22 de julio de 2008

Misterio de Fe, Misterio de Amor

1. Del amor de los santos a la reflexión teológica

“Sólo los santos, con la intensidad de su amor, pueden penetrar en la profundidad de este misterio, apoyando como Juan la cabeza en el pecho de Jesús (cf. Jn 13,25). Aquí nos encontramos, en efecto, en la cima del amor: ‘habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo’ (Jn 13, 1)” [1]
Estas palabras del Papa, tomadas de sus preciosas y profundas reflexiones sobre la Eucaristía en este año jubilar, dirigidas particularmente a los sacerdotes, y escritas en el mismo lugar en que Jesucristo instituyó este Sacramento, en el Cenáculo, son la fuente de inspiración de las reflexiones que siguen.
Tradicionalmente se ha hablado de la Sagrada Eucaristía como Mysterium fidei; no por exclusión de los otros misterios de la fe cristiana, o por privilegio frente a ellos -el centro de nuestra fe son los misterios de Dios Uno y Trino y de Jesucristo, el Verbo Encarnado y Redentor-, sino porque en este Sacramento se concentran, por decirlo así, todos los otros misterios, y porque a través de él participamos directamente en ellos.
En la Sagrada Eucaristía, en efecto, con la renovación incruenta del mismo Sacrificio de la Cruz, y con la presencia real, verdadera y sustancial de Jesucristo, en Él, por Él y con Él, penetramos en la misma vida intratrinitaria, nos unimos con toda la Iglesia, con María Santísima y todos los ángeles y santos, contactamos con la misma fuente de la gracia y centro de toda la vida litúrgica y sacramental, recibimos una prenda de la gloria futura, etc.
Ese entronque vivo y eficaz con todas las verdades cristianas se realiza en la fe, sin la cual es imposible penetrar el “velo” de las especies sacramentales, que ocultan, a la vez que significan, el profundo misterio que se realiza en la Sagrada Eucaristía. Se realiza en la armonía de la fe: no en una juxtaposición o acumulación de verdades, sino mostrando, precisamente, la gran unidad de toda la verdad cristiana en torno al que es la Verdad misma: el Verbo del Padre, que nos llena con el Espíritu de Verdad. Se realiza en una fe viva, vivida y vivificante: eficaz por sí misma para santificar cada alma cristiana y a toda la Iglesia, siempre presente y actuante en el Sacrificio eucarístico, en unidad con su Cabeza.
En definitiva, esa unión con Dios mismo y sus misterios se realiza en una fe informada por el amor…, en el Amor mismo que es Dios: Amor que une, Amor que santifica, Amor que enseña, Amor que enamora…
Si siempre el Amor divino, del que participamos por la virtud de la caridad, está sosteniendo y vivificando una fe que sea auténtica, parece como si, en el misterio de la Sagrada Eucaristía, esa armonía entre fe y caridad se hiciera aún más patente y decisiva. De ahí la reflexión del Papa reproducida al principio: aquellos que más han sabido amar -que saben amar- son también los que mejor penetran en este misterio de fe y nos dan a conocer sus riquezas.
Intentaremos, pues, en estas páginas, de la mano del amor a Jesús Sacramentado de los santos, aprender más sobre Él; no por afán de pura erudición, sino precisamente para amar también como ellos. El amor que nos “contagien” los santos afianzará e iluminará nuestra fe; y esa fe más solida y viva nos llevará a amar más y a vivir nuestro amor eucarísticamente.
Aunque los textos y testimonios aducidos aquí son necesariamente pocos, y centrados tan sólo en algunos de los santos que son, a su vez, escritores y maestros de espiritualidad, pretenden ser representativos de la piedad eucarística de un gran número de almas santas, la mayoría de ellas anónimas, que durante estos veinte siglos de cristianismo han amado de verdad a Jesús Sacramentado, con fe y con obras, y se han santificado alimentados con el Pan eucarístico.

2. La Sagrada Eucaristía, “locura” de Amor divino
La Eucaristía es un misterio de Amor. Pero, ¿de qué amor? Del Amor con mayúscula, del Amor que es Dios, del Amor que Dios nos tiene. Los santos se dan cuenta, ante todo, de esto; y se quedan, en su humildad, abrumados, conmovidos, emocionados…, y, desde luego, vivamente impulsados a responder desde lo más hondo y con generosidad a ese maravilloso Amor divino así demostrado.
“¡Jesús mío, me anonado ante tu amor! ¡Tú, Dios del cielo, de la tierra, de los mares, de los montes, del firmamento tachonado de estrellas; Tú, Señor, que eres adorado por los ángeles en éxtasis de amor; Tú, Jesús-Hombre; Tú, Pan! ¡Ah, anonadarse, todo es poco! Si nos hubieras dejado una reliquia tuya sería una muestra de amor digna de nuestra veneración: pero quedarte Tú mismo, sabiendo que serías objeto de profanaciones, sacrilegios, ingratitudes, abandonos, ¿estás loco, Señor, de amor? No en un punto de la tierra sino en todos los Tabernáculos de la tierra. ¡Oh, Señor, qué bueno eres, qué amor tan grande que llegas hasta parecer nada!”
[2].
La “locura” de amor que supone la Sagrada Eucaristía todavía se valora más cuando se compara y se suma a tantas otras “locuras” que se encierran en la Encarnación del Hijo de Dios y en su entrega por nosotros hasta la muerte.
“¿Cómo no morirnos de amor al ver que a todo un Dios no le basta ya el hacerse niño, sujetarse a nuestras miserias, tener hambre, sed, sueño, cansancio; siendo Dios no le basta el pasar por un pobre artesano, sino que se humilla hasta la muerte de cruz -muerte de criminal en aquel tiempo-; no le basta darnos gota a gota su sangre divina. Quiere más en su infinito amor. Y cuando el hombre prepara su muerte, Él se hace nuestro alimento para darnos vida. Un Dios alimento... pan de sus criaturas, ¿no es para hacernos morir de amor?”
[3] .
Queda así subrayada la intensidad del Amor divino por la humanidad en su conjunto y, a la vez, por cada hombre y cada mujer en singular. La riqueza del Sacramento eucarístico, en efecto, hace que el sacrificio y la presencia de Jesús sean universales, pero, al mismo tiempo, muy personales e íntimos; sobre todo en el momento de la comunión. El apreciar ese Amor divino como algo tan personal e íntimo, ayuda a descubrir todavía más la grandeza del misterio, a agradecerlo y a vivirlo con particular intensidad.
