18 de mayo de 2006

Los Ordenandos

Homilía en la ordenación de 10 diáconos en Pamplona(Parroquia de San Nicolás, 29 de abril de 2006)
1. Queridos D. José Manuel Martínez, Vicario de la delegación del Opus Dei en Pamplona; D. Santiago Cañardo, Rector de la Parroquia de San Nicolás; D. Miguel Ángel Marco, Rector del Colegio Eclesiástico Internacional Bidasoa y formadores del Seminario Internacional; D. José Ramón Villar, Decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra; Sacerdotes concelebrantes. Muy estimados seminaristas que hoy recibiréis la ordenación diaconal; padres, familiares y amigos. Seminaristas de Bidasoa. Muy queridos todos, hermanos y hermanas en el Señor.
No quiero disimular mi alegría, así como mi agradecimiento a Dios, por la oportunidad que me ofrece de conferir el diaconado a diez seminaristas de Bidasoa. Comprenderéis la emoción que sentimos en estos momentos los que hemos tenido la suerte de ver crecer y ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, el Colegio Eclesiástico Internacional Bidasoa, que hoy es una espléndida realidad que está haciendo un gran servicio a la Iglesia universal. Y estoy convencido de que está llamado a seguir haciendo una amplia y honda labor en la formación de sacerdotes. Pido al Señor que salgan de allí muchos y buenos sacerdotes para las diócesis de todo el mundo.
Aprovecho esta ocasión para dar las gracias a todos por el trabajo que desarrolláis: rector, formadores y profesores de la Facultad de Teología y de alguna manera toda la Universidad de Navarra. Gracias también muy especiales a los que con vuestras oraciones, trabajo y medios económicos contribuís a que salga adelante este proyecto, alentado por el Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo. Me uno especialmente a él y a San Josemaría Escrivá de Balaguer: desde el cielo estoy seguro que nos bendicen muy particularmente en estos momentos.
2. Queridos hermanos: Una nueva promoción de alumnos del Seminario internacional Bidasoa va a recibir la ordenación diaconal. Vamos a revivir lo que acabamos de escuchar en la primera lectura: como aquellos siete varones que accedieron al diaconado por la imposición de las manos de los Apóstoles, también hoy, por la imposición de las manos del Obispo, sucesor de los Apóstoles, estos diez hermanos nuestros serán consagrados para la misma misión.
¿En qué consiste este ministerio, cuál es esta misión? Su Santidad el Papa Benedicto XVI nos ofrece la respuesta en su primera Encíclica, al comentar precisamente este pasaje de los Hechos de los Apóstoles: «En la Iglesia de los primeros momentos, se había producido una disparidad en el suministro cotidiano a las viudas entre la parte de lengua hebrea y la de lengua griega. Los Apóstoles (...) decidieron crear para (este oficio), también necesario en la Iglesia, un grupo de siete personas. Pero este grupo no debía limitarse a un servicio meramente técnico de distribución: debían ser hombres “llenos de Espíritu y de sabiduría” (cf. Hch 6, 1-6). Lo cual significa que el servicio social que desempeñaban era ciertamente concreto, pero sin duda también lleno de espíritu; un verdadero oficio espiritual, que realizaba un cometido esencial de la Iglesia (...). Con la formación de este grupo de los Siete, la “diaconía” —el servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de modo orgánico— quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia misma. (Deus Caritas est, n. 21).
Con la ordenación diaconal ayudareis al Obispo y a su presbiterio en
a) el anuncio de la Palabra,
b) en el servicio del altar
c) y en el ministerio de la caridad y del servicio a todos los hombres.
Estas tres tareas expresan la naturaleza íntima de la Iglesia. Se implican mutuamente y no pueden separarse una de la otra (cfr. Deus Caritas est, n. 25). Vuestro oficio, por tanto, es un servicio que abarca todas las dimensiones de la vida.
En primer lugar el anuncio de la Palabra de Dios. La gracia sacramental que recibiréis os ayudará para que llevéis a todas partes el mensaje de Jesucristo. Predicar es comunicar Cristo a los hombres y mujeres, porque Cristo es la Palabra viva del Padre. Desde ahora, configurados con Cristo por el sacramento, cuando prediquéis hablaréis con su autoridad. De acuerdo con la misión recibida, tendréis que exhortar y educar en la doctrina santa tanto a los fieles cristianos como aquellos que no tienen fe. Seréis «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1).
A pesar de nuestras debilidades, los fieles esperan de nosotros la fuerza de la palabra de Dios, con plena fidelidad a las verdades de la fe cristiana. Y no podemos olvidar que se predica más con el ejemplo que con las palabras: hemos de encarnar la palabra de Dios en nuestras vidas. Son muy oportunos unos consejos que San Agustín dirigía a quien tiene la misión de predicar la palabra de Dios:
«Al hablar haga cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo (…) es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto, rogando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Y cuando se acerque el momento de hablar, antes de comenzar a decir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar lo que bebió y exhalar de aquello de lo que se llenó» (Santo Agustín, La doctrina cristiana, 4, 15, 32).
