdón han sido totalmente restablecidas y en sus rostros ha aparecido de nuevo la alegría. También así se cumplen las palabras del salmo: “Hazme sentir el gozo y la alegría, que se alegren mis huesos quebrantados” (Sal 51, 10).
Confesar los pecados y recibir la absolución es dejar de nuevo que habite en nuestro corazón el Espíritu Santo, que es la fuente de la alegría. Desconocer esto es haber perdido el gran tesoro del perdón cristiano. Como nos indica la misma palabra, con la absolución quedamos “sueltos”, liberados de la esclavitud del pecado y recibimos de nuevo el don (perdón) de Dios, la condición filial que nos posibilita sentarnos como hijos y participar en la mesa que Dios dispone: la Eucaristía, el Cielo en la tierra.
Con la absolución se nos perdona la culpa y se vuelve a restablecer la alianza con Dios. Sin embargo todavía hay que curar las heridas del pecado, restablecer las fuerzas para la virtud y purificar el corazón de las reliquias del pecado. Para eso el sacerdote, como buen médico, debe indicar y poner al penitente una satisfacción adecuada que le ayude a excitar la caridad y a ejercer las virtudes opuestas a los pecados o vicios confesados. Restablecer todo lo que rompe el pecado y todas las consecuencias de una vida desordenada también es proceso y necesita tiempo y virtud.


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