“Piensa que Jesús está allí en el sagrario expresamente para ti, para ti sola, y que arde en deseos de entrar en tu corazón…”
[4].
“Después de comulgar lo tenemos todo, porque tenemos a Dios, que es nuestro cielo en el destierro. Me dirás que tú no sientes nada de esa felicidad. Pero yo te pregunto cómo te has preparado. ¿Te penetraste de la grandeza de Dios y del amor infinito que te demuestra al reducirse a hostia? Cuando comulgues reflexiona sobre lo que vas a hacer: todo un Ser eterno, que no necesita de ti para nada, puesto que es todopoderoso, un Ser inmenso que está en todo lugar, un Ser infinito y majestuoso ante el cual los ángeles con su pureza tiemblan, viene lleno de infinito amor a ti, pobre criatura llena de pecados y miserias. Entre tantas personas que existen en el mundo eres honrada tú con la visita de ese gran Rey. Más aún: para que te acerques a recibirlo deja su esplendor y, bajo la forma de pan, del más sencillo de los alimentos, se une a su pobre criatura, para hacerse una misma cosa con ella”
[5] .
La locura del Amor divino se valora todavía más, efectivamente, cuando se reconoce la propia miseria y la propia indignidad; cuando se compara Quién es el que viene a nuestro cuerpo y a nuestra alma con quién es el que recibe. Una vez más, es la humildad verdadera -sincera y atrevida a la vez- la que explica esa capacidad de los santos para captar las maravillas del Amor divino, disfrutarlas en plenitud y enseñárnoslas a nosotros.
Pero, ¡atención!: humildad significa verdad, y tan verdad es la indignidad pecadora del cuerpo y el alma que reciben el Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesucristo, como la dignidad de ese mismo hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, amado por Él, redimido por Él, santificado por Él.
“Él no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad”
[6] .
Lo decisivo es, por tanto, su Amor: que Él realmente nos ama y quiere estar en nosotros y con nosotros, en íntima unión de amor, a pesar de nuestras miserias.
“Momentos antes y después de la Comunión. Miro mi interior: pecados, miserias, admiración. ¿Cómo la misma Omnipotencia, la misma grandeza y hermosura viene a mí para unirse con tanta bajeza y ruindad? La fe fortalece mi espíritu con las palabras de Jesús: ‘Mis delicias son estar con los hijos de los hombres’ (Prov 8, 31). Mi alma, oprimida por el peso de tanta maldad, me hace exclamar: ¡Dios mío! Tú, el todo; yo, la nada; los dos, con fuerte abrazo unidos”
[7].
“Copio unas palabras de un sacerdote, dirigidas a quienes le seguían en su empresa apostólica: ‘cuando contempléis la Sagrada Hostia expuesta en la custodia sobre el altar, mirad qué amor, qué ternura la de Cristo. Yo me lo explico, por el amor que os tengo; si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros, ¡con qué gusto lo haría!
Cristo, en cambio, ¡sí puede! Y Él, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos unirnos siempre a su Humanidad Santísima, y para ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos, para que seamos fieles’”
[8] .

3. Amor y humildad: el anonadamiento de Jesús en la Sagrada Eucaristía
Más aún, si la humildad es clave para esa fructífera y amorosa recepción del Sacramento, es porque la misma Sagrada Eucaristía es precisamente un testimonio palmario y desconcertante no sólo del Amor de Jesucristo sino también de su humildad: el anonadamiento de Dios, sin dejar de ser Dios, está en la raíz de esa locura de Amor.
“¡Oh amor infinito de mi Dios, digno de infinito amor!, ¿cómo pudisteis, Jesús mío, llegar a abatiros tanto que, para poder recrearos con los hombres y uniros a sus corazones, os humillasteis hasta esconderos bajos las especies de pan? ¡Oh Verbo encarnado!, fuisteis tan extremado en la humillación porque fuisteis extremado en el amor. ¿Cómo podré no amaros con todo mi ser, sabiendo cuanto hicisteis para cautivaros mi amor?”
[9].
Los santos ven muy claro, en efecto, el camino recorrido por el Amor divino hacia nosotros: itinerario que, partiendo de la misma intimidad trinitaria de Dios, y pasando por la Encarnación del Verbo y por la Santa Cruz, llega a la Sagrada Eucaristía. Y esto, tanto en el sentido de culminación de un proceso maravilloso en nuestro beneficio, como de una acumulación de todos los elementos que componen ese mismo proceso.
Efectivamente, en la Sagrada Eucaristía, no sólo se nos aplica el fruto del itinerario divino de Amor-Redención-Santificación, sino que en ella se contienen todos esos misterios: se realiza realmente el mismo Sacrificio de la Cruz (la Santa Misa es el memorial de la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor, como nos recuerdan continuamente las fórmulas litúrgicas); está presente el mismo Jesucristo en Persona, Dios y Hombre verdadero, y con Él, el Padre y el Espíritu Santo; se nos abre la misma intimidad divina: se nos introduce íntimamente en ella, viviendo Dios en nosotros y nosotros en Dios; lo vivimos y celebramos en la Iglesia y por la Iglesia, en comunión con todos nuestros hermanos en la fe; etc.
Es decir, queda así particularmente acentuado que ese proceso de Amor divino y de enriquecimiento nuestro es, a la vez, un proceso de kénosis, de anonadamiento, de entrega del mismo Dios. Más aún, la misteriosa intensidad y grandeza, la “locura” del Amor de Dios por nosotros, se descubre y se valora justamente en ese anonadamiento que parece no tener límite: Dios-Hombre… Hombre doliente, hecho una llaga, ajusticiado, vilipendiado, abandonado y humillado… Pan…
“¡Oh loco de amor! ¿No te contestaste con tomar la carne humana, que hasta quisiste morir? ¿No fue suficiente la muerte, que hasta bajaste al infierno, liberando a los santos padres para cumplir la verdad y misericordia con ellos? Como tu bondad prometió el bien a todos los que te sirven, por eso bajaste al limbo para liberar de las penas a quienes te habían servido y para darles el fruto de tus trabajos. Veo que la misericordia te obliga a dar aún más al hombre, o sea, quedándote como comida, para que nosotros, débiles, tuviéramos alimento, y para que los ignorantes, desmemoriados, no perdieran el recuerdo de tus beneficios. Por esto se lo das al hombre todos los días, haciéndote presente en el sacramento del altar, dentro del cuerpo místico de la santa Iglesia. ¿Quién ha sido la causa de esto? Tu misericordia”
[10].