No abandonéis nunca la meditación asidua y atenta del Evangelio. El Evangelio, portado por el diácono nos precedía en la procesión de inicio de esta celebración. Es un signo bien expresivo: la Palabra de Dios, delante, y el ministro detrás, y a su servicio. Que este signo sea una realidad siempre en vuestras vidas: que todo lo que hagáis esté precedido por la escucha y meditación de la Palabra de Dios, cuidando, acrecentando vuestro espíritu de oración.
En segundo lugar, como ministros del altar, prepararéis el Sacrificio y distribuiréis a los fieles el Cuerpo y la Sangre del Señor. Cuidad las celebraciones litúrgicas, procurad realizarlas con una piedad sincera que sea fruto del amor, conscientes de que en vosotros la Iglesia glorifica a Dios.
En efecto, «es necesario recordar a los sacerdotes y a los diáconos —son palabras de Juan Pablo II— que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone obligaciones particulares que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía, y luego a todos los participantes potenciales y actuales en la Eucaristía» (Juan Pablo II, Carta Apostólica Dominicae Cenae, 24-II-1980, n. 11). Comentando este texto, decía Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei: «No lo hagáis para que los demás os vean, pero es bueno querer que se vea que sois hombres de fe y verdaderos enamorados. Debe verse en vuestro modo de hacer la genuflexión delante del Sagrario, en la delicadeza al usar los vasos sagrados, en el respeto con que leéis la Palabra de Dios, en vuestra compostura al realizar el servicio divino... (…). Sancta sancte tractanda!; las cosas santas se deben tratar santamente. La liturgia es sagrada liturgia, y requiere actitudes —en primer lugar, interiores, pero también externas— adecuadas” (Para servir a la Iglesia, Rialp 2001, p. 170).
Atañe también al diácono ejercer el ministerio de la caridad en representación del Obispo: éste es el tercer aspecto. Hacedlo todo contando con la ayuda de Dios, de forma que todo el mundo os pueda reconocer como verdaderos discípulos de Jesucristo, que vino para servir y no para ser servido (cfr. Mt 20,28).
Encarnándose, asumiendo la condición humana, Cristo no pone límites al propio abajamiento, «sino que se anonadó a sí mismo (...), se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8). Los diáconos participan de modo especial en esta misión de servicio. También ellos, como Jesucristo, deben servir sin poner condiciones a todas las personas. Pedidle al Señor que os conceda un corazón de pastor a la medida del suyo, con sus mismos sentimientos, su misma mirada. Así aprenderéis a mirar a los demás desde la perspectiva de Cristo, y al verlos con los ojos de Cristo –son de nuevo palabras del Papa Benedicto XVI- podréis ofrecerles la mirada de amor que necesitan (cfr. Deus Caritas est, n. 18) Es un servicio que, cuando recibáis la ordenación sacerdotal, se hará todavía más exigente y requerirá que toda vuestra vida —vuestras energías, vuestro tiempo y vuestros deseos— estén encendidos de afán apostólico y puestos completamente al servicio de la Redención.
3. ¡Qué claras son en este contexto las palabras que hemos escuchado en el Evangelio: «Vosotros sois la sal de la tierra. (...) Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13-14). Son palabras que se dirigen a todos los cristianos por igual. Todos los bautizados están llamados a la santidad. Los que reciben la llamada al ministerio ordenado no están llamados a una santidad mayor, pero sí a buscarla por un nuevo título, que es el sacramento del orden, que hoy recibiréis en su primer grado.
Tenéis que ser, con vuestra oración, y con el ejemplo de vuestra vida entregada y servicial, sal que da sabor cristiano a la vida de tanta gente y luz que alumbre su camino hacia Cristo en medio de las dificultades. Así lo expresaréis en los compromisos que vais a manifestar antes de la ordenación.
En efecto. Vais a prometer dentro de unos momentos, que ejerceréis vuestro ministerio observando el celibato, movidos por un amor sincero a Jesucristo, con una entrega total, que será símbolo y a la vez estímulo para vuestra caridad pastoral. Por vuestro celibato os será más fácil consagraros, sin dividir el corazón, al servicio de Dios y, por Él, al servicio de todos los hombres.
