12 de mayo de 2016

¿Católico, y político? ¿Político, y católico?

De un artículo titulado: ¿Católico, y político? ¿Político, y católico? En donde hace mención a los: Escándalos, corrupción, abusos de poder… deterioran la imagen que tienen los ciudadanos de la actividad política. Algunos llegan a preguntarse sobre la posibilidad de una dedicación a las tareas públicas y una fe coherente: ¿católico, y político? Sin embargo, esos comportamientos no pueden justificar un rechazo de la política en cuanto tal: denotaría una comprensión defectuosa de la misión de los cristianos en el mundo.

Dejo para la reflexión el artículo sobre la ciudad común por el Cardenal ganés Peter Turkson, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz 

 


La ciudad común
    Por Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson
Tras explicar las tareas respectivas del Estado y la Iglesia, se refiere al empeño de los cristianos en los asuntos del mundo: no los contemplan pasivamente, sino de manera comprometida. En particular, la presencia de los católicos en el ámbito político habría de configurarse en torno a tres elementos: una conducta que sea ejemplo; la responsabilidad madura; y la visión general, dirigida al bien de todos

Cuando era un joven estudiante, me impresionó mucho esta frase de san Agustín: Un Estado sin justicia es como una banda de ladrones. Me llamaba mucho la atención el estilo, la fuerza y el vigor de esta declaración, recogida, por otra parte, en 2005 por Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est. El número monográfico de Palabra que tengo el placer de abrir lleva un título muy inteligente: “¿Católico, y político?”.

Una relación compleja
Invito, en primer término, al lector a prestar atención a esa coma, no casual, situada entre “católico” y “político”. ¡Qué complejidad y qué dificultad encierra esa pregunta, esa relación!
La relación entre cristianismo y política constituye un verdadero universo, que atraviesa de manera compleja y variada toda nuestra historia; y, no obstante, pocas veces la comprendemos bien. ¿En qué sentido? En el sentido de que sigue habiendo, dentro y fuera de los ambientes católicos, quien piensa que la religión cristiana, que tiene su sacramento en la Iglesia, constituye de hecho una instancia totalitaria y opresora: entiéndase bien, se trata de una postura propia de quienes todavía conciben la Iglesia –incluso en un ámbito católico o, en sentido amplio, cristiano– en términos de cristiandad orgánica. Sobre esto quisiera ofrecer una cita muy importante. Es un pasaje de Jacques Maritain, en el que escribió: “Hay gente que, en nombre de la verdad religiosa, querría adoptar como principio la idea de la intolerancia civil. […] En el extremo opuesto, hay gente que, en nombre de la tolerancia civil, querría hacer que la Iglesia y el cuerpo político vivieran en un aislamiento total y absoluto”.
Es cierto que en el curso de los siglos, desde la llamada “Donación de Constantino”, hasta el cesaropapismo o las diversas formas de fusión entre el trono y el altar, de idolatría de poder mundano de la Iglesia institucional y la idea de una religión de Estado, los católicos también hemos practicado la identificación entre fe y política. Pero, en el curso de esos mismos siglos y llegando hasta la actualidad –en particular desde del Concilio Vaticano II, pero sobre todo a partir de las palabras de Cristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”–, no podemos sino descubrir la distinción clara entre las dos esferas, distinción que, también en términos jurídicos, subsiste en la diferencia entre la esfera de la Iglesia y la esfera del Estado. El Evangelio, en efecto, no contiene normas civiles, no es un manual de nociones políticas ni de Derecho Canónico, no indica una idea o un sistema político, sino que habla al hombre. En este sentido, el Evangelio precede a la política.
Un texto muy ilustrativo a este propósito lo escribió Pablo VI en 1969: “Es bien cierto”, decía el Papa Montini, “que los fines de la Iglesia y del Estado son de orden diverso, y que ambas son sociedades perfectas, dotadas de medios propios, e independientes en la respectiva esfera de acción, pero también es verdad que una y otro actúan en beneficio de un sujeto común, el hombre […] en la pacífica convivencia con sus semejantes”.
¿Qué significa esto? Que el rostro concreto e institucional de la Iglesia y la esfera de la comunidad política, del Estado, son, sí, distintos desde el punto de vista específicamente material, o sea histórico y político, pero han de coordinarse con vistas al bien común. Y precisamente de este “coordinarse” emergen con frecuencia los mayores equívocos y prejuicios, tanto en sentido estatalista como en sentido clerical (“clerical” no significa “eclesiástico”; y “anticlerical” es completamente distinto de “antieclesiástico”).