“¡Oh Salvador mío sacramentado, oh amante divino, cuán amables son las tiernas invenciones de vuestro amor para haceros amar de las almas! ¡Oh Verbo eterno!, no os contentasteis con haceros hombre y morir por nosotros, sino que, además, nos disteis este Sacramento por compañía, por alimento y por prenda de gloria. Os dignasteis aparecer entre nosotros, ya como niño en un establo, ya como pobre en un taller, ya como reo en una cruz, ya como pan sobre el altar. Decidme si tenéis algo más que inventar para haceros amar.
¡Oh amabilidad infinita!, ¿cuándo comenzaré de veras a corresponder a tantas finezas de amor? Señor, no quiero vivir más que para amaros a vos solo. ¿De qué me serviría la vida si no la empleara por completo en amaros y complaceros a vos, amado Redentor mío, que la sacrificasteis toda por mi? Y ¿a quién amaré sino a vos, que sois todo hermoso, todo afable, todo bueno, todo amoroso y todo amabilidad? Viva mi alma sólo para amaros; derrítase de amor al solo recuerdo del amor vuestro, y al solo oír nombrar pesebre, cruz, sacramento, enciéndase toda en deseos de hacer grandes cosas por vos, Jesús mío, que tantas cosas hicisteis y padecisteis por mí”
[11] .
“Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... - Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (‘Nuestra’ Misa, Jesús...)”
12] .
Ese anonadamiento divino por Amor brilla todavía más, y se comprende y valora mejor, estableciendo un nuevo contraste contemplativo entre la multitud y riqueza de los dones divinos y el Don por excelencia: Él mismo.
“Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. -Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! -¡tuyo!- tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía”
[13] .
¡Mío!, ¡tuyo!: la singularidad de la relación entre Jesús y cada uno, cada una, en la Sagrada Eucaristía, insistimos, es decisiva, querida expresamente por el mismo Dios, en perfecto equilibrio con la dimensión colectiva, eclesial, del Santísimo Sacramento.

4. Amor a Jesús Sacramentado
Anodamiento real e impresionante de nuestro Dios enamorado… Pero, eso sí, con el convencimiento de fe, firme, de que es el mismo Dios, el mismo Jesús el que así se nos entrega. Mejor: no sólo no “perdemos” nada de Él y de su fuerza redentora, porque se “esconda” así, porque llegue a parecer “nada”; sino que es precisamente porque se anonada por lo que podemos poseerle y “disfrutarle” de esa forma tan intensa, íntima, personal y real: es porque se hace pan y vino, por lo que nos podemos alimentar de Él, por lo que se hace más nuestro, más mío…
Dicho de otra forma, el anonadamiento eucarístico no sólo nos prueba su infinito Amor, su Amor “loco”, sino que nos da ese mismo Amor, lo hace nuestro, lo introduce en nuestra alma: se introduce Él mismo… Él mismo, espiritual y físicamente, corporalmente; humana y divinamente -Amor divino y Amor humano de un Dios y Hombre verdadero-; y todo ello en perfecta armonía y unidad: en la unidad de la única Persona del Verbo encarnado.
De hecho, es quizá el descubrimiento, en la fe, de lo que significa una presencia real, verdadera y sustancial en la Sagrada Eucaristía de lo más “físico” de Jesús, por hablar así, de lo más “carnal” -cerca físicamente de mí, habitualmente, en el sagrario, y presente físicamente en mi propio interior, en la comunión- lo más misterioso del Mysterium fidei, y lo más conmovedor del Mysterium amoris: así me parece que lo intuyen los santos.
Y esto no significa minusvalorar la importancia de la Inhabitación trinitaria, o de las otras vertientes desde la que se puede contemplar la vida sobrenatural del alma cristiana; sino más bien potenciarlas: porque ha sido justamente la Encarnación-Redención del Hijo de Dios lo que nos ha abierto históricamente la participación en todo ese mundo divino; y es su actualización repetida en la Iglesia -en todo tiempo, en todo lugar, en todo cristiano- el mejor medio que tenemos para que no se pierda nada del genuino sentido y contenido del misterio salvador de Cristo.
Visto desde otro enfoque, podemos afirmar que los santos captan con toda su fuerza no sólo la realidad del Sacramento eucarístico, sino también el “signo” sacramental; o mejor dicho, la unidad inseparable entre lo que se realiza y cómo se significa. Y me parece que esto ocurre, justamente, porque están pendientes -como auténticos enamorados-, ante todo, de la misma Persona de Jesús: a quien buscan es a Él, a quien quieren es a Él, a quién encuentran en la Eucaristía es a Él…, porque la Eucaristía es Él…
“Es que al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Por la Eucaristía Cristo nos hace participantes de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo, ‘enciende en nosotros el fuego que vino a traer a la tierra’ (Lc 11, 49), fuego de amor, de caridad. Este y no otro es el fin de la transformación que la Eucaristía produce en el alma”
[14].
Entonces, desde Jesús mismo y desde su Amor, las almas santas, verdaderamente eucarísticas, “entienden” -con el entender propio de la fe, pero con particular luminosidad- el Santísimo Sacramento como tal, y toda su riqueza: desde lo que significa “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, hasta el más pequeño rito de la liturgia eucarística. Aman la Eucaristía porque le aman a Él; aman la liturgia porque le aman a Él; aman cada gesto y cada palabra porque le aman a Él, porque pertenece a Él, porque les habla de Él, porque lo hacen a Él presente… Y eso es lo que Él pretendía… Y esa es la gran diferencia entre la Sagrada Eucaristía y tantos otros medios valiosos que poseemos para acrecentar nuestro amor a Dios: que la Eucaristía no sólo significa, recuerda, enseña, anima, etc., sino que es Jesucristo y es su Sacrificio redentor.
“Esto no es representación de la imaginación, como cuando consideramos al Señor en la cruz, o en otros pasos de la Pasión, que le representamos en nosotros mismos cómo pasó. Esto pasa ahora y es entera verdad y no hay para qué le ir a buscar en otra parte más lejos; sino que, pues sabemos que mientras no consume el calor natural los accidentes del pan, que está con nosotros el buen Jesús, que nos lleguemos a Él. Pues si cuando andaba en el mundo de sólo tocar sus ropas sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéremos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje.
