20 de mayo de 2006

Tu puedes ser sacerdote

Dar mi experiencia vocacional significa hacer un ejercicio refrescante de volver al “Amor primero”. Son muchos los signos, mociones, que Dios va poniendo en la vida para indicarnos un camino. Cuando cumplí la mayoría de edad, y habiendo culminado en bachillerato en ciencia (1994), me dediqué hacer la Carrera de Mecánica Térmica en el Instituto Universitario de Tecnología de Puerto Cabello, la cual no terminé. Vivía con mi mamá Ascensión María, y era (soy) el menor de seis hermanos (Vicente – Alexander y Marlene [gemelos] – Zuleima [Q.E.P.D]  y Gloria). Participa de las actividades de mi parroquia el Santuario Santo Cristo de la Salud, sin compromiso alguno, además de que siempre esquivaba un tema importante, entonces yo lo veía así, sobre el sacerdocio.

 “Tu puedes ser sacerdote…” Me decían: a lo que con soberbia respondía que NO. Ante la llamada del Señor y que se manifestaba con signos, mociones, yo decía que NO. Pues nunca pensé entrar en el seminario; pero en los planes de Dios ése era mi futuro inmediato. Un momento crucial en mi vida fue el 29 de marzo de 1998, – no para decidir entrar en el seminario pero si una parte, que sería como el primer paso –, recibo la noticia de que habían asesinado a un gran amigo. Un amigo que nunca me dijo: Tú puedes ser sacerdote, pero con su testimonio de vida, con su entrega a los demás y en el ejercicio de su ministerio me lo expresaba: lo maravilloso de Ser Sacerdote. Ese amigo era Mons. William Guerra, y como decía el día de mi ordenación sacerdotal: una persona que desde el BLANCO EJERCITO DE LOS MÁRTIRES me cuida. Ese mismo año, ya más incorporado en el trabajo parroquial, junto al grupo JAUCRI, pero en la Iglesia de Nuestra Señora de Coromoto, comencé por adquirir más compromiso de trabajo, no sólo personal, sino también de grupo y diocesano. De la vivencia en el grupo, aún perduran emotivos encuentros y grandes amigos. En agosto, de 1998, dirigí el segundo campamento misionero, en mi diócesis de Puerto Cabello, campamento que al principio no quería regir, pues veía a otros con más capacidad; al final, con un poco de miedo pero sobre todo la ayuda de Dios, dirigí el campamento. Finalizado este campamento ya sentía inquietud, pero a nadie se la compartía. Realicé el segundo Congreso Misionero en diciembre de ese año, en los Andes Venezolanos: en la Grita.

 Crecía más la inquietud, pero lo guardaba en mi interior. Regresando del congreso a casa, en enero de 1999, tenía una carta, no sabía de donde venía, pues era una invitación de la Pastoral Vocacional a participar en los encuentros vocacionales.

 Una anécdota de esto, fue una expresión de mi madre: ¡niño! No paras. Acepté la invitación con miedo, temblor, sabiendo la inquietud que guardaba, preguntándome qué quiere el Señor de mí. Y me lancé a esta aventura. Ya en la primera convivencia vocacional en febrero de 1999, a la orilla de un lago y en un pequeño puente, el padre Juan Fernando, acompañado del padre Wolfgang, comenzaron a evocar aquel pasaje cuando el Señor llamó a sus discípulos, y como éstos dejaron todo por seguirle a él. No aguanté, y eso de que los hombres no lloran son mentiras, y me fui corriendo a la capilla donde estaba el Señor, tomé la Sagrada Biblia, y leí el pasaje Isaías 6: “¿A quién enviaré? ¿Quién anunciará, a mi pueblo mi verdad?”. Fue el culmen para decidir entregar mi vida al Señor. Respondí: “aquí estoy Señor Jesús, con sueños, mis temores y mi juventud. Todo lo que soy te lo entrego a ti, mi anhelos mis deseos de vivir. No fui yo quien te escogió, fuiste Tú que por mi nombre me llamó…” Y comenzó una nueva etapa en mi vida. Dejé la carrera que estaba haciendo, por eso no al terminé, y me esforcé por prepararme para entrar al seminario. 