Sabéis bien que es un don de Dios y que Él os pide todo vuestro corazón, toda vuestra vida. Y diréis, libremente, que queréis responderle con un compromiso irrevocable, para siempre. Vuestra respuesta no es simplemente el fruto de un sentimiento. “Los sentimientos –señala el Santo Padre- van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor (...) Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre” (Deus Caritas est, n. 17) y por tanto implica también, principalmente, la inteligencia y la voluntad. Ciertamente no conocéis qué pruebas y dificultades os deparará el futuro , pero lo que sí sabéis, por encima de todo, es que confiaréis en el Amor del gran Amigo que os ha llamado, y en el que encontraréis la fuerza para ser fieles y poder decir, con San Pablo, “todo lo puedo en aquél que me conforta”(Fil, 4,13).
El celibato es para vosotros una afirmación alegre, vivida en la fe, esperanza y amor. No es una carga penosa, no es una imposición de una obligación venida desde fuera, ni tampoco algo que aísle de los hermanos. Al contrario, es lo que permitirá vuestra total dedicación a vuestros hermanos y hermanas. Así, siendo verdaderamente hombres de Dios, es como podréis transformar progresivamente las comunidades en las que sirváis. La gente necesita ver la santidad de Cristo reflejada en ministros, fieles a su consagración y plenamente entregados a su misión apostólica.
Este don se desarrolla y madura al calor de una sólida vida de oración, con la humildad de quien sabe que lleva un tesoro en vasos de barro, con la guarda del corazón y de los sentidos, y con una devoción confiada a la Santísima Virgen María; y se sostiene con la compañía, afecto y amistad con los demás hermanos del presbiterio. No os aisléis, y procurad que tampoco ningún hermano pudiera quedar fuera del calor de vuestra caridad fraterna.
b) Asimismo, manifestaréis vuestro compromiso de conservar y acrecentar el espíritu de oración y celebrar la Liturgia de las Horas en beneficio de la Iglesia y del mundo. Fijaos que se habla no sólo de conservar, sino de acrecentar. No sólo de mantener el nivel alcanzado en los años de formación en el seminario, sino de crecer al compás de vuestra vida ministerial. No dejéis la oración para cuando tengáis tiempo en vuestras jornadas; más bien, cread vuestros tiempos para la oración así como para los demás momentos de vuestra vida espiritual personal. Seguid, con mayor empeño si cabe, con la ayuda de la dirección espiritual ya vivida en los años del seminario. Y no olvidéis que santo no es tanto el que no cae nunca como el que se levanta siempre.
c) También prometeréis obediencia a vuestros respectivos Obispos diocesanos. Buscad siempre la obediencia como el modo de identificaros con la voluntad de Dios, de manera que podáis decir con el Señor que vuestro alimento es hacer la voluntad del Padre que está en los cielos (cf. Jn 4,34).
Hay tres modos diferentes de obedecer, explica San Basilio: “separándonos del mal por temor al castigo, y entonces nos colocamos en una actitud servil; o por alcanzar el premio ofrecido, y en este caso nos asemejamos a los mercenarios; o por amor al bien y por afecto a aquel que nos manda, y entonces imitamos la conducta de los buenos hijos” (cf. Catena Aurea, vol. Vl, p. 207). Estad siempre, como buenos hijos, unidos al Santo Padre y a vuestros respectivos Obispos. Recibid de corazón y secundad las enseñanzas del Vicario de Cristo. Servid con plena disponibilidad en las tareas que os encomiende vuestro Obispo, acogiendo cordialmente sus instrucciones y encargos pastorales, y poniéndolas por obra abnegadamente.
4. Finalmente quiero dirigirme a vosotros, padres y familiares de los nuevos diáconos: Os transmito mi más cordial felicitación. Hasta ahora habéis acompañado a este hijo o pariente vuestro con el afecto y la oración. Ellos os lo agradecen con toda el alma, y rogarán mucho por vosotros y por vuestras necesidades. Pero también vosotros debéis continuar rezando por ellos y por la eficacia sobrenatural de los encargos pastorales que les serán confiados.
Siempre debemos dar gracias a Dios, pero hoy lo hacemos de una manera especial por el don del Espíritu Santo que supone para toda la Iglesia el hecho de contar con diez nuevos diáconos. Pido además a todos los presentes que roguéis mucho para que haya más vocaciones: hacen falta muchas vocaciones sacerdotales; hacen falta más sacerdotes, que estén bien preparados, movidos por un deseo ardiente de santidad personal y por un vibrante celo apostólico. El mundo está muy necesitado de ministros sagrados que, en nombre de Jesús, guíen las almas con los mismos sentimientos del Buen Pastor. Y pedimos también vocaciones para la vida consagrada, así como de muchos fieles cristianos que encuentren y sigan a Cristo en su vida ordinaria.
Me encomiendo a la Virgen María, bajo la advocación de Santa María la Real, que preside la Catedral de Pamplona, así como a San Nicolás, titular de esta parroquia que nos acoge. Así sea.

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