(…) bobería me parece dejar la misma persona por mirar el dibujo. ¿No lo sería, si tuviésemos un retrato de una persona que quisiésemos mucho y la misma persona nos viniese a ver, dejar de hablar con ella y tener toda la conversación con el retrato? (…) ¿En qué mejor cosa ni más gustosa a la vista la podemos emplear que en quien tanto nos ama y en quien tiene en sí todos los bienes?”
[15].

5. La fuerza de la fe en la presencia real de Jesucristo
Esos mismos descubrimientos y sentimientos de íntimo amor, esa misma sorpresa enamorada de los santos, nos conducen a la necesidad de la fe, a la fuerza de la fe, para ser capaces de acercarnos al Sacramento y recibirlo con fruto. Fe y amor, insistimos, se equilibran maravillosamente en el don de la Eucaristía; y por eso, en pocas ocasiones como ante el misterio eucarístico se capta con más nitidez el verdadero sentido de la fe como fuente de conocimiento cierto y seguro, más allá de la certeza que proporcionan los sentidos o la razón.
“Muchos corren a diversos lugares para visitar las reliquias de los santos, y se maravillan de oír sus hechos; admiran los grandes edificios de los templos y besan los sagrados huesos guardados en oro y seda. ¡Y tú estás aquí presente delante de mí en el altar, Dios mío, Santo de los santos, Criador de los hombres y Señor de los ángeles! Muchas veces los hombres hacen aquellas visitas por la novedad y por la curiosidad de ver cosas que no han visto; y así es que sacan muy poco fruto de enmienda, mayormente cuando andan con liviandad, de una parte a otra, sin contrición verdadera. Mas aquí en el Sacramento del altar estás todo presente, Cristo Jesús mío, Dios y Hombre; aquí se coge copioso fruto de eterna salud todas las veces que eres recibido digna y devotamente. Y a esto no nos trae ninguna liviandad ni curiosidad o sensualidad, sino la fe firme, la esperanza devota y la pura caridad.
¡Oh Dios invisible, Criador del mundo, cuán maravillosamente lo haces con nosotros! ¡Cuán suave y graciosamente lo ordenas con tus escogidos, a los cuales te ofreces a Ti mismo en este Sacramento para que te reciban! Esto, en verdad, excede todo entendimiento; esto especialmente cautiva los corazones de los devotos y enciende su afecto”
[16].
Hemos dicho más arriba que, en la Sagrada Eucaristía, se da como una “acumulación” armónica de todos los misterios y de todo el itinerario divino de nuestra salvación. Podemos decir, en particular, que las almas profundamente eucarísticas perciben muy nítidamente esa riqueza respecto al mismo Jesús: a su vida, a su Divinidad, a su Humanidad Santísima, a la obra redentora, …
Es lógico: si la Eucaristía es Jesús, es todo lo que Jesús es y hace, todo lo que significa para nosotros. Pero el desglosarlo, fijándose expresamente en cada una de esas facetas, y aplicándolo muy personalmente a cada uno -como el mismo Jesucristo desea, al dársenos a cada uno en alimento- ayuda a afianzar y enriquecer nuestra fe eucarística y a espolear nuestro amor.
“Respecto a lo que me dices de las oraciones que inventas para la comunión, creo que no te has de concretar tanto a decirlas vocalmente, como a meditar sobre el grandioso acto de amor de nuestro Dios. Piensa que es Dios, el Ser único necesario, el Ser que no necesita de nadie para existir, el Ser que contiene en Sí su propia beatitud, su felicidad, etc., y sin embargo te busca a ti; deja a un lado los ángeles, a millones de personas, para entrar en tu alma, para consumar en ti la unión más íntima, para convertirte en Dios, para alimentar en ti la vida de la gracia con la que consigas el cielo.
Viene a ti Jesús, el Esposo de tu alma, que te ha amado con amor eterno. Viene a ti tu Padre que te creó y te conserva la vida; tu Hermano, que te ha dado su Padre del cielo y su Madre la Virgen; tu Pastor, que tantas veces te ha llamado con su gracia; tu Juez, que viene para perdonar tus pecados; tu Médico, que viene a curar las heridas de tu alma; tu Maestro, que viene a enseñarte el camino del cielo; tu Salvador, tu Amigo, tu Redentor, que ha derramado hasta la última gota de la sangre de su corazón; tu Amor que por ti muere, que por ti se convierte en pan”
[17].
Riqueza de Jesús en la Eucaristía significa particularmente, para los santos, teniendo en cuenta el contexto no sólo humano, sino “físico”, “carnal”, propio de este Sacramento, un acercamiento a la misma intimidad humana de que gozaron los que convivieron con Él en tierras de Palestina hace dos mil años. He dicho acercamiento, pero podemos ir más allá: en buena medida esa intimidad es todavía mayor en la Eucaristía que en los años de vida terrena de Jesucristo, también desde el punto de vista más humano y corporal; porque, como ya hemos subrayado, el “ocultamiento” bajo el Pan y el Vino consagrados, más que alejar al Señor, nos lo acerca. La barrera sensible que impide ver, oír o tocar, en sentido físico, a Jesús, desaparece por la fe; y sólo queda entonces una cercanía y una intimidad con Él que, antes de la Última Cena, no existía.
“Habíala el Señor dado tan viva fe, que cuando oía algunas personas decir que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo nuestro bien en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que, teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, que ¿qué más se les daba? Mas sé de esta persona que muchos años, aunque no era muy perfecta, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada el Señor, procuraba esforzar la fe, para que, como creía verdaderamente entraba este Señor en su pobre posada, desocupábase de todas las cosas exteriores cuanto le era posible y entrábase con Él. Procuraba recoger los sentidos para que todos entendiensen tan gran bien, digo, no embarazasen el alma para conocerle. Considerábase a sus pies y lloraba con la Magdalena, ni más ni menos que si con los ojos corporales le viera en casa del fariseo; y aunque no sintiese devoción, la fe la decía que estaba bien allí”
[18].
“Yo cada vez soy más feliz de ser toda de Nuestro Señor. En Él lo encuentro todo: belleza, sabiduría, bondad, amor sin límites. Él es mi paz. No se imaginan cómo, cuando llego al coro, me parece encontrarlo tal como lo encontraba María Magdalena en Betania. Tan presente está a mi alma Jesús en el sagrario, que no envidio a los que vivieron con Él en la tierra”
[19] .
“Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... - Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. - Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario”
[20].
Todavía más fuerza, si cabe, tiene la comparación entre la íntima relación con Jesucristo en la Eucaristía y la intimidad que existió entre María y su Hijo recién concebido en sus entrañas: hasta ahí llega el amoroso atrevimiento de los santos, apoyado en una fe sólida.
“Imagínate, oh Teótimo, a la Santísima Virgen, Nuestra Señora, cuando hubo concebido al Hijo de Dios, su único amor. El alma de esta Madre amada recogióse, sin duda, toda en torno de su Hijo amado, y porque el divino Amigo se hallaba en medio de sus sacratísimas entrañas, todas las facultades de su alma juntáronse dentro de sí misma, como sagradas abejas en el interior de la colmena donde se halla su miel. Y cuanto más reducida y limitada, por decirlo así, se encontraba en su vientre virginal la divina grandeza, más su alma engrandecía y magnificaba las alabanzas de la infinita benignidad, y su espíritu se sentía transportado de gozo dentro de su cuerpo (cfr. Lc 1, 46-47), en torno de su Dios, que Ella sentía; por lo cual no lanzaba sus pensamientos ni sus afectos fuera de sí misma, pues que su tesoro, sus amores y sus delicias estaban en medio de sus sacratísimas entrañas.
Pues este mismo contento puede ser practicado, por imitación, entre aquellos que, habiendo comulgado, sienten por la certidumbre de la fe lo que ni la carne ni la sangre, sino el Padre celestial les ha revelado (cfr. Mt 16, 17), esto es, que su Salvador está en cuerpo y alma presente, con una presencia realísima, en su cuerpo y en su alma, por medio de este adorabilísimo Sacramento. Pues, así como la madreperla, habiendo recibido las frescas gotas del rocío de la mañana, cierra su concha, no solamente para conservarlas puras de toda mezcla de las aguas del mar, sino también por el contento que siente en percibir el agradable frescor de este germen que le envía el cielo; de igual modo acontece a muchos santos y devotos fieles, que, habiendo recibido el divino Sacramento, que contiene el rocío de todas las bendiciones celestes, su alma se cierra y todas sus facultades se recogen, no sólo para adorar a este Rey soberano, nuevamente presente, con una presencia admirable, en sus entrañas, sino por el increíble consuelo y frescura espiritual que reciben en sentir, por la fe, este divino germen de inmortalidad en el interior de su ser”
[21].
Conviene observar que todo esto no significa caer en excesos sentimentales y sensibles, en imaginaciones desbordadas… Una vez más, el Misterio de fe que es la Sagrada Eucaristía nos lleva al justo equilibrio, y nos muestra la sabiduría con que Dios ha elaborado este Sacramento: lo sensible se oculta, lo sensible “engaña”; en cambio, la fe nos conduce a lo esencial; si en la Eucaristía hubiera más “facilidad” para los sentidos, eso mismo podría apagar la fuerza de nuestra fe. La “oscuridad” de la fe es luminosa: en pocos misterios como en el eucarístico se muestra esto con más rotundidad.
“Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta palabra de verdad.
En la cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en ti, que en ti espere, que te ame”
[22] .
“Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,
aunque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche”
[23].
“Estos, en comulgando, todo se les va en procurar algún sentimiento y gusto más que en reverenciar y alabar en sí con humildad a Dios; y de tal manera se apropian a esto que, cuando no han sacado algún gusto o sentimiento sensible, piensan que no han hecho nada, lo cual es juzgar muy bajamente de Dios, no entendiendo que el menor de los provechos que hace este Santísimo Sacramento es el que toca al sentido, porque mayor es el invisible de la gracia que da; que, porque pongan en él los ojos de la fe, quita Dios muchas veces esotros gustos y sabores sensibles. Y así, quieren sentir a Dios y gustarle como si fuese comprensible y accesible, no sólo en éste, sino también en los ejercicios espirituales, todo lo cual es muy grande imperfección y muy contra la condición de Dios, porque es impureza en la fe”
[24].

6. Las riquezas de la Sagrada Eucaristía
Insistamos más aún en la riqueza del misterio eucarístico, tan admirada y valorada por el amor de los santos. En la Eucaristía está toda la riqueza de Jesús, hemos dicho…, y, por eso mismo, toda la riqueza trinitaria que Jesús trae consigo. De una forma misteriosa, pero real, toda la Trinidad “se hace eucarística”, aunque sólo la Persona que se ha encarnado, el Hijo, “se hace pan y vino”. Y la Trinidad está presente trinitariamente: en su unidad divina y en su distinción personal. Si la Santísima Trinidad se revela y se hace presente en Cristo y en su misterio redentor, y la Eucaristía es Cristo y su Redención, en ella se nos revela y hace presente el mismo Dios Uno y Trino.
“Yo soy para ellos lecho y mesa. El dulce y amoroso Verbo es su manjar, tanto porque lo reciben de este glorioso Verbo como porque Él es la comida que se os da. Su carne y su sangre, Dios y hombre verdadero, las recibís en el sacramento del altar, preparado y dado por mi bondad, mientras sois peregrinos y caminantes, para que no desfallezcáis por la debilidad y para que no perdáis la memoria del beneficio de la sangre derramada por vosotros con tan ardiente amor, y para que siempre os halléis fuertes y contentos durante vuestro caminar. El Espíritu Santo, esto es, el afecto de mi caridad, es el camarero que reparte los dones y las gracias. Este dulce camarero trae y lleva dulces y amorosos deseos, y lleva al alma el fruto de la caridad divina y de sus trabajos, gustando y alimentándose de la dulzura de mi caridad. Por eso, yo soy la mesa; mi Hijo, la comida, y el Espíritu Santo, que procede de mí y del Hijo, el servidor”
[25].
Riqueza cristológica, riqueza trinitaria, … En fin, la riqueza de la Sagrada Eucaristía todavía se valora más al comprender la cantidad, calidad, variedad y eficacia de sus frutos.
“¡Oh, Cristo Jesús, Verbo encarnado, ‘en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad’ (Col 2, 9), venid a mí para hacerme partícipe de esa plenitud! Ahí está mi verdadera vida, puesto que recibiros es llegar a ser hijo de Dios, es tener parte en la vida que del Padre recibisteis y por la cual vivís con el Padre; vida que de vuestra santa humanidad se desborda sobre todo vuestros hermanos en la gracia. ¡Venid, Señor, sed mi manjar, para que vuestra vida sea la mía! ‘El que come vivirá por mí’ (Jn 6, 57). Vos lo habéis dicho”
[26].