Algo que se torna difícil es cómo comunicarles a tus padres, especialmente a mamá, esta decisión. Quise esperar un tiempo para decirle, pero se entero por otras voces. Al principio se enfadó conmigo ¡Lógico! Siempre se esperan nietos, pero lo que no sabía mi madre que muchos nietos espiritual le iba a dar. Esto me dolió, pero recordé aquellas mismas palabras del Señor: “todo el que haya dejado casa, hermanos, padres, madres, por mí nombre, recibirá el ciento por uno…” (Mt. 19, 29). Su disgusto fue cesando hasta que ingresé en el Seminario Mayor Nuestra Señora del Socorro de Valencia el 23 de septiembre de 1999. Hoy, está más contenta que nunca. Estuve tres años en el seminario, haciendo la filosofía, hasta que un día del mes agosto (¡siempre agosto!), el padre César Barrios, encargado entonces de la Pastoral Vocacional de mi diócesis, me dijo: “Hay la posibilidad de enviar estudiar a seminaristas a Europa…” Por supuesto, no pensé en mí, sino en mis otros compañeros. Prosiguió el padre: “No, serán dos que están en el mismo curso” ¡Claro! Uno de esos dos era yo ¿Por qué a mí? Buena pregunta. La respuesta sólo la sabe Dios. Mi obispo, en ese entonces Mons. Ramón Antonio Linares Sandoval, conversó conmigo el 5 de diciembre de 2001 y ya sabiendo cual era el destino (España) me dijo: “Puedes ir a España o quedarte. Seguirás igual tu formación” Le respondí: “Si hay que ir, obediencia y que se haga la voluntad de Dios”. Y comenzó un nuevo discernimiento, pues nunca se me había pasado por la mente venir estudiar a Europa. Igualmente, esperé hasta enero de 2002, para decirle a mi mamá esta gran noticia: “Mamá, año nuevo, noticias nuevas…” Y la acogió con alegría, con gozo, tranquilidad, aunque por dentro sentía la separación y la distancia corporal de su hijo. Salí de Venezuela el día 1 de septiembre de 2002 y llegué a Pamplona, al Colegio Eclesiástico Internacional Bidasoa el día 2. Con gozo, tranquilidad, con la ilusión de seguir formándome para el sacerdocio. Fui acogido como en casa (mi casa). Este mismo mes, el 28 de septiembre, Mons. Ramón Linares, tomó posesión de su nueva diócesis de Barinas, quedando bajo la custodia del entonces Sr. Arzobispo de Valencia Mons. Jorge Urosa Savino como Administrador Apostólico de Puerto Cabello (+ Cardenal y Arzobispo Emerito de Caracas) durante casi dos años, hasta que fue nombrado mi nuevo obispo Mons. Ramón José Viloria Pinzón [Q.E.P.D]. De Mons. Viloria he recibido la Admisión a las Sagradas Órdenes, el 9 de junio de 2004 en Bidasoa, además de conocernos personalmente. Igualmente su autorización para recibir: los Ministerios de Lector y Acólito dados el 19 de marzo de 2005; y también sus dimisorias para ser ordenado diácono, en Pamplona – España, el 29 de abril de 2006. Son muchas las gracias que, durante los años en España, he podido vivir y experimentar en esta tierras europeas, especialmente en Pamplona que me ha acogido; y aún, hoy, la sigo disfrutando. La dicha de estudiar en tan magna Universidad, el estar en este gran semillero de vocaciones como es el Colegio Eclesiástico internacional Bidasoa; la alegría de peregrinar hasta Javier, y pedir por la evangelización de todos los pueblos, además de rezar por mi Obispo, sus proyectos e intenciones; mi familia, amigos y conocidos. Y abriendo más el horizonte a otras parte de España, la ocasión que se me dado de conocer parte de la cuna del Cristianismo y de los grandes Santos (Sta. Teresa, S. Isidoro de Sevilla, San Juan de la Cruz, etc.,). Por eso, la vocación ciertamente es un diálogo amoroso y misterioso. Mucho de ella sólo con el tiempo y la madurez la acrisolan ya que también son muchos los obstáculos a vencer en el camino. Todo está en mantenerse firmes y seguro en el Señor. Sin duda alguna Dios cumple su Palabra: llama y concede las gracias para mantenerse firmes en la vocación recibida.

 Hoy no vivo con mi familia de sangre, pero la Iglesia entera es mi familia; no estudio mecánica térmica pero estudio Teología ¿Acaso hay algo más grande que estudiar a Dios? No arreglaré piezas metálicas, pero vendaré y aliviaré corazones; no formo parte de ningún grupo juvenil, pero soy miembro de una comunidad de hombres que miran una meta común: Dios. Como diácono de la Iglesia – decía por entonces – « me toca ser el oído, el corazón y el alma del obispo. A su disposición para servir al pueblo de Dios y cuidar de los enfermos y pobres; amigo de los huérfanos, de las personas piadosas, de las viudas, fervoroso en el espíritu, amante del bien. Además, se te encomienda la misión de llevar la Sagrada Eucaristía a los enfermos…administrar el bautismo y dedicarme a predicar la Palabra de Dios…».