Compromiso político
Ahora, sin embargo, volvamos un momento a las palabras de san Agustín citadas al comienzo, palabras muy fuertes y, en muchos aspectos, sorprendentes. Agustín sitúa la justicia en el centro de la idea de Estado. Me viene con ello a la memoria una famosa declaración de Pablo VI, que afirmó que la política es una forma alta de caridad. Pues bien, caridad y justicia son dos principios centrales del cristianismo y de la doctrina social de la Iglesia. En la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, leemos: “Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón”.
Y continúa después: “La caridad […] otorga valor […] a todo compromiso por la justicia en el mundo”.
Este es el compromiso. ¿Qué compromiso? El compromiso por el bien común. Como sigue diciendo la encíclica, “desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad”.
Si se consideran todos estos elementos, se entiende inmediatamente la necesidad y la naturaleza del compromiso político para el cristiano. El cristiano es, desde luego, consciente de la autonomía de la política respecto de una traducción directa de la norma evangélica en norma civil, pero se interesa por cómo van las cosas, no es indiferente ante el estado de las cosas de este mundo. Como cristiano habla el lenguaje de este mundo tanto como el “del otro mundo”, gracias al ejemplo de la Encarnación de Cristo: Dios que, haciéndose hombre, ha unido la tierra con el cielo.
En consecuencia, el cristiano no es un observador pasivo de los asuntos del mundo, sino que está llamado a la acción, a la participación, a la mejora de las condiciones materiales según la justicia y según la libertad: una libertad que es el primer don concedido por Dios al hombre. Tal compromiso requiere tres elementos ulteriores: la conducta, la responsabilidad, la visión general.

Conducta y responsabilidad
Detengámonos con brevedad en cada uno de ellos. En primer lugar, la conducta. El comportamiento del cristiano en política es necesariamente ejemplo para aquellos a los que guía. El político cristiano debe ser consciente de que la perícopa evangélica sobre el César y Dios implica que el poder no tiene su última sustancia en el hombre, o mejor, en el arbitrio del hombre. El poder es, por tanto, un servicio, es decir, no se identifica con el hombre. En este sentido, el cristiano debe dar ejemplo observando una conducta personal que establezca una coherencia entre esfera pública y esfera privada.
La responsabilidad: de conformidad con la idea del poder como servicio, el cristiano en política, por así decirlo, se inclina hacia su pueblo, e inclinándose lo respeta, escucha a todos, dialoga con todos. Obviamente guía y siente la responsabilidad de guiar, pero es responsable de todos y no de una minoría, ni siquiera la constituida por los propios cristianos. En este sentido, tiene una vocación que en términos históricos y seculares llamamos democrática y pluralista, y que ve en las instituciones el instrumento y la tutela de derechos que preexisten a las instituciones mismas.

Visión general, el partido
En tercer lugar, la visión general: es el resultado directo de una responsabilidad basada en el Evangelio de la caridad, que respeta a cada hombre en cuanto hombre, sin distinciones, y que descubre en la vida de cada uno una dignidad sagrada e inviolable. Así, no establece jerarquías entre seres humanos, no admite discriminaciones ni violaciones, y tiene siempre una visión general que en la fatiga del diálogo compone el itinerario histórico de una nación.
Hay después otro tema fundamental: el del partido. Las intervenciones que siguen a mi exposición desarrollarán los diversos rostros de la relación entre catolicismo y política desde múltiples puntos de vista; pero ahora permítaseme una pregunta: ¿es correcto hablar de un “partido católico”?
El partido, lo dice ya la palabra, es parte, facción, división; y división es la política. Y es bueno que sea así, porque la dialéctica es la sal de la libertad y de la democracia. El catolicismo es, en cambio, religión, es decir: universalidad y no parte.
Entiendo, entonces, que la expresión “partido católico” es una contradicción in terminis. Más correcto sería decir, en su lugar, partido de inspiración cristiana o centralidad de la libertad de conciencia en las decisiones públicas. Es decir, el partido es, en cuanto realidad mundana de la política, una realidad autónoma respecto de la religión, pero la inspiración constituye, digamos, su cultura política, sus ideales: precisamente la inspiración que constituye los trazos de su identidad. El partido, en este contexto, es impensable que sea un ordenamiento de la Iglesia, que hable en nombre de la Iglesia: aquí aparece de nuevo la idea de la visión general.