“¿Qué gloria puede ser mayor que ésta, qué dádiva más rica, qué beneficio más grande, qué mayor muestra de amor? Callen todas las obras de naturaleza, y callen también las de gracia; porque esta es obra sobre todas las cosas, y ésta es gracia singular. Oh maravilloso Sacramento, ¿qué diré de ti, con qué palabras te alabaré? Tú eres vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, memorial de Jesucristo, testimonio de su amor, manda preciosísima de su testamento, compañía de nuestra peregrinación, alegría de nuestro destierro, brasas para encender el fuego de amor divino, medio para recibir la gracia, prenda de la bienaventuranza y tesoro de la vida cristiana.
Con este manjar es unida el ánima con su Esposo, con éste se alumbra el entendimiento, despiértase la memoria, enamórase la voluntad, deléitase el gusto interior, acreciéntase la devoción, derrítense las entrañas, ábrense las fuentes de las lágrimas, adormécense las pasiones, despiértanse los buenos deseos, fotalécese nuestra flaqueza, y toma con él aliento para caminar hasta el monte de Dios. ¿Qué lengua podrá dignamente contar las grandezas de este Sacramento? ¿Quién podrá agradecer tal beneficio? ¿Quién no se derretirá en las lágrimas cuando vea a Dios unido consigo? Faltan las palabras y desfallece el entendimiento, considerando las virtudes de este soberano misterio”
[27] .

7. Misterio de amor, fuente de reparación
En varios de los textos citados hasta aquí, ha aparecido un elemento fundamental y muy sentido por las almas santas como parte de su amor eucarístico: el espíritu de desagravio. Reparación de amor, en general, por los pecados personales y de la humanidad entera, al participar de un Sacramento que une al cristiano expresa y directamente con el mismo Sacrificio de Cristo, entregado en redención por nuestros pecados. Pero desagravio muy intensamente sentido y vivido en particular por las ofensas que han ido y van de forma expresa contra la misma Sagrada Eucaristía.
Más aún, en una paradoja misteriosa más, de las que encierra este Sacramento de fe y amor, parece como si el Señor se quisiera hacer, en él, “vulnerable” -sin llegar de hecho a serlo-, con la vulnerabilidad de algo tan manejable y maltratable como las especies de pan y vino; o, peor aún, con la “facilidad” con que se puede incurrir en una comunión sacrílega. Ante esa posibilidad, desgraciadamente hecha realidad con relativa frecuencia, no puede dejar de reaccionar -y de hacerlo intensamente- un corazón enamorado; aunque sepa que el propio Jesús, de hecho, no sufre en ese momento: pero sí lo hizo en su Pasión y Muerte, actualizadas ahora sacramentalmente.
Un corazón enamorado, digo, no puede sino reaccionar desagraviando, y valorar así todavía más la grandeza del Amor divino; pues esa facilidad para ser Jesús ofendido en la Eucaristía no es sino consecuencia de la facilidad para ser recibido y tratado con cariño, y nos hace, pues, aún más patente su amor.
“¡Oh Jesús, oh amante (dejádmelo decir) excesivamente apasionado de los hombres, pues veo que anteponéis su bien a vuestro propio honor!, ¿no sabíais los desprecios a que os habríais de exponer por este vuestro amoroso designio? Veo, y mucho antes lo visteis vos, que la mayor parte de los hombres no os adora ni os quiere reconocer por lo que sois en este Sacramento. Sé que muchas veces estos mismos hombres llegaron hasta pisotear las Hostias consagradas y a arrojarlas por tierra, al agua o al fuego; veo más, que la mayoría, hasta de los que en vos creen, en vez de reparar tantos ultrajes con sus obsequios, vienen, ¡oh Dios!, a las iglesias a disgustaros más con sus irreverencias u os dejan abandonado sobre los altares, desprovisto, a veces, hasta de lámparas y de los ornamentos necesarios.
¡Ah si yo pudiera, dulcísimo Salvador mío, lavar con mis lágrimas y hasta con mi sangre aquellos infelices lugares en que fue tan ultrajado este Sacramento de vuestro amor y vuestro enamorado corazón! Pero, si tanto no se me concede, deseo al menos, Señor mío, y propongo visitaros a menudo para adoraros, como hoy os adoro, en reparación de los ultrajes que recibís de los hombres en este divinísimo misterio. Aceptad, Padre Eterno, este corto obsequio que, en reparación de las injurias hechas a vuestro Hijo sacramentado, os tributa hoy el más miserable de los hombres, cual soy yo; aceptadlo en unión de aquel honor infinito que os tributó Jesucristo en la cruz y que os tributa a diario en el Santísimo Sacramento. ¡Ojalá pudiera yo conseguir, Jesús mío sacramentado que todos los hombres se enamoraran del Santísimo Sacramento!”
[28].
“¡Cómo lloró, al pie del altar, aquel joven sacerdote santo que mereció martirio, porque se acordaba de un alma que se acercó en pecado mortal a recibir a Cristo! -¿Así le desagravias tú?”
[29].
“Que no falte a diario un ‘Jesús, te amo’ y una comunión espiritual -al menos-, como desagravio por todas las profanaciones y sacrilegios, que sufre Él por estar con nosotros”
[30].
En la práctica, han abundado en la historia de la espiritualidad, y sobre todo en los dos últimos siglos -en los que también han crecido, sin duda, las ofensas expresas a Jesús Sacramentado-, las iniciativas devocionales de adoración eucarística con un marcado acento reparador por esas ofensas. Al fin y al cabo, el verdadero amor a Dios siempre tiene un sentido reparador, y la reparación sólo es genuina si brota del amor y se hace por amor.
Junto a esto, el desagravio por los pecados personales es también decisivo en el amor eucarístico de los santos. Si el camino recorrido por Jesús en la Curz y en la Eucaristía es camino de humildad -sin ser Él pecador-, como hemos visto que los santos contemplan y admiran, muy clara les queda en consecuencia la necesidad de la propia humildad; y la inmensa bondad de Dios manifestada en el Santísimo Sacramento, les hace mucho más conscientes de sus miserias y de su indignidad. Sin embargo, esa conciencia no les aleja, avergonzados, de Jesús Sacramentado, sino que les mueve aún más a buscarlo con afán, y a agradecer el remedio para el alma pecadora que también supone la Eucaristía.