 Mi compromiso adquirido con la ordenación diaconal, y que se perfecciona con la sacerdotal, es ayudar a mi Obispo y a todo el presbiterio, en tres cosas esenciales: En primer lugar en el anuncio de la Palabra. Predicar es comunicar Cristo a los hombres y mujeres, porque Cristo es la Palabra viva del Padre. A pesar de nuestras debilidades, los fieles esperan de nosotros (de mí) la fuerza de la palabra de Dios, con plena fidelidad a las verdades de la fe cristiana. Y para ello, hemos de dar (primero yo) ejemplo: «Al hablar haga cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo…es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias…y cuando se acerque el momento de hablar, antes de comenzar a decir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar lo que bebió y exhalar de aquello de lo que se llenó…» (S. Agustín, la Doctrina cristiana, 4, 15, 32). En segundo lugar, el servicio del Altar. Preparar el Sacrificio y distribuir a los fieles el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo ello, procurado en el cuidado de la celebración con piedad sincera fruto del amor. Es tratar bien al Señor, porque es Hijo de buena Madre. Por último, también me atañe ejercer el ministerio de la caridad en representación de mi Obispo. Servicio que realizaré con la ayuda de Dios; de servir y no ser servido (Mt. 20, 28). Me toca servir, como diácono, sin poner condiciones a todas las personas. Es ser, con la oración y con el ejemplo de vida entregada y servicial, sal que da sabor cristiano a la vida de tanta gente y luz que alumbre su camino en medio de las dificultades (Cf. Mt. 5, 13-14). Me toca cumplir, pues, aquello que me dirigió el Sr. Arzobispo de Tarragona en el momento de la imposición de manos y la plegaria de Ordenación: «Que resplandezca en ellos un estilo de vida evangélica, un amor sincero, solicitud por los pobres y enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin tacha y una observancia de sus obligaciones espirituales…». ¡Claro! Todo esto no será posible sin la ayuda de todos ustedes, queridos amigos de Puerto Cabello, y de otras tantas partes del mundo, quienes habéis rezado mucho por mí el día 29 de abril, día de mi ordenación y que les agradezco mucho. Deben continuar rezando, no sólo por mí, sino también por nuestro Obispo y presbíteros. Regresé a Venezuela el 10 de julio de 2006, un día después de haber estado con el Papa Benedicto XVI en Valencia – España, porque como le dije a mi obispo: Comprenderá usted Monseñor que no me puedo ir sin la bendición del Papa. Y desde que llegué me fui preparando para mi ordenación sacerdotal: en la organización, cantos, la liturgia, arreglos, comidas, mi retiro antes de la ordenes, en fin, muchas cosas ¡claro! Sin dejar de ejercer mi ministerio como diácono que sólo en bautizos de julio a finales de agosto fueron unos cien. ¡Qué regalo! Mi ordenación sacerdotal fue el día 09 de septiembre de 2006, en la Catedral de Puerto Cabello, de manos de mi Obispo Ramón José Viloria Pinzón, y acompañado por los sacerdotes de mi diócesis, de la arquidiócesis, familiares, amigos y seminaristas. Entre las muchas palabras que me dirigió el señor Obispo fue: Desde hoy eres Sacerdote de Cristo. Ya no te perteneces. Ya no eres tuyo. Eres de Dios y de los hermanos. Has sido expropiado para beneficio del Reino de Dios y de la humanidad en el servicio de amor de Dios a los hombres. Ese es tu gozo. Tu entrega debe hacerte sentir la máxima de las felicidades, pues, como dice Jesús: No hay amor más grande que el de dar la vida por los hermanos. Y tú has decidido vivir en ese amor. Y esa es la máxima felicidad que puede sentir hombre alguno: Saber que se está viviendo en el máximo de los amores. Como sacerdote me toca, tomando las mismas palabras de San Pablo en su primera carta a los Corintios: “… así han de considerarnos los hombres: ministros de Dios y administradores de los misterios de Dios”. Mi misión es la de ser instrumento del Señor, es decir, que llamado y habilitado por la potestad recibida en el sacramento del Orden, ser canal para que la gracia divina llegue a cada uno de los fieles, haciendo posible su unión con Cristo. “Por lo demás lo que se busca en los administradores es que sean fieles”. Esta fidelidad se resume en las promesas que en el rito de la ordenación: - Presidir fielmente la celebración de los misterios de Cristo; - Realizar el ministerio de la Palabra con esmero en su preparación y en la exposición de la fe; y - Unirme cada día más a Cristo. Las múltiples facetas de la vida sacerdotal de cómo hacer presente el rostro misericordioso de Cristo entre los hombres, y entre las múltiples tareas que se me encomendaron están: - Confortar con palabras humanas de consuelo a quienes sufren; - Exhortar a no desesperarse a quien vaga en la oscuridad y en la desolación; - Aconsejar ante las vicisitudes de la vida tanto familiar como profesional. Me toca cuidar con esmero y dedicación de este don recibido, que indigno de ello, el Señor me ha confiado. Sin acostumbrarme a celebrar la misa; de conserve su emoción cada día. Por eso, y como decía Papa Benedicto XVI: “Muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo … La Eucaristía debe llevar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida” De manera que, y como nos lo recuerda el Papa, es necesario que los sacerdotes seamos conscientes de que nunca debemos ponernos nosotros mismos o nuestras opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Somos servidores y tenemos que esforzarnos continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. En fin, Dios se ha manifestado bondadoso e infinitamente generoso. “Sin duda alguna, ¡Vale la pena seguir al Señor!”
Pbro. Williams Roberth campos

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