Maduración personal
Pero, ¿qué es lo que más nos importa en estos atormentados tiempos, nuestros que necesitan el compromiso decidido y fuerte de los cristianos en el espacio público, o sea, en la esfera política? Que ellos maduren su vocación interiormente y con plena honestidad. En este sentido, quisiera dirigirme a todos los que ya han emprendido esta actividad, y a cuantos se proponen seguirla, y proponerles algunas preguntas:
      • ¿Estás trabajando verdaderamente por la justicia?
      • ¿Te has preguntado seriamente cuál es la razón de tu compromiso?
      • ¿Estás dispuesto a entender el poder como servicio a tu pueblo?
      • ¿Estás dispuesto a respetar fielmente las leyes?
      • ¿Has comprendido a fondo tu conducta pública y privada? ¿Son coherentes entre sí, sin moralismo ni hipocresía?
      • ¿Estás contribuyendo a que sean apreciadas la libertad, la justicia, la legalidad?
      • ¿Estás siempre dispuesto al diálogo, y a ejercitar el poder en los límites de las leyes? 

Creo que todo ha de partir de una acción de comprensión profunda, de un examen libre de conciencia que guíe la actuación del cristiano en política.
La perspectiva de inspiración cristiana es siempre general, mira siempre al bien de todos, también de los no cristianos. Es algo sobre lo que hay que reflexionar plenamente, especialmente si se atiende a la situación europea y al movimiento de las etnias, de las culturas y las mentalidades en el mundo globalizado.

Empeño común
Para concluir, quisiera recordar lo que dice San Pablo: que todos somos miembros unos de otros, todos nos necesitamos mutuamente. Porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo. Para la utilidad común.
Así, hoy vuelvo a tener una gran esperanza de que se realice un renovado, efectivo y fructífero compromiso de todos por el bien común, de manera que todos los hombres se empeñen con tenacidad e inteligencia, según sus posibilidades personales, en la mejora del mundo de acuerdo con la justicia y la libertad.
En el año 2013 se celebra el quincuagésimo aniversario de un documento de formidable importancia y belleza, la carta encíclica Pacem in terris, del beato Juan XXIII. En ella, el Papa no se dirigía sólo a los católicos o a los creyentes de otras confesiones, sino a todos los hombres de buena voluntad. También yo desearía ofrecer un mensaje de estímulo, dirigiendo la mirada a la fuerza de liberación que procede de Jesucristo, que ha transmitido a sus discípulos el compromiso por la caridad, la justicia y la solidaridad, ante todo en favor de quien pasa necesidad o tiene hambre y sed de justicia, y contra las múltiples, poliédricas y a menudo insidiosas opresiones que afligen la vida de cada persona.
Descubrir a Cristo, el rostro y el nombre de Cristo, Mesías sufriente, significa que cada uno de nosotros se haga cargo de su deber de fraternidad hacia el prójimo, en particular hacia quien se ve obligado a vivir en los abismos de la soledad o del dolor, o quien, viviendo en su propia injusticia, no la ve y, oprimiendo al prójimo, se oprime también a sí mismo. Este es el sentido profundo que interroga la conciencia del cristiano que pretende acometer una actividad política.

En el último día todos responderemos de la justicia. Por eso, dentro de los límites de la insuficiencia humana, comprendamos que es prioritaria la caridad hacia todo hombre, y sintamos en nuestro cuerpo todas las injusticias hechas a cualquier criatura, en cualquier lugar del mundo. Los problemas actuales afligen a personas concretas, a familias, a comunidades, a pueblos, a naciones; y requieren la construcción de una nueva ciudad del hombre, que finalmente reconozca y valore en todas partes el lugar central de la dignidad de cada ser humano. Los católicos no deben reunirse sólo para plantar batalla en defensa de principios: han de ser abiertos, libres, activos y curiosos; no han de ver la Cruz como una “propiedad” para esgrimir contra los demás; y han de percibir el servicio en espíritu de libertad, conscientes de que todo poder sobre esta tierra puede matar. Como afirma San Pablo, en efecto, la “letra mata, y el Espíritu vivifica”.



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