“Señor, confiado en tu bondad y gran misericordia, vengo yo, enfermo, al médico; hambriento y sediento, a la fuente de la vida; pobre, al Rey del cielo; siervo, al Señor; criatura, al Criador; desconsolado, a mi piadoso consolador. Mas, ¿de dónde a mi tanto bien, que Tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a Ti mismo? ¿Cómo se atreve el pecador a comparecer delante de Ti? Y Tú, ¿cómo te dignas venir al pecador? Tú conoces a tu siervo, y sabes que ningún bien tiene por donde merezca que Tú le hagas este beneficio. Yo te confieso, pues, mi vileza, reconozco tu bondad, alabo tu piedad y te doy gracias por tu extrema caridad. Pues así lo haces conmigo, no por mis merecimientos, sino por Ti mismo, para darme a conocer mejor tu bondad, para que se me infunda mayor caridad y se recomiende más la humildad (…)
Tú eres el Santo de los santos y yo el más vil de los pecadores. Tú te bajas a mí, que no soy digno de alzar los ojos para mirarte. Tú vienes a mí, Tú quieres estar conmigo. Yú me convidas a tu mesa. Tú me quieres dar a comer el manjar celestial y el pan de los ángeles; que no es otra cosa, por cierto, sino Tú mismo, pan vivo que descendiste del cielo y das la vida al mundo (cfr. Jn 6, 33.51)”
[31] .
“Grande y continuo era el deseo, pero creció más cuando la Verdad primera le mostró las necesidades del mundo y la confusión y ofensas a Dios en que el mundo incurría. También lo había comprendido por una carta del Padre de su alma en la que le manifestaba pena y dolor insufribles por las ofensas a Dios, dueño de las almas, y la persecución a la santa Iglesia. Todo esto le encendía el fuego del santo deseo, con dolor por las ofensas y con esperanzada alegría, por la que confiaba que Dios había de socorrer tantos males.
Y como parece que en la comunión se une más dulcemente a Dios y conoce mejor su verdad -ya que entonces el alma está en Dios y Dios en el alma al modo que el pez está en el mar y el mar está en el pez-, le vino por ello el deseo de que llegase la mañana para ir a la santa misa. Aquél era el día de María.
Llegada la mañana y la hora de la misa, le invadió una gran ansia y un gran reconocimiento de lo que era, avergonzándose de su imperfección. Le parecía ser ella la causa de todo el mal que se hacía por todo el mundo, concibiendo odio y disgusto de sí misma, junto con deseos de que se hiciera justicia. Por aquel reconocimiento, odio y justicia deseados purificaba las manchas y culpas que le parecían existir. Ciertamente que ese reconocimiento le invadía el alma cuando decía:
- ¡Oh Padre eterno!, yo me vuelvo a ti para que castigues las ofensas en este tiempo perecedero. Y, puesto que soy la causa de las penas que mi prójimo debe sufrir en razón de mis pecados, te suplico benignamente que las castigues en mí”
[32].
“¡Cuánto me consuela antes de comulgar confundirme a la vista de mis pecados y sentir en mi interior que Jesús me perdona! Si siento decaimiento en mi alma, el recuerdo de que Dios me perdona me anima y me enfervorizo. Antes de comulgar, a los pies de Jesús en la cruz, su sangre limpia mi alma de todas las miserias mías, sintiendo gran pena de ellas. Dentro de poco Dios va a venir a mi corazón. ¡Qué felicidad! Le hablaré y le escucharé; le rogaré, le estrecharé, me daré toda a Él. Las reservas le contrarían de veras. Con Él lo tengo todo. ¿Qué puedo proporcionarme yo sola?”
[33].

8. La oración eucarística: intercambio de amor
Muchos de los textos de los santos que hemos reproducido hasta ahora son, explícitamente, una oración en voz alta ante Jesús Sacramentado, en la misa y la comunión o ante el sagrario; y los que no lo son explícitamente, en su misma formulación dialogada, lo son también de hecho en el fondo: son fruto de una intensa vida interior eucarística, de una vida contemplativa junto al sagrario, de un diálogo de amor con el Señor alimentado en la Eucaristía.
Efectivamente, no sólo la Sagrada Eucaristía es el centro, el alma y la fuente de toda la oración litúrgica de la Iglesia, ofrecida a Dios Padre, por medio de Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo, sino que toda oración personal -si es que se puede con propiedad hacer esa distinción- brota de ella, se alimenta de ella, vive de ella.
“No se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad ‘subjetiva’ a la liturgia como forma ‘objetiva’ de oración de la Iglesia: a través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que ‘intercede por nosotros con gemidos inefables’ (Rom 8, 26). Ésa es la oración auténtica, pues ‘nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo’ (1 Cor 12, 3)”
[34].
Esto es así por la misma realidad de la economía de la salvación tal como el Señor nos la ofrece; pero si, además, se hace explícito en la vida espiritual de cada cristiano, mucho mejor… Y así lo comprobamos, efectivamente, en la vida de los santos: en la intensidad y el fervor de sus misas y comuniones, en las largas horas de oración junto al sagrario, en la frecuencia de sus visitas al Santísimo, etc. Comprobamos, sobre todo, como para ellos y ellas la misma Eucaristía es el más encendido diálogo de amor, el más íntimo trato de amistad con Dios…
“Deseos grandes de hospedar a Jesús por medio de la Santa Comunión. Propósitos: tener siempre limpia la morada de mi corazón, ya que no sólo se hospeda, sino que se me da todo entero en manjar de mi alma. ¡Qué de beneficios recibiré! ¿Cómo pagar tanta caridad? (...) Jesús, mi Padre, viene a mí. ¡Qué alegría! Yo le contaré todo. Y ¡cómo le hace gozar, ver a su pequeña que le cuenta todo, que le pide remedio de todo! ¿Quién más poderoso que mi Padre? Todo lo confío a su santa voluntad y poder. ¡Qué alegría! Es mi Padre (...) ¡Jesús mío! Asístame tu gracia; pues sin ella ni Jesús puedo decir”
[35].
“Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti. - Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres..., y cómo lo recibes tú. - Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino”
[36].
Toda forma de oración, todo tema de oración, toda manifestación de oración tiene su lugar propio en el Santísimo Sacramento.
“Si nos encontramos con dificultades y cansancio, vayamos al Sagrario; miremos con fe viva que es Jesucristo el autor y dueño de todo y allí calladito y encerrado por amor, nos espera. Contémosle nuestras cosas, nuestras contrariedades, nuestros cansancios. El sabrá mitigar todo y darnos fuerza para seguirle hasta el cielo”
[37].
“Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. - ¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con El, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor”
[38].
Una oración -la que tiene de verdad su centro en la Eucaristía- que tiende por sí misma a llevar, al alma bien dispuesta -y podemos serlo cualquiera: no es un don extraordinario, sino el más “ordinario” de los Sacramentos, de los medios de santificación-, hasta las alturas de la contemplación… Y no hacen falta muchas misas, ni muchas comuniones, ni muchas horas ante el Sagrario, para alcanzar esa intimidad grande con Jesús; se puede alcanzar incluso en el mismo instante de la primera comunión eucarística, sin necesidad de ninguna ayuda extraordinaria; pues el poder de la Sagrada Eucaristía es infinito.
“¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada, y decía a mi vez: ‘te amo y me entrego a ti para siempre’. No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús, Él era el dueño, el rey”
[39] .
Quizá sea esa búsqueda de la más intensa y continua contemplación, precisamente, la que lleva con frecuencia a los santos a desear y buscar una cierta prolongación de la presencia eucarística de Jesús en el interior de su propio ser tras la comunión, paralela a la prolongación de su presencia en los sagrarios; hasta el punto de que se ha hablado en varios casos -como un fenómeno místico extraordinario- de una verdadera presencia eucarística continuada en su cuerpo, aunque sea algo muy difícil -por no decir imposible- de comprobar en realidad. De todas formas, lo importante es, una vez más, el fondo de verdadero enamoramiento, de verdadera vida contemplativa que se esconde tras esos deseos y expresiones de piedad.
“¡Ay!, no puedo recibir la sagrada Comunión con la frecuencia que deseo, pero, Señor, ¿no eres Tú todopoderoso…? Quédate en mí como en el sagrario, no te alejes nunca de tu pequeña hostia …”
[40] .
“Sda. Comunión. Preparación: actos de contrición y de amor. ¡Jesús mío, dame humildad, caridad, paciencia, obediencia a tus mandatos e inspiraciones! Ademas, Señor, quedaos conmigo. Es mi corazón vuestra casa y creo, Señor, que no hay en él cosa, que no os pertenezca. Es vuestra posesión. Quedaos ahí, Jesús mío”
[41] .
“Señor, que desde ahora sea otro: que no sea ‘yo’, sino ‘aquél’ que Tú deseas. - Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. - Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda”
[42] .
Una “prolongación” contemplativa de la Eucaristía que no sólo se refiere a sus aspectos de comunión y presencia, sino también en cuanto sacrificio, en cuanto a la misma celebración de la Santa Misa.
“Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente-, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...”
[43].
Por lo demás, la práctica de la comunión espiritual, tan recomendada, con diversidad de fórmulas y modos, desde hace siglos, es otro reflejo práctico de esas ansias de amor a Jesús Sacramentado.

9. La Sagrada Eucaristía, prenda de la gloria futura
Concluyamos nuestra reflexión con una mirada vuelta hacia el futuro, y llena de esperanza: virtud ésta también firmemente reforzada en la Sagrada Eucaristía, junto a sus hermanas la fe y la caridad. Porque en el Santísimo Sacramento, al dársenos el mismo Jesucristo, el mismo Dios; al ser el memorial de nuestra Redención, se nos da también una prenda de la gloria futura. La Eucaristía tiende como a prolongarse por toda la eternidad, a acercarnos la eternidad al momento presente; y esto refuerza todavía más el agradecimiento y la respuesta del cristiano al Amor divino.
“ (…) partiendo un mismo pan, que es medicina de inmortalidad, antídoto contra la muerte y alimento para vivir por siempre en Jesucristo”
[44] .
“Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria”
[45] .
“Quisiera hacer comprender a las almas que la Eucaristía es un cielo, puesto que el cielo no es sino un sagrario sin puertas, una Eucaristía sin velos, una comunión sin términos”
[46].
Javier Sesé
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Notas.
1. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes en el Jueves Santo, 23-III-2000.
2. Santa Teresa de los Andes, Diario, n. 42.
3. Santa Teresa de los Andes, Cartas, n. 151.
4. Santa Teresa del Niño Jesús, Cartas, n. 92.
5. Santa Teresa de los Andes, Cartas, n. 117.
6. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 48 vº.
7. Santa Genoveva Torres Morales, Apuntes, n. 20.
8. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 838. El sacerdote al que alude es él mismo.
9. San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, XXII.
10. Santa Catalina de Siena, El Diálogo, n. 30.
11. San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, VI.
12. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 533.
13. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 432.
14. Beato Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, II, 16, 3.
15. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, c. 34, 8.11.
16. Imitación de Cristo, IV, 1, 9-10.
17. Santa Teresa de los Andes, Cartas, n. 137.
18. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, c. 34, 6-7.
19. Santa Teresa de los Andes, Cartas, n. 151.
20. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 322.
21. San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, VI, 7.
22. Santo Tomás de Aquino, himno Adoro te, devote.
23. San Juan de la Cruz, Poesías.
24. San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, 6, 5.
25. Santa Catalina de Siena, El Diálogo, n. 78.
26. Beato Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, II, 16, 1.
27. Fray Luis de Granada, Libro de la oración y meditación, I, 2, meditación para el lunes por la mañana: de la institución de la Eucaristía.
28. San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, XXIV.
29. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 532.
30. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, n. 689.
31. Imitación de Cristo, IV, 2, 1-3.
32. Santa Catalina de Siena, El Diálogo, n. 2.
33. Santa Genoveva Torres Morales, Apuntes, n. 11.
34. Santa Edith Stein, La oración de la Iglesia, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, p. 82.
35. Santa Genoveva Torres Morales, Apuntes, n. 12.
36. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 887.
37. Santa Genoveva Torres Morales, Circular, n. 16.
38. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 268.
39. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 35 rº.
40. Santa Teresa del Niño Jesús, Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios.
41. Santa Genoveva Torres Morales, Apuntes, n. 12.
42. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 122.
43. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 69.
44. San Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 20, 2.
45. Santo Tomás de Aquino, himno Adoro te, devote.
46. Santa Teresa de los Andes, Cartas, n. 112.

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